Los ocho contemplan su obra con la satisfacción que da el haber hecho algo real, con las manos, a base de esfuerzo físico y sudor de verdad. Una sensación a la que, de hecho, están poco acostumbrados porque sus trabajos tienen poco que ver con eso.
—Ya está —dice Brais con un suspiro, mientras se frota las manos. Es el que más ha cavado y sabe que al día siguiente tendrá las palmas llenas de ampollas del mango de la azada, pero el esfuerzo físico le resulta sano. Vigorizante.
El único rastro de aquellos animales sacrificados sin compasión es la tierra removida a unos cien metros del árbol. Sin ellos, las ramas del alcornoque vuelven a ser inofensivas, vulgares. El anochecer baña el paisaje de una luz plácida, reconfortante.
—¿Nos vamos ya o pretendéis también que recemos algo? —pregunta César. Es el único que parece inmune al ambiente generalizado de bienestar que se respira allí. En realidad, fue el que aceptó ensuciarse las manos sólo a regañadientes, cuando vio que la votación estaba perdida de todos modos. Sólo Manel había objetado a la idea y a César no le gustaba asociarse con los perdedores.
Octavi sonríe y Sílvia mira de reojo al que es su prometido. César se calla.
—¿Por qué no nos vamos ya? —interviene Manel—. Es casi de noche.
—¿Por qué no esperamos un momento? —propone Sara—. No hay muchas oportunidades de disfrutar de un atardecer como éste.
César está cansado y tiene ganas de volver a la casa, pero una vez más los otros parecen estar de acuerdo. Y, en realidad, todos, incluso él, contemplan la puesta de sol en las montañas, en parte porque es hermosa y en parte porque están demasiado cansados para moverse o para discutir. El sol desciende tras las montañas despacio, sin esfuerzo, apagando su brillo anaranjado y dejando al mundo en penumbra.
—Bueno, ya está —dice Brais en voz baja—. Ha sido un día largo.
Caminan hacia la furgoneta, fatigados pero contentos. La tarea y el crepúsculo los han dejado satisfechos. Los invade una paz eufórica y contagiosa.
—Ya la llevo yo —dice Sílvia, y César, que había conducido a la ida, le lanza las llaves—. Me gusta conducir de noche.
Se acomodan en la furgoneta, que tiene dos filas de tres asientos además de los dos de piloto y copiloto: Sílvia al volante y Octavi a su lado; en las dos filas traseras se han distribuido los demás. Pone música antes de arrancar y todos parecen sentirse tan jóvenes y tan libres como proclama la canción.
—Me encanta —dice Sílvia—. Ahora que no nos oye mi hermano, creo que es lo mejor de la campaña.
Se oye una carcajada general: no es habitual que los Alemany se critiquen entre ellos, aunque corre el rumor de que las relaciones entre ambos no atraviesan su mejor momento.
Sílvia arranca y la furgoneta inicia la marcha, tan alegre como ellos y en absoluto fatigada.
—¡Eh! —protesta César después de una curva que los ha impulsado a todos hacia un lado—. Ten cuidado. Me he clavado la dichosa pala en las costillas.
—César, no seas aguafiestas. Ya llegamos. Pon otra vez la canción, Octavi. Me anima.
Y Sílvia acelera, porque de repente se siente como cuando era joven y rebelde, y hace años que no experimenta una sensación parecida. Acelera sin tener en cuenta que la visibilidad no es buena, ni la carretera tampoco. Acelera porque no cree que en ese camino solitario vaya a encontrar ningún obstáculo que la frene.
Están llegando, se distinguen sus luces en lo que, sin ellas, sería un campo negro. Los que van sentados detrás ni siquiera ven lo que pasa. Sólo oyen la súbita advertencia de Octavi, notan un volantazo brusco y un golpe sordo. La furgoneta se detiene a un lado del camino, frente a la puerta exterior del sendero que lleva a la casa.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta Amanda.
Nadie le contesta. Octavi baja del vehículo y se acerca a un bulto que hay en el suelo. Sólo que no es un bulto, ni un animal. La bicicleta que hay volcada junto a él lo confirma. César intenta correr tras él, pero la pala, que llevaba reclinada en el asiento, le corta el paso, así que con un gesto de impaciencia la arroja hacia fuera para poder descender. Brais, más ágil, llega una vez más antes que él. Y los tres hombres contemplan al chico árabe, la herida que le brota de la sien y que ha teñido de sangre la mano de Octavi cuando ha intentado incorporarlo.
—¡No lo toques! —exclama Brais, pero por la cara de Octavi está claro que ya da lo mismo.
—Mierda… Joder. —César da una patada al suelo y por una vez sus protestas parecen justificadas.
—Le ha dado con el retrovisor —dice Brais, señalando el espejo de la furgoneta.
Se miran sin saber qué hacer y César regresa hacia el vehículo, cabizbajo. Camina despacio y se dirige al lado del conductor. Sílvia baja la ventanilla y lo mira, y por la expresión de su rostro sabe que ha pasado algo grave. Suspira y se cubre la cara con las manos.
Amanda y Manel también han bajado ya del vehículo, pero no se mueven, como si allí, pegados a la furgoneta, estuvieran a salvo. Gaspar y Sara los imitan, ella con el teléfono móvil en la mano.
—Hay que llamar a una ambulancia. O a la policía. No sé.
—No llames a nadie. Espera un momento —ordena César, y sigue hablando en voz baja con Sílvia.
El mundo parece detenido en esa porción de camino oscuro y tenebroso. Ya no se sienten jóvenes y libres, sino nerviosos y asustados. El silencio del campo, invadido por susurros desconocidos, los intranquiliza.
—No quiero verlo —dice Manel—. No puedo soportar la sangre.
Toma el sendero hacia la casa, a toda prisa, huyendo de todo aquello.
—Sí —dice César—. Entrad en casa. Vamos, Gaspar, acompaña a Sara y a Amanda. Y no llaméis a nadie. Ya nos ocupamos nosotros de esto.
Todos comprenden que quiere quedarse a solas con Sílvia, que sigue en el interior del vehículo, y con Octavi. Quizá incluso con Brais.
Gaspar recoge la pala del suelo, la que había lanzado César desde la furgoneta, y empieza a andar. Sara y Amanda van detrás de él: se desvían un poco para no pasar cerca del cadáver aunque resulta evidente que Amanda no puede evitar echarle un vistazo rápido.
Y entonces, una vez más, sucede lo imprevisto. Oyen un grito en el patio de la casa, una voz de alarma que sólo puede proceder de Manel. Sara y Amanda se detienen, asustadas, y Gaspar, con la pala en la mano, corre hacia aquellas sombras que se debaten en el suelo. Lo siguiente que se oye es un ruido intenso y metálico.
El crujido de un cráneo al partirse.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó Héctor, impresionado a su pesar.
Sílvia Alemany había adoptado una voz neutra durante todo el relato, una voz que parecía no formar parte de la historia, no ser la de una de sus protagonistas.
—¿A usted qué le parece? —preguntó, y en su tono se advertía de nuevo a la mujer que Héctor había conocido esos días—. Eran dos moros, seguramente un par de ladronzuelos. Un par de inmigrantes sin papeles a los que nadie echaría de menos.
—¿Convencieron a todos de no denunciarlo?
—Más o menos. No resultó muy difícil, créame. Gaspar estaba anonadado y Octavi lo convenció de que no merecía la pena acabar en la cárcel, lejos de su hija, por un ladrón sin familia ni futuro. Sara se mostró leal a la empresa, a mí, igual que César. Manel aceptó porque sabía que podría sacar algo a cambio. Y Amanda… sinceramente, inspector, no sé en qué pensaba Amanda Bonet.
En su historia personal, se dijo Héctor. Estaba seguro de que eso había sido una obsesión para Amanda: la intensidad de su entrega a Saúl así lo indicaba.
—¿Y Brais?
—Fue el más difícil de persuadir. Nunca he sabido por qué accedió. Creo que lo hizo por Gaspar. Brais es huérfano, ¿sabe? No estoy segura, no es un hombre previsible. Eso sí, es un hombre de palabra.
—Así que decidieron ocultarlo —concluyó Héctor—. Y les salió bien, o al menos todo pareció quedar olvidado hasta…
—Hasta que sucedió lo de Gaspar. Estuvo muy raro durante los meses previos al verano, tanto que temí que fuera a contarlo todo. Por eso, cuando Octavi nos comunicó lo de su excedencia, decidimos que un ascenso le iría bien. Le pondría más de nuestro lado. Pero no fue así: se sentía aún peor… No sé si también recibió alguna foto de los perros antes de morir.
—¿La foto? —Héctor se irguió, súbitamente alerta—. ¿La recibieron todos?
—Creo que sí, aunque después. De hecho, nos llegó hace poco. Después de la muerte de Sara.
La mente de Héctor funcionaba sin parar, uniendo datos, planteando preguntas y respondiéndolas de la única manera que, en realidad, parecía posible. La crueldad con la familia de Gaspar, la cena de Sara antes de morir, las fotos… Le faltaban datos, pero tenía que ser así. Necesitaba pensar. Cuando tomó la palabra, lo hizo con voz seria y acusadora.
—Hicieron con esos hombres lo mismo que habían hecho con los perros. Deshacerse de sus cuerpos, borrarlos de la vista. Eliminarlos para que el paisaje volviera a ser normal. Pero los hombres no son perros, Sílvia.
—Ya. Algunos son bastante peores. Bichos que muerden a traición.
Héctor esbozó una sonrisa irónica.
—Esa opinión de los demás me parece de un cinismo exquisito viniendo de usted, Sílvia. —Alzó el tono para añadir—: Dígame, ¿qué hicieron con sus cuerpos?
Sílvia le miró a los ojos. Ya no le quedaban fuerzas para el desafío, pero conservaba un instinto primario: el de supervivencia.
—Eso, inspector, es lo único que no pienso contarle.