39

La detención de Manel Caballero se produjo a las nueve y media de la mañana del jueves, 20 de enero. Un ofendido y asustado Manel, que protestaba con vehemencia, fue abordado en su puesto de trabajo por Roger Fort y otro agente, ante la mirada estupefacta de sus compañeros: debía acompañarlos a comisaría para ser interrogado. Lo esposaron sin la menor compasión. Paralelamente, Héctor Salgado hacía lo mismo con Sílvia Alemany, que, para sorpresa del inspector, salió de su despacho con la cabeza alta y sin decir una sola palabra.

Ambos fueron introducidos en sendos coches de policía y trasladados a comisaría. Se vieron entonces, en la puerta, aunque no tuvieron oportunidad de hablar. Él esposado y casi empujado hacia el interior del edificio; ella caminando dignamente con el inspector al lado. Dos salas de interrogatorio diferentes les esperaban.

Asustado es poco, pensó Héctor en cuanto entró en una de ellas, dispuesto a sacar de ese joven escurridizo todo cuanto pudiera. Desde la tarde anterior, cuando llegó de la casa de Garrigàs, había estado ordenando las piezas de ese rompecabezas: los perros, las bicicletas, la pala, el cambio de actitud de los participantes, el susto de Amanda la noche anterior. Y, aunque no sabía a ciencia cierta cómo habían ido las cosas, sí tenía una imagen difusa de lo que, al menos, podía haber sucedido. Una imagen que no le gustaba nada.

Se sentó ante Caballero, en silencio, y dejó una carpeta sobre la mesa. Iba a abrirla cuando el otro, beligerante, le espetó:

—¿Se puede saber a qué viene esto? ¿Por qué diablos me han traído aquí?

—Ahora mismo iba a explicártelo, no te preocupes.

—¡No pueden tratar a la gente así! A mí no me engaña, conozco mis derechos…

—Has visto demasiadas series de televisión, Manel —repuso Héctor, con una sonrisa condescendiente—. En cualquier caso, ya que estás tan al tanto de cuáles son tus derechos, te voy a resumir los míos. Eres sospechoso en un caso de asesinato múltiple y estás aquí para ser interrogado.

El semblante de Manel acusó el golpe, y Héctor prosiguió:

—No puedo obligarte a hablar, aunque te prometo que no me importaría hacerlo. En cambio, sí que puedo retenerte durante setenta y dos horas para que reflexiones y decidas si quieres colaborar.

—¡Esposarme y traerme de malos modos hasta aquí no es la mejor forma de pedir que coopere, inspector! Al menos dígame de qué está hablando, porque si cree que me cargué a Amanda o a Sara, es que está totalmente loco.

Héctor volvió a sonreír.

—Los locos a veces intuyen la verdad. O eso dicen, ¿no lo habías oído nunca? —Cambió de tono para añadir—: No quiero hablar de Sara, ni de Amanda. Ni siquiera de Gaspar. Quiero que hablemos de lo que pasó en la casa de Garrigàs.

Consiguió desconcertarlo, aunque sólo fue un momento. Manel hizo acopio de sus fuerzas y replicó:

—No tengo nada que contarle sobre eso.

—¿Seguro? ¿Nada que contarme sobre unas bicicletas robadas? ¿Una pala desaparecida?

Manel enrojeció, pero consiguió mantener la calma y fingir un tono de incredulidad bastante convincente.

—Creo que no sabe nada, inspector. Sólo supone cosas. Así que reténgame el tiempo que le dé la gana. Esperaré a mi abogado.

—Claro. No hay problema. —Héctor apoyó ambas manos sobre la mesa, se levantó y se inclinó hacia un azorado Manel. Cuando habló lo hizo en voz baja y firme—: Pero no esperarás aquí.

—¿Qué quiere decir? —balbuceó Manel.

El inspector no contestó. Salió de la sala, despacio, y poco después volvió a entrar acompañado de dos agentes que, sin decir palabra, levantaron a Manel Caballero de la silla.

—¿Qué es esto? ¿Adónde coño me llevan?

—Como te decía, tengo setenta y dos horas para conseguir que cooperes. —Miró el reloj—. Pero no vas a pasarlas aquí, sino en uno de los calabozos. Necesito esta sala para hablar con alguien más importante que tú. No sería prudente por mi parte enviar a una celda a la señora Alemany, ¿no crees? Podría meterme en un buen lío.

La mirada de rabia que le dirigió Manel fue la primera de sus victorias. Los agentes se lo llevaron, ajenos a sus gritos de protesta, a uno de los pequeños calabozos de comisaría, ya ocupado por un par de yonquis.

—¡No! ¡No! No pueden hacerme esto…

Héctor soltó el aire despacio. Los chillidos de Manel se alejaban. Era sólo cuestión de tiempo, estaba seguro. Alguien que quería dormir solo no aguantaría demasiado en esas celdas.

—¿Cómo va? —preguntó Roger Fort desde la puerta.

—Irá bien —respondió Héctor—. ¿Alguna novedad?

—Ha llamado Víctor Alemany. No a mí, sino al comisario Savall. Por lo que he entendido viene hacia aquí con su abogado. Bueno, mejor dicho, con el señor Pujades. Inspector, ya sé que tiene prisa, pero hay algo que me gustaría enseñarle. Será sólo un momento. Venga, acompáñeme.

Fort le precedió y ambos se dirigieron a una sala provista de una pantalla. Héctor vio en ella la imagen congelada de ese maldito andén de metro.

—Estuve pensando cómo había podido entrar alguien detrás de Sara sin que lo captaran las cámaras de los tornos. Y de repente se me ocurrió que sólo había una posibilidad: que hubiera llegado en el metro que iba en dirección contraria y hubiera cruzado de un andén a otro, como quien se equivoca de estación.

Héctor le miró y asintió.

—Claro. Tan simple como eso.

—No bajó al andén, por supuesto. Debió de quedarse en la escalera. Sara Mahler no se movió mucho, así que, suponiendo que alguien la empujara, pudo esperar ahí, sentado en un escalón, y salir sólo cuando vio que el convoy estaba a punto de llegar.

Sí, pensó Héctor. Un acto arriesgado, casi suicida, pero podía ser. La cámara no había captado ese momento.

—Pero Sara tuvo que verle al bajar. Ella sí pasó por esas escaleras —repuso.

—Ya. Eso pensé también. Pero ella parecía inquieta. Si hubiera visto a un tipo sentado en la escalera no lo habría mirado mucho. Habría creído que era un borracho.

Podía ser…

—Buen trabajo, Fort. Y lo digo de verdad. ¿Has pedido las cintas del otro andén?

—Han ido a por ellas, señor. Las revisaré en cuanto lleguen.

—Lo dejo en tus manos —dijo Salgado, sonriente—. Yo voy a hablar con Sílvia Alemany antes de que lleguen sus huestes. Asegúrate de que nadie me interrumpa mientras estoy con ella. Ni el comisario, ni Alemany, ni el Papa de Roma, ¿está claro?

»Otra cosa. Si Manel decide cooperar, enciérralo en una de las salas y llama a los otros dos. A César Calvo y a Brais Arjona. Los quiero a todos cerca.

Esta vez juego en casa, pensó Héctor al encontrarse delante de Sílvia Alemany, que conservaba el porte y el aplomo que da la inteligencia unida con cierta clase. Ella se mostraba indiferente, sentada en la sala de interrogatorios adonde la habían conducido al llegar, pero no pudo evitar una mirada de soslayo al ver entrar al inspector.

—¿Quiere volver a hablarme de los perros muertos, inspector? —preguntó con retintín—. Si hubiera sabido que iba a comportar tantas explicaciones, jamás habría accedido a llevarlo a cabo.

—¿Sabe, señora Alemany? Creo que es la primera verdad que me dice desde que nos conocemos.

—También me estoy hartando de sus insinuaciones veladas, inspector. Si tiene algo de qué acusarme, hágalo. Y si no es así, deje que me vaya. Tengo mucho trabajo.

—¿Asegurándose de que los demás no hablan? Me temo que ya llega tarde. Manel no tiene su temple, eso es obvio. Mientras se sintió a salvo, le daba lo mismo. Pero cuando se vio entre la espada y la pared…

—No me engaña, inspector Salgado. Cuando se ve entre la espada y la pared, Manel escoge pared. Nunca espada.

Héctor se rio.

—Tiene razón. Lo bueno de los refranes es que son simbólicos, así que uno nunca sabe bien dónde está lo uno y lo otro. Le aseguro que el pobre Manel Caballero se enfrentó a una espada muy, muy afilada.

Ella palideció.

—¿Por qué no me cuenta su versión de lo que pasó? Está cansada, tiene que estarlo… ¿De verdad merece la pena tanta carga?

Sílvia vacilaba. Pudo ver que la duda asomaba a sus ojos y que la tentación empezaba a crecer en ella. Pero el orgullo pudo más.

—Estoy segura de que mi hermano debe de estar viniendo hacia aquí. Y bien acompañado. Así que, inspector, creo que pronto podré salir de esta sala y descansar.

—¿Sí? ¿Cuando se acueste olvidará la cara de Gaspar? ¿La de Sara? ¿La de Amanda? Tres personas muertas, Sílvia, sin contar a la pobre mujer de Gaspar y a su niña… Usted es madre.

—Otro de los tópicos que me molesta de hoy en día es la opinión generalizada de que ser madre te haga mejor persona, inspector. Hay buenas y malas madres. Buenas y malas hijas. —Héctor no sabía a qué se refería, pero resultaba evidente que acababa de tocar un punto sensible en la mujer que tenía delante—. Y no pretenda echarme la culpa de lo que Gaspar le hizo a su familia. Bastante tengo con intentar comprender a la mía.

Por fin había hecho mella en Sílvia Alemany. El tono de amargura no podía ignorarse. Y Héctor comprendió que había llegado el momento de apostar fuerte, aunque con cautela, para que ella no adivinara las cartas tan bajas que tenía en la mano.

—Fue un error devolver las bicicletas, Sílvia. Un error bastante tonto. Impropio de usted.

Ella parecía absorta en sus pensamientos, en algo que tenía poco que ver con eso y mucho con su familia.

—Las bicicletas estaban intactas. No había se… —Sílvia se calló, pero ya era demasiado tarde y Héctor terminó la frase por ella.

—No había señales del accidente, ¿verdad?

—¿Qué accidente? —preguntó ella, con voz mucho más insegura.

—El accidente que tuvo lugar cuando regresaban de enterrar a los perros. —El farol funcionaba, Héctor podía sentirlo—. Creo que volvían de buen humor, satisfechos consigo mismos, de la tarea realizada. Creo que no se esperaban que el destino les jugara una mala pasada. Y, de verdad, pienso honestamente que el primer acto de esa farsa fue un puro y simple accidente. ¿Me equivoco?

Sílvia Alemany ya no tuvo el valor de seguir negándolo. Cerró los ojos, tomó aire muy despacio y empezó a hablar.