36

No debería haber concertado esta cita, pensó Leire cuando el taxi la dejó junto a la entrada de los Jardines de la Maternidad en el barrio de les Corts. Había pasado mala noche y dormido sólo a ratos, abrumada por sueños inquietantes en los que aparecían Ruth y el doctor Omar, hablando en voz baja, sin que ella pudiera oírlos. Al final, harta de pesadillas, se había levantado sobre las siete, un poco mareada. Desayunó sin hambre por un día y un rato después, a pesar de que se había prometido no hacerlo, cogió el móvil y marcó el número que le había dado aquel desconocido la noche anterior.

Y ahí estaba, en aquellos jardines que en verano quizá fueran preciosos pero que en el mes de enero tenían un aire lúgubre, de mansión decadente. Eran las once, aunque a juzgar por el cielo podrían haber sido las seis de la tarde. Un frío insidioso, sin aire ni lluvia, asolaba una ciudad poco habituada a las temperaturas extremas. Nerviosa, sin saber por qué, esperó junto a la puerta del parque; era de suponer que el hombre a quien debía ver la reconocería, porque ella no tenía la menor idea de cuál era su aspecto.

De pie junto a la verja, se preguntó por qué aquel individuo había escogido precisamente ese lugar. «Mejor un sitio al aire libre», le había dicho él. «Así podremos hablar con más tranquilidad». Ella accedió: por regla general no le molestaban los espacios abiertos, pero en ese momento, destemplada a pesar del grueso abrigo que llevaba, deseó haber propuesto una cafetería cualquiera donde al menos le esperaría sentada.

No tuvo que aguardar mucho más. Cinco minutos después de las once, un hombre de unos treinta y pocos años, dobló la esquina y se dirigió directamente a ella, sin vacilar.

—Agente Castro —dijo él, extendiendo la mano—. Soy Andrés Moreno.

Ella se la estrechó y al hacerlo se sintió aliviada. No había nada siniestro en aquel tipo; al contrario, su estatura media y su rostro amable, casi demasiado amable para resultar atractivo, tendían a alejar cualquier atisbo de desconfianza. Llevaba una mochila colgada al hombro, que se empeñaba en resbalar por la manga de la cazadora de cuero marrón.

—Perdona que llamara anoche a tu casa —le dijo él—, pero me marcho hoy y no quería irme sin verte. ¿Damos un paseo?

Ella asintió, aunque en cuanto cruzaron la entrada del parque buscó con la mirada un banco. Lo encontró y encaminó sus pasos hacia él. Había poca gente en los jardines, y los antiguos edificios, bañados por aquella luz de invierno, tenían un aire casi fantasmal.

—¿Te importa que nos sentemos? —preguntó ella, tuteándolo también—. Peso demasiado para moverme mucho.

Él asintió, sonriente. Frente al banco había una estatua de piedra blanca: una joven madre con un niño en el regazo. Aunque los edificios se usaban ya para otros menesteres, aquel conjunto de pabellones había sido años atrás un hospital donde las mujeres daban a luz. Leire se acarició la barriga al sentarse. Abel parecía estar dormido: perezoso como el día, pensó ella. Seguro que en eso se parecía a su padre.

—Bueno —dijo Leire—. Me tienes muy intrigada.

Andrés Moreno sonrió.

—Supongo. Y ahora que te tengo delante la verdad es que no sé muy bien por dónde empezar.

—Me dijiste que tenías algo que contarme sobre Ruth Valldaura. Creo que ése sería un buen principio.

Él apoyó la mochila en el banco, entre los dos, la abrió e iba a sacar algo de ella, pero lo pensó mejor y desistió. En su lugar, formuló una pregunta que dejó a Leire completamente desconcertada.

—¿Has oído hablar de los bebés robados?

—¿Qué? —Se recobró de la sorpresa enseguida—. Claro, ¿quién no?

Así era. Hacía ya tiempo que la noticia, el escándalo, circulaba por periódicos y programas de televisión. Bebés separados de sus madres al nacer, dados por muertos por sus verdaderos progenitores y entregados en adopciones turbias a otras familias que creían acoger a niños no deseados. Lo que había empezado como consecuencia de la posguerra, en referencia a madres del bando perdedor que, según la jerarquía del momento, eran indignas de ese nombre, había ido evolucionando hacia una trama, un negocio, que se mantuvo durante muchos años más: casos de niños nacidos en los sesenta y setenta que buscaban ahora desesperadamente a sus padres biológicos; padres biológicos que hasta hacía poco estaban convencidos de haber perdido un hijo y descubrían de repente que su tumba estaba vacía; padres adoptivos que asistían horrorizados a la constatación de que, sin ellos saberlo, habían formado parte de una trama inmoral y delictiva. El asunto era estremecedor y sus ramificaciones salpicaban a comadronas, monjas y médicos, aunque en la mayoría de los casos la ley podía hacer bien poco. A la dificultad de demostrar fehacientemente los delitos cometidos se unía la prescripción legal de los mismos.

Mientras Leire pensaba en todo ello, en los retazos de información oída y comentada, Andrés Moreno sacó unos papeles y fotos de la mochila.

—Soy periodista y llevo meses metido de lleno en este tema. Como ya lo conoces, no voy a entrar en detalles. Sólo te diré que son muchos los casos por descubrir, por sacar a la luz. Pero los nombres de algunos médicos implicados se repiten, así como los de alguna religiosa poco caritativa, por llamarla de alguna forma.

Leire asintió, aún sin saber qué tenía que ver todo eso con ella y con Ruth Valldaura.

—Como comprenderás, existen pocos rastros de esas adopciones ilegales. La metodología variaba. Algunas madres biológicas daban a luz en hospitales propiamente dichos y se les comunicaba después del parto que sus bebés habían muerto. Tenían incluso el cadáver de uno… Perdona. —Se interrumpió al ver que Leire iba perdiendo el color.

—No, no pasa nada —mintió ella.

—Joder, ahora que lo pienso, no es muy adecuado hablarte de esto. Lo siento.

—Tranquilo. No sé si es adecuado o no, pero ahora ya has empezado. Sigue.

Él inspiró profundamente.

—Había otro tipo de casos. Madres solteras que buscaban refugio en instituciones religiosas y con las que se seguía el mismo método u otro peor. Simplemente se les anunciaba que no merecían ser madres, que sus hijos estarían mejor en brazos de una familia como Dios manda. Si ponían muchas objeciones se las amenazaba: a veces con arrebatarles a otros hijos que ya tuvieran… En cualquier caso, los bebés eran entregados prácticamente en el momento de su nacimiento y los padres adoptivos los inscribían como propios. Lo que sí está claro es que había dinero de por medio.

—Ya —dijo Leire—. Por lo que sé en forma de donaciones, ¿no es así?

—En el caso de las instituciones religiosas, desde luego. Y ahí es adonde quería llegar.

Andrés Moreno abrió la mochila y sacó una carpeta vieja, tanto que parecía a punto de romperse en pedazos.

—Una de esas casas de acogida para madres solteras de la época era ésta.

Le enseñó una foto en blanco y negro. Unas monjitas posaban frente a una casa de jardín amplio. Todas sonreían a la cámara.

—Era el Hogar de la Concepción, en Tarragona, y estaba dirigido por una monja cuyo nombre ha salido a la luz en más de un expediente. Sor Amparo. Ésta.

Poco la diferenciaba de las otras: los uniformes cumplían su función y les daban a todas el mismo aspecto, de dóciles palomas grises.

—Digo era porque ya no existe. Ni sor Amparo tampoco, al menos en este mundo. Murió hace cuatro años. El Hogar se cerró a finales de los ochenta y sus archivos debieron pasar a otra institución, o se destruyeron. Al parecer ya quedaban pocas hermanas entonces, pero una de ellas consiguió llevarse algunos documentos consigo.

—¿Para qué?

—Bueno, digamos que había visto ciertas cosas allí y quería preservar algunas pruebas.

Moreno bajó la cabeza y añadió:

—No puedo decirte más cosas de ella. Fue la condición que me impuso para darme la información. Esta información.

De la carpeta sacó otros papeles: sin duda, eran fotocopias de otros más antiguos, que tampoco se veían muy bien. Leire los cogió y los observó con atención.

—Son donaciones. Verás que las cantidades varían, pero todas son muy altas. Hablamos de millones en los años setenta, cuando la gente normal iba como mucho en seiscientos. Mira ésta en especial.

Leire obedeció. Según constaba allí, el 13 de octubre de 1971, un tal Ernesto Valldaura Recasens había donado diez millones de pesetas al Hogar de la Concepción.

—¿Qué me estás diciendo? —preguntó, aunque su ceño fruncido indicaba que ya lo intuía.

—No es ninguna prueba de nada, obviamente. Cada uno puede donar el dinero a quien le dé la gana. Pero me puse a investigar, no a él, a todos los nombres que aparecen aquí. No son muchos aunque sí difíciles de localizar. Con Ernesto Valldaura tuve suerte. Ésta es la partida de nacimiento de su hija. —Se la mostró—. Ruth Valldaura Martorell, nacida el 13 de octubre de 1971.

Leire observaba ambos papeles con algo que se parecía mucho al vértigo.

—¿Eso significa…?

Él se encogió de hombros.

—No es ninguna prueba de nada. Al menos no una prueba judicial. Como te he dicho, el señor Valldaura tenía todo el derecho del mundo a hacer donaciones tan cuantiosas como quisiera y al centro que más le gustara. Pero la coincidencia es significativa, ¿no crees?

—¿Qué más te dijo la monja? La que te dio todo esto…

—Poca cosa. Que había madres que volvían al Hogar reclamando a sus hijos, que había muchos partos «difíciles» y que sor Amparo dirigía el lugar con mano de hierro y las arcas siempre llenas.

—¿Cuándo… cuándo obtuviste estos documentos?

—A finales del año pasado.

Ruth ya había desaparecido para entonces, pensó Leire.

—Cuando por fin localicé a los Valldaura y la partida de nacimiento hice una búsqueda rápida del nombre de su hija. Y me enteré de lo que le había pasado, unos meses atrás.

—¿Fuiste a verlos?

—Los Valldaura no quisieron recibirme. Supongo que creyeron que era un periodista más interesado en el caso de su hija, y de hecho yo tampoco insistí mucho. ¿Qué iban a decirme? Hablarles de la donación y las sospechas que ésta podía levantar, me pareció fuera de lugar cuando tenían que enfrentarse a la desaparición de esa hija. Así que me concentré en investigar a Ruth Valldaura, aunque la verdad es que no he obtenido gran cosa. Mi única pista desde hace unos días has sido tú —dijo, sonriendo—. Confieso que te he seguido los pasos al ver que también te interesabas por ella.

—Pero…

—Ya no tengo más recursos, ni más tiempo. Creí que podría descubrir algo… Incluso me planteé la posibilidad de que el nacimiento y el final de Ruth estuvieran relacionados de algún modo, por improbable que parezca. También pensé en abordar al ex marido de Ruth Valldaura, pero al enterarme de su «propensión a la violencia» desistí.

Ella sonrió. Pobre Héctor, algunas condenas persiguen a los reos toda la vida. Son las peores, una estela de rumores que se resiste a desvanecerse y contra la que el acusado no puede luchar.

—No soy de Barcelona —prosiguió Andrés Moreno— y ya no puedo quedarme más tiempo por aquí. Hay que pagar el alquiler y no tengo nada que publicar. Además…

—¿Sí?

—Si te soy sincero, no sé si quiero seguir con esto. Es un asunto sucio, marcado por una crueldad que a ratos se me hace insoportable. Voy a casarme, en primavera, quiero formar una familia…

Andrés Moreno se sonrojó. La frase quedó en el aire, sin embargo, Leire entendió a la perfección lo que quería decir.

—Hazme un favor —dijo ella.

—¿Quieres el documento? Te he traído una copia. Úsala como creas conveniente, pero… ten cuidado. Es un asunto que quizá llegue a los tribunales algún día, aunque de momento se mantiene sepultado bajo toneladas de burocracia. Y hay mucha gente que desea que siga así. Muchos implicados han muerto o se han jubilado, muchos de los bebés son ahora adultos que ignoran la verdad. Quedan otros muchos, claro, pidiendo justicia, embarcados en una lucha contra el olvido, pero me temo que el tiempo irá desanimándolos, acallándolos, haciéndolos desaparecer…

Como a Ruth, pensó Leire. El cansancio daba paso a una indignación capaz de vencer cualquier mareo. Como a Ruth.

Montserrat Martorell le abrió la puerta de su casa ese mismo día, poco antes de las dos. Leire había ido a verla obedeciendo un impulso y, en esa ocasión, el semblante soberbio de la madre de Ruth le impresionó muy poco.

—¿Otra vez por aquí, señorita Castro?

—Sí. —No estaba de humor para andarse con rodeos así que le puso el documento fotocopiado delante de sus narices sin casi darle tiempo a verlo—. Creo que tenemos que hablar.

La señora Martorell la condujo al mismo saloncito donde la había recibido la otra vez, pero no se molestó en fingir que era bienvenida. Sí debió de verla cansada, o alterada, porque la invitó a sentarse y Leire aceptó.

—Explíquemelo —dijo Leire. Y añadió—: Por favor.

La madre de Ruth se puso unas gafas pequeñas que llevaba colgadas al cuello de una fina cadena y echó un vistazo a la hoja de papel. Luego se quitó las gafas y centró su atención en aquella visitante inesperada. Leire se fijó de nuevo en los ojos grises de la señora Martorell, intensos a pesar de su edad.

—No sé qué quiere que le explique. Mi marido hizo una donación a ese sitio hace casi cuarenta años. Entonces era más creyente. El tiempo y la vida también curan eso.

Leire la observó, incapaz de decidir si aquella mujer era consciente de lo que ese papel podía significar. Decidió ir al grano.

—¿Adoptaron a Ruth? —preguntó.

La señora Martorell dobló la hoja de papel y habló con una voz lenta, que quería ser fría pero no lo conseguía del todo.

—Señorita Castro…

—¡Agente Castro, si no le importa!

—No me levante la voz. He tenido mucha paciencia con usted, pero ahora ya está rebasando los límites. Le recuerdo que investiga la desaparición de mi hija, no su nacimiento. Y dudo que, con treinta y nueve años de diferencia, exista alguna relación entre ambos hechos.

Leire iba a contestar, pero en ese momento Abel decidió entrar en la conversación y lo hizo de una forma dolorosa, casi como si protestara.

—¿Se encuentra bien?

—Sí. —Respiró hondo—. Creo que sí. Esta vez se ha movido con más fuerza…

—¿Por qué no se hace un favor a sí misma? Váyase a casa, tenga a su hijo. De verdad, se lo digo como madre: no hay nada más importante. Cuando nazca, el resto de cosas que ahora le parecen importantes simplemente se desdibujarán. Pensará sólo en cuidarlo, alimentarlo. Protegerlo.

—Lo sé —dijo Leire. Le temblaba la voz—. Le cuidaré, le alimentaré, le protegeré… Pero no le mentiré. No me inventaré un cuento romántico sobre su padre, ni sobre la relación que mantengo con él. Quizá no seamos la familia perfecta, pero no fingiremos serlo. Mi hijo sabrá la verdad.

—¡La verdad! —Montserrat Martorell hizo un gesto que casi podía ser de fastidio—. Los jóvenes tienen una obsesión por ella que resulta casi ingenua. ¿Usted cree que el mundo podría funcionar a base de verdades? Le diré una cosa, agente Castro: la sinceridad es un concepto sobrevalorado en nuestros días. Y hay otros que lamentablemente han perdido su vigor, como la lealtad, la obediencia. El respeto a unas normas que llevan años funcionando mejor o peor. No, agente Castro, no es la verdad lo que sostiene el mundo. Piénselo.

—Creo que el mundo al que se refiere ya no existe —repuso Leire casi con tristeza.

—¿No? —preguntó, con una sonrisa irónica—. Mire a su alrededor. ¿Usted cree que la gente que va por la calle, la gente normal, sabe toda la verdad? No. Hay cosas a las que las personas normales, como usted y como yo, no podemos tener acceso. Es así, siempre lo ha sido, por mucho que ahora se crean con derecho a saberlas. Si lo lleva a otra escala, más pequeña, verá que también se aplica en los hogares, en las familias… Cuando tenga a su hijo se dará cuenta de que la verdad no es importante si choca contra otros valores como la seguridad, la protección. Y lo quiera o no, tendrá que decidir por él. Para eso es su madre: para trazarle un camino seguro y evitar que sufra.

Leire empezaba a marearse de nuevo, pero las últimas palabras de aquella mujer le hicieron pensar en otra cosa.

—¿Eso es lo que hizo con Patricia? ¿Apartarla de ese camino que tenía pensado para Ruth?

La señora Martorell le sostuvo la mirada sin pestañear.

—Sólo le dije que dejara a mi hija en paz. La estaba agobiando. Las madres siempre nos damos cuenta de esas cosas. Hablé con Ruth, la presioné un poco y al final ella me lo contó todo. Estaba tan asustada, tan confusa… No sabía cuáles eran sus sentimientos, ni sus inclinaciones. Mi deber era protegerla.

—¿Protegerla de Patricia? —No pudo evitar una nota de sarcasmo en la voz.

—Protegerla de algo que aún no estaba preparada para asumir. Y de lo que ni siquiera era del todo consciente. —Hizo una pausa antes de añadir—: Hace falta valor para ser diferente en esta vida, señorita Castro. Mi única intención era evitar que Ruth sufriera. Así que, antes de que Patricia se fuera, tuve una charla con ella, a solas.

Leire se imaginaba a aquella mujer, imponente en la vejez; tenía que resultar impresionante como madre ofendida. Y Patricia se habría sentido traicionada, incluso avergonzada en aquellos años. Casi era capaz de verla después de enfrentarse a la señora Martorell, conduciendo sola, de vuelta a casa…

—¿Y no se sintió mal después? —Le costaba creerlo, le resultaba imposible pensar que aquella mujer que tenía delante no tuviera el menor asomo de remordimientos—. ¿Cuándo se enteró del accidente?

Montserrat Martorell se irguió y respondió con voz gélida, tajante:

—Mis sentimientos no son en absoluto cosa suya, agente Castro.

No, no lo son, pensó Leire. Casi prefería no saberlos.

—Tiene razón. No tengo derecho a preguntárselo, aunque sí a contarle algo. Quizá ya lo sabe o tal vez no, pero al menos a partir de ahora no podrá escudarse en la ignorancia.

Y Leire le habló de los bebés robados, del Hogar de la Concepción y de sor Amparo; le habló de la posibilidad de que la madre de Ruth no hubiera entregado a su hija voluntariamente, de que la hubieran engañado diciéndole que estaba muerta o que se la hubieran quitado de los brazos. De que la donación de su marido fuera un pago a cambio de una recién nacida.

La señora Martorell la escuchó con atención, sin interrumpirla. Cuando terminó su exposición, Leire estaba muy cansada y quería irse. Su piso de baldosas suicidas y desagües atascados se le antojaba de repente el mejor hogar del mundo.

—Está muy pálida —le dijo la señora Martorell—. Creo que llamaré a un taxi para que la lleve a casa. Y… créame, agente Castro, porque se lo digo por su bien y el de su hijo: deje de remover un pasado que, aunque fuera cierto, en nada nos ayudará a encontrar a Ruth. Concéntrese en el futuro. Será lo mejor para usted y para todos.

Leire habría querido contestarle que la justicia consistía en eso, pero no se vio con fuerzas para hacerlo. Se limitó a mirarla, a intentar transmitirle su incomprensión ante esa forma de ver las cosas. La mujer no pareció darse por aludida. Desengañada, Leire se levantó, cogió la hoja de papel donde constaba la donación del padre de Ruth y se fue hacia la puerta sin decir nada más. Esperaría el taxi fuera.

Anhelaba volver a su casa, encerrarse en ella y olvidarse de ese mundo que quizá no fuera cruel a propósito, pero que desde luego era profundamente inhumano.