35

El trayecto de vuelta a Barcelona estaba resultando mucho más relajado que el de la mañana. En ello influía que habían parado a comer, ya tarde, en un restaurante a pie de carretera, y que el relato de la señora Vinyals abría paso a toda una serie de posibilidades, aunque a pocas certezas. Cuando subieron de nuevo al coche eran ya más de las cinco, y Héctor aceleró un poco. Quería llegar a comisaría a tiempo para ver a Fort y enterarse de primera mano de si había alguna novedad. Curiosamente, la animada conversación que habían mantenido durante la comida se apagó un poco en cuanto él se puso de nuevo al volante. Lola miraba por la ventanilla y él la observó de reojo: se había cortado el pelo, pero aparte de ese detalle había cambiado muy poco en esos siete años. Siempre había sido atractiva, aunque su estilo era tan opuesto al de Ruth que cabía preguntarse cómo el mismo hombre había podido enamorarse de dos mujeres tan distintas.

—Estás igual. —Su pensamiento había encontrado la forma de expresarse en voz alta sin que él se diera cuenta.

—No creas —repuso ella, sin desviar la mirada de la ventanilla—. Sólo lo parece.

—¿Y cómo te va? Ahora tenemos más de siete minutos para hablar… Dime, ¿cómo te van las cosas?

—Supongo que podrían ir peor. Y mejor también. En resumen, no me quejo. ¿Y a ti?

Él encendió un cigarrillo antes de contestar; esa vez no pidió permiso para hacerlo.

—Digamos que he tenido momentos mejores y peores también —respondió por fin.

—Me enteré de lo de Ruth. Lo siento, de verdad.

—Lo sé.

La mención de ese nombre fue un hechizo de silencio, pero en esa ocasión fue Lola quien lo rompió.

—Vine a Barcelona a entrevistarla. Poco después de que os separarais.

Héctor se sorprendió.

—No sabía que te dedicaras a esa clase de reportajes.

—Bienvenido al perfil de la nueva periodista —dijo ella en tono irónico—. O, mejor dicho, como consta en mi tarjeta: «Proveedora de contenidos». Ten cuidado, cualquier día dejarás de ser inspector para convertirte en «proveedor de orden» o algo parecido.

Había una nota de amargura en su voz que ella no se molestaba en disimular.

—Todo ha cambiado mucho. Y me temo que tendremos que asistir a cosas peores. ¿No lo percibes? —Por primera vez en ese rato se volvió hacia él—. Hemos vivido en una especie de limbo, Héctor, pero ese limbo no será la antecámara del cielo…

—¿Te has vuelto religiosa? —bromeó él.

—¡No! Creo que mi ADN no me lo permite, debo de ser inmune a la espiritualidad. Hasta el incienso de las tiendas de velas y budas me marea. No, hablo de un infierno real: pobreza, extremismos, miedo… Tal vez sea que la edad me vuelve pesimista, pero en este país ya nada tiene sentido: ni la izquierda, que lo es sólo de nombre; ni la derecha, que se llama a sí misma moderada; ni los bancos, que obtienen más beneficios que las empresas. —Sonrió—. Ni los empresarios, que se llevan a sus empleados a pasar unos días al campo como si fueran hijos suyos, como si les importaran de verdad. Ha habido demasiado buen rollo, Héctor, demasiadas mentiras que todos nos hemos creído porque eran bonitas. Porque decían lo que nos gustaba oír.

Lola se calló durante unos momentos y luego retomó el tema inicial.

—Como te decía, conocí a Ruth. Era una mujer encantadora. Durante toda la entrevista estuve dudando de si sabía o no lo nuestro, y me fui sin haber llegado a una conclusión.

—Lo sabía —dijo Héctor—. Yo se lo conté. Cuando…

—Cuando me dejaste. Dilo. Han pasado siete años, no me voy a echar a llorar.

Se acercaban a Barcelona. El tráfico se volvía más denso y la sensación de intimidad se evaporaba.

—No podíamos seguir como estábamos. Se estaba volviendo demasiado… intenso. Si te sirve de consuelo, Ruth acabó dejándome a mí.

—No, no me consuela. —La voz de Lola era tan seria, tan triste, que Héctor apartó un momento la mirada de la carretera para volverse hacia ella—. ¿Sabes por qué? No porque sea una santa, precisamente. Cuando preparando la entrevista de Ruth me enteré de que os habíais separado, de que ella tenía otra pareja, supe que tú y yo ya no podríamos estar juntos nunca más sin que me sintiera como una sustituta obligada. Un recambio forzado por los acontecimientos.

Héctor alejó una mano del volante y buscó la de ella. No pudo evitarlo. Lola no apartó la suya.

—Héctor… Me marché de Barcelona, superé lo nuestro poco a poco; me esforcé por dejar de envidiar a Ruth, por olvidarme de ti.

Él deseaba besarla. Aparcar el coche en cualquier esquina y abrazarla. Ir a su hotel y desnudarla despacio. Acariciarla hasta borrar aquellos siete años de separación. Ella le miró a los ojos y comprendió.

—No. —Se soltó con suavidad, aunque con firmeza—. Nada de polvos nostálgicos, Héctor. Son asquerosamente deprimentes. Hubo un tiempo en que no podía rechazarte. Mi cuerpo no habría sido capaz de negarse. Pero ahora sí. ¿Y sabes por qué? Porque sólo hay una verdad y no quiero engañarme. Tuviste la opción de escoger y lo hiciste: yo perdí y ganó Ruth. La partida acabó ahí.

De haberse tratado de Martina, o incluso de Leire, habrían notado que el jefe estaba de un humor de perros con sólo verlo entrar. Pero, lógicamente, Roger Fort carecía de intuición femenina, y tampoco poseía grandes dosis de la masculina, así que abordó al inspector Salgado en cuanto éste pasó ante su mesa.

—Inspector, ¿podemos hablar?

Héctor se volvió hacia el agente con una mirada que habría resultado frustrante para cualquiera que no estuviera tan emocionado. Fort, pensó Héctor, tiene la cualidad principal de los superhéroes y de los locos: es inmune al desencanto.

—Claro —respondió—. Dime.

—Por fin hemos localizado a una camarera que vio a Sara Mahler cenando con alguien la noche de Reyes en un restaurante cercano a la estación de metro donde murió. No habíamos hablado con ella antes porque estaba de vacaciones. La recuerda, a ella y a su acompañante, porque le pareció una pareja curiosa: una rubia y una morena.

—¿Rubia? ¿Era una mujer?

—Sí, señor. La camarera no recuerda mucho más, era la noche de Reyes y había gente. Sólo que era rubia y joven. —Y Fort se atrevió a añadir—: Podría tratarse de Amanda Bonet.

Mierda, pensó Héctor. Tenía la esperanza de que el misterioso acompañante de Sara aportara algún dato a ese misterio.

—Otra cosa, señor —prosiguió Fort—. Ha llamado el señor Víctor Alemany preguntando por usted varias veces. Estaba bastante enfadado. Quería hablar con el comisario…

—¡Al carajo con él! —exclamó Héctor. Y Fort tuvo que hacer un esfuerzo para no dar un paso atrás—. Al carajo con todos. Se creen que pueden marear la perdiz y encima acojonarnos con llamaditas. Se acabó.

—¿Se acabó?

—Mi paciencia se acabó, Fort. —Los ojos de Salgado despedían un brillo que ya era definitivamente furia y no mal humor—. Voy a destrozar a ese grupo. Mañana tú y yo iremos a Laboratorios Alemany y haremos un par de detenciones. Sólo para interrogarlos. Allí mismo, delante de sus compañeros, para que se enteren todos.

Fort recordó las historias que circulaban sobre Salgado por comisaría, pero creyó estar en su derecho al preguntar:

—¿Y a quién vamos a detener, señor?

—Al miembro más fuerte y al más débil, Fort. A esa señora con aires de reina y a Manel Caballero. Y te juro que les sacaré la verdad aunque tenga que estar veinticuatro horas interrogándolos sin parar.