Por primera vez en su vida, César se alegró de irrumpir en el piso de Sílvia en ausencia de ella. No era el día que solía ir, pero la noche anterior había llegado muy cansado de ver a Octavi y se fue directamente a su casa. Necesitaba pensar, analizar todo.
César entró y cerró la puerta con firmeza. Intuía, sin saberlo, que Emma sí estaba allí, así que se encaminó a su habitación con un objetivo concreto. No la había visto desde el domingo anterior, aquel día incómodo, plagado de silencios y del recuerdo de lo que sucedió de madrugada. César no mentía del todo cuando le dijo a Brais que prefería escupir los remordimientos antes de dejarlos anidar en él, como malas hierbas; sin embargo, era consciente de que la situación se había vuelto muy delicada. No era un hombre especialmente diestro a la hora de tratar a la gente, pero tenía que hallar el modo de asegurarse el silencio de Emma. Su complicidad.
La puerta del cuarto de la chica estaba abierta. Sentada ante el ordenador, Emma parecía enfrascada en lo que tenía en la pantalla, tal vez un chat con alguna amiga. Él llamó a la puerta, súbitamente nervioso. Ella le vio reflejado en la pantalla y se volvió, despacio, con una expresión de leve fastidio dibujada en la cara.
—¿Ya estás aquí? Hoy no es martes…
César no tenía muy claro qué significaba eso; el tono de la adolescente lo desconcertó. Era como si no hubiera pasado nada.
—Emma, ¿podemos hablar?
Ella sonrió para sus adentros, decidida a seguir demostrando una indiferencia que en ese momento la divirtió. Dispuesta a ser la adulta en un mundo de niños grandes. Cerró la ventana del chat e hizo girar la silla, con las piernas ligeramente entreabiertas.
—Por supuesto. Lo que tú digas. —Sonrió—. Al fin y al cabo, dentro de pocos meses serás como mi padre.
César detestaba esa pose de niña perversa. Había llegado con la idea de tratarla como a una mujer y se encontraba con esa versión descarada de una lolita moderna.
—Emma, déjate de tonterías. Esto va en serio.
—Vaya, ¿qué he hecho ahora?
Emma juntó las piernas y se cruzó de brazos. Sabía que, en ese instante, él la zarandearía hasta borrarle la sonrisa de la cara y la idea la excitaba un poco.
—Bueno, dime… Estoy ocupada, ¿sabes? Y tú deberías estar trabajando a esta hora. Mamá te va a poner un negativo si sigues saliendo del almacén tan temprano.
César era incapaz de discernir si ella escogía las palabras con deliberación, para humillarlo, o si simplemente se le ocurrían de manera espontánea. En cualquier caso, conseguía ofenderlo, sobre todo el énfasis que había puesto en palabras como «negativo» o «almacén». Al mismo tiempo notaba que le estaba provocando, retándolo a un juego en el que no quería entrar. Ya no. Ni hoy ni nunca.
—No te voy a molestar mucho rato. No quiero que digas que no has acabado los deberes por mi culpa.
Su intento de resultar irónico chocó con la evidente realidad de que ella, con dieciséis años, aún estaba en edad de tener deberes. Emma fue, sin embargo, lo bastante benévola para no hacer ningún comentario, aunque la expresión de su cara superaba cualquier réplica despectiva que pudiera darle.
—Quiero que hablemos de lo que me dijiste el otro día. Sobre Sara Mahler.
César tuvo la satisfacción, entonces sí, de verla perpleja, sorprendida. Él no quería hablar sólo de eso, por supuesto, aunque desde el día anterior, desde la conversación con Brais en el coche, le había estado dando vueltas a algo que él le dijo: «Al menos tú puedes hablarlo con Sílvia».
Emma se levantó de la silla, como si el tema la aburriera, y se dirigió a la puerta.
—¿De verdad quieres hablar de esa Sara? —preguntó, sonriente, mientras hacía ademán de acariciarle la mejilla.
—Sí. —Y en un arrebato del que se arrepintió enseguida, la agarró por la muñeca. Sin hacerle daño, sólo para que la caricia quedara en el aire—. Emma, tienes que decirme qué diablos oíste. No me mientas. Es muy importante.
—Suelta.
Él no hizo caso. Al revés, apretó un poco más.
—¡Habla, Emma!
—«Habla, Emma». «Calla, Emma». Eres igual que mamá. ¿Por qué no «sit Emma?». ¿Os creéis que soy vuestra mascota?
César la agarró entonces por los dos brazos y la empujó contra la pared.
—Habla, joder.
Disimulando, para no darle ese gusto, ella contesta:
—Sara. La fiel Sara. Podemos confiar en ella. Sara es de fiar…
Se quedó frío al reconocer frases que Sílvia y él habían usado en la intimidad del dormitorio.
—Se oye todo, César. Desde el cuarto de Pol se oye todo y a él no le importa cambiármelo por una noche. —Se rio—. Hasta se oyen vuestros patéticos intentos de echar un polvo.
Él volvió a empujarla contra la pared. La cabeza de ella rebotó contra el muro blanco.
—¡Bruto!
César se dio cuenta de que le había hecho daño. El golpe había resonado en el piso vacío y los ojos de Emma se llenaron de lágrimas, a su pesar.
—Perdona —murmuró él—. Emma, esto es más grave de lo que crees… Por favor, cuéntame todo lo que oíste.
—Me has hecho daño.
—No era mi intención.
—¿Y cuál era tu intención?
Volvían a estar peligrosamente cerca y el olor de Emma era una adicción a la que costaba resistirse. Un solo beso, uno más. El último, se prometió él.
Sus lenguas se acariciaron, se lamieron; sus labios chocaron al tiempo que las manos de César cayeron sobre sus pechos. Ella separó un poco los labios, sólo un instante, para recobrar el aliento. Para gemir, porque ya sabía que esos jadeos le excitaban.
Él atajó el gemido con otro beso, más voraz, más furioso, y ambos cerraron los ojos. Las lenguas se buscaban, las manos quemaban. Se olvidaron de lo que estaban hablando antes, de donde estaban, de quienes eran. Sólo respiraban, se besaban, se tocaban, se olían.
Sin darse cuenta, en ningún momento, de que no estaban solos.
Sílvia había entrado hacía pocos minutos, preocupada por la llamada amenazante que había recibido después de comer. La misma voz, las mismas exigencias económicas. Y mientras le hablaba, Sílvia no había podido quitarse de la cabeza la imagen de Amanda muerta en una cama blanca. En cuanto cortó la llamada sufrió un mareo, fue al cuarto de baño de la empresa y vomitó el desayuno junto con la comida, y luego se sintió demasiado enferma para seguir trabajando. De hecho, se encontraba tan mal que por un instante, al encontrarse con esa escena, había creído que todo era producto de la fiebre. Una alucinación. Una pesadilla.
No era así. Ningún sueño era tan real. Eran César y Emma, en carne y hueso. A punto de follar, besándose como hacía años que nadie la besaba a ella. Tan entregados a sus actos que ni siquiera la habían visto, ni la habían oído, hasta que Sílvia, incapaz de reaccionar de otra forma, se echó a reír. Y fue esa risa amarga, antinatural, lo que hizo que los dos amantes se detuvieran. Siguieron abrazados pero inmóviles, negándose a abrir los ojos; los mantuvieran cerrados un poco más para no tener que ver. Les bastaba con sentir esa carcajada, esa lluvia de dardos oxidados que los clavaba a la pared como si fueran una foto erótica, un póster de mal gusto que en poco tiempo sería arrancado, rasgado en dos y arrojado a la basura.