33

La carretera se extendía ante ellos. Un espacio firme, recto y bien delimitado, capaz de proporcionar un marco seguro a un viaje turbulento, agitado por una marea de incertidumbres. Incluso el cielo contribuía a enfatizar esa inseguridad con unas nubes densas, lentas como un cortejo fúnebre, aunque de vez en cuando se despistaban y permitían que las burlara un tenue rayo de sol. En el interior del coche, Héctor y Lola habían comentado el artículo y sus consecuencias, habían expresado sus dudas sobre lo que iban a encontrar y al final se habían acomodado en un silencio de ascensor, educado y levemente desafiante. Una de esas pausas que se soportan sólo durante un tiempo limitado y en un entorno estable, sin baches que remuevan las conciencias.

Héctor hizo ademán de sacar un cigarrillo, pero se contuvo.

—Fuma si quieres —dijo ella—. Aún estoy en esa fase en que el olor a humo me resulta agradable.

—¿Seguro? —Encendió el cigarrillo con el mechero del coche y bajó la ventanilla hasta la mitad. Expulsó el humo hacia fuera—. ¿Cuándo lo dejaste?

—Hace veinte días. —Sonrió—. Sí, lo sé. El típico propósito de Año Nuevo.

—Yo también debería dejarlo. —La frase, justo después de dar una generosa calada al pitillo, resultaba bastante ridícula.

—La verdad es que lo había intentado otras veces, sin éxito, pero ahora me lo he propuesto en serio. Primero me pasé al tabaco de liar, algo que en teoría relaja aunque a mí me ponía nerviosa. Y al final pensé que, para conformarme con sucedáneos, mejor dejarlo del todo.

El rayo de sol quedó sepultado de nuevo por una nube lenta pero implacable. Ya falta poco, pensó Héctor.

Un cuarto de hora después se desviaban hacia el camino de tierra que llevaba hasta la casa. La pista amable por la que habían circulado se transformó de repente en un sendero estrecho y traicionero, lleno de piedras y socavones. Lola se agarró a la manecilla de la puerta mientras el coche avanzaba a trompicones, nervioso, con más prisa de la que permitía el terreno.

En la puerta de la casa, más pequeña de lo que se adivinaba en las fotografías, los esperaba una mujer de unos cuarenta años. Estaba claro que la gente del equipo de formación la había avisado previamente.

Héctor había dejado el coche en la entrada, a un lado del camino, aunque estaba casi convencido de que podría haberlo estacionado en medio de la vía sin que molestara a nadie en un buen rato. A pesar de que el sendero no moría en la casa, a partir de ese punto se volvía más agreste aún. Lola y él avanzaron hacia la mujer, que los saludó con la mano. Hacía frío: el sol había desistido ya en aquella lucha desigual. Por enésima vez en ese día, Héctor se preguntó qué podrían descubrir en aquella casa, diez meses después de que el grupo de Laboratorios Alemany hubiera estado allí. Lola, sin embargo, parecía animada aunque fuera sólo por haberse bajado al fin del vehículo y poder andar.

La mujer los recibió con una sonrisa, no exenta de desconfianza.

—Buenos días. —Tenía un marcado acento catalán, como la mayoría de los habitantes de esas comarcas—. Pasen, pasen. Me han dicho que venían, aunque los esperaba más tarde. Soy Dolors Vinyals. Mi marido Joan y yo tenemos una casita cerca y nos ocupamos de ésta cuando nos lo piden, como ya saben.

Héctor se presentó, a sí mismo y a Lola, sin especificar que ella no pertenecía a las fuerzas del orden. La señora Vinyals tampoco preguntó y les hizo pasar al interior.

Éste sí era tal como mostraban las fotos: una masía clásica, con muebles desparejados que, sin embargo, conseguían formar un conjunto armónico. La chimenea, apagada, aportaba el toque campestre, imprescindible y decorativo, a un espacio habitualmente caldeado con radiadores. Ese día no estaban encendidos, lo que debía de significar que no se esperaba la llegada de ningún grupo para ese fin de semana. Hacía frío y ninguno de los tres se quitó la chaqueta.

—Si quieren ver las habitaciones… —dijo la mujer, dubitativa.

—Por ahora no —respondió Héctor—. En realidad queríamos hablar con usted.

Dolors Vinayls no les invitó a sentarse, aunque eso se debía con toda probabilidad a que no estaba en su propia casa. A Héctor y a Lola tampoco les apetecía; llevaban horas en el coche y estirar un poco las piernas no estaba de más, así que permanecieron de pie en mitad de aquel comedor largo y estrecho.

—No sé lo que le ha contado el señor Ricart… —empezó Héctor.

—Me ha dicho que les proporcione toda la información que necesiten —repuso ella, muy en su papel.

—¿Recuerda a este grupo? Vinieron en marzo del año pasado y estuvieron tres días aquí —dijo, mostrándole la foto.

La mujer miró la fotografía con interés, y por un momento dio la impresión de que no los reconocía.

—Tal vez le ayude a recordarlos si le digo que durante su estancia sufrieron un percance desagradable: encontraron unos perros ahorcados.

El dato fue decisivo para que la señora Vinyals asintiera con la cabeza.

—¡Ah, sí! No me acordaba de sus caras, la verdad. Pero de eso sí. No entiendo cómo alguien pudo hacer algo así a esos pobres animales. Gente de fuera, seguro.

Héctor sonrió para sus adentros. Los malos siempre venían de fuera: de otro país, de otra región, incluso del pueblo vecino.

—No es algo habitual, supongo.

—¡Por supuesto que no! —La buena mujer estaba indignada—. Nunca había visto nada parecido, si le soy sincera. Bueno, y de hecho no lo vi, aunque ellos me lo contaron el sábado por la tarde.

Héctor había escuchado el relato del hallazgo de los perros demasiadas veces.

—¿Y le dijeron que pensaban ir a enterrarlos? —preguntó enseguida para zanjar el tema.

—No. Yo les dije que avisaría a los mossos y les pareció bien. Supongo que lo decidieron luego, porque a media tarde me llamaron para decírmelo. Nosotros no estábamos, nos fuimos por la tarde a Figueres, con los chicos. Esto es demasiado solitario y de vez en cuando nos vamos a la ciudad.

Sílvia Alemany ya le había contado lo de los perros. El grupo tenía la tarde libre y se impuso la tarea de enterrar a esos pobres bichos.

Contestando a una pregunta aún no formulada, la mujer se dirigió a la ventana y les señaló una especie de cobertizo anexo.

—De ahí cogieron las azadas y las palas… Por cierto, debieron de llevarse una pala de recuerdo. O la perdieron.

—¿Está segura de que faltaba una?

—Eso dijo Joan. Estuvo quejándose porque tuvo que trabajar en el jardín con una de las otras, más pequeñas. Yo le dije que la habrían dejado olvidada cuando se fueron a enterrar a los perros… De todas formas, ahora que lo recuerdo, eran un grupo bastante rarito.

Dolors se volvió hacia ellos.

—No me malinterprete. Todos tienen sus cosas, y al fin y al cabo vienen aquí durante su tiempo libre y se creen que esto es un hotel.

—¿Ustedes no se ocupan de la comida ni de la limpieza?

—Mientras están aquí no. Joan o yo vamos pasando, por si necesitan algo. Nada más. Y cuando se van limpiamos la casa.

—¿Y por qué ha dicho que eran raritos? —preguntó Lola.

La mujer suspiró.

—Bueno hubo uno que pidió una habitación individual. Ya le digo, algunos se creen que están en un hotel…

—¿Eso fue todo? —insistió Lola.

—Bueno…, no creo que importe que se lo diga. Al parecer una de las mujeres se asustó por la noche. Salió a dar un paseo, sola, y según ella vio a alguien. A un… inmigrante.

Dolors estuvo a punto de usar otra palabra, pero al final se había decidido por el término oficial.

—¿Árabe? ¿De color?

—Sí, hija, un moro. Antes había más, iban a trabajar a los campos. Ahora se ven muchos menos.

—Pero él no la atacó…

La señora Vinyals hizo un gesto despectivo con la mano.

—¡Bah, debió de ver una sombra, o cualquier cosa! Ya me dirá usted qué hacía ella dando una vuelta por el camino en plena noche. Al día siguiente me preguntó si habíamos sufrido robos por aquí. —Se rio—. ¡Como si en Barcelona no robaran nunca a nadie!

Héctor sonrió.

—¿Estaba asustada?

—Un poco… pero me dio la impresión de que creía que era culpa nuestra. Estaba como enfadada.

Héctor iba ordenando los hechos. La llamada de Saúl Duque a Amanda había sido el viernes. El sábado a mediodía habían encontrado los perros. Por la tarde fueron a enterrarlos y el domingo regresaron a casa. Si había sucedido algo más, algo que no contaban, tenía que haber sido el sábado por la noche.

—¿Cuánto tiempo cree que tardaron en enterrar a los perros?

La mujer no respondió enseguida.

—Bueno, eran varios hombres, aunque no creo que estuvieran muy acostumbrados a cavar. Se les debió de ir toda la tarde en eso.

Héctor asintió.

—¿Y dónde los enterraron?

Dolors volvió a acercarse a la ventana.

—Miren, el camino por el que han venido continúa hasta enlazar con la carretera. La alzina surera… ¿Cómo se dice en castellano?

—Alcornoque —dijo Héctor.

—Pues eso, el alcornoque donde estaban colgadas esas pobres bestias está a unos dos kilómetros, al lado de un cobertizo viejo. Claro que por la mañana habían ido allí a pie; formaba parte de esos juegos que hacen. —La mujer lo dijo en el mismo tono en que habría hablado de un castillo de arena en la playa—. Por la tarde fueron en la furgoneta. La que se ve en la foto.

Era una furgoneta grande, casi un minibús, con capacidad para ocho personas. Si habían decidido que enterrar a los perros era responsabilidad de todo el grupo, lo más lógico era que hubieran ido todos juntos, a pesar de que no veía a Amanda Bonet, ni a Sílvia, ni a Manel, con una herramienta en la mano. Dolors Vinyals pareció leerle el pensamiento porque añadió:

—Todos colaboraron. Ellas también. Aunque los más cansados eran ellos: al día siguiente aún se quejaban. Tenían mala cara.

Debía de sentirse orgullosos, pensó Héctor: al fin y al cabo habían dedicado su tarde libre a hacer algo no muy agradable sólo porque creyeron que era lo correcto. Seguramente habían vuelto fatigados, pero contentos.

Lola había hablado poco, sin embargo, de repente se dirigió a la señora Vinyals.

—Dolors, ¿me deja que la tutee? En realidad, ahora caigo en que nos llamamos igual.

—Sí, nena. Lola, Dolors, Lolita… Es un nombre que ya no se lleva. No hay ninguna cría de veinte años que se llame así, al menos por aquí.

—Es verdad —convino Lola, sonriendo—. Cada vez hay menos. Antes, cuando dijiste que eran raritos, ¿te referías sólo a que se quejaban más que otros?

—Ah, no. No sólo por eso. Se me ha ido la cabeza. Fue por lo de las bicicletas.

—¿Bicicletas? —preguntó Lola.

Héctor las dejaba hablar sin intervenir.

—Los chicos, nuestros hijos, nos despertaron el domingo por la mañana diciendo que les habían robado las bicis. No veas qué disgusto… Son bicicletas buenas, y caras. Nos costaron un dineral y estaban nuevas. Joan y yo ya pensábamos que les tendríamos que comprar otras, pero cuando vine a media mañana a despedirme del grupo, las bicicletas estaban aquí.

—¿Las habían cogido ellos? ¿Sin permiso? —La voz de Lola denotaba extrañeza.

—Exactamente sin permiso, no. A su llegada les enseñamos donde vivimos, por si les hacía falta algo, y les dijimos que si querían usarlas para dar un paseo estaban a su disposición. Algunos lo hacen, pero nos avisan de que se las llevan, claro.

—¿Le dieron alguna explicación?

—Un joven moreno, muy guapo, me dijo que a él y a otro se les había ocurrido dar una vuelta por la montaña el domingo a primera hora y que no habían querido despertarnos. Se disculpó, el pobre chico, y la verdad es que no tenía tanta importancia al fin y al cabo, aunque no pude menos que decirle que les había dado un buen susto a los chicos. Como mínimo podía haber dejado una nota. Pero ya le digo: les das la mano y te cogen la manga. Es algo así, ¿no?

—¿Las bicicletas estaban en buen estado? —inquirió Héctor, que no quería que la conversación se perdiera en frases hechas y refranes.

—Como siempre. Tampoco es que mis chicos les saquen brillo después de usarlas, créame.

Poco más había que añadir. Héctor y Lola visitaron la casa en cinco minutos y, después de dar las gracias a la señora Vinyals, cogieron de nuevo el coche. Antes de marcharse, Héctor quería ver el alcornoque. Aunque fuera sin perros. Y, más que nada deseaba ordenar las ideas y encontrar una solución lógica a todo ese asunto.