32

Mar se veía tan fuera de lugar en una comisaría, que Héctor decidió hablar con ella fuera de allí y la invitó a un café en un bar cercano. Además necesitaba fumar, y podría echar un pitillo de camino a la cafetería.

Una vez dentro, con dos cafés delante, el de ella descafeinado, Mar Ródenas sacó del bolso el periódico donde aparecía la noticia sobre su hermano. Debería haberlo previsto, pensó Héctor. A pesar de que en el artículo seguía hablándose de suicidios, la coincidencia de tres en pocos meses tenía que despertar inquietud en sus seres queridos, y el semblante de Mar Ródenas era un fiel reflejo de esa emoción.

—¿Qué significa esto, inspector? —preguntó ella, sin rodeos aunque con voz débil.

—Me gustaría poder decírtelo —repuso él—, pero en estos momentos sabemos poco más de lo que consta en el artículo.

—Pero… Pero el texto parece insinuar que…

Esperanza, pensó Héctor. Eso era lo que había en aquella mirada. Esperanza de que lo que hasta ese día había aceptado como un hecho fuera en realidad un espejismo. Esperanza de que su hermano no fuera finalmente un parricida, sino una víctima. Salgado no quería darle alas y, sin embargo, tampoco podía negarle la verdad.

—El caso se ha reabierto. Es lo único que puedo decirte.

Consideró que, para Mar, eso era suficiente. Al menos era una puerta abierta, un camino hacia una realidad distinta a aquella tan dolorosa con la que le había tocado convivir.

—¿Tiene usted hermanos, inspector?

—Sí. —No alargó la respuesta: estaba seguro de que un hermano mayor que escogía mirar hacia otro lado cuando tu padre te molía a palos no era el ejemplo que Mar pretendía poner.

—Gaspar me llevaba unos cuantos años. —Sonrió—. A veces era peor que mis padres: no me perdía de vista.

Héctor se dispuso a escucharla. Era evidente que aquella chica necesitaba hablar de su hermano, de aquel chico que la protegía en el colegio y la regañaba en casa; aquel muchacho que, en su cabeza, poco tenía que ver con el que había muerto de un disparo en aquella tragedia familiar. Mar siguió hablando durante un rato, cada vez más animada, como si por primera vez en meses pudiera solazarse con aquellos recuerdos, enturbiados por el triste final de Gaspar. Y, sin proponérselo, también Héctor acabó relatándole anécdotas de su infancia en Buenos Aires.

—Perdone —dijo Mar—. Seguro que tiene mejores cosas que hacer que intercambiar historias familiares.

—No pasa nada. —Miró el reloj—. Aunque ahora ya debería volver.

—Claro.

Ella protestó débilmente cuando él pagó los dos cafés, pero el inspector no cedió. Caminaron en la misma dirección, él hacia comisaría y ella hacia la estación de metro.

—Inspector —le dijo Mar—. Ya sé que mi opinión no es muy objetiva, pero créame cuando le digo que Gaspar era en esencia una buena persona. Hubiera sido incapaz de hacer algo tan horrible.

—Tratándose de personas, ninguna opinión puede ser objetiva —dijo él, con afecto—. Mar, permíteme una pregunta. —Acababa de recordarlo; no era un detalle trascendente, sin embargo, aclararlo no estaba de más—. ¿Gaspar pertenecía a alguna liga para la defensa de los animales o algo parecido? Ya sabes, grupos ecologistas…

Mar pareció desconcertada.

—No que yo sepa. Aunque podría ser… ¿Me lo pregunta por algo en especial?

Salgado meneó la cabeza.

—Alguien nos lo comentó, pero no tiene importancia. No te preocupes.

Cuando regresó a su despacho, Fort se había marchado ya y tampoco vio en su mesa a Martina Andreu, así que Héctor pensó en llamar a Lola y proponerle que lo acompañara a la casa de Garrigàs al día siguiente. Aunque no era muy ortodoxo, estaba seguro de que a ella le apetecería, y él confiaba en su discreción. Tuvo que dejar la propuesta grabada en el buzón de voz, ya que Lola no atendió la llamada. Sin embargo, poco después recibió un mensaje de texto con un escueto: «Ok. Hasta mañana».

La brevedad de la respuesta tuvo la virtud de causarle una sensación momentánea de tristeza y permaneció unos segundos con la mirada fija en la pantalla del móvil, malhumorado consigo mismo y con ese poso de melancolía que parecía buscar cualquier motivo para desbordarse. No, se corrigió, no era un motivo cualquiera.

Iba a dejar el teléfono en la mesa, como quien destierra al mensajero que trae noticias indeseadas, cuando recordó que al día siguiente tenía su cita quincenal con el terapeuta. Levantó el destierro y buscó el número en la agenda para cancelar la visita aunque, de repente, se le ocurrió que quizá el chaval podría ayudarle, no a él, sino en el caso. Llamó, con la esperanza de que aún estuviera en la consulta y pudiera dedicarle unos minutos. Y en esta ocasión, injusta ley de la compensación, sí logró lo que buscaba.

No tenerlo delante se le hacía raro, lo cual era lógico: era la primera vez que hablaba con él por teléfono. Ignoraba si se realizaban terapias telefónicas o, aun mejor, por Skype, en ese siglo donde lo virtual ganaba puntos a una realidad cada vez menos tangible. Héctor, sin embargo, no estaba para prolegómenos, así que encauzó rápidamente la conversación.

—¿Quiere hablarme del suicidio, inspector?

—Sí, pero no del mío, no se asuste. No es un subterfugio para descargar mis deseos ocultos.

Al otro lado del teléfono se oyó una carcajada contenida.

—Nunca se me hubiera ocurrido que perteneciera usted al perfil de los suicidas, inspector.

—No, supongo que mi agresividad tiende a volcarse hacia fuera, no hacia dentro. Ahora en serio, ¿existe algo así como un perfil suicida?

—Llamarlo perfil sería demasiado. Hay rasgos de personalidad que, combinados con las circunstancias adecuadas, pueden aumentar el riesgo de que una persona dé ese paso.

—Le seré franco. —Se arrepintió en cuanto lo dijo, ya que la expresión dejaba entrever que otras veces no lo había sido—. Estoy investigando tres posibles suicidios de personas que tienen en común el hecho de trabajar en la misma empresa.

Si el psicólogo había oído hablar del caso, no dio señales de ello.

—¿Y quiere preguntarme si existe la posibilidad de que sea el ambiente laboral el que provoca los suicidios?

No era exactamente lo que quería preguntarle, pero Héctor decidió dejarlo hablar. Ya matizaría luego lo que quisiera saber.

—Es un tema muy complejo, inspector. Y es difícil hablar de él sin citar teorías o explicar experimentos empleando términos ininteligibles para la mayoría de la gente.

—Inténtelo. Me he vuelto un experto después de seis meses de terapia.

Hubo unos instantes de silencio.

—Bueno, antes que nada deje que le diga que el suicidio se considera aquí un pecado, o un acto antinatural, aunque esa idea no es común en todo el mundo. En otras culturas es una salida digna: recuerde a los antiguos filósofos griegos o, más adelante, a los japoneses y sus haraquiris. Es la cristiandad la que cree que la vida no nos pertenece, sino que es de Dios, y que Él es el único capaz de darla o quitarla.

»Respondiendo a su pregunta, esa organización, sea empresa o grupo, que favorecería o provocaría indirectamente el suicidio tendría que enfrentarse a la resistencia individual de sus miembros, debida al instinto de supervivencia y a unas reglas socioculturales que condenan el suicidio. Se han dado casos de suicidios masivos en sectas donde el líder tenía una gran ascendencia sobre los miembros. Pero en una empresa moderna eso sería impensable: los trabajadores tienen vida social, familias…

—Sin embargo, se han dado casos…

—Sí, por supuesto. En contextos de mucho estrés, de condiciones cambiantes, de inseguridad laboral extrema, la ansiedad de los trabajadores crece. Los empleados suicidas sobre los que he leído expresaron claramente que la causa del acto que iban a cometer estaba en la empresa.

—¿Una especie de acusación póstuma?

—Exacto. Se lo voy a simplificar para no extenderme. Piense que el suicida comete ese acto ya sea porque cree honestamente que no desea vivir más o ya sea porque pretende que su muerte caiga sobre la conciencia de alguien. En el primer caso, es una decisión tomada en frío, razonable desde el punto de vista del sujeto: un enfermo terminal que no desea ser una carga para sus seres queridos. En el segundo, la intención es algo más perversa: imagine a un adolescente a quien ha abandonado su novia; él se mata y quiere que el mundo entero sepa que ella es la culpable, así que deja una nota acusándola de forma más o menos clara. ¿Me entiende?

—Claro. ¿Y si no hay nota? Ninguna.

—Eso resulta más extraño. La gente tiende a explicarse, a justificar lo que va a hacer… A exonerar de culpa a unos y acusar a otros. A menos que se trate de un momento de desesperación: una decisión tomada en caliente, tan apasionada que, si el intento falla, el suicida jamás vuelve a repetir ese acto.

—¿La falta de nota indicaría una decisión repentina?

—En líneas generales sí, inspector, pero en nuestro mundo generalizar es mentir.

Héctor asintió en silencio. Ni Gaspar, ni Sara, ni Amanda habían dejado nota alguna. Quizá porque querían ocultar la causa al mundo; o quizá porque alguien había decidido por ellos.

—Ya. Doctor —a veces le llamaba así, aunque sabía que no era médico—, una cosa más: tal vez los sujetos no quieren acusar a nadie específicamente.

—Si el suicida no deja nada escrito, la culpa es aún más difusa: todo su entorno se da por aludido, ya sea por no haberlo previsto o por el temor de haberlo causado de forma indirecta.

—O sea que es aún peor. Más… desconsiderado.

El psicólogo se rio.

—A diferencia de en su mundo, aquí no hay buenos y malos, inspector. —Su tono adquirió cierta seriedad al añadir—: Los que usted llama suicidas considerados serían los que minimizan la culpa en su entorno y se la achacan a ellos mismos de forma patente. Ese enfermo que decide poner fin a su vida y así lo deja escrito, por ejemplo. O…

—¿O?

—Aquel que camufla su suicidio a través de un accidente. Muere por su propia voluntad, pero no desea que la gente que lo quiere se sienta culpable, así que estrella el coche. Su suicidio es indemostrable y sus seres queridos pueden llorarlo sin sentir remordimientos. Ése sería un suicida bueno, usando su terminología.

La conversación le estaba deprimiendo aún más y Héctor tuvo la urgente tentación de colgar, de irse a casa, a correr, a cualquier sitio donde se respirara vida y no muerte.

—Una cosa más. —Héctor recordó de repente la asociación de mujeres que aparecía en los movimientos bancarios de Sara Mahler—. Por casualidad, ¿ha oído hablar de la asociación Hera?

—Sí, varias colegas han dado charlas allí. ¿Por qué lo pregunta?

—Ha surgido en el curso de una investigación. ¿Puede decirme algo más sobre el centro?

—Se trata de una asociación llevada por mujeres y para mujeres, especializado en víctimas de abusos y agresiones sexuales.

De repente, todos aquellos datos inconexos sobre la vida sentimental de Sara comenzaron a cobrar sentido.

—Muchas gracias. No abuso más de su tiempo.

—Descuide. Y espero verle la semana próxima, Héctor. Tiene que contarme si ha hecho los deberes que le puse.

Héctor le aseguró que jamás se le ocurriría desobedecerle y se despidió. Y un buen rato después, tal vez para alejar de la cabeza voces más oscuras, seguía pensando si, en ese recuento de lo que tenía en su vida, podía o no contar a Lola.