Aunque en esta ocasión iba acompañado, el camino hasta la casa de Octavi Pujades no se le hacía ni un segundo más corto. Con la vista fija en las curvas de la carretera, mojadas por la lluvia de la mañana, César conducía en silencio, sin dirigirle la palabra a su compañero de viaje. Brais, por su parte, tampoco parecía tener muchas ganas de hablar. En el coche flotaba un ambiente de duda, preguntas suspendidas en un espacio reducido comiéndose el oxígeno. Brais debió de notarlo porque, instintivamente, abrió un poco la ventanilla.
—¿Te molesta?
César negó sin palabras. Había acelerado y tuvo que dar un frenazo brusco antes de tomar la siguiente curva.
—Perdona —le dijo a Brais, en un tono que expresaba poca disculpa.
Su acompañante se encogió de hombros.
—No estaría mal que tuviéramos un accidente —repuso—. Alguien podría calificarlo de justicia poética.
En opinión de César, un comentario de ese calibre no merecía respuesta.
—¿No lo crees así? —insistió Brais—. ¿No crees que sería una buena forma de acabar con todo esto?
—Joder, Brais. —No estaba de humor para disquisiciones filosóficas sobre la vida, la muerte o la justicia—. No me vengas con estas historias, ¿vale?
Arjona sonrió.
—Me gustaría saber si te caigo tan mal porque soy gay o simplemente porque te gané en la carrera de canoas.
César soltó un bufido.
—Me caes mal porque haces ese tipo de comentarios.
—Ahí te doy la razón.
Brais se rio, y la carcajada, aunque breve y un punto amarga, disipó en cierta medida la tensión.
—En serio, César, ¿tú nunca tienes remordimientos? Por lo que hicimos. Es pura curiosidad y aquí no nos oye nadie.
—¿Qué más da? ¿De qué sirve arrepentirse del pasado? —Sacudió la cabeza—. He aprendido que es mejor tragarse los remordimientos. O escupirlos. Cualquier cosa excepto dejarlos vivir.
—A lo hecho, pecho, ¿no?
—Algo así. —Ya llegaban, y César no quiso desaprovechar la ocasión de hacerle la misma pregunta—. ¿Y tú?
Brais tardó un poco más en contestar. Y cuando lo hizo, no fue exactamente lo que el otro esperaba.
—Tengo miedo de que se entere David. Tengo miedo de perderlo si llega a saberlo. —Miró a César con una franqueza que habría derribado cualquier barrera—. Tú al menos tienes a alguien con quien hablar de ello. Los demás no, o al menos yo no puedo. Y no sé si tengo más remordimientos por lo que hicimos o por estar ocultándoselo a él. —Esbozó una sonrisa irónica—. Y al mismo tiempo sé que no tengo más remedio que seguir mintiéndole porque le conozco bien y estoy seguro de que decirle la verdad significaría la ruptura definitiva, y eso es algo que no podría soportar. Ya no.
La casa apareció tras la cuesta. En esta ocasión, César la había encontrado sin problemas. Aparcó el coche y, por primera vez en todo el trayecto, se dirigió a Brais con semblante preocupado y voz sincera.
—No sé muy bien qué hacemos aquí…
—Sílvia insistió en que viniéramos.
—Ya.
Así había sido, y lo que César no lograba explicarse era el cambio de opinión de Sílvia respecto a Octavi Pujades. Unos días antes había reaccionado como una fiera cuando Amanda insinuó que sospechaba de él. Era cierto que ignoraban dónde había estado Octavi el domingo por la tarde. Sin embargo, pensó César, igual que él había mentido sobre la hora en que se fue de casa de Sílvia, porque a media tarde no aguantaba más y tuvo que salir de allí, Brais podía haber falseado su coartada.
—Por cierto, ¿para qué quedaste con Manel?
—¿Quieres saber la verdad? —Brais bajó la voz—. Fui a verlo por lo mismo que estamos ahora aquí. Para saber si nos había traicionado, si era él quien estaba mandando esa maldita foto. —Prosiguió sin que el otro insistiera—: Y, si así era, para asegurarme de que dejara de hacerlo.
Se bajaron del coche en silencio, y César se encaminó hacia la casa, veloz, acusando el frío, cuando Brais Arjona añadió:
—Antes te hablaba de remordimientos. ¿Sabes lo que he descubierto? Que son limitados y van perdiendo fuerza. Y algo más: si se enfrentan contra el miedo, es mejor que pierdan. Eso se llama supervivencia.
Por la cabeza de Sílvia rondaban ideas parecidas, miedo y supervivencia, mientras contemplaba la página del periódico donde, a grandes rasgos, se destrozaba la imagen de la empresa. El artículo no daba nombres, pero el titular «Jóvenes, libres y… muertos» era de por sí un dardo envenenado dirigido al corazón de Laboratorios Alemany.
Se había pasado la mañana respondiendo algunos correos e ignorando otros, en un intento de minimizar los efectos de la catástrofe. Una empresa que provocaba, aunque fuera indirectamente, el suicidio de sus empleados —de tres de ellos en sólo cuatro meses para ser exactos—, pasaba a ser una especie de activo tóxico. Si además el nombre de dicha empresa iba unido a conceptos como belleza, bienestar y salud, la ironía alcanzaba proporciones surrealistas.
A las cinco de la tarde, poco antes de que César y Arjona hubieran salido hacia la casa de Octavi, Sílvia decidió cerrar el correo, apagar el ordenador y concentrarse. Algo que, al parecer, iba a ser imposible porque, apenas diez minutos después, su hermano entró en el despacho, de forma muy distinta a como había hecho por la mañana, cuando había irrumpido blandiendo ese mismo periódico como si ella, y todo el personal de la empresa, fueran un hatajo de cachorros desobedientes y él un dueño justamente furioso.
—¿Cómo va? —le preguntó él.
—Supongo que podría ser peor… Al menos nadie habla del producto en sí, sólo de la empresa en abstracto.
Él asintió.
—Sí. La gente pide nuestras cremas por su nombre, no por el del laboratorio.
—¿Eso les has dicho a tus compradores? —No pudo evitar ser sarcástica.
Víctor suspiró.
—Algo así. Sílvia…, esto tiene que acabar cuanto antes.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que ofrezca un bonus a los que prometan no tirarse por el balcón de su casa?
Él se sentó frente a la mesa.
—No desvíes el tema, Sílvia. ¿Hay algo que yo deba saber sobre ese fin de semana?
—¿Que tú debas saber…? —Meneó la cabeza, quizá por cansancio, quizá ya de puro desdén—. Lo único que hay que saber, y que deberías tener claro sin necesidad de preguntármelo, es que yo nunca haría nada que pusiera nuestra empresa en peligro. Nunca. Eres tú quien parece no sentir por ella el menor aprecio y está dispuesto a venderla al mejor postor.
—Eres igual que papá —repuso él, y en su tono se percibió el poso que dejan las verdades tristes—. La empresa es una cosa, Sílvia. Tú puedes quererla, pero nunca te va a devolver ese cariño. Conformarse con eso es patético.
—Ya. Estoy segura de que Paula te devuelve el cariño con creces.
—Deja a Paula fuera de esto, no tiene nada que ver.
—¿Ah, no? —Sílvia iba a hacer un comentario desagradable, sin embargo, se mordió la lengua—. Te diré una cosa, Víctor: la empresa no es una cosa. Es algo vivo, con gente, proyectos, ilusiones, ideas… y claro que te devuelve lo que inviertes en ella. Mucho más que las personas.
Víctor la miró como si quisiera entenderla, como si por un instante pudiera introducirse en su cuerpo y en su mente, sentir y pensar lo que ella sentía. De niños era más o menos así: existía entre ambos un potente vínculo, algo que entonces parecía inquebrantable. En ese momento, la distancia que los separaba era tan grande que él no se veía con ánimos de recorrerla.
—No sé cuándo confundiste el trabajo con la vida… Esto es un negocio, nada más. Se acercan tiempos muy complicados, los dos lo sabemos. Es mucho más sensato vender ahora a buen precio que resistir hasta que llegue el huracán. Y llegará, te lo aseguro.
—Llegará. Sí. Pero no pretendas engañarme, Víctor. No vas a vender por prudencia o por miedo al futuro; vas a hacerlo por aburrimiento, por un ataque de inmadurez tardío… Las ganas de hacer ahora lo que no tuviste cojones de hacer a los dieciocho. Te aseguro que la juventud no se contagia, Víctor. Por mucho que te acuestes con ella. Ni se contagia, ni se puede vivir dos veces.
La conversación había llegado al borde del precipicio, a ese lugar en que las posturas eran tan irreconciliables que seguir hablando sólo provocaba heridas. Víctor lo sabía, y por eso se levantó y fue hacia la puerta. Antes de salir, se volvió hacia su hermana.
—Al menos yo me he preocupado por ti, por que conserves tu puesto y tus atribuciones. Cuando tú te marchaste, lo hiciste sin mirar atrás. Sin pensar ni por un segundo cómo serían las cosas para mí…
Ella estuvo a punto de contestar, de aducir en su defensa que tenía sólo diecisiete años, que él podía haber hecho lo mismo, que no era culpa suya que él hubiera optado por la obediencia y que lamentaba —sí, lo había lamentado siempre— haberle dejado en una casa hostil, a merced de un padre frío y exigente, pero, una vez más, el orgullo ganó la batalla.
—Bueno, y tú obtuviste tu premio, ¿no? Papá te lo dejó prácticamente todo.
—Exacto. Y por eso hoy soy yo el que decide, y no tú.
La puerta del despacho se cerró tras él y Sílvia se quedó sola, con el periódico abierto, y por un instante pensó que quizá ya nada merecía la pena. Si las palabras que se decían en voz alta se empeñaban en traicionar los verdaderos sentimientos, tal vez fuera mejor callar para siempre. Abandonar la partida. Dormir.
—Vaya, más visitas. —El tono de Octavi Pujades era inconfundiblemente mordaz—. La pobre Eugènia creerá que ya ha muerto con tanta gente deambulando por la casa.
No les invitó a pasar al salón, ni a sentarse, ni a una cerveza sin alcohol. Fue él quien salió al porche a pesar del frío vespertino. Y fue también él quien tomó la palabra.
—Esta mañana ha estado aquí un tal agente Fort. Un joven muy amable, que me ha estado haciendo preguntas sobre Amanda. Por cierto, sabía lo ocurrido porque Víctor me llamó ayer por la tarde, pero me resulta curioso que ninguno de vosotros se molestara en contármelo.
Tanto César como Brais se sintieron de repente como colegiales reprendidos por un tutor severo. Un preceptor que no les daba opción de defenderse.
—No tiene importancia. Creía que os habíais olvidado de mí. Ya veo que no.
—Lo siento, Octavi —dijo César—. Estaba convencido de que Sílvia te lo habría explicado.
Octavi sonrió, y al hacerlo su semblante se volvió aún más afilado, más tenso, como si la piel de las mejillas fuera a rasgarse.
—César, César… Me temo que ya no soy santo de la devoción de Sílvia. Ahora que lo pienso, supongo que os envía ella. Ya no confía en mí, ¿verdad?
Brais dio un paso adelante; no avanzó en exceso, pero sí lo suficiente para rebasar esa distancia que separaba la charla de la amenaza.
—Basta ya de sarcasmos, Octavi. No he venido hasta aquí para perder el tiempo.
—¿Y a qué has venido? ¿A darme una paliza? ¿A matarme, tal vez?
Los dos estaban tan cerca, y la diferencia entre ambos contendientes era tan evidente, que César se interpuso entre ambos.
—Eh, basta. Octavi, nadie desconfía de ti…
—Díselo a esta especie de matón. Te gusta amedrentar a la gente, ¿eh, Brais? ¿Te hace sentir más hombre?
—¡Octavi, por favor!
La única luz del exterior de la casa, un farol de hierro forjado que colgaba de una esquina, iluminaba las tres caras. Tres rostros cubiertos por máscaras que iban del desconcierto a la ira contenida, del temor a la indiferencia.
Un par de perros aullaron a lo lejos, nerviosos, como si todas esas emociones llegaran hasta ellos a través del aire de la noche.
—Marchaos —ordenó Octavi por fin—. Decidle a Sílvia que puede estar tranquila, que de momento no tengo ninguna intención de hablar con los mossos y contarles la verdad. De haber querido, habría aprovechado esta mañana para hacerlo. —Miró de nuevo a Brais, desafiante, y César dio un paso atrás al ver que había sacado una pistola pequeña del bolsillo del anorak—. Tranquilo, no voy a disparar. Es sólo para que sepáis que estoy protegido.
Brais no se movió ni un milímetro. Le sostuvo la mirada hasta que, con un gesto brusco, le dobló la muñeca con fuerza. El arma cayó al suelo y César la apartó del grupo de una patada.
—No basta una pistola para protegerse, Octavi. Hay que tener también cojones para usarla —le advirtió Brais.
Los perros dejaron de ladrar.