Año nuevo, vida nueva… Aunque de momento bastante parecida a la anterior, se dijo Leire mientras se miraba de perfil en el espejo. Ése era otro de los componentes engañosamente inéditos de su actual existencia. Lo habían subido de la tienda y desde el primer instante ella había querido que decorara el recibidor del piso al que acababa de mudarse y que aún no podía calificar de hogar. En él, sin embargo, seguía viéndose como un globo.
Pero había tenido mucha suerte. Todo el mundo lo decía, así que ella había acabado por callar y asentir. Aquel piso de techos altos, casi sin pasillo, con dos habitaciones amplias y sol por la mañana era sin duda el mejor de los que había visitado, y el precio, que en teoría había bajado mucho en los últimos tiempos, era de hecho el máximo que le permitía su sueldo. «Vistas a la Sagrada Familia», rezaba el anuncio, y en sentido estricto no mentía. Verse, se veía desde la ventana con marco de madera que daba paso a un balcón diminuto. Sin embargo, una no podía pasarse el día mirando esas agujas, que asomaban entre los edificios que tenía enfrente, por bonitas que fueran. Lo que el anuncio no decía, ni tampoco le comentó la señora de la inmobiliaria que le enseñó el piso, era que las tuberías tenían cien años y se atascaban; que los azulejos del cuarto de baño, de un estridente color naranja que la mujer definió como «de los alegres años setenta», tendían al salto al vacío por culpa de la humedad, y que los radiadores de la calefacción eran más bien un adorno futurista y daban el mismo calor que un jarrón chino. Al parecer, había que consolarse de la humedad, el frío y el charco del lavabo, que a ratos burbujeaba como si un alien fuera a salir del desagüe, saliendo al balcón y admirando la Sagrada Familia. Todo un lujo si eras japonesa.
De todos modos, lo que la hacía sentirse extraña en ese piso no eran sus defectos, ni por supuesto sus vistas, sino que, por primera vez en años, no parecía ser suyo del todo. Una de las dos habitaciones tenía una cuna, un armario de haya y una cenefa de patos amarillos que recorría sus cuatro paredes, dividiendo los dos tonos de verde que su amiga María había elegido como el color ideal para el cuarto del bebé. Y no sólo eso: en una parte de su armario, ese que siempre había sido únicamente para ella, se habían colado unas cuantas prendas masculinas casi sin avisar.
Abrumada, Leire Castro fue hasta el balcón, contenta de poder recorrer el piso sin encontrarse cajas de por medio. Eso sí que era un cambio. «El primero de los que vendrán, ¿verdad?», dijo dirigiéndose al niño que en esos instantes se alimentaba de ella. A veces le respondía con movimientos bruscos. Otras parecía no darse por aludido. Intentó imaginar los rasgos de aquel bebé, Abel, que flotaba en su interior, pero sólo conseguía ponerle una carita arrugada, como de gnomo dormido. ¿Se parecería a ella o a Tomás? Bueno, si se parecía a él tampoco estaría nada mal, pensó con una sonrisa. «Aunque mejor que las semejanzas se reduzcan a lo físico, ¿eh, chaval? O si no, tú y yo vamos a tener problemas…».
Tomás había sido el ligue de una noche, que luego se prolongó a tres y, más tarde, a algún fin de semana esporádico. Sexo sin compromiso. Sexo sin tabúes. Y una vez, una única vez, aunque nadie la creyera, sexo sin condón. Pero con puntería. La reacción de Tomás, después de un plato de croquetas refritas que ya era mítico para ambos, fue ese «necesito tiempo para hacerme a la idea» que, en opinión de Leire, solía ser el preludio del «esto no va conmigo». No obstante, Tomás la sorprendió regresando apenas un par de días después para hablar «en serio».
Y lo habían hecho, largo y tendido, sopesando pros y contras como si todo aquello fuera un tema racional y, a la vez, sabiendo que no lo era. Al final, sin embargo, habían llegado a una serie de acuerdos comunes. Uno, no estaban enamorados, al menos no de esa manera idílica que no te permite imaginar la vida sin el otro. Dos, vivían en ciudades distintas, aunque separadas por tres horas escasas de AVE. Tres, el niño era cosa de los dos. Así que la conclusión, más bonita en enunciado que en su letra pequeña, había sido: no, no serían pareja —al menos de momento—, pero serían padres. «Padres con derecho a roce», los llamaba María.
La resolución les satisfizo y, la verdad, estaban haciendo cuanto podían por llevarla adelante. Tomás iba a pasar algunos fines de semana a casa de Leire, se había encargado de la mudanza y de tareas como poner enchufes; hablaba de Abel con cierto entusiasmo y amenazaba con hacerlo socio del Real Madrid. No habían tocado el tema del dinero; María les había regalado las cuatro cosas del cuarto del bebé y, por lo que se refería al piso, Leire no pensaba aceptar ni un euro de él. Hasta el nacimiento del niño tampoco se le puede pedir más, pensaba ella. Aunque en el fondo le habría gustado tener a alguien a su lado en las clases de preparación al parto, en las ecografías, cuando la visión en la pantalla de lo que tenía dentro le hacía saltar unas lágrimas que ella no lograba entender, o, sin ir más lejos, los viernes por la noche, cuando estaba demasiado cansada para salir pero no para estar sola. O también durante aquel interminable puente de Reyes, pensó mientras contemplaba la Sagrada Familia, ese testigo inacabado de su aburrimiento que estaba empezando a odiar por momentos. Sin embargo, Tomás estaba en la Sierra —un lugar cuyo nombre hacía pensar a Leire en maquis o bandoleros—, esquiando con unos amigos. Que ella no tuviera nada que hacer y que su mejor amiga, María, se hubiera ido a pasar el fin de semana fuera no era culpa de Tomás, aunque tampoco fomentaba que pensara en él con cariño. La madre de Leire, asturiana y sin pelos en la lengua, había resumido todo aquello con unas frases que estaban resultando proféticas. «Sola. Cuando nazca el niño vas a estar sola. Si llora por la noche vas a estar sola. Y el día que aprenda a decir papá le enseñarás una foto. Si es que tienes alguna», había vaticinado antes de ponerse a trocear un pollo con una furia inusitada. Y ella, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta, había murmurado para sus adentros algo que se parecía bastante a: «Ya me ocuparé de eso cuando llegue el momento».
No obstante, la verdad era que a ratos se sentía sola, y a ello contribuía bastante la baja prematura a causa de unas contracciones rebeldes y precipitadas que tuvo a mediados de diciembre. Ya llevaba meses condenada al trabajo de oficina, pero al menos estaba en comisaría, podía participar en los casos, tenía gente alrededor. Faltaba mes y medio para el nacimiento de Abel. Seis semanas en las que —lo estaba viendo— no haría otra cosa que engordar, visitar a su médico, ver a otras embarazadas y escoger ropa de bebé. Se sabía de memoria todos los artículos de las revistas sobre la mejor manera de bañar, cambiar y estimular al bebé; una distracción que ya formaba una columna de sabios consejos que llegaba hasta la mitad de la altura del sofá.
Fue al anochecer del día siguiente cuando, acostada en el sofá viendo un capítulo de una serie policíaca que habían echado al menos dos veces antes, la sensación de abandono se hizo tan intensa que le quitó hasta las ganas de llorar. El piso desconocido, la falta de obligaciones y la ausencia de contacto con otras personas, acrecentada por tantos días festivos, terminaron por sumirla poco a poco en un estado melancólico en el que también jugaban un papel importante la pereza y el aburrimiento. «Abel, tu mamá se está poniendo muy tonta», dijo en voz alta, por oír algún ruido que no procediera de la televisión. Tuvo ganas de gritar, de hacer saber al mundo que seguía allí. Y, sin querer, casi de manera automática, pensó que si desapareciera, nadie la echaría de menos hasta el lunes. Y eso con un poco de suerte… Su madre la llamaba todos los días, aunque seguramente, conociéndola, no daría la alarma hasta que el montón de llamadas sin responder fuera preocupante. Tomás le mandaría algún mensaje durante el fin de semana. O no. Y María, ella sí, pondría el grito en el cielo si no la localizaba el lunes, en cuanto regresara. Pero era viernes. Como a Ruth, la ex mujer de su jefe, nadie empezaría a buscarla hasta que fuera, quizá, demasiado tarde. Se apoderó de ella un temor vago, impropio de su carácter. Tienes que parar esto, se dijo, y cerró los ojos en un intento de alejar tantas nubes de su cerebro, por lo general, despejado.
Y entonces, cuando los abrió y vio que nada cambiaría sólo con desearlo, supo a qué iba a dedicar su tiempo las seis semanas que le quedaban de embarazo.
—Leire, estás de baja. —La subinspectora Martina Andreu pronunció la frase marcando las sílabas—. Vas a tener un bebé y el médico te ha ordenado reposo. ¿Sabes qué significa «reposo»? Te lo diré: ausencia de trabajo.
Leire se mordió el labio inferior, maldiciéndose a sí misma por no haber previsto que la subinspectora, paradigma de la sensatez, frenaría su proyecto en seco. Durante el fin de semana le había dado vueltas a la idea para encontrar la mejor forma de plantearla, pero, ese lunes por la mañana, sus argumentos chocaron con la lógica aplastante de la subinspectora Andreu.
—Además —prosiguió ésta—, el caso ya ni siquiera es nuestro. El comisario Savall se lo asignó a Bellver, ya lo sabes.
—Por eso. —Se esforzó por encontrar las palabras adecuadas, lo cual, dada la opinión que tenía del inspector Dídac Bellver, no era precisamente fácil. Tomó aire y lo soltó. Al fin y al cabo, apenas tenía nada que perder—. Subinspectora, creo que desde comisaría no puede hacerse mucho para resolver este caso. Usted sabe cómo es esto, las urgencias se amontonan y son reemplazadas por otras. Y en desaparecidos confluyen chavales escapados de casa y adultos que se largan sin avisar con verdaderos casos criminales. Usted, como yo, es consciente de que no dan abasto. Y el tema de Ruth Valldaura ya es agua pasada… hace seis meses que desapareció.
Eso —ambas eran conscientes— era lo peor de todo. Si se hablaba de desapariciones, las primeras horas eran determinantes y, en el caso que las ocupaba, la voz de alarma se había dado tarde. La ausencia de pistas hacía pensar en un homicidio, aunque Savall se había escudado en la inexistencia del cuerpo del delito y en las circunstancias especiales que habían rodeado esa desaparición para asignar el caso a Bellver y su equipo.
Leire tuvo la sensación de que sus palabras no caían en saco roto. La dureza del semblante de Martina Andreu se suavizó. Sólo un poco, lo bastante para que ella, que la conocía bien, cobrara nuevos ánimos.
—Por otro lado, no perdemos nada si yo dedico parte de mi tiempo al caso. No quiero hacerlo sin su consentimiento —mintió con la desfachatez de quien estaba seguro de tener razón.
Lo cierto era que necesitaba información, ver en qué punto se hallaba el expediente, datos concretos, si es que había alguno nuevo después de que el caso fuera retirado oficialmente de manos de Salgado en una tormentosa conversación con el comisario Savall, tras la cual todos habían temido que Héctor Salgado abandonara el cuerpo.
—El inspector Salgado hizo cuanto pudo, pero, no nos engañemos, el comisario tenía razón en una cosa: Héctor estaba, está aún, demasiado implicado en el caso para ser objetivo. Y Bellver…
—No te pases —la interrumpió Martina Andreu—. Como bien has dicho antes, Bellver y su gente están sobrecargados de trabajo. Igual que todos.
—Por eso mismo —insistió Leire. Había percibido un cambio en el tono de su superiora, así que se mostró cuidadosa para no perder lo ya conquistado—. Serán seis semanas, quizá menos. Si el niño se adelanta, se acabó. Pero creo que puedo aportar una mirada fresca al caso. Yo no conocía a Ruth Valldaura. Mientras lo investigábamos siempre tuve la impresión de que, dada la identidad de la víctima, todo el mundo daba por sentadas una serie de cosas. Y el inspector Salgado tampoco podía verlo, por mucho que quisiera.
—Lo sé.
Leire sonrió. Presentía que estaba a punto de ganar la partida.
—Escucha —prosiguió Martina—. No sé muy bien a qué viene esto, ni por qué me metes a mí en este lío. Sin embargo, te conozco lo bastante para comprender que harás lo que te dé la gana, con o sin mi aprobación. No, Leire, no me mientas. Has venido a verme porque puedo facilitarte ciertas cosas, no porque pienses hacerme caso si te lo prohíbo. Al fin y al cabo, es tu tiempo libre y puedes emplearlo en lo que quieras.
—Si usted me dice que no, abandonaré el tema. No quiero meterla en ningún lío y le prometo que, si averiguo algo, la informaré a usted directamente. Ya decidirá cómo proceder con Bellver a partir de ahí.
La agente Castro sabía que avanzaba por terreno minado. La animadversión de la subinspectora hacia Bellver era pública desde que él le arrebató, con méritos más personales que profesionales según algunos, la plaza de inspector. Pero Leire también intuía que la más insignificante alusión al asunto haría que Martina Andreu se cerrara en banda.
—Está bien. Pasa a recogerme a las siete, al final de mi turno, y tendrás una copia del expediente. Ah, y ni una palabra de esto al inspector Salgado si te cruzas con él.
Era improbable, y la subinspectora lo sabía: Savall lo había convocado a su despacho, junto a algunos otros, para tratar un tema con un inspector de la Policía Nacional, un tal Calderón. Tras sólo media hora reunidos, se preveía que la cosa iba para largo.
—Leire, si quieres trabajar durante la baja, se aplican las mismas reglas que si estuvieras de servicio, así que, por tu propio bien, quiero estar al tanto de todo. Me tendrás al día de cada paso y de cada detalle. No hagas nada por tu cuenta o te aseguro que cuando vuelvas tu vida aquí será muy difícil. ¿Está claro?
La mirada de agradecimiento que le dirigió Leire Castro convenció a la subinspectora por un momento de que no estaba haciendo nada malo. Como había dicho la propia agente, no perdían nada por intentarlo y, en el fondo, Martina estaba casi segura de que el caso de Ruth Valldaura estaba condenado a no resolverse jamás. Al mismo tiempo, y no sin cierta envidia profesional, estaba segura de que si había alguien en esa comisaría capaz de enfrentarse a un misterio aparentemente irresoluble, esa persona era la agente Castro.