Sin lugar a dudas, la mejor receta para los insomnes no eran las pastillas que le había recomendado el terapeuta, sino saltarse una noche, agotar al cuerpo hasta que éste caía rendido y se apagaba como un móvil sin batería. Aunque Héctor no había dormido ni seis horas, despertó con una sensación de descanso que hacía tiempo que no sentía. Lo bastante despejado para enfrentarse al caso que tenía entre manos: aquel misterio de suicidas y perros ahorcados.
Así que ese martes por la mañana, mientras desayunaba con Guillermo —una de esas horas en que el silencio de su hijo era una bendición—, Héctor contemplaba con satisfacción una de las páginas del periódico que había bajado a comprar antes incluso de llenar la cafetera. Ahí estaba, el artículo pactado con Lola por teléfono y que ella había escrito con los escuetos datos que él le había enviado por correo electrónico la tarde anterior. Héctor sonrió ante el titular: «Jóvenes, libres y… muertos. Extraña oleada de suicidios entre los trabajadores de una misma empresa». Lola se había curado en salud: no había citado Laboratorios Alemany en ningún momento, pero el eslogan era inconfundible. Las fotos de Gaspar, Sara y Amanda completaban un texto que sugería más que explicaba.
Aquél había sido el trato, o quizá, siendo sincero consigo mismo, el anzuelo lanzado para atraerla a la ciudad: él le pasaba información sobre un caso que tenía visos de convertirse en una noticia de alcance; ella escribía los artículos para un periódico de tirada nacional. Y entre ambos, pensaba Héctor, ponemos a Laboratorios Alemany en el ojo del huracán, a ver si la corriente de aire les aclara las ideas y se vuelven más locuaces. Estaba seguro de que los conceptos de su nueva campaña no armonizarían demasiado junto a un texto que hablaba de tres empleados muertos.
Debió de sonreír al pensarlo, porque su hijo le miró con curiosidad. No era un ejemplo muy edificante para un adolescente, así que, para no dar explicaciones, optó por decir:
—Guille, estos días voy a andar un poco loco con un caso. Ya viste lo que pasó el domingo, me llamaron a medianoche y no regresé hasta anoche muy tarde. —La pregunta le salió de repente—: Tú estás bien, ¿verdad? Es que… ya sé que no es lo mismo vivir aquí que con mamá…
Su hijo se encogió de hombros.
—No sé qué quiere decir eso. —Héctor se sirvió un segundo café y sintió la tentación de dejar la charla ahí, sin embargo, algo se lo impidió—. Sí, sí lo sé. Supongo que esto no es lo ideal para un chico de tu edad y sé que debería prestarte más atención, aunque, sinceramente, tú tampoco ayudas mucho. No, no es un reproche, no del todo. Sólo es que los dos nos parecemos y eso complica las cosas. Antes…
—Antes estaba mamá. Pero ya no está.
—Exacto. Ya no está. Pero yo sí estoy…, aunque poco y quizá mal. Estoy y puedes contar conmigo. Siempre.
Era una de esas frases que dicha en voz alta parecía sacada de una película familiar estadounidense, una de esas en las que padres e hijos se decían a todas horas lo mucho que se querían, pero a Héctor no se le ocurrió otra mejor. Quizá porque algunos tuvimos que aprender a ser padres en el cine, pensó con cierta amargura.
Guillermo asintió y se echó unos cuantos cereales más en el bol de leche. Héctor dio un sorbo al café. Las cucharillas chocaban contra la loza. El grifo de la cocina goteaba. Si tuviéramos un reloj de pared las manecillas sonarían como putos tiros, pensó Salgado.
Héctor carraspeó y se levantó a buscar un cigarrillo. Su hijo puso el tazón en la pila y después fue a por la mochila. Antes de irse asomó la cabeza de nuevo en la cocina.
—Papá —le dijo, mirando al suelo.
—¿Qué?
—Sólo quería que supieras que yo también estoy. Y que puedes contar conmigo. —Sonrió—. Casi siempre. A correr vas tú solo.
Héctor sonrió y le lanzó un trapo de cocina que Guillermo devolvió con más fuerza aún.
—Vete ya o llegarás tarde. ¡Guille! —le gritó cuando ya se iba—. Si estos días no estoy a la hora de cenar, pasa por casa de Carmen, ¿de acuerdo? Luego hablaré con ella. No quiero que cenes un bocadillo todos los días.
—Vale. Así veo a Charly.
Lo había olvidado. Por eso no la habían visto en todo el fin de semana: tenía al hijo pródigo en casa. Héctor fue a decir algo más, pero Guillermo ya se había ido. Se tomó ese segundo café con el segundo cigarrillo sin poder quitarse de la cabeza una sensación molesta que no sabía muy bien a qué atribuir, aunque poco después la imagen de Lola, y el breve trayecto hasta su hotel, se empeñaron en abrirse paso y emborronarle la conciencia.
Mientras conducía, Héctor había comprendido que los años les habían robado algo que siempre había sido importante para ellos: la complicidad. Era cierto también que ambos estaban cansados, amén de levemente inseguros sobre cómo tratarse. De camino al hotel, intercambiaron vaguedades sobre vuelos y retrasos, pero por fin, cuando llegaron a su destino, él le preguntó: «¿Cómo te va la vida?». Lola le miró, sonrió con aquel gesto tan suyo y le dijo: «Para resumirte siete años necesitaría algo más de siete minutos, Héctor. Estoy muy cansada. Ya hablaremos».
Las oficinas del CFEC, Centro de Formación Empresarial Continuada, se encontraban en la avenida Diagonal, no muy lejos de la plaza Francesc Macià, y tenían un aire aún más estadounidense que las conversaciones familiares en la cocina. En un día claro de verano debía de apreciarse una vista fantástica desde sus ventanas, pero aquel martes de mediados de enero las gotas de lluvia sucia empañaban los cristales y desdibujaban el fondo. Después de conseguir la información gracias a Saúl Duque, Héctor había llamado el día anterior, a media tarde, para concertar una cita con los formadores que se habían encargado del grupo de Laboratorios Alemany. Y ahora los tenía delante: un tipo ya entrado en años, en kilos y en canas que respondía al nombre de señor Ricart, y otro más joven pero totalmente calvo. Cuando le habían dado cita, el artículo no había aparecido aún, no obstante, ambos parecían estar al tanto de la situación. Y con toda probabilidad Sílvia Alemany les habrá llamado esta mañana, pensó Héctor. Para prevenirlos.
—Por teléfono no entendí muy bien en qué podíamos ayudarle, inspector —empezó el de menor edad. El otro, sin duda su jefe, miraba y callaba.
—Si le soy sincero, tampoco yo lo sé —admitió Salgado—. Según mis datos, ustedes se encargan desde hace tiempo de las jornadas de formación de Laboratorios Alemany. En marzo del año pasado organizaron un fin de semana para un grupo de ocho personas. Sílvia Alemany, César Calvo, Brais Arjona, Octavi Pujades, Manel Caballero, Gaspar Ródenas, Sara Mahler y Amanda Bonet. Como ustedes ya sabrán —esperó a que asintieran, pero ninguno lo hizo—, tres de esas personas han muerto en los últimos meses en circunstancias digamos… extrañas. Es demasiada coincidencia, ¿no creen? Así que les agradeceré que me proporcionen toda la información que tengan sobre esos días.
Sus dos interlocutores intercambiaron una mirada rápida y, por primera vez, el mayor de los dos tomó la palabra.
—Creo que no hay inconveniente, inspector. Aunque francamente no creo que haya mucho que comentar.
Se puso las gafas de leer y revisó unos papeles que tenía en la mesa.
—Sí, ya recuerdo. —Se las quitó y siguió hablando—. Fue un grupo interesante desde nuestro punto de vista, inspector.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Se calló un momento, inseguro de cómo enfocar el tema—. ¿Sabe algo de teoría de grupos?
—Algo, aunque estoy seguro de que usted puede ampliar mis conocimientos con un esclarecedor resumen —dijo Salgado, sonriendo.
—Lo intentaré, inspector. Joan —dijo el señor Ricart, dirigiéndose a su ayudante—, creo que no hace falta que estemos los dos aquí. Si el inspector Salgado quiere hablar contigo, puede hacerlo luego.
El tal Joan pareció sorprendido, pero captó la indirecta más directa que Salgado había oído en tiempo y se marchó.
—Así estamos más tranquilos. Hablar delante de mis empleados me obliga a respetar una corrección política muy aburrida. —Sonrió—. Inspector, antes que nada debo decirle que no creo que lo que voy a contarle le aporte información relevante…
—Deje que sea yo quien lo juzgue.
—Al menos intentaré ser claro. A ver, le he dicho antes que era un grupo interesante desde nuestro punto de vista, y le explicaré el porqué: en un grupo de ocho suele identificarse un líder, dos a lo sumo. Sin embargo, en éste contabilizamos tres y eso no es habitual.
»Estaba, por supuesto, el líder oficial, Sílvia Alemany, y lo que nosotros llamamos el líder por experiencia, Octavi Pujades. Pero enseguida surgió otro, muy fuerte, que relegó a los dos primeros a un segundo plano.
—¿Brais Arjona? —aventuró Héctor.
—Diez puntos, inspector. Sí: el líder natural, el que se impone por capacidad, no por cargo, por edad o por experiencia. El señor Arjona cumplía todos los requisitos para ese puesto: joven, fuerte, inteligente. Muy implicado y resolutivo.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que inspiraba confianza a la hora de trabajar, aunque no intentaba ganarse a los otros socialmente.
—¿Los otros?
—Amanda, Gaspar, César… Meros seguidores, de uno o de otro. Sí anoté cierta tensión entre el líder natural, Brais Arjona, y otro de los seguidores incondicionales de Sílvia Alemany: César Calvo.
Héctor asintió, interesado.
—¿Se produjo alguna discusión?
—No, no en el sentido que usted está pensando. Simples desacuerdos entre ellos a la hora de afrontar tareas en común. Piense que cuando hablo de tensión me refiero a momentos concretos, puntuales: tendencia a competir, a alinearse en equipos distintos, a plantear enfoques opuestos para resolver una cuestión. Eso en los dos primeros días. El tercero, el domingo, la situación había cambiado.
—¿En qué sentido?
El señor Ricart sonrió.
—Veo que aprecia lo que le cuento. Normalmente la gente suele escuchar nuestras exposiciones con escepticismo, pero le diré que la teoría de grupos es una materia fascinante… La mayoría de las veces nuestras jornadas siguen un patrón muy parecido: se diseñan pruebas, tareas… Llámelo como quiera. No obstante, en alguna ocasión un elemento externo, a ellos y a nosotros, altera la dinámica del grupo mucho más de lo que pensábamos.
—¿Y en este caso se produjo ese elemento? —Héctor intuía la respuesta, pero no quiso anticiparse.
—¡Sí! —El semblante del formador demostraba una satisfacción similar a la de un hincha de un equipo de fútbol que ha ganado la liga—. Durante una de nuestras pruebas el grupo se topó con un elemento externo… perturbador.
—¿Los perros ahorcados? —apuntó Héctor.
—Bravo. Sí. Fue una experiencia desagradable, por supuesto, y lo bastante chocante para que el grupo realizara una actividad por su cuenta, según supe luego. Los encontraron a media mañana del sábado y, aunque regresaron a la casa a terminar la prueba prevista, después decidieron ir a enterrarlos. Ahí ya no estábamos ni Joan ni yo; por norma, se les deja libre el sábado por la tarde para que interactúen sin intermediarios: eso también forma parte del programa. Así que el grupo se reunió, votó y actuó como un todo. Un gran logro si tenemos en cuenta que sólo un día antes no se ponían de acuerdo en el reparto de habitaciones.
—¿Discutieron por eso?
—Siempre hay desacuerdos, inspector. En ese caso, lo recuerdo bien, uno de los miembros se sentía incómodo por tener que compartir habitación. Espere… —Ojeó sus notas—. Sí, Manel Caballero. Preguntó si era posible dormir solo, lo cual tiene poco sentido en unas jornadas de grupo. De todos modos, y aunque las observaciones proceden sólo de un fin de semana, le diré que Manel era el clásico participante distorsionador: no protestaba nunca abiertamente, pero aprovechaba cualquier circunstancia para poner en entredicho la tarea de todo el grupo. Un joven de lo más antipático, hablando claro; un elemento incómodo, nada proclive a cooperar. De los que se sienten víctimas del mundo entero.
—¿Y con quién acabó durmiendo?
—Eso no lo recuerdo —respondió—. Aunque lo más probable es que compartiera habitación con los dos más jóvenes. La casa es grande y había habitaciones vacías, pero, como le he dicho antes, demuestra un escaso espíritu de cooperación pedir un cuarto individual. Son unas jornadas de trabajo en equipo, no un fin de semana de vacaciones.
Héctor iba procesando la información con la sensación constante de que en ese rompecabezas que tenía delante faltaba una pieza esencial.
—Ya le he dicho que no creía que esto le sirviera de mucho —apuntó el hombre, sagaz lector de expresiones ajenas.
—En una investigación todo resulta útil —repuso Héctor.
—Usted es el experto en eso, no yo. Yo sólo puedo decirle que el grupo se marchó mucho más cohesionado de lo que llegó. Conste que eso no tiene por qué mantenerse luego en su trabajo.
—¿No?
—En absoluto. Aunque puede ser que quede algo, por supuesto. En algunos grupos se genera una energía positiva, de logro común, sin embargo, no es una sensación permanente. Cuando los conflictos la ponen a prueba, se resiente.
—Y en ese caso, ¿para qué sirven? Las jornadas, quiero decir.
—Negaré haberlo dicho, inspector —dijo el hombre—. Sirven para poco y para mucho. Se lo explicaré muy rápido: los empresarios han aprendido que el conflicto es costoso, a muchos niveles. Y que una manera de evitarlo es haciendo que sus empleados se sientan bien tratados, cómodos, apreciados. Antes las categorías estaban claras y los miembros de las diferentes clases luchaban entre sí. Ahora flota una especie de armonía entre todos, una armonía que a unos les interesa y a otros les hace felices. Una armonía que sólo dura mientras hay beneficios… Ya lo estamos viendo.
Héctor empezaba a perderse y no quería olvidar el objetivo de su visita.
—Una cosa más, ¿recuerda si Amanda Bonet se quejó de haber visto a alguien la noche del viernes? A alguien merodeando por la casa, quiero decir.
—No… Al menos no me acuerdo de que comentara nada parecido, aunque tampoco es raro. La casa está un poco aislada y la gente de ciudad tiende a sentir cierto temor, sobre todo por la noche.
—¿Dónde está exactamente?
El hombre sacó una fotografía del cajón. Se trataba, como Duque le había dicho, de la típica masía ampurdanesa.
—Pertenece al término municipal de Garrigàs, pero está apartada del pueblo.
—¿Y los formadores van y vienen todos los días?
—No, sería agotador. Está a unos diez kilómetros de Figueres, y nos alojamos allí los fines de semana que tenemos que trabajar en la casa.
—Ya. ¿Y alguien se ocupa del mantenimiento, de la comida…?
—Sí y no. Los participantes se hacen cargo de la casa durante el tiempo que están en ella: es decir, cocinan o salen a comer fuera excepto cuando la actividad requiere un catering. Sí tenemos contratada a una pareja que vive relativamente cerca, a un kilómetro y medio, para las tareas de limpieza y mantenimiento una vez ha quedado vacía.
Héctor asintió. No tenía mucho más que preguntar, pero no pudo evitar la tentación de formular una última cuestión.
—¿Advirtió algo especial en los miembros de ese grupo? Nada que tuviera que jurar ante un tribunal, sólo alguna impresión subjetiva. No saldrá de aquí —aseguró.
—No. Le digo la verdad, llevo pensando en ello desde que usted llamó ayer, y por supuesto más aún desde que he visto la noticia en el periódico. —Meneó la cabeza, con un atisbo de pesar—. El último día, el domingo, estaban cansados, pero eso suele ser lo normal. Interactuaban mucho mejor, ya se lo he dicho, aunque tampoco es extraño. A veces sucede lo contrario, se van más enfrentados. Los grupos son imprevisibles, inspector. Principalmente porque están compuestos de personas, o sea, individuos. Individuos distintos que se ven obligados a colaborar. No se habrían escogido como amigos, ni les unen lazos familiares; tan sólo comparten un espacio, responsabilidades, objetivos.
—Como en un trabajo.
—Exacto. Me va a permitir una comparación con el mundo animal. ¿Sabe cuál es la virtud más apreciada por los cazadores en una jauría de perros?
—¿El olfato? —aventuró Héctor.
—Más que el olfato. —Hizo una pausa algo teatral, antes de anunciar en tono didáctico—: La cohesión. Mientras dure la cacería, los perros deben ser capaces de trabajar juntos para conseguir un objetivo común. Sin embargo…
—¿Qué?
—Cuando acaba la cacería, deles algo de comer y verá cómo pelean entre sí por el mejor trozo.