Sentado en una de las sillas de la Terminal 1 del aeropuerto, Héctor contemplaba una pequeña pantalla donde se anunciaba que el vuelo procedente de Madrid tenía una demora de cuarenta minutos. Siete años y cuarenta minutos, rectificó él para sus adentros. Era la primera vez en su vida que se alegraba de un retraso de ese estilo, y mientras veía cómo iban cerrando las tiendas de la terminal, pensó que necesitaba un rato de silencio, aunque fuera en un lugar público de baldosas negras que despedían un brillo casi insultante. Llevaba más de cuarenta horas sin dormir y cerró los ojos sólo durante un instante, para que descansaran de la luz. No se movió del interior de la terminal porque no quería fumar más: había combatido el sueño a base de nicotina y sentía esa pesadez del exceso de tabaco combinado con la poca comida y la fatiga acumulada. Miró el reloj, las 22.35.
La noche anterior, a esa misma hora, estaba a punto de concluir un domingo frío, de cielo perezoso y grisáceo. Guillermo acababa de llegar y se encerró en su cuarto enseguida, diciendo que ya había cenado y sin dar más explicaciones. Y él, que estaba viendo cómo languidecía Marilyn en Vidas rebeldes, aquel western protagonizado por actores que morirían poco después, optó por no insistir. La película aún no había terminado cuando recibió la llamada del agente Fort quien, desde la comisaría, le informaba —con una voz que no conseguía ocultar un deje de excitación de novato— de que Saúl Duque, el asistente de Sílvia Alemany, acababa de ponerse en contacto con los mossos para confesar que había matado a Amanda Bonet.
Muerte blanca. Eso fue lo primero que pensó al entrar en el dormitorio donde yacía Amanda y adonde ya había llegado Fort con la gente del juzgado y el forense. Paredes pintadas de blanco marfil, un lecho de sábanas inmaculadas y una joven rubia cuyas facciones pálidas ya nunca recobrarían el color de los vivos. La presencia de un cadáver siempre le impresionaba; afectaba a todos, dijeran lo que dijesen. Sin embargo, el cuerpo de Amanda le transmitía una placidez que pocas veces había sentido en la escena de una muerte inesperada. Sus labios parecían sonreír, como si antes de dejar este mundo hubiera experimentado una visión dulce y se hubiera deslizado hacia el más allá, o hacia la nada, con la conciencia tranquila y llena de esperanza. Así debían de morir los mártires, se dijo Héctor, aunque dudaba que Amanda Bonet pudiera ser calificada como tal.
—Se tomó una caja entera de somníferos —le dijo Fort.
—¿Se tomó? —preguntó Héctor. La voz de Roger Fort le había devuelto a la realidad, alejándole de fantasías trágicas—. Creí entender por teléfono que Saúl Duque se había declarado culpable.
Al entrar en el piso, Héctor había visto a Saúl sentado en el sofá, tan tenso que parecía a punto de partirse en dos, custodiado por un agente judicial.
Fort tomó aire y lo soltó despacio antes de responderle.
—Es bastante complicado, señor —dijo por fin—. Creo que será mejor que se lo explique él directamente.
Héctor asintió. Observó la habitación intentando apreciar algún detalle disonante, cualquier cosa que le apartara de la cabeza la idea de que se hallaban ante un tercer suicidio, la continuación de la serie macabra que se había iniciado con Gaspar Ródenas en septiembre del año anterior. Todo parecía en orden: la cama era de hierro, de estilo antiguo, con los barrotes pintados de blanco, a juego con las mesitas de noche. Un par de cuerdas negras, enrolladas como culebras sobre la mesita que Héctor tenía más cerca, rompían la armonía.
—¿Y eso? —preguntó a Fort.
—Cuerdas —dijo él, algo incómodo—. Las usaban para jugar. Saúl Duque y ella…
—Eso explica las marcas de las muñecas —dijo el forense, que hasta entonces había permanecido en silencio, dedicado a examinar el cadáver—. Mirad.
Héctor se acercó. Era cierto, se apreciaba en ambas una marca rojiza.
—Murió hace sólo unas horas, ¿verdad? —le preguntó Héctor.
—Sí. No lleva más de cuatro horas muerta. —Eran las once y cuarto de la noche—. Casi he terminado, nos la llevaremos en cuanto el juez lo autorice. —Miró hacia el cadáver con un leve desasosiego nada propio de alguien que llevaba años manejándose con ellos—. Parece feliz, como si estuviera disfrutando de un magnífico sueño.
—¿Y los somníferos?
—Aquí los tienes. —Había guardado la caja en una bolsa precintada—. Amobarbital. De lo más común. Tuvo que tomarse una buena cantidad para morir así. Ni siquiera intentó expulsarlos. A veces lo hacen y, como les fallan las fuerzas, se ahogan con su propio vómito. Ella simplemente se durmió; su cerebro se quedó sin oxígeno y falleció. Por eso se la ve tan… tranquila.
—Vamos a hablar con Duque —decidió Héctor—. Creo que tendrá cosas que contarnos y así dejamos que el forense trabaje.
Saúl Duque seguía sentado. Estaba inmóvil, levemente inclinado hacia delante, con las manos aferradas al borde del sofá, como si se enfrentara a un precipicio y tuviera miedo de caer al fondo. Vestía de negro de pies a cabeza, y Héctor tuvo la sensación de que había elegido ese atuendo a sabiendas de que le esperaba un funeral. O quizá para contrastar con el blanco imperante en todo el piso.
—¿Le importa dejarnos solos? —dijo Héctor al guardia que lo custodiaba. Y dirigiéndose a Duque añadió—: Saúl… Saúl, ¿se encuentra bien?
Apoyó la mano en su hombro con suavidad y entonces, al notar el contacto y oír aquella voz amable, el hombre se vino abajo. La tensión que lo sostenía erguido se evaporó y su cuerpo se encogió, desmadejado. Se cubrió el rostro con las manos, y Héctor no habría sabido decir si sollozaba de dolor, de miedo o de arrepentimiento. Quizá de las tres cosas juntas.
Tardó unos minutos en calmarse, lo bastante para poder hablar.
—Lo… lo siento —murmuró—. Ya estoy mejor. No… no pensaba volver a verlo, inspector —dijo en un intento por recuperar la normalidad en esas circunstancias tan anormales.
—Tampoco yo, Saúl. Creo que ya ha hablado con el agente Fort, pero necesito que me diga qué ha pasado aquí esta noche.
Duque interrogó a Roger Fort con la mirada, sin embargo, éste no se dio por aludido.
—¿Le han dicho algo sobre la relación que manteníamos Amanda y yo?
Héctor creyó atisbar cierta vergüenza en el tono de aquel joven. Iba a tranquilizarlo, a asegurarle que en los juegos eróticos entre adultos nadie, excepto los interesados, debía meterse, cuando Fort contestó:
—Es mejor que se lo explique usted al inspector.
—Sí, supongo que sí… —Respiró hondo y miró a Salgado a los ojos. Cualquier rastro de vergüenza se había desvanecido—. Amanda y yo teníamos una relación de disciplina y sumisión.
—¿Se refiere a una relación sadomasoquista?
—Sí, bueno…, llámelo como quiera. No voy a andarme con tecnicismos.
—Explíqueme en qué consistía.
Saúl hizo un gesto de indiferencia, que acompañó con una mueca que podría haber sido una sonrisa irónica en otro momento. En ése, pensó Héctor, expresaba más nerviosismo que otra cosa.
—No era más que un juego… Es… es muy difícil explicárselo a quienes no están metidos en el tema. Si le digo que yo era su amo, que la controlaba, que le ordenaba cómo debía vestirse, qué debía cenar, pensará que éramos un par de chalados.
—En absoluto. —Lo dijo en un tono que debió de resultar convincente porque Duque prosiguió.
—No sé por qué me gusta esto, y Amanda, por su parte, tampoco lo sabía. Simplemente disfrutábamos con ello. Con las llamadas y los correos electrónicos. Con las cuerdas, con los azotes. Con los juegos.
—¿Cuándo empezó?
—Poco después de que Amanda entrara a trabajar en Laboratorios Alemany. Se preguntará cómo llegamos a descubrir lo mucho que nos complementábamos. —Sonrió—. Supongo que ambos íbamos buscando eso, y tanteamos el tema, en tono informal, en un par de ocasiones. La segunda vez que quedamos me arriesgué a insinuarlo, medio en broma, y vi que la idea le atraía tanto como a mí.
—¿Se veían muy a menudo?
—Todos los domingos, y algún día más, por sorpresa. Pero pocos: no hay que abusar demasiado o se rompe el encanto.
Héctor asintió.
—¿Le dio unas llaves de su casa?
—No, sólo de la puerta de la escalera. Dejaba la otra debajo del felpudo poco antes de que yo llegara. Formaba parte de la escenografía. Así yo entraba como si fuera mi casa, y ella ya me esperaba… Bueno, me esperaba metida en su papel.
—Comprendo. ¿Y hoy?
Duque volvió a suspirar. En ese momento, su aspecto proclamaba más debilidad que capacidad de dominar.
—Lo de hoy era un juego especial —confesó por fin, sonrojándose—. Ella debía esperarme dormida. Completamente dormida —recalcó.
—¿Y usted mantenía relaciones sexuales con ella sin que se enterara? ¿Ése era el juego? —preguntó Héctor con cierto sarcasmo.
—Sabía que no lo iba a entender. Dicho así yo parezco un enfermo y ella… —Entrecruzó las manos y fijó la mirada en el inspector en un intento desesperado de apelar a su empatía—. Nuestra relación tenía más que ver con la entrega que con el sexo propiamente dicho. Ella me ofrecía su cuerpo a cambio de nada para que yo disfrutara de él. La máxima prueba de sometimiento, de obediencia…
Héctor tardó unos instantes en reaccionar.
—Está bien —dijo con voz neutra—. Así que ella debía esperarle dormida, con lo cual supongo que se tomó los somníferos bastante antes de que usted llegara. ¿Me equivoco?
—Así es. Supongo que… que se tomó más de la cuenta…
—Espere un momento, ya llegaremos a la dosis. —La frente arrugada del inspector indicaba una gran concentración—. Lo que quería decir antes es que tuvo que dejar la llave fuera un buen rato antes de su llegada.
—Sí… No lo había pensado. Claro. Antes de que las pastillas hicieran efecto.
—¿Y a qué hora vino usted?
—Más tarde de lo previsto. Se presentaron unos amigos en casa y no conseguí librarme de ellos hasta las ocho y media, así que no aparecí hasta las nueve y media pasadas. No miré la hora. La llave estaba donde siempre, así que entré y fui directamente a su cuarto.
Por un instante, Héctor, y también Fort, temieron que aquella confesión llegara más allá de lo que podrían soportar sin perder la profesionalidad.
—No sucedió lo que están pensando —dijo Saúl Duque—. Ella estaba preciosa, tal como yo le había pedido. Sábanas blancas y camisón blanco. Dormida para mí. La admiré durante unos minutos y empecé a excitarme. Era tan bella. Se veía tan indefensa, allí, tumbada en la cama… Saqué las cuerdas del cajón de la mesita, y cuando la cogí por las muñecas me di cuenta de que sus manos estaban inertes. Intenté que volviera en sí, la zarandeé, la besé… Estaba como loco. No sé cuánto tiempo pasó hasta que por fin llamé a la policía.
—Llamó a comisaría a las 22.34 —intervino Fort.
Héctor meditó durante unos segundos.
—Saúl… Lo que voy a preguntarle ahora quizá le extrañe, pero ¿se da cuenta de que tres personas de la empresa han muerto en pocos meses en circunstancias extrañas? Tres personas —continuó en voz baja aunque firme— de las ocho que formaron parte de un mismo grupo.
Saúl lo miró sin comprender. Luego, poco a poco, su semblante reaccionó ante aquella revelación.
—Gaspar. Sara. Y ahora… Amanda. ¿Qué quiere decir con eso?
—No lo sé. Es lo que intentamos averiguar. Saúl, ¿Amanda le contó algo de lo que sucedió ese fin de semana? ¿Algo inusual, extraño? ¿Algo relacionado con los perros que encontraron ahorcados quizá?
Él meneó la cabeza y Héctor sintió que la exasperación lo desbordaba. Por un momento había creído que tal vez ese hombre lo sabría, que tendría la respuesta aunque fuera de manera inconsciente.
—Bueno, lo único que sucedió, que le sucedió a Amanda, fue el susto que se llevó aquel viernes por la noche, cuando la llamé. Pero eso no tiene nada que ver con los perros… —Parecía confundido.
—Cuéntemelo.
—Yo la llamaba todos los viernes por la noche, sobre las nueve. Ella debía estar libre para contestar. Obviamente yo sabía que estaba con todos en la casa, pero la llamé de todos modos y le ordené que saliera. Ella me obedeció, como siempre.
—¿Y qué más?
—Empezamos a jugar. Le dije que se alejara de la casa, la reprendí, le pedí que… —Se interrumpió, súbitamente avergonzado de nuevo.
—Prosiga —ordenó Héctor.
—No sabe cómo es la casa, ¿verdad? Se trata de una antigua masía del Empordà, ahora reconvertida en centro de actividades. Había funcionado como alojamiento rural de lujo también. Está alejada del pueblo y rodeada de bosques, aunque se puede llegar a ella sin problemas por carretera… Amanda había cogido la linterna y, para no ser sorprendida por ninguno de ellos, recorrió el camino de acceso hasta internarse un poco entre los árboles. Me dijo que no le gustaba, que estaba oscuro; yo insistí, así que me hizo caso. En eso y en acariciarse. Yo quería que se excitara, que se tocara los pechos al aire libre… Quería oírla gemir y ella empezó a hacerlo. Y entonces oí un grito y la llamada se cortó.
—¿Un grito de Amanda?
—Sí. Me llamó unos minutos después, muy alterada. Al parecer creyó ver a un hombre vigilándola en la oscuridad. Viendo cómo… se tocaba. El hombre no hizo nada, no la siguió ni nada de eso; de todos modos, Amanda se asustó y volvió corriendo al sendero.
—¿Eso es todo?
—Sí. Pero eso fue el viernes. Encontraron aquellos pobres animales al día siguiente.
—Ya. Y los enterraron, eso ya nos lo han dicho todos —afirmó Héctor, contrariado—. ¿Está seguro de que no sucedió nada más?
—No fue en esos días, sino más tarde, pero también tiene que ver con ellos. Después del verano, Amanda me dijo que debíamos tener más cuidado porque sospechaba que Sara Mahler se había enterado de lo nuestro. Sara era extraña, ¿sabe? Nunca podías saber qué estaba pensando.
Héctor asintió. La compañera de piso holandesa también había hecho algún comentario de esa índole. La imagen de Sara, aquella mujer poco agraciada y solitaria, escuchando los secretos de quienes disfrutaban de una vida sexual más intensa, le causó un malestar momentáneo.
—¿Sabe si Amanda llegó a confirmar sus sospechas o eran sólo suposiciones?
Saúl Duque movió la cabeza en sentido negativo, aunque antes de que pudiera añadir algo más, el secretario del juzgado, que había aparecido a media conversación y se había dirigido a la habitación donde había muerto Amanda, ordenó el levantamiento del cadáver. Saúl se puso en pie, como si quisiera presentar sus respetos a aquel cuerpo cubierto por una sábana blanca que era transportado en una camilla hasta la puerta por un séquito de desconocidos.
Héctor Salgado observó el rostro del chico y le sorprendió la expresión de dolor que apareció en él. Inconfundible y difícil de fingir. Y pensó que Saúl Duque quizá tuviera unos gustos sexuales poco comunes, quizá disfrutara ejerciendo un amago de poder sobre una víctima que se prestaba al juego con las mismas ganas, quizá se excitara flagelándola o humillándola… Sin embargo, estaba seguro de que al mismo tiempo ese hombre había sentido por Amanda algo que muchos no llamarían amor, pero que iba más allá del mero placer.
—Lo siento, señor Duque, tendrá que acompañarme a comisaría —le dijo Héctor, en parte porque no podía descartarlo como sospechoso y en parte porque, por un instante, temió que Saúl Duque hiciera algo terrible esa noche si lo dejaban solo. Ya basta de suicidas, pensó. Falsos o auténticos. Ya basta de muertos—. Fort, registra a fondo la casa. Sobre todo el dormitorio. Huellas, ya sabes, cualquier cosa… —Y sin que Duque le oyera añadió—: Trata esto como si fuera un homicidio. Tres suicidios son demasiados. Llámalo instinto o tozudez, pero no me lo trago.
Desprovista de las tiendas y bares que disimulaban su condición de simple lugar de paso, la terminal se convertían en un espacio tranquilo, silencioso. Si el asiento fuera más cómodo, casi podría calificarse de acogedor. Algunos viajeros avanzaban por las cintas, alejándose de él sin esfuerzo en dirección a sus puertas de embarque, como autómatas de una película muda. La visión le serenó después de un día largo, plagado de tensión. Un lunes que tenía visos de no terminar nunca.
—Tres suicidios son demasiados. —Héctor repitió la frase delante de Sílvia Alemany que, de pie en su despacho, tuvo la decencia de mostrarse afectada.
A las ocho de la mañana, después de pasar la noche en comisaría custodiando a Saúl Duque, había conseguido localizar a un amigo de éste, abogado, que cursó los trámites pertinentes para llevárselo a casa. Héctor se tomó un café rápido, sin hambre para desayunar, y apaciguó la sensación de mareo con dos cigarrillos. Una breve conversación con Fort, que había vuelto ya del piso de la presunta suicida, había aportado su parte de luz y de sombra al caso. Si quedaba alguna duda de la relación que unía a Amanda con Saúl, los utensilios encontrados en el piso de ella la habían despejado por completo. Uno de sus armarios podría haber formado parte de un sex-shop, a juzgar por la profusión de «juguetes»: un látigo, varias fustas, una vara fina de bambú y unas cuantas paletas de cuero de distintos tamaños y grosores; cuerdas, esposas, consoladores de tamaños diversos, bolas chinas; lencería y otros disfraces… Para gustos los colores, pero lo cierto era que Amanda y Saúl no se habían aburrido. Los interrogantes venían por otro lado. La muerte de Amanda podía ser el suicidio de una joven cuya vida sexual parecía indicar cierto conflicto interno. Podía tratarse también de un homicidio, porque resultaba difícil creer que alguien como Amanda ignorase que una caja entera de pastillas la dormiría para siempre. Esa hipótesis era la que le conducía, de momento, a Saúl Duque.
Héctor decidió ser él quien llevara la noticia de la muerte de Amanda Bonet a la empresa donde trabajaba. Quería ver la cara de Sílvia Alemany al enterarse y pretendía aprovechar el impacto para pillarla con la guardia baja y sacarle información de una maldita vez. No obstante, Sílvia era un hueso duro de roer, y así lo estaba demostrando.
—No puedo creerlo, inspector. —Se llevó la mano a la cara y dio la impresión de tambalearse un poco—. Deje que me siente. Amanda… Pero ¿cuándo ha sido? ¿Dónde?
—Anoche, en su propia casa. El forense estima que su muerte se produjo entre las ocho y las nueve. A su lado se encontró una caja de somníferos, vacía.
Héctor hablaba con la mayor frialdad posible. Si quería doblegar la voluntad de la mujer que tenía delante no podía andarse con paños calientes. Y, la verdad, tampoco le apetecía ser cortés.
—¿Quiere decirme dónde estaba usted a esa hora?
—En casa. He estado enferma todo el fin de semana. Pero, inspector…, ¿no pensará que yo…? Por favor, eso es ridículo.
Se sonrojó, más por miedo que porque se sintiera ofendida, Héctor estaba seguro.
—En este momento no pienso, señora Alemany. Sólo intento atar cabos. Y los cabos me llevan hacia Gaspar Ródenas, Sara Mahler y Amanda Bonet. Tres personas sanas, jóvenes, sin problemas aparentes, cuyos únicos nexos en común son su trabajo aquí y esta foto. Puede decirme lo que quiera; no me convencerá de que no me está ocultando algo. Esta vez no.
Las cartas sobre la mesa, una declaración de guerra expresada con todas las letras.
—¿Cree que le escondemos algo?
—Hablaba sólo de usted, pero veo que pasa rápidamente a la primera persona del plural. —Héctor tuvo la satisfacción de verla palidecer—. ¿Ese «nosotros» se refiere a los demás? ¿A César Calvo, Brais Arjona, Octavi Pujades y Manel Caballero, además de a usted misma? ¿O sólo a algunos de entre todos ellos?
—Inspector, está usted en mi despacho, así que le ruego que no me levante la voz.
—Y usted está ante un inspector de policía, y le ruego que deje de mentirme.
—Para demostrar una mentira hay que descubrir la verdad, inspector Salgado. Hasta ese momento las mentiras no existen.
Él sonrió. En parte le gustaba tener adversarios de altura.
—¿Tiene alguna sala de reuniones por aquí? Pues llame a los demás y dígales que vengan. Inmediatamente.
—Le repito que no voy a aceptar órdenes suyas. Soy abogada, inspector, y aunque no ejerzo como tal, no estoy dispuesta a permitir que se me trate, a mí o a mis empleados, como simples delincuentes.
—Quítele el «simples». Eso seguro que no. Lo de delincuentes está por ver. —Hizo una pausa breve y aflojó un poco el tono—: Oiga, sería mucho más inteligente por su parte que colaboraran. Tal como están actuando, es fácil llegar a la conclusión de que tienen algo que ver con las muertes de sus compañeros.
Sílvia seguía lívida. Quizá fuera cierto que había pasado el fin de semana enferma. En cualquier caso, no parecía encontrarse muy bien.
—Se lo repito: ¿quiere hacerme el favor de convocar a los otros en esa sala? Creo que será mejor reunirlos allí que ir a interrogarlos por toda la empresa, ¿no le parece?
No respondió. Descolgó el teléfono para avisarlos.
La sala se hallaba entre los despachos de los hermanos Alemany, y Héctor advirtió que el de Víctor seguía vacío. Los jefes nunca aparecen antes de las diez, se dijo, pensando en Savall.
Les pidió que se sentaran, sin embargo, Sílvia Alemany permaneció de pie, a su lado, mientras él exponía punto por punto todos sus razonamientos. Octavi Pujades no estaba, por supuesto, y Héctor tendría que enviar a Fort a interrogarlo a su domicilio en caso de que no pudiera ir él mismo. Los rostros de los tres hombres expresaban emociones diversas, aunque sobresalía una entre las demás: la sorpresa, sobre todo en el semblante de Brais Arjona y de Manel Caballero, este último casi al borde del pánico. En cambio, César Calvo, el prometido de Sílvia, parecía haber encajado la muerte de Amanda con más aplomo.
—Así están las cosas, señores. De las ocho personas que pasaron juntas ese fin de semana de team building —dijo, mirando de reojo a Sílvia—, tres han muerto en circunstancias extrañas. El 5 de septiembre, Gaspar Ródenas se mató de un tiro después de asesinar a su mujer y a su hija; exactamente cuatro meses más tarde, el 6 de enero, de madrugada, Sara Mahler saltó a las vías del metro. Y anoche, apenas diez días después, Amanda Bonet se tomó presuntamente una caja entera de somníferos. Tres suicidas. Sin motivo aparente. Sin notas que expliquen sus razones. Sin avisos ni intentos previos. Y ahora les pregunto: ¿están seguros de que no tienen nada que contarme?
A Manel Caballero le temblaban las manos. Era el único que daba muestras de algo que iba más allá de la preocupación. Sin embargo, no fue él quien habló, sino Brais Arjona.
—Entiendo que todo esto les extrañe, inspector. Debo admitir que a mí también empieza a inquietarme. Pero es que no sé en qué podemos ayudarle. Al menos yo.
—¿Dónde estuvo usted anoche, entre las ocho y las nueve y media?
—En casa, con David. Bueno, no sé a qué hora llegué. —Se dirigió a Manel Caballero, que le miró con el mismo temor con que observaba al inspector—. ¿A qué hora nos despedimos? Debían de ser las ocho, ¿no?
Héctor casi sonrió. Así que de eso se trataba ahora: coartadas compartidas. No esperó a que Caballero contestara y se dirigió, en tono sarcástico, a César Calvo.
—Y supongo que usted estuvo con su prometida, ¿verdad? Todo muy oportuno.
—Pues aunque le parezca mentira, así es.
—Yo estaba en la cama —intervino Sílvia—. Ya le he dicho que no me encontraba bien. No sé a qué hora se fue César de casa, pero mi hija podrá decírselo. Y ahórrese el sarcasmo, inspector. Estamos haciendo todo lo posible por colaborar.
Héctor la odió en ese momento, respiró hondo y mantuvo la calma. Lo único que había sacado en claro de toda la conversación con Saúl Duque había sido ese encuentro fugaz de Amanda con alguien en el bosque. Mejor no mencionarlo, pensó. Aún no. Guárdate esa carta hasta que sepas dónde colocarla, Salgado.
—Si quiere hablar con Octavi Pujades, mi asistente le dará su número. Ya sabe que el señor Pujades se ha tomado un período de excedencia, por la enfermedad de su esposa.
Héctor sonrió. Al menos ahí sí podía apuntarse un tanto.
—Cuando habla de su asistente, ¿se refiere a Saúl Duque?
—Sí.
—Creí que no le gustaba el término. —Dejó la sonrisa y puso cara de preocupación—. Me temo que el señor Duque no vendrá a trabajar en unos días. Está muy conmovido, francamente afectado, después de haber encontrado a su compañera sentimental muerta en la cama.
El techo de la sala podría haberse caído y nadie habría lanzado ni un grito. La cara de todos los allí reunidos expresó una mezcla de asombro y temor que deleitó a Héctor. Será que el sadismo se contagia, se dijo para sus adentros.
—¿Acaso no sabían que Saúl y Amanda mantenían una relación? —No quería dar más detalles, no era necesario—. Vaya, la vida está llena de sorpresas para todos, ¿no creen? Sorpresas y secretos. Pero es cuestión de tiempo: poco a poco la verdad va saliendo a la superficie… En eso consiste mi trabajo. En sacar la verdad a la luz, exponerla para que la vean todos. Y les aseguro que disfruto mucho haciéndolo.
Los cuarenta minutos eran ya sesenta y pesaban como si fueran doscientos. Héctor era incapaz de pensar más, su cerebro empezaba a reducir la marcha buscando la desconexión. Y entonces, cuando el sueño estaba a punto de mandar la conciencia al carajo, las puertas comenzaron a vomitar gente. Viajeros ojerosos y apresurados, mirando el reloj, con ganas de terminar un día que se había alargado más de lo previsto.
Allí estaba. La vio caminar hacia él y sonrió aunque le costaba mantener los ojos abiertos.
Lola.
Siete años y muchos minutos después.