En condiciones normales, Leire habría ido al trastero ese mismo lunes por la tarde, pero la perspectiva de cruzar toda la ciudad para llegar hasta allí la disuadió. Además, cuando bajó del tren, en plaza Espanya, estaba cansada. Tenía muy cerca la comisaría y, por un momento, sintió la tentación de entrar y hablar con la subinspectora Andreu. Decidió esperar: era más sensato hacerlo cuando hubiera abierto ese trastero, que generar vanas esperanzas antes de tiempo.
Frente a ella, en la plaza de toros de las Arenas, cuya inauguración como centro comercial estaba prevista para pocos meses después, se probaba la iluminación. Tras años de obras, aquellas luces le recordaron al Exin Castillos de su hermano mayor. Aunque Leire detestaba profundamente la llamada «fiesta nacional», reconvertir aquella plaza en otro montón de tiendas le parecía casi una falta de respeto hacia los pobres animales que habían muerto en la arena. Pero la palabra «tienda» le dio una idea: pasaría por un vídeoclub que había visto cerca de su casa y alquilaría, o en su defecto compraría, la película que Guillermo estaba viendo en casa de su madre.
Al final llegó a casa pasadas las siete, francamente agotada, decidida a no salir de nuevo hasta el día siguiente. Tenía visita con el médico a las diez de la mañana y quería que la encontrara bien y descansada. Abel también parecía fatigado y ella estuvo un buen rato esperando a que se moviera. Sonrió cuando al fin lo hizo. «Estás ahí, ¿eh, chaval? Hoy mamá se ha pasado un poco, pero te prometo que ahora nos vamos a quedar tranquilitos en casa viendo la tele». Llamó a María, que solía acompañarla en sus visitas médicas siempre que podía, y quedó con ella para la mañana siguiente. Hace días que no nos vemos, pensó, lo que debía de significar que existía otro novio en su vida. Después de las aventuras africanas, María había vuelto sin su amigo de la ONG, despotricando contra él aunque satisfecha de haber pasado un verano diferente. Es extraño, pensaba Leire. El embarazo le había cambiado la perspectiva de la vida, y las correrías de su amiga, que antes la divertían, empezaban a aburrirla. Te estás haciendo vieja, se advirtió. Y vas a ser madre, no abuela.
Tuvo que darle la razón a Guillermo en relación con Al final de la escapada. Aparte de mostrar a un Jean Paul Belmondo con el que ella se escaparía sin dudarlo, la acción era tan lenta que Leire se durmió en el sofá a la media hora de empezar la película y se despertó al final, cuando una atribulada Jean Seberg, odiosamente delgada, denunciaba a su amante y lo veía morir a balazos. «Le amaba demasiado», había dicho Ruth. «Eso a veces da miedo». Estaba tan cansada que le dolía hasta pensar y se acostó con la sensación de que, de haber estado más alerta, habría entendido mejor a Ruth y su preferencia por esa película de amores trágicos.
A la mañana siguiente, fiel a su palabra, María la recogió y la acompañó a Sant Joan de Déu, el hospital donde daría a luz a Abel en unas semanas, si todo iba bien. Y, según el doctor, todo iba fenomenal, aunque insistió con cierta severidad en que debía reposar. Seguía existiendo el riesgo de que el parto se adelantara, de que Abel se decidiera a nacer antes de lo previsto, le advirtió. En cambio, la felicitó por su peso, algo que ella no podía creer y que atribuyó a sus paseos o a haberse moderado con la comida, y le dio cita para la semana siguiente. «Ya falta poco», la animó. «Y descansa. Ya sé que es aburrido, pero se acabará pronto».
Salieron a la calle y se dirigieron al aparcamiento donde habían dejado el coche.
—Bueno —le dijo María—. Te llevo a casa, ¿eh?
Leire vaciló: sabía que su amiga le echaría una bronca si, en lugar de obedecer al doctor, le pedía que la acompañara hasta el trastero que Fernández había alquilado en las cercanías de Poblenou, el barrio de Héctor. Pero, por otro lado, que alguien la llevara en coche hasta allí y luego a casa era una tentación difícil de resistir.
—¿Te importa acompañarme a un sitio?
—¿No me digas que quieres ir de compras?
—No. Tengo que recoger algo. —No quería mostrarse misteriosa, aunque tampoco le apetecía dar más explicaciones—. Por favor. Llámalo… un antojo.
María accedió, a regañadientes, alentada tanto por las ganas de complacer a su amiga como por la curiosidad. A cambio, Leire la puso al tanto de lo que le había dicho Tomás antes de irse.
—¡Vaya! ¿Así que piensa venir a vivir aquí? —dijo María, al enterarse—. Al final va a resultar un papá modelo. ¿Y a ti qué te parece?
—Bueno, supongo que estará bien tenerlo más cerca cuando nazca Abel. Por el niño, sobre todo.
Su amiga sonrió.
—¿Por qué te cuesta tanto admitir que te hace ilusión? —Pero al ver la cara seria de Leire, añadió—: Vale, ya me callo, miss Daisy. Yo conduzco sin hacer preguntas.
Sin embargo, no pudo mantener la boca cerrada cuando llegaron a la dirección que Leire le había dado y se encontraron ante un inmueble nuevo: un invento para paliar que los pisos de la ciudad, al menos los asequibles, fueran mucho más reducidos de lo que la gente necesitaba.
—¿Venir aquí es un antojo? ¡Un antojo es comer fresas! —le soltó María.
—Espérame. Sólo será un momento.
Y, por una de esas carambolas de la vida, lo cierto es que lo fue. Leire abrió la puerta del trastero número 12, que en realidad estaba prácticamente vacío. Tardó muy poco en encontrar una bolsa de deporte, llena de cintas de vídeo, y volver al coche.
—¿Lo ves, gruñona? ¡Ya está! —le dijo al entrar.
—¿Qué llevas ahí?
Leire abrió la cremallera y sacó una cinta, a medias.
—Porno —le dijo—. Algo tengo que hacer en casa, ¿no?
—Pues debe de ser porno vintage, querida —replicó—. ¿No me digas que aún conservas un vídeo en casa?
No, no tenía un reproductor de vídeo en casa, pero se le ocurrió preguntar en la misma tienda donde había alquilado la película el día anterior y salió con uno a cambio de un módico precio. Dedicó unos minutos a instalarlo y luego se puso a revisar las cintas. Aunque no eran muchas, Leire pensó que le esperaba un buen rato de imágenes oscuras de cine mudo con cámara fija. Antes de introducir una al azar las examinó detenidamente: las cintas sólo llevaban un número que las identificaba, y Leire se dijo que si Ruth había ido a ver a Omar, éste habría señalado la cinta donde aquella visita quedara grabada de una manera especial. Era lógico pensarlo, aun sin ninguna prueba de ello, y cuando vio que una de las cintas tenía un asterisco junto al número decidió empezar por ésa. Si no tenía suerte, tampoco perdería nada.
La cámara tenía que estar situada en un rincón del cuarto porque Leire veía la mesa del doctor Omar, con él de perfil, y a la persona que entraba y tomaba asiento al otro lado. Durante veinte minutos estuvo viendo la imagen fija de aquella mesa y de las personas que iban sentándose frente al doctor, y no pudo evitar preguntarse cómo podían confiar en alguien tan siniestro. Como había imaginado, las cintas no tenían sonido, así que, dejando a un lado la sensación desagradable de ver a aquel viejo, su contenido era bastante aburrido. Pero de repente, cuando empezaba a pensar que el asterisco no significaba nada, se irguió en el asiento, boquiabierta. Por primera vez en su vida, Leire vio a Ruth Valldaura en movimiento.
El corazón se le aceleró. Así que había ido… «El amor genera deudas eternas». Y Ruth había amado a Héctor Salgado, así que cabía dentro de lo probable que hubiera ido a ver a Omar con la intención de ayudar a su ex marido, acusado de haber propinado una severa paliza al curandero negro. Maldijo con toda su alma la ausencia de sonido, se acercó al televisor y se concentró en las expresiones de sus caras. Ruth, entre preocupada y sorprendida, en algún momento desdeñosa; él indiferente, casi sarcástico y al final, tremendamente serio. Luego Ruth se levantaba y se iba, deprisa, como si quisiera huir de aquella sala donde había entrado por voluntad propia.
Vio la grabación una y otra vez, sin sacar mucho más en claro, hasta que le dolieron los ojos de tenerlos fijos en la pantalla. Frustrada porque no conseguía entender lo que decían, se disponía a detenerla cuando sonó el interfono. Leire apretó la pausa en el mando a distancia y fue hacia la puerta.
—¿Diga?
—¿Leire Castro?
—Sí. ¿Quién es?
Leire se percató de que en el espejo del recibidor se reflejaba la pantalla del televisor, donde había dejado congelada la imagen del doctor Omar. Arrugas de maldad, no sólo de vejez, se dijo. Perfil de buitre negro.
—Usted no me conoce, pero creo que deberíamos hablar.
Era la voz de un hombre de mediana edad.
—¿Quién es? —insistió.
—Me llamo Andrés Moreno, aunque mi nombre no le dirá nada. Tengo motivos para creer que estamos interesados en la misma persona.
—Oiga, no sé qué…
—Puedo darle información sobre Ruth Valldaura.
—¿Qué?
El viejo de la imagen parecía sonreír; tenía una mano levantada, una mano de dedos finos como alambres que daban la impresión de que podían cortarte con una caricia.
—Lo que ha oído. Creo que hay algo sobre ella que debería saber. Ábrame la puerta, por favor.
Leire sintió un miedo súbito y se negó. No pensaba dejar entrar en su casa a un desconocido y así se lo dijo.
—Como quiera —repuso el hombre—. Hagamos otra cosa. Le doy mi teléfono: llámeme mañana y concertaremos una cita en un lugar público. ¿Le parece mejor así?
De alguna manera la voz parecía el reflejo de la cara de la pantalla, aunque eso era absurdo. Ni era el acento de un anciano nigeriano, ni tampoco un tono de ultratumba. Leire se dio cuenta de que le temblaban las rodillas e hizo un esfuerzo por calmarse.
—De acuerdo —dijo, anotando el número.
—Llámeme, por favor.
En el espejo, el doctor Omar seguía estático. Inmortalizado. Amenazante como una serpiente a punto de escupir su veneno.