«Dormías y no he querido despertarte. Tengo que irme. Nos vemos pronto. Un beso. T. Ah, y cuida del Gremlin».
La nota estaba en la mesita de noche cuando Leire regresó al mundo después de una siesta dominical inusualmente larga. Se había echado un rato sobre las tres y media, convencida de que no dormiría más de treinta minutos, pero al leer el mensaje y mirar el reloj se percató de que eran casi las seis; teniendo en cuenta que ésa era la hora de salida del AVE, ya hacía rato que Tomás se había marchado. Demasiado aturdida para reaccionar con rapidez, se quedó sentada en la cama, con los pies apoyados en el suelo, dudando entre acostarse de nuevo o recomenzar el día a media tarde. Al final optó por lo último, sobre todo porque, aunque pareciera raro, volvía a tener hambre. El Gremlin, como lo llamaba Tomás, le provocaba un apetito voraz en momentos insospechados. O, mejor dicho, casi en cualquier momento, aunque siguiendo los consejos del padre de la criatura no lo alimentaba nunca después de medianoche, por si acaso.
Un rato después, tras engullir un par de sándwiches de queso y comer algo de fruta, se sintió activa, como si en lugar de merendar hubiera desayunado y tuviera todo el día por delante. Que a la jornada sólo le quedaran cinco horas no le preocupó demasiado; empezaba a habituarse a la anarquía de no tener horarios y hacer lo que le apeteciera. «Aprovecha ahora, cuando nazca el niño será él quien te marque la pauta», le había dicho su madre. A Leire le parecía curioso que nadie se refiriera a él como Abel, un nombre que estaba decidido desde meses atrás: para su madre era el «niño»; para Tomás, el Gremlin y para su amiga María, el «bebé». En cambio, ella sí pensaba en él por su nombre, quizá para acostumbrarse a la idea de que muy pronto alguien llamado así ocuparía un espacio fuera de su cuerpo: alguien que sería dormilón o llorón, o las dos cosas, alguien con cuerpo y personalidad propias.
Ese fin de semana Leire y Tomás habían abordado de nuevo el tema de cómo serían las cosas a partir del instante en que Abel abandonara su refugio y se lanzara al mundo. De hecho, fue Tomás quien sacó a relucir la cuestión, de repente y en tono casual, como si todo fuera de una obviedad aplastante.
—Tendré que empezar a buscar un piso por aquí —había dicho justo antes de acostarse la noche anterior—. No puedo seguir siendo un padre okupa para siempre.
—¿Te vas a instalar en Barcelona? —le preguntó ella, insegura de haberlo entendido bien.
—Será lo más práctico, ¿no crees? Tendré que seguir viajando mucho, ya sabes cómo es mi trabajo, pero puestos a tener un nido de alquiler, lo más lógico es que esté en la misma ciudad que mi hijo.
Era la primera vez que se expresaba en esos términos y Leire se sintió embargada por una absurda sensación de agradecimiento, contra la que trató de luchar, parecida a la que había experimentado el viernes por la noche, a su llegada. Aunque no estaba en absoluto segura de cuáles eran sus sentimientos hacia Tomás, Leire se había mirado en el espejo del recibidor poco antes de que él apareciera y se había visto inmensa, como una modelo de Botero. La idea de que todas las mujeres embarazadas están guapas nunca había cuajado en ella, por eso casi se echó a llorar cuando, nada más entrar, él soltó la maleta, prácticamente se abalanzó sobre ella y, apoyando las manos en sus pechos, murmuró algo así como:
—¿Me dejas, verdad? Llevo todo el viaje deseando hacerlo. Están gloriosos.
Luego se dedicó a acariciárselos y lamérselos, como si ella fuera una reina del porno y él su más rendido y excitado admirador.
—Bueno, ¿qué dices? ¿Podrás resistir vivir a menos de diez kilómetros de mí? —preguntó él, sonriendo con los ojos—. Prometo no saquearte la nevera.
Leire asintió, consciente a medias de que por lógica tenía más sentido que Tomás se instalara con ella y con Abel en lugar de buscar apartamento propio. Pero si él esperaba que se lo propusiera, tuvo la prudencia de no mencionarlo. Y ella desde luego no lo hizo. El ofrecimiento, o mejor dicho la ausencia de éste, planeó sobre ambos durante toda la mañana del domingo cual objeto volador no identificado, y después de la comida adquirió tal solidez en el aire que Leire se acostó un rato para ignorarlo.
Se vistió como si fuera a salir, aunque al asomarse al balcón le asaltaron las dudas. El tiempo había sido terrible durante todo el fin de semana, y a pesar de que en ese momento no llovía, el aire frío le arañó las mejillas. Malhumorada por esa indecisión que parecía abarcar hasta los aspectos más nimios de su vida, una inseguridad nueva para ella, se le ocurrió de repente que Ruth Valldaura habría sabido qué hacer. Era una idea absurda, improcedente, pero de la que estaba absolutamente convencida. Ruth, que había decidido irse a vivir con Héctor Salgado cuando tenía poco más de veinte años, que había tenido un hijo a los veinticinco, que a los treinta y ocho se había separado para empezar una vida sentimental distinta llevándose a ese hijo consigo, no daba la impresión de ser una persona indecisa. Quizá ahí radicara su encanto, pensó mirando de nuevo las fotos: la aparente placidez escondía una voluntad de hierro, la capacidad de cambiar un camino trazado por otro más incierto sin despreciar a quienes dejaba atrás. Por lo que ella sabía, Ruth había conseguido mantener una buena relación con sus padres, con su ex marido, con su hijo. Personas poco dadas al elogio, como Martina Andreu y el mismo comisario Savall, se habían quedado conmovidas cuando se supo la noticia de su desaparición, seis meses atrás. Y no sólo por el aprecio que sentían hacia Héctor, sino por ella. Por Ruth. E incluso cuando Carol había mencionado que suponía que acabaría abandonándola, lo había hecho con tristeza, no con odio. «El amor genera deudas eternas».
Le has echado valor a la vida, Ruth Valldaura, le dijo a la foto. ¿Qué más hiciste por tu cuenta? ¿Por qué tenías anotada la dirección del doctor Omar? Eso, al menos, quizá lo supiera pronto. Lo bueno de su posición actual, poli de baja, era que seguía conservando amigos en varios sitios y, a la vez, disponía de mucho tiempo libre. Por eso, después de encontrar el pedazo de papel con la dirección de Omar, había movido sus hilos. No le había costado demasiado conseguir que un conocido de la cárcel de Brians 2 le concediera un permiso especial para interrogar en privado a Damián Fernández, el abogado que asesinó a Omar y que llevaba ya unos meses en chirona a la espera de que se celebrara el juicio. Al día siguiente, el lunes por la tarde a las cuatro, podría hablar con él.
Sin embargo, poco había averiguado sobre la niña de la foto que, según la madre de Ruth, había sido algo más que una amiga para su hija. Patricia Alzina había muerto en un accidente de tráfico en agosto de 1991, a los diecinueve años. Tal como había dicho Montserrat Martorell, el coche que conducía Patricia se había despeñado por la montaña del Garraf y el accidente se había achacado a la inexperiencia de la conductora y a la relativa dificultad de la vía, una carretera plagada de curvas. Lo que Leire no terminaba de comprender era por qué Patricia, conductora novata, había escogido ese camino en lugar de usar la autopista que cruzaba la montaña por dentro en línea recta. Cualquier conductor novel lo habría hecho a pesar del precio del peaje. Pero la madre de Ruth se había negado a dar más explicaciones y Leire tampoco se había visto con ánimos de localizar a la familia de la joven muerta. Al fin y al cabo, el accidente había tenido lugar veinte años atrás… Y Leire no creía en chicas fantasmagóricas que acechaban a sus amigas de la infancia en las curvas de las carreteras. Ni siquiera en noches como ésta, pensó mirando hacia la calle, en que el viento parece capaz de insuflar vida a los muertos. Te estás poniendo macabra, Leire, se dijo. Y Abel, que desde su interior parecía leerle la mente, le indicó con un par de patadas que le apetecía un poco de movimiento. Sin saber muy bien hacia dónde iba, se puso el abrigo de cantautora rusa y salió a la calle.
Era el primer fin de semana de rebajas, y eso había animado a la gente a pesar del frío que había invadido la ciudad con rencor acumulado, como si hubiera estado rondándola durante meses y ahora por fin lograra saquear a unos peatones que regresaban a sus casas encogidos ante su crudeza. Un viento sonoro, de esos que evocan ramas nerviosas y remolinos de hojas secas, asaltaba las calles y flagelaba sin piedad a quienes se atrevían a ocupar unas aceras por las que él pretendía campar a sus anchas, sin obstáculos que frenaran su avance. Leire no había dado ni cuatro pasos cuando pensó en dar media vuelta, pero al ver la luz verde de un taxi que se detenía en el semáforo cambió de opinión. Se le ocurrió de pronto, y aunque la noche no invitaba a aventuras, las ganas de llevar su plan a cabo contra toda lógica vencieron a los elementos sin casi proponérselo.
Después de decir en voz alta la dirección de Ruth, se preguntó por qué diablos había tenido la idea de dirigirse a una casa tan desangelada como los días que se avecinaban. Una casa cerrada. Quizá fuera eso, el zumbido del viento combinado con el ambiente glacial, lo que la empujaba hacia aquel lugar temporalmente abandonado. O quizá fuera que, sin explicación razonable, necesitaba ver de nuevo uno de los escenarios de aquel caso que desde hacía dos días había dejado estancado. Como quien visita una tumba secreta donde no se pueden dejar flores. «Tienes una mamá loca», le dijo a Abel en voz baja. «Pero te prometo que volveremos enseguida a casa. Será nada más un momento».
El taxi la dejó frente al edificio. La calle estaba tan desierta esa noche como podría haberlo estado el verano anterior, el fin de semana que desapareció Ruth. Leire anduvo hasta la esquina y sólo vio a una pareja paseando a un perro. Durante el mes de julio, con la ciudad más vacía, alguien fuerte podría haber matado a Ruth y haber metido su cadáver en un coche de madrugada con escaso riesgo de ser visto. Pero eso ya lo sabías, se reprendió. ¿Qué diablos estaba haciendo allí entonces, además de gastar dinero en taxis? Levantó la vista hacia el ventanal del piso de Ruth, visible desde la calle. Y, sorprendida, vio que dentro había luz.
Llamó al timbre sin pensar demasiado, creyendo que se trataría de Carol, y sólo un segundo después de hacerlo se le ocurrió la horrible posibilidad de que fuera Héctor quien estuviera allí. Si me contesta él me largo corriendo, se dijo, aunque sabía que, de momento, correr quedaba fuera de sus posibilidades. Le sorprendió oír una voz masculina y joven. No la reconoció, aunque no podía ser otro que Guillermo.
—Hola —dijo Leire—. Soy… soy una amiga de…
No tuvo que terminar la frase. Un zumbido metálico le permitió la entrada en la escalera.
El chico la esperaba arriba, con la puerta entreabierta.
—¿Buscas a mi madre? —le dijo él sin moverse del umbral. La miraba con una mezcla de curiosidad y suspicacia, que no disminuyó al ver que estaba embarazada.
—Tú debes de ser Guillermo. Me llamo Leire, Leire Castro. Quizá hayas oído a tu padre mencionar mi nombre.
Él asintió, pero permaneció junto a la puerta, impidiéndole el paso.
—¿Te importa que entre?
Aunque no sabía muy bien qué iba a decirle, tenía claro que se le había presentado una oportunidad de oro para hablar de Ruth con la única persona de su entorno a la que no habría tenido acceso fácilmente. Y no pensaba desaprovecharla.
El chico se tomó sus buenos segundos para pensarlo; luego se encogió de hombros y dio media vuelta, dejándole vía libre. Leire le siguió y entró por segunda vez en aquella semana en ese espacio de grandes dimensiones y techos altísimos. La tumba de Ruth, pensó con un estremecimiento.
El televisor estaba encendido y de reojo vio en la pantalla a una joven rubia en la cama, aunque enseguida se percató de que no era lo que parecía. No recordaba haber visto nunca porno en blanco y negro.
Guillermo se dejó caer en el sofá y ella buscó una silla con la mirada: prefería un asiento menos blando.
—Trabajas con mi padre, ¿verdad? —preguntó él.
Leire sonrió.
—Bueno, en realidad es mi superior. Pero ahora estoy de baja. Por… —Señaló la barriga. Como temía la siguiente pregunta: «¿Y tú qué haces aquí?», de difícil respuesta sin parecer una lunática, decidió hacerla ella aunque en el tono más amable que pudo adoptar—. ¿Y tú qué haces aquí?
Por un momento creyó que él iba a replicarle con un: «¿Y tú?». Sin embargo, no lo hizo.
—Era mi casa. Ahora vengo a veces.
—Claro. —Guillermo no demostraba hacia ella ni curiosidad ni hostilidad, así que Leire decidió ser franca. Los adolescentes no soportan que les mientan, pensó—. Mira, ya sé que te parecerá raro que haya aparecido así. Sabes… Sabes que seguimos buscando a tu madre.
Guillermo se puso tenso y dejó de mirar a Leire para centrar su atención en la pantalla.
—¿Estabas viendo una peli? —Ella tenía que volverse hacia el televisor para poder verla.
—Es Al final de la escapada.
—¿Está bien? No la he visto…
Él volvió a encogerse de hombros. Cuando habló lo hizo sin emoción.
—Era la película favorita de mamá.
Y entonces, tal vez porque quizá Abel la estuviera cambiando, tal vez porque el fin de semana había sido extraño y la tarde de domingo estaba resultando más inesperada aún, Leire sintió algo parecido a la compasión por aquel chico que buscaba refugio en lo que había sido la casa de su madre. Un espacio inmenso y silencioso donde el eco de Ruth estaba por todas partes.
Guillermo debía de tener catorce años, pero no era muy alto y seguía siendo más niño que adolescente. Le observó sin pudor, buscando parecidos, y llegó a la conclusión de que había en él mucho más de Ruth que de Héctor, al menos en lo físico. Su mirada, sin embargo, era seria. Sí, ésa era la palabra. Ni triste, ni emocionada, sólo seria. Como si perteneciera al semblante de un tipo mayor. La escasa luz de la sala, que procedía de una lámpara de pie, dibujaba en la pared una sombra estática.
—Oye, ya sé que me he presentado aquí de improviso y entiendo que no tengas ganas de hablar conmigo. Tampoco me conoces de nada. —Intentó darle un tono relativamente desenfadado a sus frases—. Pero quiero que sepas que estamos haciendo todo lo posible por averiguar qué le pasó a tu madre.
—Sé que a mi padre le quitaron el caso —dijo él. Era escueto, conciso. Y, de nuevo, serio.
—Contra su voluntad, puedo asegurártelo —repuso Leire—. Por eso aprovecho la baja para investigar un poco por mi cuenta. Él no lo sabe, así que si no te importa no se lo digas… O me crucificará.
Fue la primera vez que Guillermo sonrió, aunque no hizo ningún comentario.
—¿Y de qué trata? Me refiero a la película. ¿Está bien?
Él negó con la cabeza, como si le doliera tener que reconocerlo.
—Es bastante aburrida. Él es un ladrón al que busca la policía y que le propone a su novia que huyan juntos. Ella le quiere, aunque al final le traiciona. Le delata y lo matan.
Lo dijo como si fuera algo incomprensible, y probablemente debía de serlo para un chaval de su edad.
—No sé por qué lo hace —prosiguió él—. Mamá me dijo que era porque le amaba demasiado y porque eso a veces da miedo. Pero tampoco entendí esa explicación.
No, pensó Leire con cierta ternura, no la entendiste. Sintió un escalofrío y se dio cuenta de que la casa estaba helada. Le entraron unas ganas terribles de sacar a aquel crío de allí cuanto antes.
—¿No tienes frío? —le preguntó.
—Un poco.
—¿Quieres… que vayamos a comer algo?
Él la miró, vagamente sorprendido.
—Yo invito —dijo Leire—. Seguro que conoces alguna pizzería por aquí cerca. Si te apetece, claro…
Guillermo asintió. Apagó el reproductor con el mando y se levantó del sofá.
—No puedo volver muy tarde —le dijo sonriendo—. O papá me crucificará.
Fueron a una pizzería cercana y tan vacía como el loft que acababan de dejar. Leire entró convencida de que no iba a comer casi nada y acabó pidiendo dos porciones de pizza, igual que Guillermo. Charlaron un poco de todo, de Carol, del colegio e incluso de Héctor en su papel de padre, pero al final, mientras esperaban la cuenta, la conversación volvió a su punto de origen.
—Descubriremos qué le pasó, Guillermo.
Él bajó la cabeza y murmuró:
—Al principio todos decían: «Encontraremos a tu madre». Todos…, papá, la señora Carmen, incluso el tutor del colegio. Ahora ya no dicen eso.
—Bueno, si descubrimos qué le pasó, tal vez…
—Piensas que está muerta. —Lo dijo en voz baja, y de no haber sido por su mirada, Leire habría creído que no comprendía el alcance de la frase—. Todos lo creen. Sobre todo papá.
Ella tragó saliva. Buscó algo que decir; cualquier frase se le antojaba ridícula.
—Por eso voy a veces a su casa. Para pensar en ella sin que papá se dé cuenta. Algún día la cerrarán y nos llevaremos sus dibujos, y sus cosas…, pero mientras sigan ahí puedo pensar que quizá vuelva algún día. —La miró con una expresión que ella no había visto nunca en un chico tan joven—. No, no soy tonto. También yo creo que está muerta, aunque, a veces, engañarse un rato no está mal, ¿no?
—Desde luego que no. Todos lo hacemos —murmuró Leire.
—Lo peor es luego, cuando vuelvo a casa y veo que papá no duerme, casi ni come. Sólo fuma, sin parar. Y tengo miedo de que también a él le pase algo.
—Tu padre es mucho más fuerte de lo que crees. No le pasará nada.
Él negó con la cabeza.
—Mamá siempre decía que papá sólo es duro por fuera. Y ella lo conocía bien.
El camarero les llevó la cuenta, y cuando se fue, Leire estuvo a punto de coger la mano de Guillermo. Fue un gesto espontáneo, que le habría extrañado más a ella que al propio chico, y que contuvo a tiempo. El instinto maternal parecía ir creciendo dentro de su cuerpo por cuenta propia.
—Escucha, no puedo prometerte que encontraré a tu madre viva. Pero haré todo lo posible por averiguar qué le pasó. Y cuando sepamos la verdad, tu padre podrá descansar. Te lo prometo. —Tuvo la impresión de que Guillermo la miraba con escepticismo, así que continuó—. Otra cosa: te voy a dar mi número y mi dirección, y si alguna vez quieres hablar de Ruth, de tu madre, llámame o ven a verme. ¿De acuerdo?
Él grabó el número en su móvil y ambos salieron a la calle. Aunque aún no eran las diez, el frío arreciaba. Leire paró un taxi y se ofreció a dejar a Guillermo cerca de su casa.
—Pero acuérdate de no comentarle nada a tu padre, por favor —insistió.
Él sonrió y aceptó el trato.
Ninguno de los dos se fijó en el coche que los seguía.