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El domingo amanece con un cielo resacoso y apagado, más turbio aún que el del día anterior. Echada en la cama, Amanda da vueltas, embargada de esa felicidad absurda que da la pereza en un día festivo cuando nada, o casi nada, te obliga a levantarte. Al contrario que a la mayoría de las personas, las tormentas le gustan ya desde niña. Esa especie de batalla que se desarrolla en el cielo le resulta estimulante, y la sensación de estar protegida, a cubierto, a salvo de truenos y relámpagos, la llena de una alegría casi infantil. Además, la lluvia ha sido la excusa perfecta para no tener que salir con sus amigos en esa ruta que ha convertido los sábados en un recorrido monótono: cena en La flauta, primera copa por allí cerca y luego otra en el Universal antes de meterse en el Luz de Gas.

Las variaciones son tan mínimas y acaban en sitios tan parecidos, que ella a veces no logra recordar con exactitud a qué bar ha ido el sábado anterior. Para colmo, Amanda no bebe —el sabor del alcohol le disgusta— y los pesados que la rondan para invitarla a una copa y a cambio meterle mano le parecen repulsivos. Sigue saliendo con sus amigos de siempre aunque cada vez se le hace más cuesta arriba. Durante gran parte del sábado por la noche su mente está ausente, pensando en el domingo, en lo que él le hará, en las sensaciones que estallarán en su cuerpo. A sus amistades les extraña que no tenga novio, ni parejas esporádicas, aunque ella le ha confesado a alguna amiga íntima la existencia de ese chico con derecho a roce, alguien del trabajo de quien no quiere dar más detalles. Eso parecía tranquilizarlos a todos, ya que se diría que es impensable que una chica tan guapa no tenga relaciones sexuales regularmente.

Son casi las once cuando Amanda se decide por fin a levantarse y encender el ordenador, un gesto automático. Mientras espera a que se ponga en marcha, siempre siente el vago temor de que él le falle. De que algún domingo no llegue ese mensaje con las instrucciones a seguir. De hecho, ha sucedido alguna vez, un castigo inesperado que se le ha hecho más insoportable que cualquier otro de los muchos que él es capaz de imaginar y ejecutar. Pero este domingo sabe que no será así, él se lo anunció el viernes por teléfono, sobre las nueve de la noche, como suele hacer. La llama todos los viernes, sin que le importe donde esté. Ella debe contestar, es parte del trato. Por eso aquella noche, durante aquel fin de semana horrible con Brais y los demás, ella tuvo que alejarse de la casa para atender la llamada.

«Tócate, acaricia tus pechos por debajo de la ropa. Excítate pensando que yo estoy aquí, observándote, dispuesto a azotarte si no me complaces. Quiero oírte gemir».

No quiere pensar en ello. No este domingo; bastantes vueltas le ha dado ya. No puede contárselo a nadie. Bastante suerte tuvo ya con Sara…

Fue un descuido, un error imperdonable. Después de aquel fin de semana, los ocho se habían intercambiado los correos personales, por si hacía falta comunicarse. No los habían utilizado demasiado, la verdad era ésa, y ella siempre respetó la consigna: eliminar cualquier rastro en cuanto lo hubiera leído. Pero la muerte de Gaspar les afectó a todos, sobre todo a Sara, que empezó a escribirle de vez en cuando. Sara estaba tan sola, necesitaba a alguien con quien hablar, aunque fuera un desahogo tan frío como el de un correo electrónico. Por eso, aquel día en que ella le escribió un mensaje a Saúl Duque, su amo, uno de esos textos arrebatadores y llenos de detalles íntimos, el nombre del destinatario se rellenó automáticamente cuando escribió las primeras letras sin que Amanda se diera cuenta. Y el maldito mensaje aterrizó en la bandeja de entrada de Sara y no en la de Saúl.

Amanda se habría azotado a sí misma cuando se percató del error, pero ya era demasiado tarde. Ya sólo podía confiar en la discreción de Sara. Y ésta se mostró discreta, aunque especialmente interesada, con una curiosidad que jamás habría sospechado en ella. Quedaron en su casa y Amanda intentó explicarle lo que sentía. Pero ¿cómo hacerlo? Sólo podía narrarle detalles, juegos que expresados en voz alta sonaban ridículos o perturbadores, a juzgar por la reacción de Sara.

Cómo explicarle que por fin, después de años de búsqueda inconsciente, ha encontrado en Saúl al hombre que hace realidad sus fantasías más íntimas. Alguien que le resulta atractivo y con quien, de eso está segura, puede jugar sin miedo. Aunque Saúl puede ser duro, y lo es, jamás se extralimita, siempre parece saber cuándo es el momento de cortar el dolor y consolar a base de caricias. Además, no se trata sólo de sexo: Amanda se siente vigilada, protegida. No podría explicarle a nadie por qué la sensación de pertenecer a alguien, de obedecerle, la llena de tal modo. A veces le da miedo perderlo, no porque le ame, al menos no en un sentido convencional, sino porque sabe que será difícil volver a disfrutar de estímulos parecidos. Sin duda eso terminará sucediendo, y ambos son conscientes de ello. Pero de momento es mejor no pensarlo.

Mientras se prepara el café, Amanda lee el correo y frunce el ceño. Hay juegos que le gustan más que otros, y el que Saúl ordena para esta tarde no es ni mucho menos uno de sus preferidos. Sin embargo, no protesta; se limita a contestar en el tono de sumisión requerido y a disponerlo todo para después.

Brais sale de casa sobre las cinco de la tarde porque cree que, si sigue dentro un minuto más, reventará las paredes a puñetazos. Lleva un día y medio encerrado. Demasiado tiempo de inactividad para alguien como él. Necesita desahogarse y el gimnasio es una opción tan buena como cualquier otra. También necesita escapar de la mirada inquieta de David, que al mediodía le ha preguntado, ya en serio, qué demonios le está pasando. Por suerte, Brais ha podido achacar su malestar al trabajo sin mentir demasiado, pero David no es tonto y, aunque ha fingido aceptar la excusa, no se la ha creído del todo. Ha intentado mostrarse sociable durante la comida, ha intentado ver un par de capítulos de Mad Men que su marido había descargado de internet, un pasatiempo habitual de los domingos de invierno por la tarde, pero los nervios se lo comían y no lograba estarse quieto en el sofá. Por fin, ha sido David quien le ha sugerido que se fuera un rato al gimnasio «a ver si te tranquilizas».

Es casi de noche, aunque en un día tan gris apenas se nota. Brais deja atrás las luces de los teatros del Paral•lel, que empiezan a encenderse, y camina en dirección al centro. Va a paso rápido, con la bolsa de deporte al hombro, pero cuando está ya cerca del mercado de Sant Antoni cambia de opinión. No es allí donde quiere ir. Hay algo que tiene que hacer para quedarse tranquilo de una vez y no es precisamente correr en una cinta hasta perder el resuello. Los problemas no se resuelven huyendo sino enfrentándose a ellos. Y en este momento su problema tiene un nombre: Manel Caballero.

Ha anochecido cuando Octavi Pujades acompaña con la mirada el coche de su hijo, que se aleja por el camino. Todos se van, piensa sin resentimiento. La noche y la enfermedad combinadas dan miedo. Un perro aúlla no muy lejos de su casa, como si con sus ladridos pudiera ahuyentar a los malos espíritus. Octavi entra en casa y cierra la puerta. El silencio del interior vuelve a golpearle y enciende la televisión, sólo para oír alguna voz. Eugènia duerme arriba, si es que a eso se le puede llamar dormir. Más bien va muriendo lentamente, consumiéndose hasta que ya no sea capaz de abrir los ojos. En los últimos días ha empeorado, su deterioro es evidente, y él apenas soporta verla. El dolor y el cansancio son otra combinación peligrosa: a ratos uno supera al otro y consigue dar fuerzas para seguir luchando, pero hay momentos, como éste, en que la fatiga se impone y lo único que desea, de todo corazón, es que todo termine de una vez.

Desear la muerte de un ser al que ha amado es terrible, y Octavi es consciente de ello. Pero no puede negar la realidad. Aquella casa que los acogió cuando se amaban se está convirtiendo poco a poco en una tumba. En su tumba.

Sentado en el sofá, frente a la chimenea, intenta alejar de su mente esas ideas oscuras. Ha estado esperando que Sílvia le llamara durante todo el día, pero ella no lo ha hecho. Llegará el momento, no le cabe duda. Habló con Víctor ayer. Víctor… tan ilusionado, tan pueril en sus planteamientos… O quizá no, quizá son las personas como él y Eugènia los que han vivido equivocados, encadenados a trabajos, rutinas y obligaciones. Y total ¿para qué? Para acabar muriendo cuando están a punto de disfrutar de un poco de libertad pagada con años de esfuerzo. No, no puede echarle en cara a Víctor Alemany que quiera comprar la suya si tiene los medios para hacerlo.

Los ladridos del perro suenan más próximos, más acuciantes, y Octavi va hacia la ventana y retira los visillos. Como es de esperar, no ve nada. Se queda allí, atento a esos aullidos cada vez más histéricos. Alguien debe de rondar por los alrededores, piensa, intranquilo, antes de subir al cuarto de Eugènia a ver cómo está. A ver si sigue viva o la muerte ha ganado por fin.

«Quiero que me esperes dormida. Que seas mi bella durmiente. Ése será tu castigo, sólo yo gozaré de tu cuerpo esta noche».

Y Amanda obedece, a sabiendas de lo que se espera de ella. Ha cambiado las sábanas, como hace siempre, y ha puesto unas nuevas de color blanco. Blanco es también el camisón que él le exige para este juego. Blancas son las pastillas que debe tomar para que, cuando él llegue, la encuentre profundamente dormida y disfrute de su cuerpo inconsciente como le plazca.

Las toma sentada en la cama, con un vaso de agua. Sabe de otras veces la cantidad necesaria. Él se enojaría si ella despertara en mitad del juego. Sucedió la primera vez y se mostró tan disgustado que Amanda decidió no volver a fallarle. Se tumba y se deja acariciar por el sueño; imagina lo que le hará él mientras está dormida… Lo ve desnudo, esposando sus brazos inertes, tratando su cuerpo como el hermoso trozo de carne que es. Está a punto de perder el sentido cuando oye abrirse la puerta de su habitación. No es culpa suya si las pastillas no han hecho efecto del todo aún, se le cierran los ojos, le pesa todo el cuerpo y, aunque tiene la sensación de estar soñando, nota que unas manos la agarran por los hombros y la incorporan bruscamente.

Amanda sabe que debería estar dormida. Por eso no se resiste cuando advierte que le abren la boca y empiezan a echarle pastillas, y luego agua, y más pastillas. Con las pocas fuerzas que le quedan consigue tragar, y lo último que piensa es que Saúl estará contento y se quedará a pasar la noche. Así podrá verlo cuando se acabe el juego, cuando recupere la consciencia. Cuando despierte…