Eran más de las cinco de la madrugada del domingo cuando César regresó a unas sábanas frías, a un hueco acusador, a la cama donde Sílvia dormía sola sin tan siquiera enterarse.
Había sido un sábado plomizo, lluvioso, gris como el invierno berlinés y a juego con el ánimo de Sílvia, que apenas había pronunciado cuatro palabras en todo el día. A César nunca se le habían dado bien los enfermos y era de los que preferían que lo dejaran en paz cuando no se encontraba bien. Por ello, cuando Sílvia rechazó sus intentos de conversar alegando que estaba incubando una gripe, él le dio un beso en la frente, singularmente helada, y le aconsejó que se acostara. No era de extrañar que se pusiera enferma, teniendo en cuenta la tensión de los últimos días. Fiel a su papel y sin nada mejor que hacer, había permanecido en casa de Sílvia durante toda la tarde, dormitando frente al televisor, intentando apropiarse poco a poco de ese espacio que en unos meses sería también el suyo. Estaban los dos solos: Pol había ido a casa de un compañero de clase y, al parecer, Emma también estaba estudiando con una amiga. César no preguntaba nunca por ellos y se alegró de tener el salón sólo para él. A media tarde Sílvia se levantó, aunque era evidente que no se sentía mejor. Al revés, la larga siesta la había dejado atontada, con una intensa jaqueca. En ningún momento sospechó César que tras esos síntomas se escondía el disgusto originado por la conversación con Víctor.
Sílvia había decidido acostarse porque tenía la sensación de que estaba perdiendo el control de su mundo y necesitaba refugiarse en ese espacio íntimo y personal que era su cuarto, su cama. Aferrarse a su almohada y cerrar los ojos para olvidar, aunque fuera durante unas horas, que su vida iba a cambiar a pesar de todo. Se sentía traicionada, vendida por Víctor y, más aún, por Octavi Pujades, que había colaborado en los planes de su hermano y se los había ocultado con la deliberación de un Judas de traje y corbata. Podría haberse confiado a César, y si no lo hizo fue sobre todo por vergüenza: ella no quería ser esa mujer estafada, esa perdedora a la que los auténticos poderosos ignoraban sin el menor pudor. Claro que conservaría su trabajo, si así lo quería. Víctor se había esforzado por demostrarle que ella le importaba algo, pero ambos sabían la verdad: las funciones que Sílvia desempeñaba en la empresa excedían a las que le correspondían por cargo y su poder venía dado tanto por su eficacia como por su apellido. No había dinero en el mundo que pudiera resarcirla.
En otro momento habría peleado con su hermano, habría luchado por defender sus intereses, le habría echado en cara afrentas reales e imaginarias. Pero el viernes, después de la visita del inspector, se sentía tan satisfecha consigo misma que la noticia de Víctor la dejó sin palabras. Muda y vacía como un cráneo seco. Y, veinticuatro horas después, tumbada en su cama, lo único que notaba era un sabor amargo en la boca. Incluso la amenaza recibida por teléfono dos días atrás había perdido su fuerza. Era absurdo, lo sabía, esa tarde nada parecía tener importancia. Nada merecía la pena.
Cenaron juntos, ella y César, sin hambre y sin ganas de hablar, y sólo la llegada de Emma animó un poco el ambiente. Por un día, Sílvia se dejó mimar y accedió a tomarse una infusión caliente que su hija preparó especialmente para ella. Se la bebió en la cama, con Emma al lado, feliz de que por una vez se invirtieran los papeles y fuera su hija la que le apoyara la mano en la frente, la que le dijera que tenía fiebre y la que le diera un beso de buenas noches. Había pasado medio día en la cama y temió no dormirse, pero lo cierto fue que poco después de que Emma saliera de su habitación y apagara la luz, Sílvia se quedó sumida en un sueño plácido, reparador, justo lo que pedía su mente agotada.
César estuvo un rato más delante de la televisión sin verla. Se habría ido a su casa si no hubiera empezado a llover otra vez, si no se hubiera amodorrado en el sofá. O si Emma hubiera bajado a hacerle compañía, algo que no sucedió. Cuando no eran ni las doce, decidió acostarse. Sílvia hacía ya al menos dos horas que dormía, y él se tumbó a su lado, pegado a su cuerpo, sin que ella se inmutara. Le dio un sugerente beso en la nuca y, al ver que estaba profundamente dormida, optó por darse la vuelta y separarse unos centímetros de ella, aunque sabía que el gesto serviría de poco. Estaba demasiado excitado para dormir y le daba pereza masturbarse, así que cerró los ojos a la espera de que el sueño se encargara de resolver ambas cosas. Pero el sueño no llegó, y la fuerte lluvia que caía a plomo sobre la ciudad fue desvelándolo cada vez más. César no se distinguía por ser imaginativo ni susceptible a los elementos; no obstante, le rondaban la cabeza demasiadas preocupaciones que le impedían el descanso: él sí tenía miedo a las amenazas, él sí empezaba a creer que detrás de la muerte de Gaspar y de Sara había algo más, una mano negra.
¿Merecían morir? Tal vez. Aunque no más que él, o que Sílvia, o que cualquiera de los demás. Quizá los términos fueran ridículos, pero por una vez expresaban una realidad: aquella noche de primavera todos habían colaborado, en mayor o menor medida. Importaba poco quién dio el primer golpe, quién sugirió el plan posterior, quién estaba más asustado o más seguro de sí mismo. Si lo que les había sucedido a Gaspar y a Sara era obra del destino, éste podía atacarlos también a ellos con la misma justicia. Un trueno rubricó esa conclusión.
A pesar de que llevaba cuarenta y cinco minutos en la cama, tenía la sensación de haber estado allí durante horas. Necesitaba un cigarrillo y esta vez tenía un paquete en la chaqueta, comprado a hurtadillas como un colegial. Tendría que fumar junto a la ventana de la cocina si quería disimular el olor a tabaco. Bajó, pues, en pijama y descalzo, porque nunca se acordaba de comprarse unas zapatillas para su segunda casa. A tientas, para no despertar a nadie, localizó la chaqueta en el perchero y sacó el paquete y el encendedor. Luego fue a la cocina y abrió un poco la ventana. Fuera seguía lloviendo. Gotas que, a la luz de una farola cercana, parecían un velo denso, un telón líquido. Encendió el cigarrillo y dio una primera calada breve, para acostumbrarse al sabor.
No la oyó llegar. Sólo oyó la puerta de la nevera y se volvió. Estaba a oscuras, pero la bombilla de la nevera daba luz suficiente para reconocer a Emma. Siguió fumando sin decir nada, deseando que se marchara y a la vez que se quedara allí. Ella no dijo nada, se limitó a acercarse. Le cogió el cigarrillo de los dedos y dio una calada profunda antes de tirarlo por la ventana. Exhaló el humo despacio y luego se abrazó a él como lo haría una cría asustada por la tormenta.
—No me gustan las niñas —dijo César, notando que tenía la voz ronca—. Si quieres que te trate como a una mujer, actúa como si lo fueras.
César no le veía la cara pero tampoco le hacía falta. Le bastó con el beso que ella le dio a continuación para saber lo que quería. Lo que querían ambos. Después de ese beso joven e inexperto supo que ya nada podría frenar lo inevitable. Emma sólo le dijo una frase, al oído.
—No me hagas daño, por favor.
Y entonces fue él quien la besó con una mezcla de pasión y ternura, antes de cogerla de la mano y llevarla a su cama. Ansiaba con todas sus fuerzas poseer aquel cuerpo que se le ofrecía. Y no sólo eso: deseaba hacerlo bien. Ser, aunque fuera por una sola noche, el mejor amante del mundo.
Cuando regresó a su habitación eran más de las cinco de la madrugada. Sílvia dormía. La tormenta había amainado y la puerta de la nevera seguía abierta.
César se tumbó, exhausto, y cerró los ojos, pero la aprensión por lo que acababa de hacer y el recuerdo de la amenaza que Sílvia había ignorado le desvelaron sin remedio.