Amedida que corría por un paseo marítimo oscuro y solitario, Héctor tenía la esperanza de que la tensión se evaporara en forma de sudor y de cansancio, pero el aire fresco de la noche se lo estaba poniendo bastante difícil. Un mar invisible, presente sólo en forma de rumor agitado, casi furioso, tampoco ayudaba demasiado. Por eso aceleró el ritmo, buscando el desahogo que nada más conseguía con el agotamiento de los músculos, cuando el cerebro diluía las preocupaciones para concentrarse únicamente en resistir la carrera. Sin embargo, de momento no había forma de lograrlo y las imágenes del día, desagradables en su mayor parte, seguían saltando por su memoria, desordenadas y rebeldes como pirañas hambrientas.
La bronca de Savall, que había intentado capear con experta ironía, no había sido ninguna sorpresa en el fondo aunque sí en la forma. El comisario le había escuchado, por supuesto, y se había mostrado de acuerdo en que Bellver podía ser, hablando en plata, un capullo de marca mayor, pero al mismo tiempo se había negado a creer que Héctor no supiera nada de la sustracción del expediente de Ruth de los archivos de personas desaparecidas. Y había adoptado un tono entre solemne y ofendido para dejar claro que «se sentía profundamente decepcionado». Después de todo lo que había hecho por él, después de haberlo apoyado cuando metió la pata y abusó de la fuerza, Savall había dejado claro que esperaba, si no agradecimiento, sí al menos un poco de lealtad. Y de sinceridad.
No hay nada peor que una verdad que parece una mentira, pensó Héctor. Por muchos argumentos que diera, el comisario se había mostrado inconmovible y, además, le había acusado de utilizar a la subinspectora Andreu para llevar a cabo «lo que no has tenido huevos de hacer tú mismo». Héctor, que había llamado a Martina Andreu dos veces desde la noche anterior sin obtener respuesta, reiteró su desconocimiento, aunque le dolió que Savall no le creyera. Al menos eso se aclararía pronto, pensó mientras empezaba a notar el calor del esfuerzo: Martina volvería el lunes de Madrid y todos tendrían ocasión de hablar. En realidad, a él también le extrañaba que la subinspectora hubiera hecho algo que, en otras circunstancias, tampoco tendría tanta importancia. En éstas, sin embargo, tratándose de Ruth por un lado y de Bellver por otro, tendría que haber pensado que el resultado podía ser catastrófico. La última frase del comisario, expresada en aquel tono de enfado paternal que Héctor detestaba por encima de todas las cosas, no dejaba lugar a dudas: «Te estás creando demasiados enemigos, Héctor. Y no puedes permitirte ese lujo. Ya no. Y llegará un momento en que ni yo podré defenderte».
Si el aviso apuntaba a la posibilidad de que le partiera la cara a Dídac Bellver, el comisario tenía motivos para inquietarse. Hacía mucho tiempo que no experimentaba esa furia sorda, la necesidad física de emprenderla a golpes con alguien, y sólo la aparición del agente Fort había impedido que eso volviera a suceder. La cara de Bellver cuando conjeturaba sobre la inestabilidad emocional de Ruth y la humillación de Héctor al ser abandonado por otra mujer estaba pidiendo a gritos una de esas hostias que desencajaba la mandíbula con un chasquido seco y doloroso. Mientras corría, Héctor intuyó que eso era precisamente lo que buscaba Bellver: hacerle perder los nervios, demostrar una vez más que Salgado era un argentino lunático y violento, capaz de agredir no sólo a un sospechoso, sino también a un compañero.
He logrado controlarme, pensó Héctor, aunque sabía que no era del todo mérito propio. El lunes se despejarán algunas dudas, se dijo de nuevo, y eso le dio fuerzas para acelerar aún más en un paseo ya casi desierto y junto a unas olas que parecían enfurecerse a medida que él se calmaba. Iba a llover, el cielo estaba plagado de nubes sucias y a lo lejos se intuía algún relámpago aislado. Lo más inteligente hubiera sido dar media vuelta, pero Héctor estaba decidido a llegar hasta la meta que se había propuesto al salir de casa, las chimeneas de la antigua central térmica de Sant Adrià, y no tenía la menor intención de renunciar a lo poco que era capaz de lograr por su cuenta, sólo con su esfuerzo. El único objetivo del día que no dependía de la voluntad ajena, de que personas como Sílvia Alemany le dijeran la verdad.
En resumen, pensó, la visita a los laboratorios había sido tan infructuosa como temía y las averiguaciones del agente Fort, que comentaron durante el trayecto de regreso, tampoco apuntaban a ninguna revelación excepcional. Los empleados parecían pertinentemente conmocionados ante la noticia de dos muertes tan seguidas, pero no las relacionaban en modo alguno. Los comentarios, según Fort, apuntaban a que Sara Mahler era una mujer rara, «sin un hombre al lado» —algo que a Salgado le sonó al machismo más rancio—, y a que la Navidad era triste para los que estaban solos. En eso sí estoy de acuerdo, se dijo mientras notaba las primeras gotas de lluvia, tan aisladas que al principio creyó que procedían del mar. El tema de Gaspar Ródenas era ya un hecho remoto para la mayoría de los trabajadores; habían hablado de ello hasta la saciedad cuando sucedió y tenían poca cosa más que añadir.
El único dato significativo había sido la confirmación de sus intuiciones respecto al ascenso de Ródenas. Según le habían comentado al agente Fort, que se había pasado un buen rato charlando con los que iban pasando por la máquina de café, Martí Clavé, el otro candidato, se lo había tomado más a pecho de lo que Sílvia Alemany había reconocido. «Al parecer estuvieron a punto de llegar a las manos», le confesó Fort sin mirarle, probablemente incómodo ante una situación parecida a la que había presenciado en el despacho de su jefe la tarde anterior. «Ese tal Clavé le plantó cara a Ródenas en sus primeros días en el cargo y no ocultó que le parecía un ascenso injusto».
Decían que Gaspar no había reaccionado a la provocación, que se había callado. Decían también que, cuando se supo la noticia de su muerte, del asesinato de toda su familia, Martí Clavé, taciturno y arrepentido, se había pasado varios días sin hablar con nadie.
Todo eso entraba dentro de la lógica: ascensos, inmerecidos o no, personas que se sentían infravaloradas; sucedía en todas partes, constantemente y no merecía mayores comentarios. Incluso en tiempos de crisis, resultaba impensable que alguien matara a una familia entera para conseguir un ascenso. Al revés, tal vez en otra época Martí Clavé se habría largado de la empresa, ofendido, pero tal como andaban las cosas su protesta había sido sólo de voz, no de hecho. Y, en cualquier caso, nada de ello guardaba la menor relación con Sara Mahler, con los perros ahorcados ni con la sensación de que Sílvia Alemany y los demás participantes en esas jornadas le habían mentido con un descaro insultante.
La lluvia era ya una realidad y Héctor supo que acabaría empapado, a pesar de todo siguió adelante. Demasiada frustración llevaba acumulada para renunciar a esas alturas. Un descontento que había ido creciendo durante el paseo por la empresa junto con Saúl Duque, que resultó ser un tipo simpático y lo bastante parlanchín para sonsacarle alguna información, aunque a la postre lo que reveló servía de bien poco: estaba contento de trabajar allí, a las órdenes de Sílvia Alemany, una jefa dura pero justa; la crisis no les estaba afectando en exceso aunque se temía que la situación empeorara, ya que los brotes verdes anunciados por el gobierno no parecían llegar a florecer; había buen ambiente en la empresa, a pesar de esas muertes repentinas y trágicas. En eso, al menos, Saúl se había mostrado categórico: «Gaspar estaba nervioso, sin embargo, nunca pensé que pudiera llegar a perder la cabeza de ese modo. Estoy seguro de que hay algo más, algún problema en el matrimonio que no sabemos». En cuanto a Sara, Saúl no había podido disimular cierta antipatía, una reacción que la pobre chica parecía suscitar en la mayoría de la gente. «Pero eso no significa nada, inspector. Y nunca creí que estuviera deprimida, sólo que no acababa de encajar».
La visita guiada fue tan poco interesante como cabía esperar. Con Saúl Duque al lado conoció a Brais Arjona y a Amanda Bonet, que confirmaron la versión dada por Sílvia Alemany. Héctor ni siquiera se tomó la molestia de hablar con el resto: estaba seguro de que Manel Caballero y César Calvo habrían dicho lo mismo con otras palabras. Quizá el único tanto que se apuntó lo obtuvo cuando le preguntó a Amanda, en tono casual, si era muy amiga de Sara Mahler. La chica había enrojecido, una reacción que podía ser timidez ante la policía, pero que a Héctor se le antojó algo exagerada, y sólo dijo que había ido una tarde a su casa, a tomar café. Todo entraba dentro de lo razonable, todo era podridamente normal. Él y Fort habían vuelto a comisaría más desanimados que cuando partieron. Nada más quedaba un cabo suelto por revisar: el supuesto novio de Sara, si es que existía, algo que el propio Héctor empezaba a dudar…
Héctor dio media vuelta al tiempo que un relámpago le anunciaba que había alcanzado la meta prevista. Faltaba lo más duro: el regreso, desandar el camino. Y pensar en la vuelta atrás le llevó directamente a la imagen de Lola, a la que todavía no había llamado de nuevo. Lo haría, más tarde, pero en ese instante se limitó a correr más, a sacar fuerzas de flaqueza para huir de la lluvia, para huir de los recuerdos. Para huir de la cara herida de Ruth cuando él le confesó lo que estaba pasando. Y, sobre todo, para huir del momento amargo en que había decidido abandonar a Lola para siempre.