En poco más de doce horas el rumor de la discusión entre Salgado y Bellver se había extendido por toda la comisaría, y en apenas una hora más llegaría, por supuesto, a las instancias más altas. Héctor había aparecido en su puesto de trabajo a las ocho de la mañana y, de camino a su despacho, ya había percibido alguna mirada de soslayo, alguna conversación interrumpida. Estaba seguro de que tendría que abordar el tema con el comisario en un momento u otro, pero también de que le quedaba al menos una hora de tranquilidad hasta que esa charla tuviera lugar. Tiempo suficiente para revisar por última vez los expedientes de Ródenas y Mahler antes de ir a Laboratorios Alemany, aunque albergaba pocas esperanzas de que esa visita diera algún resultado útil. La autopsia de Sara Mahler, rutinaria dadas las circunstancias, no aportaba dato alguno que hiciera pensar que la víctima no hubiera saltado a las vías por voluntad propia. La de Ródenas, que constaba en su expediente junto con las de su esposa e hija, era todavía más concluyente si cabía. Y, sin embargo, los suicidios de dos personas de la misma empresa, dos personas que en apariencia llevaban vidas tan normales como las de la mayoría, seguían alertando ese instinto del que Héctor había aprendido a fiarse a lo largo de los años.
Observó una vez más la foto del grupo intentando leer aquellas caras inmutables, inmortalizadas para la posteridad en un retrato no muy favorecedor. Se fijó especialmente en las de Gaspar y Sara. Ella sonreía, obedeciendo con toda seguridad las instrucciones de quien sostenía la cámara. Gaspar no. Gaspar Ródenas miraba al objetivo con concentración, como si estuviera delante de un balance que no cuadraba: el ceño fruncido, el cuerpo tenso. Una expresión bastante parecida a la de la foto tomada en la playa que aparecía en el artículo de Lola. Tal vez fuera la cara que ponía para las fotos, se dijo Héctor, dejando ambas sobre la mesa. Confiaba en su instinto, sí, pero también sabía que a veces era muy fácil dejarse llevar por falsas impresiones.
Si hubiera reflexionado dos minutos más, no lo habría hecho. Sobre todo porque las ocho y media de la mañana no eran horas de llamar a nadie. Y menos aún a alguien a quien hacía más de siete años que no veía. En realidad, llamó en parte porque no creía que Lola conservara el mismo número después de tanto tiempo y en parte porque había sentido deseos de hacerlo desde la primera vez que vio su nombre en el encabezamiento de aquel artículo. Cuando le contestó una voz somnolienta, de recién levantada, se dio cuenta de que no sabía muy bien qué decirle.
—¿Sí?
—¿Lola?
—Según para quien…
—Lola. ¿Te desperté?
Hubo una pausa, un silencio durante el cual Héctor la imaginó en la cama, con la mirada turbia del sueño interrumpido.
—¿Héctor? —La voz sonó ya totalmente despierta.
—Yo mismo.
—Joder. Voy a demandar al horóscopo. Me anunciaba una semana tranquila y sin sorpresas.
Él sonrió.
—Bueno, estamos a viernes. Casi acertó. —Los silencios por teléfono eran tan malos como en la radio, pensó Héctor. Nerviosismo estático—. ¿Qué tal?
La carcajada de Lola denotaba más sarcasmo que humor.
—No me lo puedo creer. —Se rio de nuevo—. ¿Tantos años de silencio y me llamas a las ocho y media de un viernes de enero para preguntarme qué tal estoy? Esto es como un capítulo de Sexo en Nueva York, aunque sin sexo. Y en Carabanchel.
Él iba a decir algo cuando ella le cortó.
—Héctor, perdona, pero creo que necesito una ducha y un café para hablar contigo.
—¿Un cigarrillo no?
—Ya no fumo.
—Claro. Escucha, desayuna y te llamo más tarde. Estoy con un caso sobre el que tú escribiste hace unos meses y me gustaría hablar contigo. —Esperaba que ella le preguntara a qué caso se refería—. Gaspar Ródenas. El tipo que ma…
—Que mató a su mujer y a su hija y luego se pegó un tiro. No hace tanto tiempo. Lo recuerdo.
—¿Puedes echarle un vistazo a tus notas, por favor?
—Si me lo pides así supongo que será importante.
—Gracias. Te dejo despertar tranquila. Lola… —añadió antes de colgar—, me alegro de hablar contigo.
No supo si ella lo había oído o no, porque la comunicación se cortó al instante, pero en su cara debió de quedarse una sonrisa boba el tiempo suficiente para que la viera el comisario Savall, que le convocó en su despacho cinco minutos más tarde.
—¿Precisamente hoy estás de buen humor, Héctor? —le soltó a modo de saludo.
—Bueno, comisario, dicen que las calaveras también sonríen. Y no es que tengan muchos motivos para estar contentas.
Lluís Savall se quedó mirándolo sin comprender muy bien la respuesta.
—Déjate de calaveras y siéntate, Héctor. Y cuéntame qué diablos pasó ayer tarde con Bellver. —Su tono no auguraba nada bueno.
Había algo en aquella mujer que le resultaba antipático, aunque no habría sido capaz de precisar qué era con exactitud. Hasta el momento, Sílvia Alemany se había mostrado tan amable como eficaz y había respondido sin vacilar a todas sus preguntas. Y, sin embargo, Héctor Salgado no conseguía librarse de la irritante sensación de estar asistiendo a una representación forzada. Algo a lo que ya se había acostumbrado después de tantos años de servicio, ya que en líneas generales estaba convencido de que todo el mundo mentía en mayor o menor grado. El engaño, a uno mismo o al entorno, era tan natural como respirar: muy pocas personas soportarían un juicio crudo y sincero sobre ellas o sobre sus seres queridos. Pero incluso teniendo eso en cuenta, la actuación de Sílvia Alemany acusaba un punto académico, entre impostado y condescendiente, que estaba empezando a enojarlo. Y mucho.
Llevaba media hora en Laboratorios Alemany. Había llegado acompañado del agente Fort, a quien enseguida envió a dar una vuelta por la empresa con instrucciones de una ambigüedad calculada, aunque con un objetivo definido: tantear el ambiente, tomarle el pulso a aquella organización dedicada a los productos de belleza que, según el detallado informe del propio agente, había empezado a funcionar en los años cuarenta y se había mantenido, sin grandes logros pero a la vez sin problemas serios, durante toda su historia. Sólo en la última década había logrado destacar de la competencia, debido a la fabricación y comercialización de LA/Slim, una crema que había hecho furor entre las señoras y caballeros con unos cuantos kilos de más. A partir de ahí, Laboratorios Alemany había ampliado sus ambiciones y su oferta, pasando de ser una marca de perfil bajo que se vendía en supermercados a escalar algunos puestos en el panteón de la belleza artificial. A finales del año anterior había lanzado una línea dedicada a las mujeres más jóvenes, Young, de la que Héctor nunca había oído hablar, pero que, a tenor de la campaña de publicidad, era una gran apuesta dentro de la empresa.
Sílvia Alemany no era ni adolescente ni hermosa, y era de constitución delgada por naturaleza, sin necesidad de ayudas adicionales. Se parecía a su hermano, pensó Héctor, aunque le faltaba encanto o le sobraba autosuficiencia. Si en su momento había comparado a Víctor con Michael York, su hermana le recordaba vagamente a Tilda Swinton, una actriz a la que admiraba a pesar de que sus papeles solían ponerlo nervioso. Era consciente de que gran parte de su mal humor procedía de la charla con Savall de hacía un rato, pero también de que una porción significativa la provocaba aquella mujer educada y altamente razonable que tenía sentada al otro lado de la mesa.
El despacho no era en absoluto ostentoso, lo cual le había sorprendido. Más bien parco en detalles, de una austeridad que tenía poco que ver con lo que él había imaginado al pensar en una empresa dedicada a la estética, el espacio engañaba: Sílvia Alemany no era, sin lugar a dudas, una mujer sencilla.
—La verdad es que no sé en qué podemos ayudarle, inspector. Aún estamos en shock por la muerte de Sara; en realidad, sabemos pocas cosas de la vida privada de nuestros empleados. Nunca habría sospechado que Sara fuera tan… infeliz.
—No era una mujer con muchos amigos, ¿verdad?
Sílvia se encogió de hombros, como dando a entender que eso no era asunto suyo.
—No tengo la menor idea de si tenía amigos o no fuera de aquí. Personalmente creo que Sara no era de las que trababa amistad con sus compañeros de trabajo, sin embargo, eso no implica que no los tuviera en otros ámbitos.
Por supuesto. Nadie podía quitarle la razón en eso.
—¿Y Gaspar Ródenas?
Sílvia tomó aire antes de contestar.
—Inspector Salgado, ya hablé con sus compañeros sobre Gaspar —replicó con voz entre seria y fatigada—. No veo qué relación guarda con la muerte de Sara.
—Tampoco yo lo tengo muy claro aún —dijo Héctor, mientras sacaba la foto de grupo de la carpeta—. No obstante, resulta cuando menos raro que dos de las personas que aparecen en esta imagen hayan muerto, ¿no cree?
Ella ni siquiera miró la foto.
—Yo no lo calificaría de raro, inspector. Triste, tal vez.
—¿Cuándo se tomó la fotografía?
—El año pasado, en marzo o abril, no lo recuerdo. Y no sé qué…
Héctor la interrumpió a propósito.
—¿Fue una salida de empresa?
—Fueron unas jornadas de team building. No sé cómo traducírselo… —El tono condescendiente apareció de nuevo.
—Sé lo que es, gracias. Veo que usted también asistió.
Ella sonrió.
—Ocupar un cargo directivo no implica estar fuera del equipo, inspector. Más bien al contrario. Solemos organizar varias jornadas similares a lo largo del año, con diferentes empleados.
—¿Puede darme los nombres del resto?
Sílvia miró la foto, como si no recordara con exactitud quién había participado.
—El hombre moreno, de cabello muy corto, es Brais Arjona, brand manager de la línea Young; a su lado está Amanda Bonet, responsable de diseño…
—¿De la misma línea?
—Sí, aunque no en exclusiva. No sé si sabe que Laboratorios Alemany ha experimentado un gran crecimiento en los últimos años. Nuestros envases habían quedado anticuados y, cuando contratamos a Brais Arjona, éste insistió en la modernización del packaging del producto. Fue él quien propuso a Amanda. Y, por supuesto, ella se ha ocupado directamente del diseño de la nueva línea.
—Comprendo. ¿Y los demás?
—Aparte de mí, está César Calvo, responsable de almacenaje y distribución. —En la foto, César la abrazaba por los hombros, así que en tono frío añadió—: Y mi prometido. Nos casaremos en unos meses. —Sin dar tiempo a otros comentarios, prosiguió—: Manel Caballero, el chico más joven, forma parte del departamento de I+D, investigación y desarrollo.
Héctor no acababa de decidir si Sílvia Alemany le explicaba conceptos obvios por pura amabilidad o con la intención de irritarle. En cualquier caso, le irritaba. Si ella se percató del ceño fruncido del inspector, no le prestó la menor atención.
—Octavi Pujades, el de más edad, es nuestro director financiero desde hace años; ya lo era en la última etapa de mi padre. Y los otros dos son, como usted ya sabe, Gaspar Ródenas y Sara Mahler.
—Si no recuerdo mal, Gaspar pertenecía al mismo departamento que el señor Pujades, ¿no es así? ¿Es habitual en esas jornadas que asistan dos personas del mismo departamento?
Ella sonrió.
—Eso depende. En ocasiones se organizan por departamentos, para cohesionar el grupo. En otras, como ésta, se trata de acercar a personas de distintas divisiones. Así que la respuesta es no, no es habitual en este caso.
—¿Cómo se escoge a los participantes?
—Bueno —Sílvia mantenía aquella sonrisa amable—, no se trata de un sorteo, la verdad: el azar y la empresa no casan bien. Brais y Amanda llevaban meses de intensa colaboración, con los roces que eso siempre comporta, y pensé que les iría bien colaborar en un ambiente distinto. Al mismo tiempo, me pareció conveniente que establecieran un contacto más personal con los responsables de otras áreas: César, Octavi y yo misma. A veces los perfiles creativos como los suyos tienden a olvidar que forman parte de una realidad más amplia, que existen otros empleados que se ocupan de temas más tangibles. El grupo se equilibra también por edades, así que se escogió a Manel Caballero, de I+D, y a otra persona de ventas que finalmente no pudo asistir. Gaspar Ródenas pertenecía al mismo rango, así que, aunque también era de finanzas, decidimos incluirlo.
—¿Y Sara Mahler?
—Bueno, para ser sincera, me temo que a veces el personal administrativo se siente un poco excluido. Necesitábamos una mujer más, para compensar, y Saúl y yo pensamos en Sara.
—¿Saúl…?
—Saúl Duque. Es quien se encarga de organizar los detalles de estas actividades. Mi segundo de a bordo. Odio la palabra asistente, tiene algo de servil, ¿no cree? Le ha visto al entrar, su mesa está justo frente a la puerta de mi despacho.
Sílvia Alemany se había relajado. Estaba claro que hablar de los entresijos de la empresa le resultaba agradable.
—¿Y fueron bien? Me refiero a esas jornadas.
—Ni bien ni mal. Entre usted y yo, inspector, poco a poco voy llegando a la conclusión de que esa clase de actos tienen más un efecto motivador que otra cosa. Las personas se sienten valoradas, lo cual ya es positivo en sí mismo.
Héctor asintió.
—Pero en este caso las jornadas sirvieron para algo más. Al menos para Gaspar Ródenas, ¿no?
Sílvia volvió a ponerse en guardia.
—¿Lo dice porque posteriormente fue elegido para desempeñar las funciones de Octavi durante su excedencia? Bueno, yo no diría que eso sucediera a raíz de esas jornadas. Se tuvieron en cuenta un par de nombres, y el de Gaspar era uno de ellos.
Mentía. Y cuando mentía su tono de voz adoptaba un ligero tono desdeñoso.
—¿Y por qué se inclinó la balanza a favor de Ródenas?
—Fue Octavi Pujades quien lo prefirió, y mi hermano y yo estuvimos de acuerdo, claro. Al fin y al cabo, no se trataba de un ascenso definitivo. No era tan importante, inspector. Sólo unos meses de mayor responsabilidad.
Héctor sonrió para sus adentros: estaba seguro de que el otro nombre que se barajó en esa reducida lista no lo había visto exactamente igual. No obstante, decidió pasar a otro tema.
—¿Y fue por casualidad durante esas jornadas cuando se sacó esta otra foto? —preguntó al tiempo que la dejaba en su mesa.
—A ver… —Sílvia Alemany cogió la foto impresa y la observó sin demasiado interés, aunque con el semblante serio—. ¿De dónde la ha sacado, inspector?
Él decidió no mentir.
—Sara Mahler la recibió en un mensaje de texto poco antes de… suicidarse. —La pausa fue intencionada y su interlocutora se dio cuenta de ello—. ¿Le resulta familiar?
—No comprendo por qué iba alguien a enviarle algo así. Me parece del peor gusto.
—Desde luego no es una imagen bonita —convino Héctor—. Sin embargo, usted ya la había visto, ¿verdad?
—Inspector, no sé qué insinúa exactamente, pero puedo asegurarle que no había visto nunca esta fotografía. Y no es algo que resulte fácil de olvidar. Además, el hecho de fotografiar una escena así es de lo más macabro.
Héctor esperó unos segundos, y estaba a punto de volver a formular la pregunta cuando ella se le adelantó.
—No había visto la fotografía, pero vimos ese árbol, sí. Y esos pobres animales ahí colgados. Lo hacen algunos cazadores, ¿sabe? Cuando los animales son ya viejos, han perdido el olfato o simplemente están enfermos, los ahorcan así. Es de bárbaros.
—Desde luego. Debió de impresionarles.
Sílvia asintió con un estremecimiento que esa vez fue auténtico.
—Una de las pruebas consistía en un juego de pistas. Se formaron dos equipos y emprendimos la búsqueda. El objetivo era llegar a una cabaña relativamente alejada de la casa donde nos alojábamos. A su lado estaba ese árbol.
—Comprendo.
—En realidad llegamos casi a la vez. Los dos equipos, quiero decir. Incluso hubo una carrera final entre César y Brais para ver quién alcanzaba antes el objetivo. —Lo dijo con displicencia, como si hablara de dos chiquillos tras una pelota—. Cuando lo vimos de cerca se nos quitaron las ganas de todo.
—¿Recuerda si alguien le hizo una foto?
Sílvia negó con la cabeza, como si la mera idea le pareciera una aberración.
—¿Por qué iba a hacer alguien algo así? Es horrible.
—No lo sé, pero alguien lo hizo. Y se la envió a Sara por alguna razón.
La actuación de Sílvia era tan convincente que Salgado empezó a dudar de su lectura de la situación y a achacar su desconfianza al resentimiento de su conversación anterior en comisaría.
—No puedo ayudarle en eso, inspector. Pero créame cuando le digo que todos nos quedamos muy afectados al verlo. Quizá piense que es una tontería, sin embargo, en vivo impresionaba mucho. —Tomó aire y añadió—: Tanto que decidimos enterrarlos.
—¿Enterrarlos?
Ella sonrió.
—Visto en perspectiva suena ridículo, lo sé. En ese momento sentimos que no podíamos dejarlos allí. A la intemperie, colgados por el cuello. La casa donde nos alojábamos estaba lejos del pueblo y no estoy muy segura de que alguien hubiera acudido rápidamente sólo por unos perros.
—La violencia contra los animales es un delito —aclaró Héctor—. Alguien habría ido, se lo aseguro.
—Supongo que tiene razón. No se nos ocurrió. Eso fue a media mañana y por la tarde, cuando ya habíamos acabado las actividades, decidimos volver y enterrarlos. Creo que se nos contagió la teoría del espíritu grupal y las tareas compartidas. —Lo dijo con un dejo de ironía que a Héctor no le pasó por alto.
—Así que regresaron, los descolgaron y los enterraron allí.
—Sí. —Se encogió de hombros—. Me cuesta creer que después de que nos tomáramos tantas molestias, alguno de los presentes tuviera el mal gusto de sacar una foto y luego se la enviara a Sara.
—¿Reciben alguna presión de grupos ecologistas? —preguntó Héctor—. Por la utilización de animales y…
—Nuestros productos son cien por cien ecológicos, inspector. No experimentamos con animales. Siempre hay algún grupo radical que nos mete en el mismo saco que a otros laboratorios, pero, a decir verdad, hace ya tiempo que no sucede.
Héctor se quedó pensativo unos instantes. La explicación de Sílvia Alemany era razonable aunque seguía sin dar respuesta a la pregunta de fondo. ¿Quién había sacado la foto? Y sobre todo, ¿por qué se la habían mandado precisamente a Sara Mahler justo antes de que ella acabara en las vías del metro?
—Entremos en el terreno de las hipótesis, señora Alemany. Si tuviera que apostar por alguno de ellos, ¿quién diría que tomó esa foto?
Sílvia se encogió de hombros.
—Eso no es justo, inspector. —Al ver que él la observaba con una mirada inquisitiva, prosiguió—: Lo que voy a decir le parecerá un intento de desviar el asunto, pero, para serle sincera, creo que el único de nosotros capaz de algo así era Gaspar Ródenas. No, no en el sentido que usted cree. Gaspar pertenecía a varias asociaciones para la defensa de los animales, y puede que quisiera una foto del árbol para denunciar lo sucedido.
Héctor asintió. Era probable, aunque en el expediente de Ródenas no se hacía mención alguna al ecologismo o a los derechos de los animales.
—Le extrañará que sepa ese detalle de Gaspar Ródenas, pero cuando sucedió la tragedia repasé su expediente laboral. Compréndalo, fue todo un shock que alguien a quien veíamos todos los días se convirtiera de repente en un asesino suicida. Así que revisé los test psicotécnicos y los informes que se realizaron sobre él durante los años que trabajó aquí. En uno de ellos se mencionaba ese dato y por eso lo recuerdo.
—¿Había algo en esos test que pudiera predecir lo que hizo?
Sílvia Alemany negó con la cabeza.
—Si lográramos ver eso con una prueba tan simple, ustedes no tendrían trabajo, ¿no cree?
Había poco más que añadir y Héctor aceptó el ofrecimiento de Sílvia Alemany de visitar la empresa acompañado por Saúl Duque.
—Se la mostraría yo, inspector, pero tengo una reunión dentro de diez minutos.
—¿Su hermano no ha vuelto aún? Me comentó que se iba de viaje.
—¿Qué hora es? —Al ver que eran ya las once y cuarto, prosiguió—: Debe de estar a punto de llegar, aunque quizá pase antes por casa a dejar la maleta. ¿Quería verlo?
—No, no es necesario. Muchas gracias por todo.
—Si necesita algo más, ya sabe dónde encontrarnos. —Ella se había levantado, señal inequívoca de que el encuentro tocaba a su fin—. Inspector, confío en que será discreto con los trabajadores. Bastantes comentarios desagradables ha habido después de las muertes de Gaspar y de Sara…
—Tranquila —dijo Héctor—, intentaré que no cunda el pánico.
—Estoy segura de que lo hará.
Fue un falso elogio, la satisfacción que traslucía la voz de Sílvia Alemany era demasiado evidente para que Héctor no la percibiera. Y, sin tener muy claro por qué, eso le jodió aún más. Lo que ni él ni la propia Sílvia sabían era que ese aire de confiada superioridad se haría añicos unas dos horas más tarde, cuando Víctor llegara a la empresa y, a puerta cerrada, mantuviera con su hermana una conversación confidencial que borraría de ella el menor atisbo de buen humor.