El AVE de las nueve y diez de la mañana salió con puntualidad de la estación de Atocha, lleno en su mayoría de hombres y mujeres de negocios que, portátil en mano, aprovechaban esas tres horas para trabajar o cuando menos para mirar la pantalla con cara de intensa concentración. Embutidos en sus uniformes de combate, lanzaban bombas en forma de e-mails incendiarios o estudiaban el mejor plan de ataque. O al menos así los veía Víctor Alemany esa mañana de viernes en la que se sentía de un humor especialmente bueno. Casi pletórico. Aunque en su aspecto externo se distinguía poco de esos otros soldados, por dentro sabía que su guerra estaba a punto de terminar, saldada con una victoria tan rentable como gloriosa.
Había sido una semana intensa, la culminación de otras reuniones esporádicas que comenzaron meses atrás. Por mucho que Octavi le aconsejara prudencia, toda la negociación se le había hecho tan larga, tan fastidiosamente eterna, que después del verano estuvo a punto de zanjarla aceptando la oferta sin más dilaciones. Y es que lo que Víctor quería por encima de todo era empezar de nuevo, con Paula y sin lastres. Sin una empresa familiar que llevaba adherida, cual siamés parásito, desde que tenía uso de razón. Durante años había creído que ése debía ser el núcleo de su existencia: dirigir la empresa, sacarla adelante, hacerla crecer. Algo que, en contra de la opinión general, había logrado. ¿Y para qué? Para que su vida sólo cambiara por fuera: un coche más grande, trajes más caros, algún viaje absurdo a un destino exótico sólo en apariencia. Aburrida, sí, así había sido su realidad hasta que conoció a Paula. Sonrió al pensar que precisamente gracias a los laboratorios y a sus nuevas campañas había llegado a conocer a Paula de la Fe. Ni siquiera le sonaba su cara, ya que veía poco la televisión y menos aún series de producción nacional. Tal vez por eso la trató con más naturalidad, tal vez por eso ella se había fijado en él. O tal vez no. Lo mismo daba, no merecía la pena pensar en los porqués. El resultado era que él y Paula estaban juntos, que el aburrimiento parecía desterrado a un pasado remoto y que, poco a poco, él había empezado a vivir de verdad; no a respirar, comer, dormir e incluso follar, poco y de forma mecánica.
A los cuarenta y tantos años, Víctor Alemany se había enamorado como sólo lo hacen los cuarentones frustrados o las adolescentes feas: sin medida. Quería viajar con ella, pasar el día con ella, y si hubiera sido un monarca de la era feudal, habría puesto el reino a sus pies. A ratos, le asaltaba el temor de estar sobrepasándose, de hallarse a punto de tirar por la borda todo lo que hasta entonces había sido su vida, de que esa euforia que le avasallaba por las mañanas hasta casi hacerle estallar fuera el preludio de una caída en picado. En esos momentos pensaba en su padre, muerto en la cama de una putita joven no porque estuviera cometiendo un exceso, como dijo Sílvia, sino porque su cuerpo no estaba acostumbrado a divertirse. El corazón también se oxida, pensaba Víctor, pero él había reaccionado a tiempo. Y, una vez ese órgano se ponía en marcha, no había fuego enemigo que pudiera pararlo.
La decisión de vender Laboratorios Alemany germinó después de una conversación con Paula, en la que por primera vez en su vida confesó a alguien lo mucho que se aburría. Y ella, más joven, le había dado una respuesta que irradiaba lucidez a espuertas: «Es tuya, Víctor. Es tu empresa. No eres como los demás empleados que están obligados a trabajar en ella. Tú puedes elegir». «Elegir», un verbo que en casa de los Alemany se había usado poco y siempre en sentido negativo. Su hermana, por ejemplo había «elegido mal» años atrás y había pagado las consecuencias. Sin embargo, él, a quien su padre reprendía a menudo por su indecisión, se había llevado el premio.
Sin duda había llegado el momento de escoger, o al menos de plantearse la posibilidad de hacerlo… Había pedido consejo a Octavi Pujades, por supuesto, y éste había intentado reprimir esas ganas de cambio que amenazaban con arrollarlo todo en una época en que la situación económica hacía desconfiar de las buenas ofertas y de las decisiones repentinas. Prudencia, moderación, seny, argumentos razonados que perdieron su fundamento cuando a la pobre mujer de Octavi le diagnosticaron el cáncer que la condenaba a una muerte anticipada. A partir de ese día, Octavi Pujades no tuvo más remedio que darle la razón en sus planteamientos básicos, aunque siguió obligándolo a mantener la negociación en el mayor secreto y a ser cauto en los acuerdos con aquellos inversores que habían surgido como caídos del cielo y cargados de dinero en efectivo. Aprovechando la baja de Octavi, ambos habían podido reunirse varias veces con los futuros compradores a espaldas de todos, en especial de Sílvia, no porque ella tuviera autoridad para impedir una venta, sino porque la presión de su hermana habría sido una carga añadida a todo el asunto. Sólo la malograda Sara podía haber sospechado que su jefe y el director financiero se llevaban algo entre manos, pero a Víctor le constaba que su secretaria era leal.
Ahora sí, pensó Víctor, no podía postergar más hablar con Sílvia. Había estado a punto de sincerarse con ella en Navidad, y si no lo hizo fue más por pereza que por miedo, porque el acuerdo era casi firme. Pero Octavi le aconsejó esperar hasta enero, hasta esa última reunión que se acababa de celebrar, y Víctor concluyó que no había nada malo en ello, en fingir un poco más aunque en el fondo eso le hiciera sentirse mal. Como en la cena de empresa, su último acto, aquella pantomima que había representado con la convicción de un actor consumado.
Y fue al pensar en aquel evento cuando su memoria, aquella facultad caprichosa y traicionera, decidió capturar el hilo que andaba deambulando por su cerebro desde que el inspector de acento argentino le había enseñado aquella foto horrible, y lo unió a otro recuerdo con la fuerza de un puñetazo.
—Toda mujer quiere sentirse hermosa.
La voz de Víctor Alemany, director general de los laboratorios que llevan su nombre, se impone sin dificultad en la sala, a pesar de que, a oídos de algunos, la afirmación suena más bien pomposa, desubicada en los tiempos que corren. No obstante, los presentes se limitan a expresar su desaprobación a través de muecas irónicas, que enseguida quedan ocultas bajo una máscara de atención educada: sólo se oye algún carraspeo aislado, el ruido de alguna cucharilla que roza el plato de postre. Las casi cien personas que se hallan en una de las salas de los laboratorios, eficazmente convertida por una noche en salón comedor, se preparan para escuchar el discurso, o al menos para fingir que lo hacen. Forma parte de la tradición: cada año se celebra una cena de empresa por Navidad, cada año el director toma la palabra durante unos minutos, cada año se aplaude respetuosamente al final. Luego la fiesta, si es que puede llamarse así, sigue adelante sin más interrupciones. Por tanto, puede decirse que la mayor parte de las caras que observan a Víctor Alemany muestran un interés circunstancial, el mismo con que escucharían al padre de la novia que se empeñara en pedir un brindis por la feliz pareja. Nadie espera que diga nada original, ni interesante, pero hay que sonreír y atender.
Esta noche, sin embargo, tras las cinco palabras iniciales, las luces descienden poco a poco hasta que el salón queda a oscuras y en la pared situada detrás del señor Alemany aparece proyectada la reproducción de un cuadro. Una mujer de piel blanca y melena rubia —tan larga que su dueña cubre con ella parte de su desnudez— se mantiene en equilibrio sobre una gran concha que flota en un mar plácido. A su izquierda, suspendida en el aire, una pareja abrazada de dioses alados —podrían ser ángeles, aunque todo el mundo sabe que no tienen sexo— agita con su aliento sus rubios cabellos y, al otro lado, una dama vestida de blanco sostiene un manto rosado, listo para envolver a la recién llegada, como si su belleza fuera demasiado extrema para los pobres mortales. Todos conocen esa imagen, aunque hay quien tendría problemas para acertar el nombre exacto del cuadro o el autor. En cualquier caso, no se trata de un examen de historia del arte, y enseguida otra imagen se superpone a la anterior. Es un detalle de la misma mujer, el rostro de la misma Venus de cabellos dorados. Sus ojos color miel tienen la mirada perdida; la tez, aunque ligeramente sonrosada en las mejillas, es de una blancura sin mácula; la boca, de labios apenas carnosos, permanece cerrada, sin sonreír. La mujer se muestra ajena a su entorno. Joven, pura, intemporalmente bella.
—El canon de belleza ha ido cambiando a lo largo de los siglos.
Víctor Alemany pronuncia su segunda frase de la noche, una obviedad que, al menos, no resulta políticamente incorrecta y que precede a una colección de hermosos rostros femeninos que se suceden en la pared al ritmo de una canción. No siguen un orden cronológico, de manera que el busto sereno de Nefertiti se alterna con la cara, sensual y casi salvaje, de una Brigitte Bardot adolescente, y una madonna renacentista de aspecto plácido da paso a la faz, maquiavélicamente atractiva, de la madrastra de Blancanieves. Nadie sabe quién ha hecho la selección, pero la primera impresión es que, quienquiera que sea el responsable, tiene una fuerte predilección por las mujeres rubias. Frías o voluptuosas, tranquilas o arrebatadoras, ocupan más de la mitad de las imágenes que se proyectan. Casi es un alivio que de repente surja el rostro de ébano brillante de Grace Jones, a quien la mayoría de los allí presentes reconoce entonces como la voz grave de la melodía de fondo, «I’ve Seen That Face Before», una especie de tango electrónico a ritmo de acordeón. Son esos rasgos extremos y andróginos los que dan paso a una rápida sucesión de fotografías de mujeres desconocidas, de edades y bellezas diversas.
Poco después termina la proyección y, por un instante, los presentes dudan sobre si deben o no aplaudir. Alguien empieza tímidamente y otros le imitan. Sin embargo, el conato de aplauso queda acallado por Víctor Alemany, quien, aunque agradece el gesto con un asentimiento de cabeza, levanta la mano derecha, como un líder político que sabe que lo mejor aún está por llegar.
—Durante años, nos hemos dedicado a ofrecer a las mujeres la posibilidad de sentirse hermosas, la ilusión de recuperar la juventud perdida. Y, lo más importante, a un coste de lo más razonable. Nuestra marca ha sido sinónimo de calidad y buen precio, y son esos dos conceptos básicos los que nos han traído hasta el día de hoy durante más de seis décadas.
Empieza ahí el discurso más clásico, el que todos esperaban al principio. El que se remonta al nacimiento de la empresa. Repasa el año que termina: ha sido un período turbulento, de reestructuración, de cambios. Pese a que de momento no pueden quejarse de los resultados, se esperan tiempos difíciles. En la mesa más cercana a Víctor Alemany, dos personas se miran. Amanda Bonet y Brais Arjona son conscientes de que han sido parte de esos cambios: caras nuevas en una empresa con más de medio siglo de historia.
El director general prosigue: se acercan años difíciles, a nadie se le escapa, pero él está seguro de que están preparados para los nuevos retos. La empresa ha tomado decisiones arriesgadas, sí, aunque con un objetivo, una meta, una ilusión. La nueva línea de productos ya está en el mercado. LA/Young. Un nombre pretencioso, muy discutido al principio y finalmente aprobado por real decreto. Un logotipo, Y, que ahora aparece en la pared, anunciando el inicio de una segunda proyección.
Los más directamente involucrados en Y saben lo que viene a continuación. El publirreportaje se rodó justo antes del verano, por eso la piel de los participantes muestra un leve bronceado. Alfred Santos es el primero en salir en pantalla para presentar la línea de productos: cremas suaves para pieles jóvenes, un segmento de mercado al que Laboratorios Alemany no se había dirigido específicamente hasta ahora. Pieles que no necesitan cremas reafirmantes, sino otras que aporten luminosidad. Además, y Víctor Alemany lo sabe bien, su público objetivo va más allá, porque muchas mujeres de treinta a treinta y cinco años se sienten igualmente jóvenes. De ahí que Brais Arjona eligiera como modelo para las fotos de toda la línea a Paula de la Fe, que había alcanzado cierta notoriedad interpretando el papel de una profesora liada con un alumno en una teleserie. Paula tiene veintinueve años, aunque en la serie se supone que acaba de terminar la carrera y posee un aspecto juvenil. Lo que ni Brais ni nadie del equipo podían figurarse era que su jefe y Paula iniciarían una relación que aportaría a la marca una celebridad inesperada y un poco frívola, en opinión de Sílvia. A Víctor le habría gustado que Paula estuviera con él esta noche, pero al final se ha impuesto el criterio de Sílvia, «Esto es una cena de empresa», y ha decidido no discutir con su hermana. Ya no merece la pena.
El reportaje prosigue con Amanda, que bien podría ser la modelo de la campaña, hablando del diseño del envase, alejado del bote clásico que evoca las cremas de mamá. Y tras ella, Brais Arjona, brand manager de la línea Y, expone con elocuencia los conceptos de marketing: juventud, innovación, libertad. Todos se mezclan en la campaña que nos presenta a Paula de la Fe recién levantada, obligada a ir a trabajar después de una noche de juerga cuyos estragos se ven rápidamente redimidos por una ligera capa de After Hours, la crema estrella de la gama. Mientras se aplica el producto, una ojerosa aunque contenta Paula tararea el estribillo de una canción; por fin, cuando el espejo le devuelve una imagen perfecta, la canción suena a todo volumen y reconocemos, si no el título o la banda —«Alright» de Supergrass—, sí el estribillo: «We are young, we are free», el lema de la campaña, pensado para quienes conocen la canción y, por tanto, no son ni tan young ni tan free como les gustaría ser.
Al final de la presentación se oye un aplauso amable y casi sincero. Víctor abandona el puesto de orador y antes de volver a la mesa, con su hermana, con los demás, decide pasar por su despacho un momento, para dejar sus papeles. Camina deprisa, hablar en público siempre le ha puesto un poco nervioso.
Antes de entrar en su despacho ve luz en el de Sílvia y se acerca a la puerta, que está entornada. Víctor se sobresalta cuando, al tratar de abrir, se encuentra a Sara.
—¡Sara! ¿Qué haces aquí?
Sara Mahler, siempre tan eficiente, parece azorada. Y torpe, porque mientras balbucea que de repente se acordó de que Sílvia le había pedido unos papeles, se le cae la carpeta que llevaba en la mano. Su jefe, amable, se dispone a ayudarla, aunque ella se agacha y se apresura a recoger todo el contenido. Pero algo capta la atención de Víctor, aunque en ese instante no le da más importancia.
Una foto campestre, un paisaje montañoso. Víctor apenas tiene tiempo de distinguir la imagen de un árbol, visto desde lejos, y menos aún de advertir que algo cuelga de sus ramas, antes de que Sara, de nuevo eficiente, lo guarde en la carpeta y salga del despacho con un simple:
—Vamos, Víctor. El anfitrión no debería ausentarse de la fiesta.