Las luces azules de los coches patrulla bañaban la plaza Urquinaona, ante la sorpresa de los cuatro mendigos, pasados de alcohol, que solían usar los bancos de madera como colchón y que aquella noche no podían dormir.
Héctor se identificó y descendió la escalera del metro sin poder evitar una sensación de malestar. Los suicidas que escogían ese medio para realizar su salto del ángel eran bastantes más de los que se publicaban en los medios, más de los que se contabilizaban en las estadísticas, aunque no tantos como afirmaban las leyendas urbanas. Algunas citaban incluso la existencia de «estaciones negras», andenes desde los cuales el número de personas que decidía acabar con su vida era desproporcionadamente más alto de lo habitual. En cualquier caso, y para evitar lo que se conocía como «efecto llamada», esas muertes se ocultaban al público. Héctor siempre había pensado, sin más pruebas que la intuición, que dichos suicidios eran más fruto de un momento de desesperación que un plan trazado de antemano. El borde del andén, la posibilidad de acabar con los problemas sólo dando un paso —en un instante terrible del que no había vuelta atrás— se imponían al miedo natural a una muerte dolorosa, a la visión del propio cuerpo cercenado.
De todos modos, el procedimiento policial se caracterizaba por la rapidez de actuación: retirar el cadáver lo antes posible y restablecer el servicio, aunque en ese caso, dada la hora, disponían de un tiempo extra; sepultar el hecho bajo la coartada de una incidencia o una avería durante el rato en que, obligatoriamente, la circulación quedaba suspendida. Por eso le extrañó que el agente Roger Fort, que esa noche estaba de turno, se hubiera tomado la molestia de llamarlo a casa de madrugada para informarle de lo sucedido.
El mismo Roger Fort que en ese momento le miraba con una expresión titubeante mientras el inspector Salgado descendía el segundo tramo de escaleras que conducía al andén.
—Inspector. Me alegro de que haya venido. Espero no haberle despertado.
Había algo en ese chico, una formalidad respetuosa, que Héctor apreciaba y de la que recelaba al mismo tiempo. En cualquier caso, Fort era el reemplazo más improbable a la joven, resolutiva y más bien descarada Leire Castro. Héctor estaba convencido de que lo último que se le habría ocurrido hacer a la agente Castro en esas mismas circunstancias habría sido apelar a instancias superiores; sin duda se había sentido capacitada para resolverlo ella sola. Ésa era la única objeción que Héctor podía poner a su trabajo: Leire era incapaz de esperar a que los demás llegaran a sus conclusiones; se anticipaba y movía ficha por su cuenta, sin encomendarse a nadie. Y ése era un rasgo que no siempre estaba bien visto en un trabajo donde orden y disciplina seguían siendo considerados sinónimos de eficacia.
Pero, muy a su pesar, Castro estaba de baja por embarazo y el comisario Savall le había colocado en el equipo a ese agente recién llegado de Lleida. Moreno, con una perenne sombra de barba que se empeñaba en salir a pesar de los afeitados, de estatura media y complexión de jugador de rugby; el apellido parecía encajarle a la perfección. Como Leire, aún no había cumplido los treinta. Ambos pertenecían a la nueva hornada de agentes de investigación que estaba llenando el cuerpo de los Mossos d’Esquadra de chicos que a Salgado le parecían demasiado jóvenes. Tal vez porque a sus cuarenta y tres años se sentía a veces como un viejo de setenta.
—No me despertaste. Pero no sé si yo me alegro de que me llamaras.
Fort, algo desconcertado por la respuesta, se sonrojó.
—El cadáver ya está cubierto y se ha procedido a retirarlo, como manda…
—Espera. —Salgado odiaba la terminología oficial, que solía ser el refugio de los incompetentes cuando no sabían qué decir. Y repitió entonces algo que le habían dicho a él cuando empezaba, una de esas frases que en su momento le pareció ridícula pero que ahora, años después, había cobrado sentido—. Esto no es una serie de las diez de la noche. El «cadáver» es una persona.
Fort asintió y el rojo de sus mejillas se hizo más intenso.
—Perdón. Sí, es una mujer. De entre treinta y cuarenta años. Se está buscando el bolso.
—¿Saltó a las vías con él?
El agente no contestó a la pregunta y se ciñó a su guión.
—Quiero que vea las imágenes. Las cámaras del metro grabaron parte de lo ocurrido.
El ruido de voces procedente del andén dejó claro que algo pasaba.
—¿Quién más hay abajo?
—Dos chicos. Los de la patrulla están con ellos.
—¿Chicos? —Salgado se armó de paciencia, pero el tono evidenciaba su descontento—. ¿No me dijiste por teléfono que el suicidio se produjo poco antes de las dos? Creo que habéis tenido tiempo de sobra para tomarles declaración y mandarles a casa.
—Eso se hizo. Pero los chicos volvieron.
Antes de que Roger Fort tuviera oportunidad de dar más explicaciones, el vigilante de seguridad se acercó a ellos. Era un hombre de mediana edad, ojeroso y con semblante fatigado.
—Agente, ¿van a ver la cinta ahora o prefieren llevársela?
Hablando en plata, tradujo Héctor: «¿Me van a dejar terminar mi turno de una maldita vez?». El agente Fort abrió la boca para decir algo, pero el inspector se le adelantó.
—Vamos —decidió Héctor, sin mirar a su subordinado—. Luego me explicas lo de los chicos, Fort.
La cabina donde se registraban las imágenes de lo que sucedía en los andenes era pequeña y flotaba en ella un olor espeso, mezcla de sudor y encierro.
—Aquí tiene —se limitó a decir el vigilante—. Aunque tampoco espere gran cosa.
Héctor le observó de nuevo. O bien había gente que nacía para desempeñar un trabajo en concreto o bien el empleo iba moldeando a quienes lo realizaban hasta lograr la simbiosis entre persona y tarea. Aquel individuo de tez macilenta y aliento agrio, de movimientos lentos y voz sin inflexión alguna parecía el candidato perfecto para estar allí sentado ocho horas, si no más, observando aquel pedazo de vida subterránea a través de una pantalla de escasa resolución.
La cámara enfocaba el andén desde el extremo por donde entraba el convoy, y Salgado, Fort y el vigilante contemplaron en silencio la llegada del metro a la 01.49 exactamente. Héctor recordó al instante su sueño: tal vez por la tonalidad difusa y grisácea de la pantalla, los individuos que esperaban en el andén parecían cuerpos de rostro desdibujado y movimientos sincopados, como zombis urbanos. Justo cuando el pitido anunciaba la salida, un grupo de chavales, vestidos con tejanos anchos, sudaderas y gorras, entraron corriendo en el andén y, enfadados al ver que perdían ese tren, se liaron a golpes contra las puertas ya cerradas; una reacción tan absurda como inútil. Uno de ellos hizo un descriptivo gesto con el dedo ante la cámara cuando el metro arrancó dejándolos en la estación.
—Tuvieron que esperar seis minutos porque… —dijo el vigilante; su voz por fin expresaba algo parecido a la satisfacción.
—Ahí está, inspector —le interrumpió el agente Fort.
Cierto, una mujer entró por el extremo opuesto. No había forma de saber si era alta o baja. Morena, con abrigo negro y algo en la mano. Estaba tan alejada de la cámara que su rostro apenas resultaba visible. Por la distancia y porque, una y otra vez, volvía la cabeza hacia el lugar por donde había accedido al andén.
—¿Lo ve, inspector? No deja de mirar hacia atrás. Como si alguien la siguiera.
Héctor no respondió. Tenía la vista fija en la pantalla. En aquella mujer a la que, según el reloj que anunciaba la cuenta atrás para el siguiente metro, le quedaban poco más de tres minutos de vida.
Ella se mantenía apartada de las vías, de perfil a la cámara. En primer plano, dos de los cuatro chavales se habían sentado, o más bien tumbado, en los bancos. Héctor distinguió entonces a una chica entre ellos. Antes no la había visto. Shorts negros muy cortos y tacones altísimos, un anorak blanco. A su lado, uno de los chicos intentó agarrarla de la cintura, y ella, malhumorada, se desasió y le dijo algo que hizo que los otros dos prorrumpieran en carcajadas. El chaval se volvió hacia ellos, amenazante, pero ambos continuaron burlándose.
Héctor no perdía de vista a la mujer. Estaba incómoda, eso era obvio. Al principio había hecho ademán de ir hacia los chicos; sin embargo, al oír las risas se detuvo y apretó con fuerza el bolso. Nadie más había bajado al andén, pero ella seguía mirando obstinadamente hacia atrás. Quizá en un esfuerzo por ignorar a los adolescentes, a todas luces de origen latinoamericano. Dirigió por fin la mirada hacia lo que tenía en la mano y, pensativa, avanzó un par de pasos hasta colocarse en la línea amarilla que delimitaba la zona de seguridad, como si quisiera ganar unos segundos colocándose al borde del andén.
—Estaba mirando su teléfono móvil —apuntó Fort.
Y entonces todo pareció suceder a la vez. Los chicos se levantaron pegando brincos, ocupando toda la imagen al tiempo que el tren entraba en la estación.
—Ella tuvo que saltar justo en ese momento —dijo el vigilante, mientras en la pantalla el convoy se detenía, se abrían las puertas y el andén se llenaba de curiosos—. Pero no se ve por culpa de esos latinos. De hecho, fue el conductor del convoy quien dio la voz de alarma. Pobre tipo.
Es curioso, pensó Héctor, inspira más pena la figura del conductor que la de la suicida. Como si ésta se hubiera mostrado desconsiderada en su último acto.
—¿Y no hay más cámaras que capten la imagen desde otro ángulo? —preguntó Salgado.
El vigilante negó con la cabeza y añadió:
—Están las que controlan los tornos de entrada, para que la gente no se cuele sin pagar, pero durante ese rato nadie entró por ahí.
—Muy bien. Esto ya está visto —sentenció Salgado. Y si Fort le hubiera conocido mejor habría sabido que aquel tono seco presagiaba tormenta—. Nos llevamos la cinta y así este señor puede cerrar e irse a casa.
El vigilante no se opuso.
—Por Dios, Fort, dime que no me has hecho venir a estas horas sólo para enseñarme una grabación donde no se distingue nada. —Hacía apenas un par de semanas que estaba bajo sus órdenes, así que el inspector expresó su disgusto de la manera más educada posible en el corto trayecto que les separaba del andén, aunque hablar en voz baja no conseguía disimular el malhumor. Tomó aire; no quería pasarse de duro, y a esas horas de la madrugada era fácil dejarse llevar. Para colmo, el agente tenía una expresión tan compungida que Salgado se apiadó de él—. Da lo mismo, ya hablaremos de esto con calma. Ahora ya estoy aquí, así que vamos a zanjar el tema con esos chicos.
Y apresuró el paso escaleras abajo, dejando a Fort con la palabra en la boca.
Los chicos, sólo dos de ellos, estaban sentados en uno de los bancos, el mismo que habían ocupado antes. Ya no se reían, pensó Héctor al verlos totalmente rígidos. La juerga se había acabado de golpe. Mientras iba hacia ellos, intentó no ver las bolsas de plástico negro que había diseminadas por la vía. Se volvió hacia el agente.
—Asegúrate de que han terminado, y retirad el cuerpo ya.
La luz mortecina de la estación daba a los chicos un aspecto sucio. Dos agentes uniformados estaban de pie frente a ellos. Charlaban, en apariencia ajenos a los chavales, aunque sin dejar de vigilarlos. Cuando Salgado se acercó, ambos le saludaron y dieron un paso atrás. El inspector se quedó en pie y clavó la mirada en los adolescentes. Dominicanos, casi sin duda. Uno de ellos rondaba los dieciocho o diecinueve años; el otro, que a juzgar por el parecido debía de ser su hermano menor, era más joven que Guillermo. Trece, catorce a lo sumo, decidió Héctor.
—Bueno, chicos, es muy tarde y todos queremos terminar cuanto antes. Soy el inspector Salgado. Me decís vuestros nombres, me contáis lo que visteis y me explicáis por qué os dio por regresar —añadió al recordar lo que le había comentado Fort—. Después nos vamos todos a dormir, ¿de acuerdo?
—No vimos nada —saltó el más joven, mirando a su hermano con cierto rencor—. Estuvimos de joda por ahí y regresábamos a casa desde el Port Olímpic. Hicimos el transbordo de la línea amarilla a la roja, pero el metro se nos escapó. Por los pelos.
—¿Nombre? —repitió el inspector.
—Jorge Ribera. Y él es mi hermano Nelson.
—Nelson, ¿tú tampoco te fijaste en la mujer?
El chico de más edad tenía unos ojos muy negros y su cara reflejaba una expresión dura, desconfiada. Imperturbable.
—No, señor. —Miraba al frente sin fijar la vista en nadie. El tono de su respuesta sonó marcial.
—¿Pero la visteis?
El pequeño sonrió.
—Nelson sólo tiene ojos para su chica. Aunque ella le salió brava…
Salgado identificó entonces al que incordiaba a la chica del anorak blanco. Nelson fulminó a su hermano con la mirada. No obstante, Jorge debía de estar habituado porque ni siquiera se inmutó.
—Muy bien. ¿Había alguien más en la estación? —Héctor sabía que no, aunque siempre quedaba la posibilidad de que alguien hubiera entrado en el último momento. Sin embargo, ambos chicos se encogieron de hombros. Estaba claro que habían estado bastante entretenidos con la discusión entre Nelson y la chica—. De acuerdo. ¿Qué hicisteis luego?
—Nos echaron del metro, así que salimos corriendo para pillar el bus nocturno. Y cuando ya estábamos en la parada, Nelson me hizo volver.
Su hermano le apremió a seguir con un codazo y Jorge bajó la cabeza. Su desparpajo parecía haberse diluido de repente.
—Cuéntaselo —ordenó Nelson, pero Jorge se limitó a mirar hacia otro lado—. ¿O quieres que se lo diga yo?
El hermano pequeño soltó un bufido.
—Joder, lo vi en el andén. Antes de que se abrieran las puertas. El metro frenó de golpe, sin llegar a entrar del todo en la estación, y entonces me fijé en que había algo en el suelo. Lo agarré sin que nadie me viera.
—¿Qué era?
—Era un teléfono móvil, inspector —respondió Roger Fort, que se había acercado a ellos tras cumplir con las órdenes—. Un iPhone nuevecito. Éste.
Jorge miró la bolsa que sostenía Fort con una mezcla de frustración y deseo.
—¿Obligaste a tu hermano a venir para devolverlo? —Era obvio que así había sido, pero soltó la pregunta sin pensar.
—Los Ribera no robamos —repuso Nelson, muy serio—. Además, hay cosas que es mejor no ver.
El pequeño puso los ojos en blanco, como quien está harto de oír sandeces. Héctor lo notó y, tras guiñarle un ojo al hermano mayor, se dirigió a Jorge en tono muy severo.
—Muy bien, chaval. Tú y yo nos vamos a comisaría. Agente Fort, lléveselo.
—¡Eh, yo no he hecho nada! No puede…
—Hurto, alteración del escenario de una investigación. Resistencia a la autoridad, que es algo que añado yo por mi cuenta porque seguro que te vas a resistir. Y… ¿cuántos años tienes? ¿Trece? Estoy seguro de que al juez de menores no le gustará nada que un crío de esa edad ande «de joda», como tú dices, a las tantas de la madrugada.
El chaval parecía tan asustado que Héctor se contuvo.
—A no ser… A no ser que tu hermano, que parece un tipo sensato, me asegure que se va a ocupar de ti. Y tú me prometas que le harás caso.
Jorge asintió con la cabeza, con el mismo fervor que un pastorcillo al que se le aparece la Virgen. Nelson le rodeó los hombros con el brazo y, sin que su hermano lo viera, devolvió el guiño al inspector.
—Yo me ocupo de él, señor.
La estación casi estaba desierta, sólo quedaban allí Salgado, Fort, y dos empleadas del servicio de limpieza que, tras santiguarse, se pusieron a trabajar y se olvidaron rápidamente de que aquella estación había sido el escenario de una muerte violenta. El mundo debe seguir girando, pensó Héctor, cayendo sin querer en un lugar común. Sin embargo, resultaba casi escalofriante que todo continuara de una forma tan normal. En unas horas, la línea volvería a abrirse al tráfico, el andén se llenaría de gente. Y de aquella mujer sólo quedarían pedazos dispersos, guardados en bolsas de plástico negro.
—Hemos encontrado el bolso, inspector —dijo Fort—. La mujer se llamaba Sara Mahler.
—¿Era extranjera?
—Nacida en Austria, según su pasaporte. Pero vivía aquí, no era una turista. En su cartera hay también una tarjeta de esas de fichar. Trabajaba en unos laboratorios. «Laboratorios Alemany» —leyó.
—Habrá que ponerse en contacto con la familia, aunque eso puede esperar a mañana. Vuelve a comisaría, rellena el informe y empieza a localizar a los familiares. Y no los llames antes de que sea de día. Dejémosles una noche más de sueño.
Héctor estaba agotado. Le pesaban los párpados de puro cansancio y no tenía ni ánimos para echarle la bronca a Fort por haberle hecho ir hasta allí. Quería irse a casa, acostarse y dormir sin pesadillas. Probaría esos dichosos somníferos, pese a que la palabra, mezclada con lo que acababa de ver allí, le hacía pensar en una muerte indolora, aunque muerte al fin y al cabo.
—Hay algo más que quisiera enseñarle, señor.
—Hazlo. Te doy cinco minutos. —Recordó entonces que en apenas unas horas salía de viaje con su hijo, y pensó que los somníferos quedarían ya para otra ocasión—. Ni uno más.
Héctor se dejó caer en el banco y sacó un cigarrillo.
—No le digas a nadie que he fumado aquí o te empapelo.
El agente ni siquiera respondió. Le tendió el móvil a su superior mientras decía:
—Éste es el único mensaje que hay. Es extraño, la agenda está vacía y no consta ninguna llamada. Por lo tanto esto es lo que estaba leyendo en el andén, antes de…
—Ya.
Héctor miró la pantalla. Era un mensaje con sólo tres palabras, escritas en mayúscula, y con una foto adjunta.
NO TE OLVIDES
Cuando descargó la foto, Salgado comprendió por qué le había llamado Fort y por qué aquel chaval dominicano había arrastrado a su hermano de la oreja para que devolviera el dichoso móvil.
Primero creyó que eran unas cometas atrapadas en un árbol. Luego, tras ampliar la foto y ver bien los detalles, se percató de que no. Había un árbol, sí, de ramas gruesas y sólidas. Pero lo que colgaba de él, los tres bultos que estaban suspendidos mediante cuerdas, eran animales. Los cuerpos rígidos de tres perros ahorcados.