19

—Y ahora ¿qué vamos a hacer? —preguntó César.

Durante toda la reunión había intuido que Sílvia ansiaba quedarse a solas con él, contarle algo, pero en ningún momento imaginó que el asunto sería tan grave.

Ella no contestó, y nada daba pie a pensar que fuera a hacerlo. Parecía absorta en la contemplación de la alfombra, una barata de Ikea que tenía una mancha de café en una esquina.

—Sílvia —insistió, dando un paso hacia esa mujer que solía tener respuesta para todo—, ¿me estás escuchando? No entiendo por qué has esperado a que se fueran para contármelo. A ellos también les afecta. Nos afecta a todos.

Se volvió hacia él con un gesto brusco y por un segundo César no supo si la expresión de desdén dibujada en su cara iba dirigida a la alfombra sucia, al piso en general o exclusivamente a él. Lo que Sílvia dijo a continuación, sin embargo, lo sacó de dudas.

—No digas tonterías. ¿No te das cuenta de que uno de ellos es el responsable de esto?

Ellos, es decir, Brais, Amanda y Manel, habían llegado dos horas y media antes, tal como habían quedado. Brais Arjona fue el primero en llamar a la puerta, pero, por suerte para César, Amanda apareció un poco después. Manel fue el penúltimo, y todos, sumidos en un silencio incómodo, se dedicaron a esperar a Sílvia durante quince largos minutos, una eternidad que César habría aliviado con un cigarrillo de haberlo tenido. Hasta donde sabía, ninguno de los allí presentes fumaba, así que se tragó las ganas a sorbos de cerveza. Al menos Brais le acompañaba en eso; Manel y Amanda habían rechazado su ofrecimiento con esa amabilidad forzada de las visitas, y él no tenía otra clase de bebidas en una nevera que ya nunca estaba llena. Cuando por fin llegó Sílvia, sorprendentemente tarde, César soltó un profundo suspiro, como si hubiera estado conteniendo la respiración durante todo ese rato o como si expulsara el humo de un cigarrillo imaginario.

—Perdonad —dijo ella al entrar, en un tono que César no se creyó del todo—, este barrio es terrible. No encontraba aparcamiento.

Los cinco estaban sentados alrededor de una mesita de centro: tres en el sofá, con Brais en medio, Sílvia en la butaca adyacente y César en una de las sillas que había llevado hasta allí desde la mesa del comedor. Nadie decía nada, por inercia o por nerviosismo; fue Brais quien abrió fuego con la misma pregunta que, un rato después, ya en un salón casi vacío, formularía César.

—¿Qué vamos a hacer?

César buscó la complicidad de Sílvia con la mirada, sin embargo, al notar que ella no le seguía el juego, decidió tomar la palabra. La postura de ambos estaba clara: lo habían hablado hasta la extenuación durante los últimos dos días.

—Estamos aquí para decidirlo entre todos, ¿no? —Y tras unos segundos añadió—: Por cierto, fui a ver a Octavi el otro día. No ha podido venir, pero acatará lo que acuerde la mayoría.

—¿Cómo está su mujer? —dijo Amanda.

Se trataba de una pregunta absurda, porque todos sabían cómo estaba realmente la esposa de Octavi Pujades. Y porque no se habían reunido allí para intercambiar comentarios corteses.

César iba a responder que todo seguía su curso inevitable cuando Manel Caballero le interrumpió, dirigiéndose a Sílvia.

—Perdón. ¿Se encuentra bien? —Era el único que le hablaba de usted a esas alturas, quizá porque era bastante más joven, o tal vez porque en su trabajo cotidiano de laboratorio apenas tenía relación con ella.

Todos miraron a Sílvia Alemany, que, en efecto, estaba muy pálida, como si algo le hubiera sentado mal.

—Me encuentro bien, gracias —dijo ella, y al hablar su cara fue recobrando el color—. Y me sentiría bastante mejor si no tuviera que defenderte ante tu jefe a todas horas. No, no me mires con esa cara, Manel, ya sabes de qué te hablo. En una situación tan delicada como ésta lo que menos interesa es que alguien dé la nota, ¿no crees?

César disimuló una sonrisa. Aquélla era la Sílvia de siempre: la mujer que tomaba la iniciativa, que no se arredraba. Que se expresaba con firmeza y convicción.

—Brais ha hecho una pregunta y quiero contestarle con otra —prosiguió ella, ya al mando de la situación—. ¿Qué opciones crees que tenemos?

Aguardó unos segundos para que todos procesaran la cuestión y continuó hablando.

—Esa noche todos llegamos a un acuerdo que, al menos por parte de algunos, entre los que me incluyo, se ha cumplido a rajatabla. Parece necesario que os recuerde que hasta ahora nadie sabe nada de lo que pasó allí arriba. Me consta que la policía cerró el caso de Gaspar y estoy segura de que harán lo mismo con el de Sara si no nos ponemos nerviosos.

—Pero… —intervino Amanda— ¿qué les ha pasado? ¿Por qué han muerto?

La simplicidad de la pregunta los dejó a todos sin palabras. Amanda había hablado en voz baja, como era su costumbre, aunque era evidente que no se trataba de una pregunta retórica y César se sintió obligado a darle una respuesta.

—Sé que Gaspar Ródenas estaba muy abatido, y a pesar de ello me sorprendió mucho que llegara a ese extremo. En cuanto a Sara… Tal vez fue un accidente o tal vez sufrió un desmayo en el peor momento.

—Por favor, César, no nos andemos con tantos rodeos —repuso Brais—. Que yo sepa, no has colocado micrófonos en esta sala, ¿no? Entonces hablemos claro. —Hizo una pausa antes de proseguir—. Allí arriba hicimos un pacto, como bien ha dicho Sílvia. Y Gaspar Ródenas se arrepintió al instante: todos lo vimos e intentamos convencerlo de que mantuviera su palabra. ¿No es así?

—Así es —concedió Sílvia.

—Por lo que se refiere a Sara, creo que el caso es distinto. Al menos yo no vi en ella la menor señal de depresión o de remordimientos, aunque debo admitir que no era una mujer fácil de interpretar.

—Te aseguro que no —dijo Amanda casi sin pensar, y todos se volvieron hacia ella—. Quiero decir que era muy reservada, muy suya… Era imposible saber qué le pasaba por la cabeza.

A pesar de que resultaba bastante obvio que la aclaración no revelaba todo lo que Amanda había querido decir, no añadió nada más. Con un gesto inconsciente se subió las mangas de la americana negra que llevaba y enseguida volvió a bajárselas.

Brais, que estaba a su lado, decidió que no era el momento de insistir.

—Bien. Dicho esto, cabe la posibilidad de que, como Gaspar, Sara no aguantara la presión. O simplemente que eso fuera la gota que colmara el vaso. Nunca me pareció una mujer feliz.

César miró a Sílvia: habían planeado conducir ellos la discusión, sin embargo, Brais estaba llevando la voz cantante y en un sentido que, al menos hasta ese punto, coincidía con sus intereses. Ella asintió con un gesto casi imperceptible.

—No quiero ser frío, pero lo que en estas circunstancias me preocupa, la razón por la que propuse que nos viéramos hoy, no son precisamente Gaspar o Sara, sino esas dichosas fotos. ¿Quién coño las manda? ¿Y qué pretende? Porque, además, tiene que ser uno de nosotros.

Brais lanzó una mirada directa a Manel, quizá con alguna intención o quizá sólo porque estaba sentado a su lado. En cualquiera de los casos, el analista de laboratorio reaccionó, ofendido.

—Oye, si estás insinuando que yo me dedico a enviar esas cosas te equivocas. —Había enrojecido y la voz le salió algo más aguda de lo normal—. También yo recibí el e-mail. Creo que aquí la única persona que no sabía nada de esto hasta que yo se lo comenté era Amanda.

—Descarto sin abrir la mitad del correo que recibo —repuso ella, tajante—. Pero te aseguro que si estuviera haciendo eso me habría asegurado de enviármelo a mí misma también. No soy tan idiota.

—Eh, eh, no nos pongamos nerviosos —terció César—. Antes de que empecemos a acusarnos, hay algo en lo que no has pensado, Brais. —Resultaba evidente que le complacía sobremanera señalar algo que el otro hubiera podido pasar por alto—. Está claro que sólo uno de nosotros pudo sacar esa foto, Dios sabe con qué intención. Tal vez se la enseñó a alguien o se la envió, a algún amigo, conocido, pareja… No sería tan extraño, verlos allí fue un shock.

Todos negaron.

—Ni se me ocurrió sacar fotos ni se lo he dicho a nadie —aclaró Amanda—. Quizá Sara sí lo hizo… Ya visteis lo afectada que estaba por el tema de los animales.

Brais abandonó sus reflexiones y, por fin, retomó la palabra con el tono categórico que le caracterizaba.

—Sea como sea, esos mensajes indican que alguien quiere recordarnos lo que pasó. Y todos sabemos que los perros son sólo un símbolo. Mi pregunta es: ¿para qué? ¿Qué diablos busca con eso?

Nadie tenía la respuesta, al menos en apariencia, así que Sílvia se decidió a tomar las riendas de la conversación de nuevo, aunque tuvo que esperar unos instantes ya que sonó un móvil, el de Amanda, que colgó sin responder.

—Seamos lógicos, Brais. Eso no podemos saberlo, así que lo más práctico será dejar de lado ese asunto y decidir qué es lo que vamos a hacer. Mirad, estoy segura de que los mossos no tardarán en aparecer por la empresa aunque sea para una visita rutinaria. Al fin y al cabo, en cinco meses han muerto dos personas vinculadas con los laboratorios. No tienen por qué sospechar nada más, pero vendrán a vernos por lo de Sara. Lo hicieron cuando sucedió lo de Gaspar…

—Lo que Sílvia quiere decir —intervino César— es que debemos actuar con normalidad. A priori, el suicidio de Sara no tiene nada que ver con nosotros.

—¿Y si preguntan por las fotos? —inquirió Manel—. No sabemos si ella también recibió una. La mía llegó unos días después de su muerte; quizá la persona que las envía le mandó una a ella antes. Y otra a Gaspar.

—¿Como una especie de sentencia de muerte? —César quiso ser irónico, pero no lo consiguió del todo.

—Desde luego yo no pienso saltar por la ventana, ni pegarme un tiro —afirmó Brais—, así que por mí pueden seguir enviando fotos hasta que se cansen.

—Si preguntan por las fotos les contaremos la verdad —dijo Sílvia—. No tenemos nada que ocultar. Encontramos a esos pobres galgos, o sabuesos, o lo que sea, colgados de un árbol e hicimos por ellos más de lo que habría hecho la mayoría de la gente. Y si, como tú dices, hay un tarado que se dedicó a fotografiarlo y ahora le ha dado por gastarnos una broma, tampoco creo que tenga mucha más importancia.

Tal como lo dijo, parecía pensado para que alguien se diera por aludido; no obstante, nadie se considera a sí mismo un tarado, pensó César.

—No hemos tenido en cuenta a Octavi —recordó Amanda—. Tal vez, con todo lo que le está pasando a su esposa…

—¡Octavi no nos traicionaría nunca, Amanda! —cortó Sílvia—. Me gustaría poder estar tan segura de todos como de él.

Amanda se ruborizó, un acto inconsciente que, sin embargo, la mostró más guapa que nunca. Incluso Brais, poco sensible a la belleza femenina, tuvo ganas de protegerla.

—¿Me estás acusando de algo? —murmuró—. ¿A mí?

—Sólo digo que si esto sale a la luz, algunos perderemos más que otros. Pero quiero recordaros algo: todos compartimos la responsabilidad, el pacto fue unánime.

La terminología casi hizo reír a César. Pacto, responsabilidad, unánime.

—No nos apartemos de la cuestión —dijo cuando Sílvia le lanzó una mirada fulminante—. ¿Estamos de acuerdo en lo que vamos a hacer?

Asintieron. Aunque a César no le gustara la expresión, el grupo renovó el «pacto». Algo a lo que ya parecían haberse acostumbrado.

«No digas tonterías. ¿No te das cuenta de que uno de ellos es el responsable de esto?».

La pregunta de Sílvia se quedó en el aire, hiriente como un insulto.

—No tiene por qué ser así —repuso César, aunque, obviamente, era una posibilidad bastante razonable.

—¿Ah, no? ¿Cómo si no iban a saber lo que hicimos? —No estaba enfadada con él, pero necesitaba descargar la tensión acumulada.

—¿Seguro que era un hombre?

—No estoy segura. La voz sonaba rara, como si masticara algo. ¿En qué piensas?

—Manel ha llegado tarde, poco antes que tú.

Ella suspiró, entre vencida y furiosa.

—Me da lo mismo quién sea. No pienso ceder.

—Entonces irá a la policía. ¡Tiene pruebas, te lo ha dicho! ¡Nos ha enviado la foto!

Sílvia se tomó su tiempo antes de contestar.

—No creo que lo haga —dijo por fin—. Al menos de momento. Ir a la policía terminaría con sus esperanzas…

—¿Y entonces?

—Me ha dicho que si no entregábamos el dinero, alguien más moriría de aquí al lunes.

César la miró como si no la conociera, como si aquella mujer que tenía delante no fuera la misma con la que pensaba casarse en unos meses.

—Eso lo cambia todo, Sílvia, ¿no te das cuenta? Por el amor de Dios, hay que ir a la policía y…

Lo cogió del brazo con fuerza.

—Ni se te ocurra. —Ella hablaba muy despacio y con cada sílaba la presión de su mano aumentaba—. No vamos a hacer nada en absoluto. ¿Me has entendido? Nada.