17

Sílvia Alemany se miró en el retrovisor interior del coche antes de arrancar. Dios, si la cara era el espejo del alma, a las dos les hacía falta un maquillador profesional. En el fondo a eso se dedican, pensó mientras maniobraba para salir del aparcamiento de la empresa. A falsear almas. Podía hacer una lista de sus productos: cremas rejuvenecedoras, nutritivas, antioxidantes… Lo mismo daba: su efecto sobre el rostro era a lo sumo circunstancial; la cara interior, la que importaba de verdad, envejecía sin remedio. Se agrietaba, se secaba, y no había bálsamo ni ungüento que lo evitara. Por eso las arrugas volvían a salir, por eso negocios como el suyo seguían siendo necesarios. En el fondo eran como el retrato de Dorian Gray: relegaban la vejez, la maldad y la podredumbre a ese rostro interno y secreto, manteniendo el visible medianamente puro, joven y hermoso. Pero el retrato estaba ahí, agazapado en tu interior, listo para traicionarte cuando menos te lo esperabas.

Su coche se mezcló con los muchos vehículos que entraban en Barcelona a esas horas de la tarde. Un ejército de seres obedientes e industriosos que se retiraba durante unas horas y que al día siguiente realizaría el trayecto en sentido contrario. Tan cansados y aburridos por las mañanas como por las noches: los hombres epsilon de 2011 que habían hallado la felicidad en las compras a plazos. Sonrió con ironía al pensar que ella al menos tenía el placer de ser por unas horas algo parecido a una mujer alfa. Una especie de reina consorte, necesaria y apreciada, aunque, como todas, levemente temida.

La fila de coches se detuvo y Sílvia se disponía a poner música cuando sonó el móvil.

—¿Sí?

El manos libres la desorientaba: siempre tenía la impresión de que el otro no la oía bien.

—¿Mamá?

—Hola, cariño. Estoy en el coche.

—Ya. Una cosa, ¿vendrás a cenar?

—No lo sé. Hay comida en casa, ¿no?

—Sí, claro. Pero Pol dice que está muerto de hambre y que le apetece pizza. Si tú no vienes, podríamos pedir una.

El coche de atrás tocó el claxon, impaciente. Sílvia se dio cuenta de que la cola había avanzado unos metros.

—Voy, voy…

—¿Qué?

—No, no es a ti, Emma. Estoy en un atasco.

—Ya. Bueno, ¿qué dices?

Sílvia dudó sólo un momento.

—No.

—Pero mamá…

—He dicho que no. Emma, hay pollo en la nevera. Y ensalada de pasta que hice ayer. Si no he llegado en una hora, prepara la cena para ti y para tu hermano, cariño.

Hubo unos instantes de silencio. Luego se oyó la voz de Emma: dócil y amable.

—Vale. Ya le había dicho que no querrías. No te preocupes por la hora. Yo me encargo.

—Gracias, cielo. Oye, te veo luego en casa, ya sabes que no me gusta hablar cuando conduzco. Hasta luego. Un beso… Y dile a Pol que no proteste.

—Un beso, mamá. Hasta la noche.

Sílvia lanzó un beso imaginario a su hija. Ojalá todos fueran como Emma, pensó con orgullo, mientras encendía la radio del coche. Estaba segura de que la cena estaría hecha y la cocina recogida cuando llegara. La había educado bien, lo cual no era tarea fácil en los tiempos que corrían. Pocas niñas de dieciséis años eran tan responsables, tan de fiar. Si al final se marchaba al extranjero a estudiar segundo de bachillerato, la echaría muchísimo de menos. Aún no había decidido qué hacer y no podía demorarlo demasiado. Y eso no era lo único que tenía pendiente. La boda, sin ir más lejos. Por sencilla que fuera la ceremonia, había una serie de cosas que hacer… Suspiró. En ese momento no estaba de humor para pensar en festejos. Incluso se le había ocurrido la posibilidad de retrasarla, aunque no sabía cómo se lo tomaría César. Y, a pesar de que no lo admitía a menudo, lo cierto era que le apetecía casarse con él. Tener a alguien en ese asiento de copiloto que llevaba años vacío. No se trataba del amor de su vida. Gracias a Dios, ése ya lo había superado, como si fuera el sarampión, y había quedado inmunizada para siempre. En César buscaba otra cosa: respeto, compañía ahora que los niños empezaban a volar… Le constaba que era un buen hombre, alguien en quien podía confiar y que, al menos, la quería tanto como ella a él.

Te has convertido en una cínica, pensó. El cinismo quizá no fuera bueno para el alma, pero era necesario para sobrevivir. Sílvia había tenido que tragarse muchas cosas cuando volvió y se presentó ante su padre. El viejo la había ayudado, sí: la había mantenido mientras terminaba la carrera, que había dejado a medias al largarse. Le había dado un puesto en la empresa, aunque se había asegurado de que su hermano, el mellizo bueno, fuera el heredero de verdad. Viejo hipócrita: muchas lecciones de moral para luego acabar muriendo, de un infarto, en la cama de una puta cubana. Afortunadamente, Víctor era manejable, y ella había acumulado durante años grandes reservas de cinismo para no proclamar a voces que la mediocridad de su hermano habría hundido la empresa si ella no hubiera estado allí, llevando el timón desde la sombra, evitando gastos innecesarios y riesgos locos, sobre todo en los momentos de bonanza. Suerte que Víctor, en pleno enamoramiento de aquella imbécil de Paula, había dejado de implicarse en los asuntos de la empresa, dejándolos cada vez más en sus manos.

Le sale relativamente barato, se dijo Sílvia, pero a cambio ella había conseguido otra cosa que le compensaba más que el dinero: ejercer el poder. Algo adictivo a lo que no pensaba renunciar.

Esa misma tarde, por ejemplo. Ya se iba cuando Saúl, su segundo de a bordo, le comentó que Alfred Santos quería verla. El director técnico del laboratorio era un individuo amable, de trato fácil, uno de esos hombres que causaba pocos quebraderos de cabeza. Por eso le había recibido enseguida. Si había alguien que se mereciera ser atendido ése era Santos; seguro que no la importunaba por tonterías.

Y efectivamente, no era ninguna tontería. Un indignado Santos, más enfadado de lo que ella le había visto nunca, estuvo media hora larga exponiendo los defectos, los conflictos y los problemas que generaba en el laboratorio Manel Caballero. Tantos, y en opinión de Santos, tan graves, que estaba decidido a despedirlo. En realidad, lo habría hecho ya tiempo atrás de no haber sido porque la actitud y las palabras del ayudante de laboratorio dejaban entrever que, si era necesario, podía recurrir a instancias más altas que su jefe directo y, por tanto, dejar a éste en ridículo ante todo el departamento. Sílvia había necesitado hacer acopio de toda su diplomacia para mantener a aquel imbécil de Caballero en el puesto. Y, tras un buen rato de excusas y razonamientos que parecían sacados del manual del empresario cobarde, Santos la había mirado fijamente a los ojos y le había soltado: «No lo vas a despedir, ¿verdad? Él tiene razón: yo no pinto nada». Y por una vez en su vida, Sílvia Alemany no había sabido qué decir. «No sé qué coño está pasando aquí últimamente, pero no me gusta. Suicidios, gilipollas que se creen los reyes del mambo y directivos que parecen incapaces de dirigir con sensatez».

A la mierda, pensó ella mientras aceleraba para cruzar en ámbar un semáforo sólo para verse obligada a detenerse diez metros más adelante. Tenía que hablar con Manel Caballero y lo haría ese mismo día, en cuanto terminara la reunión en casa de César. Allí estarían todos: Amanda, Brais y el gilipollas, como lo había llamado Alfred Santos. Octavi no podía acudir, tal como imaginaba, y eso la intranquilizaba: el director financiero se hacía escuchar y, en líneas generales, estaba de su parte. Y, por supuesto, faltarían Sara y Gaspar. Gaspar…

Nunca habría creído que fuera precisamente Gaspar Ródenas el que tuviera conflictos de conciencia. Los habría esperado de Amanda, por ejemplo. Era tan joven, tan inocente y al mismo tiempo pertenecía a ese grupo de personas creativas que, en su opinión, abordaban de un modo poco práctico los asuntos generales de la vida; la combinación perfecta para sufrir de remordimientos o para aplicar al día a día lemas de esos que figuraban en los calendarios, al lado de fotos de amaneceres o noches estrelladas. Pero no: Amanda no había manifestado la menor señal de inquietud, quizá porque lo único que tenía de joven e inocente era su aspecto. Aquella belleza casi virginal, impoluta, luminosa… Como Dorian Gray, Amanda parecía inmune a las maldades del mundo.

No, había sido Gaspar quien se había plantado en su despacho después del verano, agobiado por un sentimiento de culpabilidad del que no podía librarse. Gaspar, el contable pragmático, honesto y cabal; el padre de familia con más cosas que perder. Sílvia había recurrido a su poder de persuasión, a toda su capacidad para convencer. Recurrió incluso a una amenaza velada en una clara muestra de ese cinismo que ya formaba parte de su naturaleza y, posteriormente, casi sin pestañear, pasó de la reprensión al elogio: «Tú eres muy importante, contamos contigo, no nos falles, confío tanto en ti…».

«Somos un equipo, Gaspar. Yo te entiendo, no lo dudes. Pero nos diste tu palabra, hicimos un pacto. Me consta que eres una persona para quien la palabra dada significa algo, ¿no es así? De momento todos hemos cumplido como caballeros. Y me cuesta, no, me duele pensar que alguien tan íntegro como tú quiera echarse atrás: retractarse de lo que prometió a sus compañeros y, en consecuencia, perder todo lo que ha conseguido en nombre de… ¿De qué, Gaspar? ¿Exactamente de qué? ¿De verdad crees que merece la pena?».

Un discurso brillante, retorcido y falso como una guirnalda navideña. Apelar a la solidaridad desde una posición de mando, distorsionar conceptos como honestidad o responsabilidad, y colocar al otro en una posición en la que, libremente, por voluntad propia, decidía hacer lo que se le pedía, no porque fuera a obtener algún beneficio de ello, sino porque sentía que así debía ser. En la empresa, como en la vida, la amabilidad generaba deudas más profundas que la imposición. Sílvia lo sabía y lo utilizaba, sobre todo con personas débiles e inseguras. Eso no podía aplicarse a Brais Arjona, sin ir más lejos, aunque tampoco hacía falta. Brais entendía que se había montado en su mismo barco y que o remaba en su misma dirección o se hundía con ellos. Con Gaspar, al parecer, no había encontrado la zanahoria adecuada, y el resultado, aquella tragedia familiar, era algo en lo que prefería no pensar.

Vio un hueco no demasiado grande donde aparcar el coche y, como mandaban los cánones, señalizó la detención e inició la maniobra. Estaba a punto de bajar del vehículo cuando el móvil volvió a sonar. Número oculto. Respondió por inercia, aunque estaba segura de que se trataría de una de esas llamadas promocionales de alguna compañía telefónica.