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«Habla con su madre», le había dicho Carmen, su casera, aquella misma mañana mientras desayunaban juntos. Y Héctor Salgado se fiaba más del instinto de esa mujer que de todos los informes policiales redactados por concienzudos expertos. «Piensa que era su madre, pero también era abuela. Ella tenía que saber si su hijo era capaz de algo tan horrible».

Héctor discrepaba. Le constaba que el cariño materno podía provocar una especie de ceguera permanente ante los defectos filiales. Que no fuera el caso de Carmen, que reconocía que su Carlos era un vago que no se metía en líos más serios por pura pereza, no significaba que lo mismo pudiera aplicarse de manera generalizada. Aun así, algo había de razón en su argumento: la madre de Gaspar Ródenas era la abuela de Alba, a la que oficialmente él había ahogado con una almohada mientras dormía la misma noche en que mató a su mujer de un disparo. Todo antes de pegarse un tiro.

Los informes policiales dejaban pocas dudas en el aire sobre cómo se desarrollaron los hechos, aunque aportaban escasas certezas sobre el porqué. Si es que algo así podía explicarse de manera racional, cosa que el inspector Salgado tendía a no creer. El cómo, la secuencia de hechos que desembocó en la matanza familiar, parecía claro. A mediados del mes de julio, Gaspar Ródenas compró una pistola. Sus compañeros de violencia machista habían seguido ese rastro con relativa facilidad hasta dar con el vendedor, un ratero de poca monta que de vez en cuando se dedicaba al tráfico de armas de fuego. No había constancia de si Gaspar informó de ello a su mujer o no. Toda la familia de Susana Cuevas residía en Valencia, y aunque habían pasado juntos unos días de vacaciones, la hija venida de Barcelona no había mencionado nada al respecto. Y esto no es Estados Unidos, pensó Héctor. Aquí la gente no suele tener pistolas en casa para protegerse de nada, menos aún una pareja joven, con una niña, que vivía en un piso del Clot donde las posibilidades de que esa arma les resultara de utilidad eran nulas.

Así que era más lógico suponer que Gaspar ocultó la compra de la pistola a su mujer. La familia de ella había aportado muy poca luz al caso, según el informe. Estaban tan destrozados por la tragedia que apenas podían hablar. Se limitaron a decir que Susana estaba muy contenta con su hija, que a Gaspar le habían ascendido hacía poco, y que, al menos en apariencia, se llevaban bien. Estaba claro que la atención de la familia se había centrado en la niña, a la que veían poco. «Debió de volverse loco», había dicho el hermano mayor de Susana, que había estado con ellos en Valencia. «Su me dijo que él estaba un poco estresado con el nuevo cargo. Pero fue un simple comentario, y ella misma añadió que “era cuestión de tiempo”, que ya se acostumbraría».

Uno no asesina a su familia por un simple problema de estrés laboral, se dijo Héctor. De eso estaba seguro. En cualquier caso, y siguiendo con el relato de los hechos, la tarde del 4 de septiembre, Gaspar Ródenas había llegado a su casa sobre las 19.45. Un vecino se cruzó con él en la escalera y, como era habitual, se habían saludado. El inmueble donde residían Gaspar y su familia constaba de sólo seis vecinos, dos puertas por tres pisos de altura; los Ródenas vivían en el principal. En su misma planta habitaba una anciana octogenaria, bastante dura de oído, y el piso superior, hasta entonces ocupado por una familia de «morenitos», según la misma vecina, había quedado vacío después de que éstos se volvieran a su país. Los demás vecinos estaban de vacaciones. El hombre que se había cruzado con él por la noche, vecino del segundo primera, creyó escuchar ruidos de madrugada, pero en ningún momento sospechó que fueran disparos.

Quien los encontró, quien se encontró con aquella escena horrenda, había sido precisamente la hermana de Gaspar, María del Mar Ródenas, que fue el sábado a mediodía a ver a su sobrina, tal como habían quedado. «Gaspar no contestaba al móvil, pero como les había asegurado que iría, fui de todos modos. Pensé que andarían ocupados con la niña… Y, bueno, la verdad es que Susana nunca se ponía cuando llamábamos. Sin embargo, cuando llegué y nadie contestó al timbre, ni al móvil, sí que me pareció raro. Para ser sincera, me enfadé un poco. Trabajo casi todos los sábados, en el Hipercor de Cornellà, y Gaspar sabía que me hacía ilusión comer con la niña el único sábado al mes que tenía libre». María del Mar regresó a su casa, era de suponer que bastante cabreada, puesto que desde L’Hospitalet, donde vivía aún con sus padres, hasta el barrio del Clot había al menos cuarenta y cinco minutos en metro. Continuó llamando toda la tarde y, finalmente, al ver que su hermano seguía sin responder a sus mensajes, cogió el juego de llaves que Gaspar había dejado en su casa y volvió al piso. «No lo había hecho nunca, entrar sin que estuvieran ellos. Y estaba segura de que a Susana no le iba a gustar, pero me daba igual. Aquello no era normal… Sólo quería asegurarme de que no pasaba nada».

Esa pobre chica tardará en olvidar lo que vio, pensó Héctor. Le dolía tener que recordárselo, sin embargo, no le quedaba otro remedio. Si quería conocer a Gaspar Ródenas, saber cómo era, averiguar qué le había llevado a cometer un acto tan atroz, debía hablar con su familia. Pensaba hacerlo el día anterior, pero Savall había vuelto a tenerlo reunido con Andreu y Calderón toda la tarde. Así que finalmente concertó un encuentro con María del Mar, a las cinco en punto, en una cafetería próxima al ayuntamiento del municipio donde residía. No era la madre de Gaspar, no obstante, de momento tendría que conformarse con ella.

Era un lugar ruidoso y amplio, y la clientela, formada en su mayor parte por comerciantes de la zona, se concentraba a esa hora en la barra. O, con la reciente entrada en vigor de la ley antitabaco, en la calle, fumando mientras aún conservaban el sabor del café en la boca.

Héctor había ido solo, dejando a Fort dos cometidos: averiguar qué hacía Sara Mahler a esas horas en el metro de Urquinaona y, ya de paso, recabar información sobre Laboratorios Alemany. Tenía previsto acercarse a la empresa al día siguiente, viernes, para ver a Sílvia Alemany y, a ser posible, a los otros compañeros que aparecían en la foto. De algún modo, esa imagen de ocho personas vestidas en plan excursionista casaba con aquella otra, tan desagradable, que había recibido Sara Mahler en su móvil. Dos piezas que podían formar parte del mismo puzzle o no, pensó Héctor. Y la comparación le hizo pensar en el comisario Savall, gran aficionado a ellos, con quien más pronto o más tarde tendría que hablar del caso. Mañana, pensó. Antes o después de ir a los laboratorios.

María del Mar le esperaba en la puerta. Los dos entraron en el local y buscaron una mesa vacía al fondo. Por suerte para ellos había más de una, y escogieron la del rincón, que les aseguraba al menos cierta privacidad.

Héctor esperó a que la camarera les hubiera servido las bebidas y dedicó unos minutos a romper el hielo con la chica. María del Mar, «Llámeme Mar, por favor», había estudiado magisterio, y durante unos meses había sido cajera en unos grandes almacenes de la zona. Desde noviembre, estaba en paro. Lo mismo que su novio, según le contó. Éste, llamado Iván, había trabajado en la construcción hasta el año anterior y lo único que había podido encontrar desde entonces eran «algunas chapuzas aisladas con su primo». Obras menores, ingresos que con suerte llegaban a los mil euros… A los veintisiete años ambos seguían viviendo en casa de sus respectivos padres, ya que, justo cuando se disponían a alquilar un piso, Iván se había quedado en la calle.

—No sé si llegaremos a casarnos algún día —comentó Mar con tristeza—. Pero usted no ha venido a que le cuente mis penas, inspector. ¿Hay algo nuevo en el caso de mi hermano? —Lo preguntó con temor, como si dentro de ella anidara la sospecha de que Gaspar Ródenas aún ocultaba pecados por desvelar.

Héctor decidió ser tan sincero como fuera posible; lo último que quería era dar esperanzas en un caso oficialmente archivado.

—En realidad, no. —Optó por no mencionar la muerte de Sara—. Sólo estoy intentando saber más cosas sobre tu hermano. Cerrar el caso con una explicación mejor que ese «arranque de locura transitorio», si es posible…

Se trataba de una explicación bastante inverosímil, pero Mar parecía confiada por naturaleza, así que no dijo nada y aguardó a que el inspector siguiera hablando.

—Gaspar y tú os llevabais unos cuantos años…

—Diez.

—Supongo que no conocerías a sus amigos…

—Bueno, conocía a los del barrio, pero Gaspar los dejó de lado en cuanto empezó a salir con Susana. —Esbozó una media sonrisa—. A ella no le caíamos muy bien.

Algo así había intuido Héctor al leer la declaración de Mar, y se dijo que un buen modo de adentrarse en la personalidad de Gaspar de la mano de su hermana era ahondando en esas diferencias y en la relación entre el matrimonio.

—¿Cuánto tiempo estuvieron juntos?

—No lo sé… cinco o seis años. Espere. —Hizo una cuenta mental—. Sí, cinco años. Se casaron el año en que yo terminé magisterio; apenas llevaban unos meses saliendo. —Sonrió—. Se decidieron rápidamente.

—¿Y ellos se llevaban bien?

—Sí. Bueno, ella organizaba y él asentía. Es una forma de llevarse bien, supongo.

—¿Susana era una mujer… mandona?

—Más que mandona, era de las que ponían mala cara cuando las cosas no se hacían a su manera. Así que Gaspar intentaba no contrariarla. Al final, se había convencido de que la única manera correcta de hacerlo todo era exactamente como decía Susana.

—¿A ti no te caía bien?

Ella miró a su alrededor. Fue un gesto fugaz, casi invisible, pero lo hizo.

—Es horrible hablar mal de los muertos. Y más en este caso… La verdad es que no: Susana no me caía bien. No me importaba que mangoneara a mi hermano, eso era cosa suya, pero me daba mucha rabia la forma en que trataba a mis padres. Sobre todo a partir del nacimiento de Alba —añadió.

—¿Veías a menudo a la niña?

—¿A menudo? —Mar sacudió la cabeza—. Mi madre casi tenía que pedir audiencia para ver a su nieta. Nunca era el momento adecuado. Me siento fatal diciendo esto…

Héctor lo sabía. Era una reacción habitual, sin embargo, en una investigación no había lugar para la consideración hacia los que ya no estaban. Al revés, había que sacar a la luz sus secretos, desentrañar sus defectos, airear sus errores. Las víctimas habían perdido la vida, y con ella el derecho a la intimidad.

—¿Qué crees que pasó? —preguntó Héctor.

—No lo sé… Cuando entré… —Se estremeció y bajó la vista, como si tuviera otra vez delante aquella escena—. Cuando entré pensé que había sido obra de un ladrón. Ya sabe, una de esas bandas de rumanos que atracan pisos.

Parecía a punto de echarse a llorar y Héctor le preguntó si quería parar un instante. Ella negó con la cabeza. Tenía el cabello oscuro, bonito, y el semblante tenso, pero era precisamente esa expresión lo que otorgaba cierto atractivo a unos rasgos neutros, demasiado correctos para resultar bellos. Mar Ródenas, como su hermano, pertenecía a ese inmenso grupo de gente que no era ni guapa ni fea. Les faltaba intensidad, decía siempre Ruth de esa clase de personas. No obstante, en circunstancias como ésas, la emoción reprimida les proporcionaba fuerza y algo parecido a la belleza.

—Ya sabía que venía a hablar de esto, inspector —añadió, mirando al inspector Salgado—. ¿Sabe? Mi casa parece un cementerio y mis padres dos muertos en vida. Mis padres… Dios, hace una semana apareció una pintada en la puerta del taller de mi padre. «Asesino. Hijo de puta», decía. ¡Como si el asesino fuera él! Mi padre, pobre hombre, que jamás nos ha levantado ni siquiera la voz…

La mirada de Héctor se ensombreció. Sí, ésa era otra de las consecuencias en estos casos: la incomprensión, el insulto indiscriminado.

—¿No se dan cuenta de que nosotros hemos perdido a un hijo, a un hermano? ¿A una nieta?

Mar no aguantó más y rompió a llorar. No era un llanto reconfortante, sino amargo. Furioso.

Héctor se sintió súbitamente mal. Odiaba esa parte de su trabajo, la de torturar almas aunque fuera sin querer.

—Dejémoslo ya —murmuró.

—Estoy bien. Estoy bien. —Mar cogió una servilleta de papel y se limpió la cara—. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Lo que vi. —Carraspeó antes de proseguir—: Mi hermano estaba en el comedor, con la cabeza sobre la mesa. La pistola estaba en el suelo, a su lado. Creí que estaba solo porque no se oía a la niña. Es ridículo, pero eso fue lo que pensé. Fui corriendo hacia la habitación de Alba, y al pasar por delante del cuarto de baño vi que la puerta estaba abierta: Susana estaba tumbada en el suelo, boca arriba, con una mancha de sangre en el camisón. Y entonces comprendí que Alba también tenía que estar en casa.

Hablaba como si estuviera en trance.

—Alba estaba en la cuna, en la habitación de al lado. Hacía poco que dormía sola. En un primer momento suspiré aliviada al ver que no había sangre. Está dormida, pensé. Sea lo que sea lo que haya pasado, ella está dormida y no se ha enterado de nada. Di un paso hacia la cuna y tropecé con algo. Una almohada. Y entonces me di cuenta de que no dormía. De que en ese cuarto no se oía nada. De que ella también…

Cerró los ojos y no fue capaz de seguir. Le temblaban las manos. Héctor pensó que parecía más joven aún de lo que era.

—Sólo una cosa más —dijo en voz baja—. ¿Te suenan estas fotografías?

Sacó las dos fotos del bolsillo interior de la chaqueta y dejó encima de la mesa la del grupo del trabajo en la que aparecía Gaspar. Mar la miró. Sus rasgos se alteraron un poco al ver a su hermano, pero negó con la cabeza.

—Me parece que éste vino al tanatorio —dijo señalando al señor de mayor edad, aquel que Héctor aún no había identificado—. Era el jefe de mi hermano aunque no sé cómo se llama. Vino acompañado de una mujer, aunque de ella no me acuerdo bien.

Antes de mostrarle la foto de los perros, Héctor preguntó:

—¿En casa de tu hermano no encontraron ninguna nota? ¿Ni algo parecido a esto, por casualidad?

—No había nada… La policía ya me lo preguntó. Se llevaron su ordenador y todo… Luego nos lo devolvieron. Mi padre lo tiró todo. —Entonces miró la foto y reprimió una expresión de asco—. ¿Qué es esto? ¿Qué tiene que ver con mi hermano? Es horrible.

—Lo sé. Tranquila, seguramente nada. Es… un cabo suelto que no consigo explicar —dijo Héctor. No quería dar más información y se sentía aún peor por ello, así que zanjó la conversación ahí.

Salieron a la calle y Héctor respiró hondo, como si hubiera emergido de un pozo en el que faltaba el aire. Se quedó unos minutos en la puerta, fumando, mientras veía cómo Mar se alejaba. En la esquina la esperaba un chico que, sin decir nada, le pasó un brazo alrededor de los hombros, como si quisiera consolarla. Al menos no está del todo sola, pensó Héctor antes de tirar el cigarrillo al suelo, algo que detestaba pero que parecía la única solución cuando uno se veía obligado a fumar en la calle.

Si no había retenido mal la dirección, el taller mecánico propiedad del padre de Gaspar Ródenas tenía que estar en una de esas calles del centro. Héctor lo encontró sin problemas y se quedó unos minutos de pie, en la puerta, mirando hacia el interior. No sabía si merecía la pena entrar y hablar con el dueño, y casi estaba a punto de irse cuando un hombre salió del garaje y encendió un cigarrillo. Era un individuo de casi sesenta años, y, a juzgar por su semblante y sus manos, había trabajado durante más de cuarenta. Sin saber muy bien por qué, Héctor se acercó a él y le pidió fuego. Fumar es una insana forma de romper el hielo, se dijo al pensar que acababa de apagar un cigarrillo hacía menos de diez minutos.

—¿Es usted el señor Ródenas? —le preguntó al devolverle el mechero.

El hombre señaló el cartel del taller, pero acompañó el gesto de una mirada de desconfianza.

—Disculpe que le moleste —prosiguió Héctor—. Soy el inspector Héctor Salgado y…

—¿Qué quiere? —La pregunta sonó casi hostil.

—Quizá no sea un buen momento, pero me gustaría hablar con usted sobre su hijo.

El señor Ródenas fumó en silencio. Héctor iba a añadir algo más cuando su interlocutor le habló sin mirarle.

—¿Tiene usted hijos, inspector?

—Uno.

—Entonces me entenderá. Eduqué a los míos para que supieran diferenciar el bien del mal. Así que no puedo creer que Gaspar hiciera eso. No, no lo creeré nunca. No sé lo que pasó, pero sé que no sucedió como lo cuentan.

Lanzó la colilla a la calle y dio media vuelta. Desde dentro bajó la persiana sin añadir ni una palabra más. En el metal se apreciaban aún rastros de las pintadas, una sombra rojiza, acusadora e injusta.