15

Con un manotazo brusco, César apagó la radio del coche. En aquella parte de la carretera, sembrada de curvas, las interferencias eran constantes y las frases a medias lo ponían nervioso. Además, tampoco estaba de humor para interesarse por una tertulia deportiva en la que los comentaristas desgranaban las alineaciones y analizaban las jugadas con el mismo tono mordaz que usarían los contertulios de un programa de cotilleos.

Necesitaba silencio. Un silencio absoluto que le permitiera pensar en todo lo que estaba pasando. En Sara, en Gaspar, en los perros colgados y, en otro orden de cosas, en Emma y el riesgo que suponía aquella cría consentida para su relación con Sílvia. Demasiados problemas, se dijo, mientras reducía a segunda para encarar el siguiente recodo de la carretera comarcal que conducía hasta el pequeño municipio de Torrelles de Llobregat, donde residía Octavi Pujades. Todo para él, pensó César. Nunca había comprendido a la gente que se complicaba la vida yéndose a vivir lejos de la ciudad sólo por tener una casa sin vecinos, por disfrutar de esa absurda paz que, al final, acababa por destrozarles los nervios. Él aún no había llegado y ya le daba pereza el trayecto de regreso por esa carretera que cruzaba el bosque. Un bosque oculto entonces por la oscuridad, pero que intuía denso, amenazante.

Los faros de otro vehículo que circulaba en dirección opuesta le advirtieron, con un par de destellos fugaces, que llevaba las luces largas puestas. No se había dado ni cuenta y las cambió al instante. A partir de ese momento avanzó más despacio: sólo conseguía ver a unos pocos metros y eso lo intranquilizaba. Él era un hombre cuidadoso, cauto, y había aprendido que lo mejor para andar por la vida sin sorpresas desagradables era tomarse las cosas con calma y prevenir los problemas. Verlos venir de lejos. Por eso iba a hablar con Octavi a espaldas de Sílvia. Había pocas personas en las que César confiara, pero el director financiero era una de ellas. Por edad, por conocimientos, incluso por simple experiencia vital, consideraba que su opinión merecía ser tenida en cuenta. Confiaba mucho más en él que en el chulo de Arjona, por ejemplo, entre otras cosas porque, en el fondo, nunca se había fiado de quienes se desvían de la norma y además hacen ostentación de ello. No le parecía mal, allá cada uno con sus líos de cama, no obstante, ese hecho trazaba una línea invisible que, unida a la arrogante autosuficiencia de Brais Arjona, le provocaba inseguridad. Como si él fuera un individuo vulgar, un cuarentón anodino y limitado. Y de los demás mejor no hablar: Amanda era una cría y el tipo del laboratorio no podía ser más raro. Estaba Sílvia, por supuesto, y con ella había hablado de todo largo y tendido, hasta agotarse, pero César tenía la impresión de que para aclararse las ideas necesitaba mantener una charla con un hombre mayor y responsable. Sólido.

Un animalillo cruzó la carretera de repente y César dio un volantazo por puro instinto. Maldito bosque, pensó. Malditas sombras. Malditos perros muertos.

Está demasiado cansado por la carrera. Ha finalizado el trecho más empinado del camino y, justo en ese momento, el cielo se ensombrece de repente. Es una nube tan súbita, tan espesa, que el día se apaga ante sus ojos, como si presenciara un eclipse o los efectos de una maldición bíblica. Luego, poco a poco, el sol va cobrando fuerza hasta imponerse en aquella lucha y mostrar de nuevo su poder. Es entonces cuando, solo en mitad de aquel campo que se extiende hasta donde le alcanza la vista, se percata de que el cobertizo de madera, el mismo que aparece dibujado en el estúpido mapa que les han dado en la casa antes de salir, está a unos quinientos metros de distancia. Al lado de un árbol solitario, de tronco y ramas fuertes. César resopla, fatigado, y nota cómo la boca se le llena de una saliva amarga, más propia de un domingo de resaca que de una mañana de sábado en el campo. Puto campo, rezonga casi en voz alta. Putas jornadas de trabajo en equipo. Team building. Como si no llevara ya años organizando los equipos humanos del almacén. Como si aquellos formadores fueran a enseñarle algo que no supiera ya.

Mira hacia atrás: sus compañeros tardarán al menos diez minutos en llegar, así que puede detenerse allí, como prueba de respeto al grupo y de paso para descansar un poco. Ha corrido demasiado, piensa mientras espera, satisfecho de haber sido el primero en llegar. Por una vez ese fin de semana habrá vencido a Brais Arjona. Al parecer, la competitividad es de los pocos atributos que no pierden fuerza a partir de los cuarenta.

Cuatro y cuatro, ésa ha sido la indicación que el formador les ha dado por la mañana. Un sorteo rápido. Ocho papeletas numeradas introducidas en una bolsa: él, Gaspar, Manel y Sara habían sacado números pares; Brais, Amanda, Sílvia y Octavi, los impares. A cada uno de los equipos se les han entregado varios sobres con pistas que marcan dos recorridos distintos con un mismo objetivo final. Todo un prodigio de imaginación por parte de los organizadores de las jornadas, un gabinete de selección y formación de personal que cobra cada uno de esos sobres como si en ellos se ocultara la fórmula secreta de la Coca-Cola. Pues ya está: ante sus ojos se extiende un llano y al fondo, recortada contra unas montañas terrosas y secas, se alza la maldita cabaña. O el cobertizo, o lo que diablos sean esos cuatro troncos mal ensamblados, donde, según la pista número siete que Sara ha leído en voz alta, se halla el «botín».

Un botín que su grupo alcanzará, si nada se tuerce, antes que el de Brais. No acaba de entender por qué le jode tanto que el brand manager esté destacando en esas jornadas que, de hecho, no tienen ninguna importancia. Pero le jode, sí, y bastante, que el día anterior Brais Arjona se revelara como el más rápido, el más ágil mentalmente… En resumen, el más listo. Incluso superando a Octavi y a Sílvia en la resolución de problemas de lógica, una especie de entretenimiento diabólico ideado por aquellos formadores repelentes. Luego, lo que se suponía que debía ser un paseo en canoa, una actividad puramente lúdica y tranquila, se había convertido en una carrera cuando Brais, que remaba con Amanda, se había empeñado en desafiarlos a él y a Sílvia. Ella había aceptado sin darle más importancia y, como era de esperar, habían perdido sin la menor dignidad. De hecho, a medio camino su canoa había empezado a dibujar círculos en lugar de una línea recta, y cuando por fin la enderezaron y llegaron a la orilla contraria, habían tenido que soportar la sonrisa lobuna de Arjona y el comentario de la propia Sílvia: «En la próxima prueba ya sé con quién tengo que ir». Pues bien, el azar ha decidido que ella forme parte del grupo de Brais, y sin embargo, eso no será sinónimo de victoria.

Oye pasos y se vuelve en lo alto del sendero. Es Gaspar, el empleado del departamento financiero que, como él antes, sube trabajosamente por la cuesta. César no le conoce demasiado, ése era otro de los criterios que a veces la empresa tiene en cuenta a la hora de seleccionar a la gente para estas jornadas, pero en el día y medio que llevan juntos le ha caído bien. Lo peor que se puede decir de él es que es un poco soso. Blando. Le tiende la mano para ayudarle a recorrer la parte final del camino.

—Dura la subidita, ¿eh? —le dice sonriendo—. Espero que luego nos den una buena comida.

Gaspar asiente, sin resuello, y entorna los ojos, deslumbrado por el sol. La nube se ha desplazado y se halla entonces encima del cobertizo, tiñendo el fondo del paisaje de un azul grisáceo y tormentoso. Es una visión bonita: un cielo enfurecido a punto de soltar la rabia contenida sobre una simple cabaña, en apariencia demasiado frágil para soportarla. A la derecha, delimitando aquella especie de estampa campestre, está el árbol. Inmenso, imperturbable. A prueba de tempestades. Gaspar Ródenas, que lleva colgados unos prismáticos que se ha traído de casa, se los acerca a los ojos para disfrutar de la imagen.

—Menuda nube. ¿La has visto? Joder, de golpe se ha hecho de noche. Ahora parece que se aleja. Creo que deberíamos ir hacia la choza y ver qué hay antes de que…

César se calla al darse cuenta de que Gaspar no sólo no le escucha, sino que suelta una especie de exclamación de sorpresa al tiempo que aparta los prismáticos. Después, sin decir nada, vuelve a colocárselos ante los ojos y ajusta la imagen, como si estuviera viendo algo asombroso.

Y entonces, antes de preguntarle a qué viene aquel súbito interés, César oye voces por su izquierda y, rayando en la desolación, comprueba que Arjona y su grupo, ellos sí, los cuatro juntos, avanzan en diagonal hacia la cabaña. Sílvia se vuelve hacia él y le saluda, y César, sin saber muy bien por qué, sintiéndose como un crío de colegio, sale corriendo en esa misma dirección. Por su parte, al verlo de reojo, Brais también emprende la carrera, seguido de cerca por Amanda.

César quiere parar. Sabe que perderá —ellos están más cerca y son más rápidos— y que su humillación será aún mayor por haberlo intentado cuando carecía de posibilidades, pero es incapaz de evitarlo. Lo único que podría dejarlo aún más en ridículo sería tropezar y caerse de bruces. Y, de repente, nota que su pie derecho se enreda en algo que sobresale del terreno, una raíz traicionera que está allí sólo para joderle, y todo su cuerpo sale propulsado hacia delante. Haberlo previsto, sin embargo, le ayuda a amortiguar la caída con ambas manos, lo cual en ese instante supone un leve consuelo para su ego, más maltrecho que sus pobres rodillas.

Permanece unos momentos tendido en el suelo, inmóvil, y oye la voz de Gaspar, más alterada de lo normal, que le dice:

—César… César, ¿estás bien?

Tarda un poco en contestar. Le da vergüenza levantar la cabeza del suelo y enfrentarse a la mirada risueña, o peor aún, compasiva, de Sílvia, pero cuando lo hace no se encuentra con ninguna de ambas. De hecho, nadie mira hacia él. Los otros cuatro, y también Gaspar, parecen hipnotizados por algo que hay en el árbol. Cuando dirige la vista hacia éste comprende por qué.

De sus ramas cuelgan varios perros. Tres, hasta donde alcanza a ver. Les han puesto sogas alrededor del cuello y se mueven suspendidos como adornos de un abeto profano.

—¿Te ha costado encontrar la casa? A veces de noche resulta difícil orientarse por estas urbanizaciones si uno no las conoce bien.

Octavi Pujades le recibió vestido con un chándal azul que llevaba con la misma soltura que el traje de oficina.

—Bueno, sólo un poco —contestó César, que se había pasado veinte minutos largos dando vueltas por un camino con casas independientes, todas parecidas, hasta dar con la que buscaba. Se sintió obligado a añadir—: Octavi, perdona que me presente así…

—No digas tonterías. No has venido sin avisar y, además, me alegro de que estés aquí. Estos días me siento muy desconectado de todo.

César asintió.

—¿Cómo está? —preguntó, aún de pie en el recibidor.

Octavi Pujades se encogió de hombros.

—No sé qué decirte. En junio el médico no le daba más de seis meses de vida y aquí estamos, casi a mediados de enero, y todo sigue igual. Supongo que puede suceder en cualquier momento… Pero pasa, siéntate.

El salón era un espacio amplio y cómodo, sin lujos aparentes aunque bien amueblado con piezas de estilo colonial. La chimenea estaba encendida, lo que César agradeció ya que las temperaturas habían empezado a descender. Y allí, aunque estaban a pocos kilómetros de Barcelona, el frío arreciaba.

—¿Quieres tomar algo? Te ofrecería un whisky, pero luego tienes que conducir…

César pensó en las curvas de la carretera y negó con la cabeza.

—Tengo cerveza sin alcohol, para las visitas —repuso Octavi, sonriente—. Siéntate, ahora te la traigo.

César le vio dirigirse a la cocina y pensó que sería mejor que la muerte se llevara a su mujer antes de que él se consumiera cuidándola. Le había encontrado ojeroso, envejecido. Octavi Pujades no había cumplido aún los sesenta, pero el último medio año valía por diez, se dijo. Si lo comparaba mentalmente con el hombre que había participado en el dichoso fin de semana de team building que había tenido lugar en marzo del año anterior, todo él parecía haberse encogido. Había adelgazado, y la pérdida de peso se le notaba sobre todo en la cara: en aquellos pómulos afilados como aristas y en los ojos hundidos, negros como colillas apagadas.

—Toma, ¿quieres vaso?

—No hace falta. Gracias.

—Salud.

Bebieron y contemplaron el fuego durante unos segundos. Octavi apoyó la cerveza en una mesita de madera y cogió un cigarrillo.

—Tú ya no fumas, ¿verdad?

César iba a negar con la cabeza, sin embargo, se arrepintió. Había dejado de fumar cuando empezó a salir en serio con Sílvia, que detestaba profundamente el olor a tabaco. En aquel momento creyó que, pasara lo que pasase con su relación, abandonar el hábito no le haría ningún daño; no obstante, en algunas ocasiones lo echaba de menos.

—Sólo fumo muy de vez en cuando —dijo, cogiendo también un cigarrillo.

—Todo esto de la salud y el tabaco son chorradas —afirmó Octavi—. Eugènia no ha probado un cigarrillo en su vida. Además, está claro que de algo hay que morir.

La última frase no resultaba especialmente tranquilizadora y César, que acababa de dar su primera calada en casi once meses, tuvo un súbito ataque de náuseas que remitió enseguida. ¿Cómo podía gustarle algo que sabía tan mal?, se preguntó. Y a la vez, ese sabor era como reencontrarse con un viejo amigo, uno al que conoces desde hace tanto tiempo que ya se lo perdonas todo. La segunda calada le sentó mejor. Dio otro trago de cerveza antes de decidirse a hablar.

—Ya sabes por qué he venido. Sílvia está muy nerviosa. Bueno, supongo que todos lo estamos… —El cigarrillo se le hacía raro en la mano y lo dejó en el cenicero. Una fina columna de humo se erigió entre ambos.

—No es para menos. Lo de Sara ha sido un golpe terrible. Suicidarse de esa manera tan… sangrienta. —Movió la cabeza como si no pudiera creerlo.

—Sí, aunque no es sólo eso. —César buscó las palabras con cuidado. Tampoco quería ser alarmista—. Cuando pasó lo de Gaspar… Bueno, pensé que todo terminaría ahí. Pero ahora ya son dos: dos muertos en poco más de cuatro meses, dos personas que estaban allí ese fin de semana. Dos de nosotros. Y luego está lo de las fotos.

Octavi siguió fumando despacio. El resplandor del fuego se reflejaba en su semblante fatigado cuando habló.

—¿De verdad pensaste que lo de Gaspar sería el final?

César tomó aire y desvió la mirada.

—Vino a verme, ¿lo sabías? —comentó Octavi—. A finales de agosto, cuando le quedaban sólo un par de días de vacaciones.

—¿Y qué quería?

—Pensé que querría hablar de trabajo, por supuesto. Iba a sustituirme oficialmente hasta que… hasta que todo esto de Eugènia terminara. Y todos sabemos que mi prejubilación se acerca, así que en un par de años Gaspar habría sido el director financiero de Laboratorios Alemany. Eso le imponía un poco…

—Ya. Y supongo que también le imponía tener que lidiar con Martí Clavé —matizó César.

Su interlocutor se encogió de hombros.

—Es evidente que Martí esperaba ser el elegido. Es mayor, lleva más tiempo en la empresa… Era mi sustituto natural.

Ninguno de los dos hizo ningún otro comentario. No era necesario. Octavi se inclinó hacia el cenicero para apagar el cigarrillo y César advirtió que el pulso le temblaba un poco.

—Pero no era sólo eso… Quiero decir que no vino únicamente a hablar de trabajo. Estaba… ¿Cómo decirlo? Alterado.

—Y arrepentido también, ¿no?

Octavi suspiró despacio, como si aún le quedara humo en la boca.

—Sí, y le tranquilicé como pude. También le aseguré que estaba preparado para el puesto. Que se lo merecía… No sé si le convencí, aunque me dio la impresión de que se marchaba un poco más tranquilo. Luego, apenas una semana después, me enteré de lo que había hecho. Supongo que era más débil de lo que pensábamos. —Hizo una pausa y preguntó de nuevo—: ¿De verdad creíste que la tragedia de Gaspar sería el punto final?

—Tal vez me engañara. —César meneó la cabeza lentamente—. Lo que no creí en ningún momento fue que eso afectara al resto de tal manera. A Sara, por ejemplo.

—En eso estamos de acuerdo. Y quizá, fíjate que sólo digo quizá, la cosa acabe aquí. —Octavi Pujades se inclinó hacia delante y bajó la voz—. César, lo peor que podemos hacer es perder la calma. Hasta ahora se han producido dos suicidios, sí. Un joven que perdió la cabeza y se cargó a su familia, y una secretaria solterona y triste que se hartó de estar sola. Eso es lo que creo yo, lo que pensará todo el mundo. Que ambos trabajaran en la misma empresa es simple casualidad. Al menos ninguno de los dos ha revelado lo que pasó.

—Eso dice Sílvia. Pero ¿y lo de la foto?

—Ése es otro tema. Sólo uno de nosotros pudo sacar esa fotografía. Es decir, tú, Sílvia, Amanda, Brais, Manel o yo, por supuesto. ¿Recuerdas quién llevaba cámara aquel día?

—Yo no. Sílvia llevaba, creo. Y Sara también. Diría que casi todos. Además, con los móviles pueden hacerse fotos como ésa.

Octavi asintió.

—Claro. No lo había tenido en cuenta. En estas cosas me noto la edad… La foto. Y esa frase: «No te olvides».

—¿Tú lo has olvidado? —preguntó César—. Porque yo no. Durante unos meses sí. No es que lo olvidara, por supuesto, pero… se diluyó. Como esas confesiones que se sueltan durante una borrachera o un ataque de ira y que al día siguiente te hacen sentir fatal. Luego, con el tiempo, pierden esa importancia, y al final, si no han tenido consecuencias, se pierden en la memoria.

Octavi sonrió y cogió otro cigarrillo.

—No creo que ése sea un buen ejemplo, César.

—Supongo que no… Aunque da igual. No es eso de lo que venía a hablar contigo. Tenemos que trazar un plan común.

—Sílvia me ha dicho por teléfono que habéis quedado mañana, tal como proponía Arjona en su correo. Yo no creo que pueda asistir, pero estaré de acuerdo con lo que decida la mayoría.

—Por eso he venido a verte. Sílvia es partidaria de seguir igual, y la verdad es que el criterio del resto me trae sin cuidado. Incluido el de Arjona, no porque no tenga cabeza, sino porque no me fío un pelo. Quiero saber cuál es tu opinión. Es demasiado valiosa para no contar con ella. —Lo decía con sinceridad, casi suplicaba.

Octavi Pujades exhaló el humo lentamente. A César le pareció oír un quejido procedente del fondo de la casa.

—Son las ocho y media. Dentro de nada tendré que ir a darle la morfina. Es lo único que puedo hacer por ella: evitar que sufra. —Cambió de tono y miró a César a los ojos—. No sé si tengo una opinión muy definida sobre lo que hay que hacer. Lo que sí sé es que perder la calma no ayudará en nada. Eso tiene que quedar muy claro. Y, César… Si yo fuera tú, no confiaría en nadie. En nadie —repitió.