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Los pisos vacíos son como actrices en decadencia, pensó Leire. Bien arreglados, siempre esperando la llegada de esa persona que les diera sentido, que volviera a convertirlos en espacios acogedores y vivos, no lograban desprenderse de un aire rancio, polvoriento, ese punto de dejadez asumida que en lugar de atraer repelía. El de Ruth, de grandes dimensiones y techos altísimos, se veía aún más hueco, más abandonado. Más melancólico.

No era exactamente un loft, sino más bien un híbrido entre un estudio y un piso convencional. En uno de sus lados se encontraba el salón y una barra americana que lo separaba de la cocina; un tabique prefabricado se comía unos metros: ésa había sido la habitación de Guillermo. En el otro extremo, al final de un pasillo largo y un poco lúgubre, se abría de nuevo otro espacio de planta cuadrada, equipado para servir de estudio y también provisto de unas paredes de Pladur, que delimitaban el dormitorio de Ruth. En realidad eran como dos pisos simétricos, unidos por ese corredor.

Como si intuyera la pobre impresión que daba el piso, Carol encendió todas las luces y, de alguna forma, logró reanimar aquel espacio frío. En pie en medio del salón, Leire era capaz de imaginar perfectamente a Ruth y a su hijo sentados en el sofá de cuero marrón que se apoyaba en una pared de ladrillos. Las otras paredes eran blancas. Examinó la amplitud del espacio, las vigas color tostado que surcaban los techos. Un par de cuadros grandes, abstractos, contrastaban con la sobriedad del sofá, y una alfombra inmensa —uno de los diseños de Ruth— animaba un suelo de madera que pedía un buen pulido. Había libros apilados en los rincones, pero el conjunto no daba sensación de desaliño, sino de ese desorden cálido que emana de los lugares donde la gente vive tranquila, relajada, descuidadamente feliz.

—El estudio está al final del pasillo. Si no te importa, prefiero esperarte aquí.

Leire lo comprendió. Estaba segura de que Ruth y Carol habían compartido más ratos en esa zona de trabajo, con habitación y baño incluidos, que en el salón. Por lo poco que sabía de ella, intuía que Ruth valoraba su intimidad; no la imaginaba retozando con su amante, fuera del sexo que fuese, en el sofá del salón, junto al cuarto de su hijo.

El estudio era tal como cabía esperar de una ilustradora. Dos mesas, una provista de un ordenador y otra más grande, parecida a la que Leire había usado en las clases de dibujo en el instituto; apoyadas en ésta, había multitud de carpetas, todas con sus correspondientes etiquetas. Ruth Valldaura era una persona ordenada sin exageraciones. Sensata, pensó Leire, que no soportaba ni el caos ni la pulcritud excesiva. Echó un vistazo a los trabajos que había en la mesa, que en su mayor parte eran ilustraciones para un libro de haikus.

La misma elegancia que se desprendía de las pocas fotos que había visto de ella se plasmaba también en aquellos dibujos de trazo simple pero expresivo. Ruth hablaba a través de sus dibujos: cada uno de los que Leire tenía delante contaba una breve historia.

—Perdona. —La voz de Carol le llegó desde el otro lado—. ¿Vas a tardar mucho?

La pregunta era la traducción educada de «Por favor, vámonos ya», y Leire decidió fingir que no la oía durante unos minutos. Luego comprendió que si quería observar todo aquello a fondo necesitaría más tiempo del que disponía a esas horas. Esto es lo malo de investigar por tu cuenta, se dijo. Se dirigió a las carpetas grandes del suelo, sin saber muy bien qué buscaba ni qué podían aportarle. Nada, probablemente… Y sin embargo, parte de la naturaleza de Ruth tenía que estar reflejada en su trabajo, de eso no cabía duda. Fue moviendo las carpetas y mirando las etiquetas. Su obra más comercial le interesaba poco; confiaba en encontrar otra cosa, un apartado más personal, más íntimo… Los dibujos que una artista hacía para sí misma, no por encargo.

Carol insistió y esa vez Leire le contestó con un vago: «Un segundo, ya termino». Empezaba a ponerse nerviosa y a barajar la posibilidad de pedirle las llaves para regresar otro día cuando una carpeta pequeña, de esas que suelen usarse para guardar recibos, apareció dentro de otra mucho más grande. No llevaba etiqueta alguna, así que la abrió y le echó una ojeada rápida. Leire nunca había tenido muchos escrúpulos: comprobó que cabía en el enorme bolso que llevaba, la guardó y fue a reunirse con Carol. Ésta tenía tantas ganas de marcharse que ni siquiera le prestó atención.

Apagaron las luces y salieron al rellano. La puerta se cerró con un gemido resignado, la tristeza asumida de quien sabía que su mejor momento había quedado atrás.

Carol se empeñó en acompañarla a su casa y Leire apenas protestó, aunque lo que llevaba en el bolso la hacía sentirse como una ladrona ingrata. Durante el trayecto hablaron poco, no había mucho más que decir, y cuando llegaron resultaba obvio que la conductora quería marcharse cuanto antes.

—Por cierto —le dijo Carol justo antes de despedirse—, no sé qué historia te traías con el teléfono cuando he llegado, pero las ansias asesinas no te harán sentir mejor.

Desconcertada, Leire tardó unos segundos en reaccionar. Había olvidado por completo el mensaje de Tomás.

—Bueno —dijo mirándose la barriga—, no estaría bien dejar a este niño sin padre tan pronto.

Carol sonrió y no dijo nada más. Desde la acera, Leire la vio partir y luego se dirigió al edificio donde vivía. Subió en el ascensor, sola, pensando que, por una vez, sería agradable que alguien la esperara en casa. Quizá hubiera que achacar esa idea a la conversación con Carol: el amor ajeno siempre suscita envidia. Y si de algo no le cabía ya la menor duda, era de que esa mujer había vivido una verdadera historia de amor con Ruth. Correspondido o no, eso era lo de menos. Carol había amado a Ruth, y Héctor también. Para ser sincera, no estaba segura de si alguien la había querido a ella de ese modo, y la invadieron unas ganas enormes de conocer al objeto de esas pasiones: de preguntarle cuál era su secreto, su pócima, el sortilegio por el que conseguía embrujar así a hombres y mujeres. Y entonces tuvo la firme convicción, aun sin prueba alguna que la sustentara, de que las personas que poseen ese encanto viven en peligro sin saberlo, porque siempre hay alguien que las ama a distancia, o las ama demasiado. O que simplemente no soporta amarlas de ese modo.

Sentada en el sofá de casa, Leire abrió la carpeta con la sensación íntima de estar cometiendo un acto reprobable del que, además, seguramente no obtuviera nada útil aparte de saciar esa curiosidad sobre Ruth, que era cada vez más fuerte. Aunque quizá todas las personas serían igual de interesantes si se examinara su vida bajo la lente de un microscopio: los detalles enriquecen incluso las existencias más anodinas.

En el interior de la carpeta, amontonados sin orden ni concierto, aparecieron dibujos, recibos, catálogos de exposiciones, artículos recortados de revistas sobre temas diversos y algunas fotos antiguas. Leire fue revisándolo todo con la paciencia de un coleccionista. A pesar de que quienes la conocían afirmaban que era una mujer de acción, si había algo que caracterizaba a la agente Castro en su faceta laboral, era la obsesión de no dejar un solo dato, un solo hilo, sin examinar a fondo. Así que, sin sueño aunque cansada —al final del día tenía los pies tan hinchados que no se los reconocía—, fue separando despacio las fotos de los dibujos, los recibos de los trozos de papel donde aparecía anotado un número de teléfono o una dirección. Un rato después tenía varios montones diferenciados y, para quitárselo de encima, empezó a revisar el de los recibos y catálogos que, como era de esperar, aportaban poca información. Que a Ruth le gustaba el arte y las exposiciones de diseño y fotografía era algo que ya sabía. Pasó a las fotos, porque no eran muchas. Los ordenadores han sustituido los álbumes fotográficos, se dijo, recordando los que su madre tenía en casa. Y al instante pensó que seguro que su madre la había llamado esa tarde, y tomó nota mental de comunicarse con ella al día siguiente a primera hora. Si no lo hacía, la bronca podía ser épica.

Algunas eran fotos raras, cabía suponer que tomadas por la propia Ruth. Una sombra en el suelo, una alcantarilla, un cielo plagado de nubes. Por supuesto había alguna de ella con Carol, muy pocas, y algunas más antiguas, de Ruth con Guillermo y de Ruth con Héctor. Leire se detuvo un momento para observar a su jefe, más joven, pero con la misma mirada de perro triste. Incluso cuando sonreía. A su lado, en esa foto en concreto, Ruth estaba espléndida; él la miraba de reojo, como si no se creyera que esa mujer estuviera a su lado por algo más que por puro azar. Ella, en cambio, miraba a cámara con la intensidad de las personas felices. Había un par de fotos más de ese mismo día, que debía de haber tenido lugar unos cinco años atrás, porque Guillermo no parecía tener más de ocho o nueve. Un chaval serio, parecido a su padre en el gesto y a su madre en la fisonomía.

Leire fue pasando las fotos familiares y se dio cuenta de que, dejando éstas a un lado, sólo quedaba una, mucho más antigua. Dos niñas vestidas con maillot de gimnasia; el atuendo y el peinado las hacían parecer casi idénticas, sin embargo, al mirarlas de cerca Leire reconoció en una de ellas a Ruth, y a su lado una amiga o compañera de clase. Por suerte, llevaba la fecha escrita a mano detrás: «Barcelona, 1984». Ruth tenía entonces trece años.

El siguiente montón era el de los dibujos, algunos simples esbozos y otros más elaborados. Uno de ellos le llamó la atención porque la chica que aparecía en él era clavada a la niña que acompañaba a Ruth en la foto. Leire admiró de nuevo el talento de Ruth Valldaura: unas líneas simples componían un rostro serio, totalmente reconocible. En el dibujo la niña era ya algo mayor e iba vestida con una especie de capa. Estaba de pie, junto a un acantilado, mirando hacia el fondo. Ruth la había dibujado como si la tuviera delante, como si ella misma estuviera suspendida en el aire o en el fondo del precipicio, observándola desde abajo. Algo en ese dibujo resultaba inquietante, el aura trágica que envolvía a la figura. Debajo había algo escrito, sin duda la caligrafía de Ruth, pero Leire no consiguió entender lo que decía hasta pasado un buen rato.

El amor genera deudas eternas.

La frase se le quedó en la cabeza mientras atacaba el último montón de papeles: direcciones y números de teléfono, recortes de prensa y cosas por el estilo. No tenía ninguna esperanza de hallar nada y por eso, cuando vio el nombre de la calle escrito en un pedazo de papel, no le prestó mayor atención. Unos segundos después, sin embargo, el corazón se le aceleró al reconocer, en uno de esos papeles, la dirección y el número de teléfono de la consulta del doctor Omar.