12

Llevaba quince minutos esperando y empezaba a impacientarse, no porque tuviera muchas cosas que hacer, sino porque en el fondo temía que Carolina Mestre no se presentara. Consultó el móvil para ver si había algún mensaje advirtiendo del retraso. Nada. Contempló con desánimo la infusión que tenía delante y, por hacer algo, dio un pequeño sorbo e hizo una mueca de disgusto. Un brebaje de lo más insulso, a juego con el local.

Echó un vistazo a su alrededor, cada vez más convencida de que Carol no acudiría a la cita. Ella la había llamado por teléfono el martes por la mañana y, tras una especie de monólogo por su parte, ensayado para causar la impresión correcta, su interlocutora había colgado el teléfono con un lacónico: «No tengo nada que decirte». Leire se había armado de paciencia y había insistido un rato después. Esa vez nadie respondió al teléfono y ella dejó un largo mensaje en el buzón de voz. Pasó casi el día entero sin obtener respuesta de Carol y, cuando ya desesperaba, le llegó un mensaje de texto, escueto y poco amistoso, que la citaba en esa cafetería el miércoles a las seis de la tarde. Y allí estaba, en aquel local del centro de paredes blancas y pizarras negras que anunciaban cosas como brunch y blackberry muffin, con la única compañía de una camarera rubia y lacia que parecía tomarse el empleo como un paso necesario antes de alcanzar la fama, y de otro cliente, un turista joven que, por el precio de un café solo, saqueaba la conexión wi-fi del local.

Leire hojeó una de esas revistas gratuitas, llenas de fotos y de entrevistas con cantantes que no conocía y que, salvo escasas excepciones, tenían aspecto de haber estado pasando hambre durante una buena temporada. La infusión se le enfriaba pero no conseguía bebérsela. A partir del tercer mes de embarazo las náuseas habían cedido paso a unas manías tontas y súbitas ante alimentos de diversa índole. En ese momento, aquel té de frutos rojos le daba un asco indescriptible. Se dijo a sí misma que en cuanto llegara a la última página de la revista se levantaría y se iría, y así habría sido si no le hubiera llegado un mensaje al móvil, no de quien esperaba, sino de Tomás. Cabrón, pensó en cuanto vio su nombre en la pantalla. No había dado señales de vida desde Nochevieja, es decir, doce días antes.

¿Cómo estás? Iré a verte el fin de semana. T.

Enfadada consigo misma porque en el fondo le apetecía verle, se disponía a contestar cuando oyó un carraspeo cercano. Alzó la mirada e intentó cambiar la mueca de enojo por una sonrisa. Aunque hubiera llegado casi veinticinco minutos tarde, Carol no la había dejado plantada.

La había visto sólo una vez, en comisaría, justo después de la desaparición de Ruth, y ya entonces le había asombrado lo guapa que era. Muy morena, incluso en invierno, todo su cuerpo proclamaba en silencio una excelente forma física. De rostro anguloso y cabello muy corto pero cortado con estilo, no conseguía evitar que su expresión y sus gestos tuvieran un aire brusco, casi beligerante, como si viviera sumida en una alerta permanente. Sus ojos oscuros y sus largas pestañas mostraban cautela, y su tono de voz resultó menos firme que por teléfono cuando, después de pedir una Coca-Cola Zero a la apática camarera, dijo:

—Bueno, tú dirás.

No era un inicio muy prometedor, y Leire iba a endosarle de nuevo el discurso que ya le había soltado dos veces por teléfono cuando de repente perdió la paciencia. El té que era incapaz de beber, la camarera flaca, el mensaje de Tomás y la pose indolente de la recién llegada formaron una especie de resorte en su interior que la hizo saltar.

—Oye, no tienes por qué hablar conmigo si no quieres. De verdad. Esto no es un interrogatorio ni yo estoy aquí en plan oficial, así que no existe la menor obligación por tu parte.

Carol enarcó una ceja sin decir nada y la miró fijamente. Entonces se encogió de hombros y casi sonrió.

—Tranquila. No te alteres, no debe de ser bueno para…

—No estoy alterada —mintió Leire—. Al menos no más de lo que lo estaría alguien que lleva media hora esperando a una persona que, para colmo, cuando llega ni siquiera tiene la decencia de disculparse.

Carol soltó un suspiro y desvió la mirada. El otro cliente de la cafetería las observaba, aunque sólo de reojo. Leire cogió el bolso e hizo ademán de levantarse.

—No. No te vayas. Y perdona por el retraso. —Carol hablaba en voz baja—. De hecho, llegué antes que tú y te vi entrar. Fui a dar una vuelta, para pensar un poco… Y al final se me ha hecho tarde.

Eso está mejor, pensó Leire. Así que también suavizó el tono en su siguiente intervención.

—¿Qué te parece si empezamos de nuevo?

—Bueno, tú dirás —repitió Carol, pero esta vez acompañó la frase con una media sonrisa. Y añadió enseguida—: Me dijiste por teléfono que querías hablar de Ruth.

—Sí. Ya sé que suena raro. Ni siquiera yo misma estoy segura de entenderlo, pero… Tengo la sensación de que este caso no se ha abordado de la mejor manera. —Se corrigió antes de que su oyente sacara conclusiones inapropiadas—. Todos estábamos demasiado involucrados, y más aún el inspector Salgado. Y estaban pasando muchas cosas al mismo tiempo.

Se detuvo unos segundos antes de terminar su razonamiento.

—Me gustaría retomarlo desde una perspectiva más fría. Y para eso debo saber cosas de ella: cómo era, qué hacía… Qué le preocupaba.

Carol asintió despacio. Aunque un matiz de desconcierto enturbiaba aún su mirada, parecía decidida a concederle, al menos, un mínimo voto de confianza.

—Ojalá pudiera decirte cómo era… como es. No quiero habar de ella en pasado y tampoco soy muy objetiva sobre ese tema.

—Da igual, muéstrate tan subjetiva como quieras. —Comprendió que Carol no era propensa a las confidencias, de manera que decidió ayudarla—. ¿Cuánto tiempo estuvisteis juntas?

—No sé si debería contarte esto precisamente a ti… —No la miraba, tenía la vista clavada en la portada de la revista.

—Esto es entre tú y yo. Ya te lo dije, el inspector Salgado no está al tanto de lo que estoy haciendo. Y quiero que siga así —recalcó.

Carol suspiró.

—Héctor… ¡Por Dios, cómo he llegado a odiar ese nombre! Tiene algo especial ese tipo, ¿no? Hay hombres así, que consiguen que el mundo gire siempre a su alrededor. No, ya sé, no piden nada nunca. Actúan como si fueran autosuficientes, pero al mismo tiempo imploran ayuda a gritos. O esa es la impresión que os da a vosotras…

Leire pasó por alto la indirecta y aprovechó esa vía para encarar el tema que le interesaba.

—¿Eso era lo que opinaba Ruth?

—Ruth se ha pasado toda su vida comprendiendo a Héctor. No es que fuera como una madre, pero en algunas reacciones sí parecía su… No sé cómo decirlo. Su hermana mayor. Iba desprendiéndose de ese papel poco a poco a pesar de que hacerlo le costaba un gran esfuerzo.

—¿Cuándo empezó lo vuestro?

—Oficialmente, seis meses antes de que rompiera con su marido. En realidad la atracción mutua surgió cuando nos conocimos. Al menos por mi parte y, teniendo en cuenta como se desarrollaron las cosas, diría que también por la suya.

—Trabajabais juntas, ¿no?

—Sí. Bueno, no exactamente. Ruth llevaba años dedicada a la ilustración. Por si no lo sabes, eso se paga fatal. Había hecho alguna exposición también, aunque sin demasiado éxito. Pero yo vi parte de su obra y le propuse utilizar algunos de sus diseños en el ámbito de la decoración. Al principio pensé que se iba a ofender: algunos artistas se estremecen ante el término «comercializar». —Sonrió—. No obstante, se lanzó a ello con entusiasmo, como si fuera una aventura, algo que no se le había ocurrido. Y con resultados magníficos.

Leire lo sabía. En esos últimos días, entre otras cosas, se había dedicado a repasar los diseños de Ruth Valldaura. Había empezado con una línea textil de hogar, pero en un par de años había ampliado su colección a gran variedad de objetos que revelaban una inmensa creatividad. Si buscabas el nombre de Ruth Valldaura en Google, aparecía al segundo un buen número de tiendas, sobre todo de España, Francia e Italia, donde sus productos se vendían en exclusiva. Tiendas no excesivamente caras, aunque sí originales, muy bien seleccionadas por la mujer que tenía delante en ese momento.

Mientras hablaban, el joven cliente había decidido abandonar el mundo virtual y volver a su ocupación real, la de turista, y la camarera continuaba inmóvil detrás de la barra, menos hermosa de lo que ella parecía creer. Leire tenía sed, pero casi temía perturbar la quietud de aquella esfinge recordándole que estaba allí para hacer algo útil en lugar de meditar. Por suerte, Carol decidió que necesitaba beber algo más fuerte que esa Coca-Cola sin azúcar y Leire aprovechó para pedir una botella de agua. Carol fue hasta la barra y regresó cinco minutos después con el agua, una copa de vino tinto y una divertida cara de desesperación.

—Por Dios, creía que se iba a partir en dos mientras descorchaba la botella —dijo.

Leire se rio y se bebió medio botellín de un trago. Carol comenzaba a caerle bien.

—Ahora no sé muy bien qué hacer —dijo, pensativa, tras dar un pequeño sorbo al vino—. Me refiero al piso y al dinero que sigue llegando. Supongo que debería hablar con Héctor…

—No es un mal tipo —repuso Leire—. De verdad.

—Eso decía Ruth. Cuando yo me encabronaba, con perdón, ella siempre lo defendía. Es tan difícil no tener celos de alguien que ha estado con tu pareja durante tanto tiempo… —Prosiguió antes de que Leire tuviera tiempo de intervenir, con la vista fija en el contenido de la copa—: No, no era eso. Era ella. ¿Sabes una cosa? En algunos momentos, Ruth hacía que te sintieras el centro del mundo. Cuando tenías algún problema, cuando hablabas con ella de madrugada, haciendo el amor… Pero había veces en que su mente se hallaba muy lejos, y entonces te dabas cuenta de que jamás serías el centro de su vida. Ruth era mucho más libre de lo que ella misma creía. Y quien estuviera a su lado debía aceptar ese puesto sin aspirar a más. Claro que esto lo veo ahora; en esa época me sacaba de quicio. Vivía con el miedo perpetuo de perderla y me esforzaba por retenerla. —Bebió otro trago de vino—. Supongo que habría terminado abandonándome. Nunca imaginé que acabaría perdiéndola así.

Vaciló ante la última palabra. Carol no tenía aspecto de ser de las personas que lloran en público, aunque el dolor estaba impreso en cada uno de sus gestos.

—¿Qué crees que pasó?

—No lo sé. Hay algo evidente: ella nunca se hubiera ido así por las buenas. Era demasiado seria, demasiado responsable. Y, además, está Guillermo. Al principio pensé que había sido cosa de su ex. Lo sé, lo sé, es un buen tipo. —Suspiró—. No estoy diciendo que le hiciera daño, aunque admito que llegué a sospecharlo. Pero en cuanto lo vi supe que no, que por mucho que yo le odiara, ese hombre no habría sido capaz de algo así. Cuando algo te duele, te vuelves más receptiva al dolor ajeno.

Dio un último sorbo al vino. En la copa ya sólo quedaba una sombra de color granate, como un rastro de sangre.

—Tuvo que ser algo relacionado con él, de todos modos. Con su trabajo, con ese hombre al que pegó… —Miró a Leire a los ojos, con expresión de absoluto desconcierto—. No se me ocurre ninguna otra cosa. ¿Quién si no iba a hacerle daño a Ruth?

—Perdona la pregunta, pero ¿estás segura de que no había nadie más?

—¿Se puede estar segura de eso? —Ambas sonrieron—. Por mi parte no, eso sí puedo jurarlo. Ni siquiera ahora, seis meses después. Nadie puede compararse con Ruth. Ni de lejos.

Carol se sumergió en sus recuerdos durante unos instantes y Leire casi pudo sentir cómo la nostalgia se apoderaba de aquel local, de sus pizarras y de sus mesas vacías, incluso de la camarera que, convertida de nuevo en estatua de sal, parecía evocar también un amor perdido.

—Yo juraría que Ruth me fue fiel. Creo que me habría contado la verdad. Los meses que engañó a su marido fueron una tortura para ella. Ya sé que parece una frase hecha, sin embargo, es la verdad.

—¿Nunca hubo una mujer antes que tú? Disculpa la intromisión. Es que me parece extraño que alguien descubra que le atraen las personas de su mismo sexo a los treinta y ocho años.

Carol se encogió de hombros.

—Estoy bastante segura de que fui la primera, si es que eso tiene algún mérito.

—¿No se lo preguntaste jamás?

—Cómo se nota que no la conociste. Ruth contaba lo que quería. Y era capaz de dejarte sin palabras con sólo una mirada. Yo a veces me reía de ella, diciéndole que parecía sacada de una serie inglesa. Ya sabes, de esas con caballeros y damas arriba y criados abajo.

Leire asintió. En las fotos de Ruth también había advertido ese aire aristocrático. Incluso en tejanos y camiseta se veía elegante. Con estilo propio. En el local sonaba una música tranquila, una especie de bossa nova a ritmo de jazz que llenó el ambiente de una melodía empalagosa, susurrante.

—No sé en qué más puedo ayudarte. Y tampoco sé si quiero seguir hablando de esto —admitió Carol con franqueza.

—Lo entiendo. Sólo una cosa más, ¿estaba trabajando Ruth en algo nuevo?

—Ella siempre tenía algo en mente. Hay varias carpetas con esbozos y dibujos sueltos. Siguen en su casa, claro.

—¿Te importaría que les echara un vistazo?

No albergaba grandes esperanzas; en realidad lo que quería ver era la casa, el lugar donde se había perdido el rastro.

—Tengo unas llaves. Supongo que no importará que los veas aunque no sé de qué te va a servir. —Suspiró—. Definitivamente tengo que hablar con Héctor de todo esto. No, no de ti —aclaró—. Hablo de qué hacer con el alquiler, con las cosas de Ruth, con el dinero…

El dinero. Era la segunda vez que Carol mencionaba ese tema, y la policía desconfiada que Leire llevaba dentro no pudo evitar percatarse de ello. Si había aprendido algo en sus años de experiencia policial era que la codicia era una de las emociones más viejas del mundo. Y una de las más letales… En ese caso, sin embargo, y dejando a un lado impresiones personales —no conseguía imaginar a esa mujer con la que compartía la mesa matando por dinero—, había un hecho obvio: Ruth valía mucho más viva que muerta. Era joven, le quedaban muchos años de carrera profesional, de generar beneficios que Carol compartiría. Sin el cerebro creativo, la parte comercial de esa sociedad no tendría nada más que vender. A pesar de eso, tomó nota mental de averiguar el estado financiero de la sociedad que ambas compartían. El peligro de cualquier investigación, lo sabía, era dejar cabos sueltos basándose en impresiones personales o ideas preconcebidas. De todos modos, decidió concentrarse de momento en la posibilidad de ver ese espacio donde Ruth había vivido y trabajado. No tenía muy claro que Carol no se arrepintiera de ese ofrecimiento si no lo pillaba al vuelo, así que se arriesgó a preguntar:

—¿Tienes mucha prisa? Estaba pensando que no es muy tarde y que, si no tienes inconveniente, podríamos acercarnos ahora hasta la casa de Ruth.

—¿Ahora? —Carol vaciló.

—A mí me va bien. —No quería insistir demasiado, sólo lo justo. Intuía que esa tarde había conseguido construir un clima de confianza, de cooperación, que podía enfriarse en cuanto ambas se separaran.

No se equivocaba. Carol meditó durante unos segundos y luego asintió.

—De acuerdo. Tengo el coche en el garaje y llevo las llaves. En realidad aún no he conseguido dejarlas en casa.

Leire no añadió nada más. Pagó la cuenta sin atender a las protestas de Carol y se dirigió a la puerta. Cuanto antes salieran de allí, menores serían las posibilidades de que su acompañante cambiara de opinión. Ya en la puerta, mientras se abrochaba el abrigo, una especie de mantón que según su amiga María la hacía parecer pobre como una cantautora rusa, miró a la camarera a través de los cristales. En aquel local tan grande y vacío parecía una figura insignificante. Seguía sentada detrás de la barra y a su espalda se alzaba un muro de botellas. Un fondo verde y escurridizo para aquella criatura pálida, de labios muy rojos y cejas perfiladas que apoyaba los codos en el mármol blanco.