Las ciudades, como los perros, no duermen del todo. Como mucho se adormecen, descansan, cobran fuerza para soportar el trasiego de coches y de peatones que les espera a la mañana siguiente. Sus calles respiran con un poco más de libertad, ocupadas sólo por ese reducido número de personas que se mueve de madrugada. Animales nocturnos de distinto pelaje deambulando por aceras o calzadas casi vacías, siempre más frías, más silenciosas. Más lentas. Son horas en las que cualquier ruido, por nimio que sea, se convierte en un estruendo. La puerta de un coche al cerrarse bruscamente suena como una detonación, los pasos firmes provocan ecos, las voces parecen gritos.
Brais Arjona había pertenecido durante años a ese mundo de sombras. Acostumbraba a salir solo y volvía solo, pero eso no le importaba. Lo que buscaba, lo que necesitaba, era llenar esas horas con caras anónimas y cuerpos desconocidos. Por desgracia, incluso en una ciudad como Barcelona, las fieras nocturnas tendían a ser siempre las mismas y a veces, al descubrir entre la fauna a tipos que ya conocía de vista, se sentía incómodo, asqueado de ese ambiente de rincones oscuros e individuos solitarios. Se cruzaba con otros de más edad y apartaba la mirada, no para ignorarlos, sino para no verse a sí mismo cuando ya no fuera tan joven, tan atractivo. Tan deseable. Aun así, invariablemente, a pesar de que muchas madrugadas se hacía el firme propósito de reducir esas escapadas, de salir sólo con sus amigos, de quedarse en casa viendo una película, el olor de la noche despertaba en él un instinto casi irreprimible. Y, pasadas las doce, cuando la mayoría de los trabajadores responsables se metían en la cama, él se lanzaba a la calle. Como un lobo. En busca de su manada. En busca de una presa. En busca de algo que apaciguara su hambre.
Al igual que le había sucedido en Madrid, durante su primer año en Barcelona hubo noches memorables y otras para olvidar. Pero incluso las peores tenían algo estimulante. Eso formaba parte del juego y él lo sabía. No obstante, poco a poco, todas empezaron a parecerse cada vez más: las buenas y las malas se iban fundiendo en una sola categoría, mediocre y grisácea. Los mismos hombres, los mismos cuartos oscuros, las mismas barras de bar. Las mismas miradas que, sin necesidad de palabras, ponían en marcha el complejo, y a la vez simple, mecanismo del sexo. Y entonces, cuando el hastío amenazaba con devorarlo, o quizá precisamente por eso, apareció David.
David, su marido, que en ese momento dormía abrazado a la almohada como si fuera un salvavidas. David, que se acostaba a las doce como muy tarde y se despertaba a las siete, rebosante de energía. David, que cazó al lobo y lo reconvirtió en un afable animalito doméstico. Brais nunca tuvo problemas en aceptar su homosexualidad, ni siquiera veinte años atrás en su Galicia natal, en esas tierras lluviosas que entonces odiaba y que, de un tiempo a esa parte, tendía a añorar. Era probable que la falta de una familia le allanara el camino: no había nadie a quien contárselo, o cuando menos nadie a quien le importara de verdad. Pero, de haber tenido algún problema, de haber sido uno de esos individuos que esconden sus verdaderos deseos, la presencia de David habría disipado el menor atisbo de temor o de vergüenza. Porque querer a alguien con esa fuerza no podía estar mal. Por eso se habían casado, en un gesto simbólico: para proclamar al mundo que estaban juntos, que estarían juntos y que, con un poco de suerte, envejecerían juntos. Una vejez que aún parecía lejana. Brais tenía treinta y siete años; su marido acababa de cumplir treinta y uno. La vida se extendía ante ellos como un largo camino feliz. No obstante, esa noche el camino parecía truncarse, desembocar en un precipicio abrupto y peligroso. Al menos para él.
Es una noche de minutos eternos, un amanecer que se resiste a llegar. Son casi las tres cuando Brais se levanta de la cama harto de pensar y se dirige, descalzo, hasta el portátil que había dejado en la mesa del comedor. Sabe que no debe mirarla, pero hay algo malsano en esa imagen que le resulta adictivo.
La foto llegó adjunta en un correo de sólo tres palabras. «No te olvides». Como si alguien pudiera olvidarse de eso. Brais cierra los ojos durante unos segundos, el tiempo que tarda en abrirse la foto. A pesar de que ya sabe lo que contiene, todo su cuerpo se pone en tensión. Levemente inclinado, con las dos manos apoyadas en la mesa, contempla la pantalla y siente deseos de destrozarla de un puñetazo. Podría hacerlo, pero no serviría de nada. Los tres perros ahorcados seguirían en su cabeza: las fauces abiertas, los cuellos estirados, las patas rígidas. Como reos ejecutados sin piedad.
Permanece unos minutos más inmóvil, tenso. Su cuerpo le pide actuar, reaccionar de algún modo físico a ese estímulo fijo e imperturbable. Por eso, aún de pie, cierra la ventana de la imagen y vuelve al correo. Compone un e-mail rápido y lo dirige a las cuentas personales de las cinco personas interesadas: Sílvia Alemany, César Calvo, Amanda Bonet, Manel Caballero y el de más edad de todos, Octavi Pujades. Los que todavía siguen vivos, piensa con frialdad. Los que aún pueden salvarse.
Luego vuelve a la cama y abraza a su marido con la vaga intención de contagiarse de esa tranquilidad de espíritu que otorga a David un sueño profundo, reparador, el sueño de los inocentes. Es lo único que importa, piensa Brais, poder dormir con David a su lado durante lo que le queda de vida.
Hace ya meses que para Octavi Pujades el día y la noche se han convertido en una especie de duermevela continuo. Había leído en alguna parte que eso se usaba como medio de coacción para los prisioneros de guerra: cuando las coordenadas temporales desaparecían, la mente perdía pie y se despeñaba hacia la incoherencia. Quiere creer que no es su caso, que su cerebro sigue funcionando con la misma precisión, que analiza y decide usando la más pura lógica. Para Octavi, director financiero de Laboratorios Alemany desde hace más de veinte años, dos más dos han sido siempre cuatro en los balances y en la vida. Por eso le incomoda que en otras profesiones, en otros ámbitos, la gente sea tan inexacta, tan matemáticamente incorrecta.
Cuando a su esposa le diagnosticaron el cáncer que la tiene postrada en la cama, el médico afirmó que, por desgracia, Eugènia no llegaría al amanecer del nuevo año. En sus propias palabras, si conseguía sobrevivir hasta Navidad ya sería todo un logro. Y Octavi Pujades actuó en consecuencia con esa previsión. Habló con Sílvia y con Víctor, designó a un sustituto en funciones —no el que habría escogido, sino el único posible dadas las circunstancias— y se tomó unos meses de excedencia para atender a su esposa. Eugènia sólo le había pedido una cosa: morir en casa. En el mismo espacio donde llevan viviendo dieciocho años, desde que cambiaron el piso de la ciudad por esa vivienda independiente situada en Torrelles de Llobregat, en una urbanización donde aún existían los pájaros. Él se lo había prometido y había asumido la tarea con la misma disciplina que aplicaba a su entorno laboral. Iban a ser cinco meses a lo sumo, desde agosto hasta fin de año, una cantidad de tiempo suficiente pero no excesiva. Estaba relativamente seguro de que Gaspar Ródenas, el reemplazo elegido, desempeñaría su puesto y a la vez le mantendría informado. Nunca, ni en los peores momentos de duda, se le ocurrió pensar que Gaspar moriría antes que Eugènia y que al final tendría que recurrir a quien debería haber sido el primer candidato. La vida tiene una extraña forma de buscar justicia, pensó. Antes se decía que los caminos del Señor eran inescrutables, lo cual venía a ser más o menos lo mismo.
Esta madrugada, Octavi entra en lo que había sido su habitación y ahora es una cámara mortuoria con un cadáver que se resiste a morir. La fuerza con que Eugènia se aferra a este mundo, a esas escasas horas de conciencia sin dolor que conforman su vida, le parece admirable y sorprendente a la vez. Nunca habría creído que ese cuerpo pequeño y delgado albergara tanta capacidad de resistencia, tantas ganas de plantar cara a esa muerte que tiene que estar agazapada en algún rincón de ese cuarto, cual ave carroñera lista para clavar las garras sobre su presa.
Eugènia duerme. La medicación la mantiene sedada durante gran parte del día y de la noche; él se sienta en el borde de la cama. Sabe que está haciendo todo lo posible. Sin embargo, por mucho que ha intentado obligarse, no ha conseguido compartir ese lecho con ella, y eso le duele. Desde el principio se trasladó al cuarto de su hijo mayor, vacío desde que éste se casó. De hecho, cuando muera Eugènia, venderá esa casa. Es absurdo mantener una vivienda tan grande, pensada para una familia de cinco miembros como mínimo. Se lo cuenta a su mujer, a pesar de que ella no puede oírle. Hace lo que no ha hecho en años de matrimonio: explicarle sus planes, tener en cuenta la opinión que ella expresaría si pudiera. Lo bueno de llevar tanto tiempo casado con la misma persona es que en un ochenta por ciento de los casos sabes lo que te dirá. O lo que te diría si poseyera el control de todas sus facultades.
Le habla, pues, de su hijo, que ha ido a verla esa tarde mientras ella dormitaba; de su hija, que se resiste a visitarlos porque cada vez que lo hace sale deshecha en llanto, y de esa otra hija, la más joven, la más turbulenta, que aparece sin avisar y se marcha sin decir adiós. Octavi sigue fiándose del criterio de su mujer sobre esta última. Tranquilo, le ha dicho ella siempre, hay personas que encuentran su camino de forma natural y otras que necesitan dar vueltas y vueltas, retroceder para luego avanzar de golpe. Y cuando llegue el momento, Mireia dará un salto que nos dejará a todos atrás.
Una vez se agota el tema de los hijos, Octavi sigue hablando. Después, tras unos instantes, pasea la mirada por el techo, como si temiera que, al oír su confesión, esa rapaz asesina cambie de víctima y se lo lleve a él. Como se llevó a Gaspar y se ha llevado a Sara, dejando como única esquela esa fotografía inmunda. Y recuerda, sin quererlo, las palabras de Gaspar cuando éste fue a verle, aquella frase que se ha quedado grabada a fuego en su mente. «No nos merecemos otra cosa. Así acabaremos todos, Octavi. Muertos como perros».
El despertador, puesto a las seis menos cuarto, anuncia el principio del día para Manel Caballero. Siempre le ha costado levantarse, ya de niño habría dado cualquier cosa por retrasar el momento de regresar al mundo real. Odiaba las clases con la misma intensidad con que ahora detesta los laboratorios donde trabaja, no por el puesto en sí, sino porque le obliga a relacionarse con gente. Si pudiera elegir, realizaría sus tareas en casa o, como mucho, rodeado de unas cuantas personas escogidas. Inteligentes, limpias, calladas. De las que no se meten en las vidas ajenas. Es decir, prácticamente ninguna.
Como todos los días, coge una toalla limpia para secarse y luego la deposita directamente en el cesto de la ropa para lavar. Procede a vestirse con las prendas que dejó preparadas la noche anterior y, cuando termina, se dirige a la cocina para preparar el desayuno. Sólo café; a esas horas su estómago no admite nada sólido. Antes de salir de la cocina friega la taza y la cucharilla, las seca con cuidado y las guarda en su sitio. Vuelve al cuarto de baño y se cepilla los dientes durante tres minutos exactos. Echa un vistazo y, aunque mientras se duchaba no había caído ni una sola gota de agua en el suelo, lo friega con meticulosidad. Le gusta marcharse sabiendo que ha dejado el piso impoluto, la cama hecha, la cocina recogida. Eso le da fuerzas para sobrellevar la peor parte del día: el trayecto en transporte público hasta Laboratorios Alemany. Gente ruidosa con la que debe compartir el espacio durante casi cuarenta minutos. Sólo por eso habría cambiado de empleo: se lo había planteado muy seriamente, pero la situación no está para caprichos. Además, sus perspectivas laborales han mejorado mucho desde el verano, y hace meses que decidió que merece la pena aguantar inconvenientes menores como ése. Así que todos los días soporta el viaje como quien se somete a un vía crucis. Aislado de todos gracias a los auriculares o a un libro; de pie, porque esos asientos de plástico le dan asco y porque así puede moverse si alguien se instala demasiado cerca. Sale antes de casa por eso, porque tiene comprobado que el autobús siguiente va mucho más lleno. Las contadas ocasiones en que ha tenido que cogerlo le ha faltado el aire.
Ese día el autobús va medio vacío por alguna razón inexplicable, así que no tiene que fingir que lee. Si alguien le observara, jamás habría adivinado que ese chico pulcro y bien peinado, vestido sin estilo pero con ropa exquisitamente planchada, está pensando en dos compañeros suyos que han muerto en cuestión de meses. Su rostro no deja traslucir pena ni sorpresa. Más bien indica una intensa concentración, como si estuviera intentando resolver mentalmente una ecuación demasiado compleja para sus capacidades.
Manel Caballero no ve el e-mail con la foto adjunta y el otro que mandó Brais de madrugada hasta que enciende el ordenador en su lugar de trabajo. Su costumbre de ser el primero en llegar le concede unos minutos para evaluar la situación y ponderar las opciones. Tarda poco en decidirse: con un clic rápido elimina ambos correos y luego los hace desaparecer de la papelera. Su buzón está de nuevo limpio como su piso. Libre del menor atisbo de suciedad.
Amanda Bonet, en cambio, sí mira el correo desde casa, tanto el personal como el del trabajo. De hecho, es lo primero que hace todas las mañanas y su última actividad antes de acostarse. Siempre con la esperanza de recibir un mensaje especial, uno de esos correos que la llenan de excitación y que le alegran la noche o el despertar. Lleva meses así, embargada de una emoción contenida, enganchada a esos mensajes y a esos apasionados encuentros semanales. Más feliz de lo que nunca había sido, aunque quizá «felicidad» sea un término demasiado simple para describir sus sentimientos.
Por tanto, ese miércoles, Amanda sigue su rutina habitual y sus ojos adquieren un brillo especial al ver que en su correo personal hay cuatro mensajes nuevos. No por la cantidad, sino por uno en concreto. Mira los remitentes de los otros tres: uno es de una amiga y otro de Brais Arjona, y se dice que ya los contestará luego, mientras que el tercero es de alguien desconocido, sin asunto. Lo borra sin abrirlo por miedo a los virus y se concentra en el único que le interesa. Después de la noche que ha pasado, plagada de pesadillas atroces que no logra recordar del todo, necesita comunicarse con él, y sólo puede hacerlo a través del correo. Un medio frío tal vez, pero en cualquier caso mucho mejor que nada. Abre el mensaje y sonríe ante la primera línea, un saludo cariñoso, envolvente, protector. Le imagina escribiéndolo de madrugada, pensando en ella desde su cama, componiendo ese texto mientras la evoca en su memoria.
Sigue leyendo y, como siempre, va sucumbiendo al efecto que esas frases provocan en ella. Todavía se asombra de que él logre esa respuesta de su cuerpo sólo con palabras. A veces, pocas, piensa que esos instantes la satisfacen casi tanto como los encuentros de los domingos por la tarde. En cualquier caso, sabe que la realidad no tendría sentido sin esta parte del juego, de la misma forma que los correos o los mensajes al móvil carecerían de emoción si no existieran los momentos reales de piel, de roce, de recompensa o de castigo.
Lee el mensaje hasta el final, saboreando cada término, cada elogio, cada reconvención y, sobre todo, cada orden. Él le da indicaciones precisas sobre cómo debe vestirse, peinarse, perfumarse. Sobre la ropa interior que ha de llevar. Ella a veces le desobedece —es una regla no escrita—, aunque nunca en nada demasiado obvio. En apariencia sigue sus mandatos al pie de la letra y se excita al ponerse la falda que él ha escogido para ese día, al echarse las gotas de la colonia que él quiere oler, o al ser consciente de que su lencería, algo que él difícilmente verá en el trabajo, no es del color requerido. El hecho de que trabajen en la misma empresa añade a la situación el aliciente del disimulo, el riesgo del romance ilícito que él acentúa en alguna ocasión con atrevimiento controlado. Es más, nadie se ha percatado de sus juegos… Nadie sabe nada de ellos, especialmente ahora que Sara ha muerto.
No, no quiere pensar en Sara. Recuerda de repente la pesadilla que la ha aterrado esa noche. La imagen de Sara corriendo por el largo túnel del metro, perseguida por una jauría de perros. Y ella, Amanda, contemplando la escena como quien ve una película de miedo, sufriendo por Sara, intentando advertirle que lo peor no estaba detrás de ella, sino al final de ese maldito túnel. Pero era inútil: la mujer que huía sin mirar atrás no la oía por mucho que gritara. «Detente, Sara. Nadie va a hacerte daño. No son perros, somos nosotros». Entonces se había visto a sí misma, con los demás, corriendo en vano por el mismo túnel para alcanzar a Sara. No estaba segura de si la perseguían para salvarla de su terrible destino o para verla morir arrollada por un tren.