Hacía una noche impropia del mes de enero. Sosegada, tranquila. Engañosamente cálida. Incluso, con muy buena voluntad, se apreciaba alguna estrella que osaba dejarse ver a través de aquel gran velo que cubría la ciudad y que ya se había convertido en su único cielo. Si continuamos contaminando la ciudad, pensó Héctor, los cristianos tendrán que buscar otro sinónimo para el paraíso, alguna isla remota o algo parecido, porque a este cielo no va a querer ir nadie. Quizá lo dejarán de purgatorio, un lugar que siempre había imaginado de un color ocre sucio, para alojar a los pecadores de medio pelo. Los auténticos seguirían condenados al infierno. Como los suicidas.
Siempre se le había antojado extraño que la Iglesia condenara a éstos de forma irrevocable. No había justificación alguna que redimiera a quien se quitaba la vida. No había suicidas buenos y malos. A todos se les infligía el mismo castigo, sin excepciones y sin tener en cuenta su andadura previa. Disponer de la propia vida era el máximo pecado. Pues vaya, si no tenemos ni eso, ¿qué nos queda?, se dijo Héctor mientras encendía el cuarto cigarrillo desde que había subido a la azotea. Fumar y matarse de a poco, pensó sonriente. Se acercó a la barandilla y lanzó una bocanada de humo para enturbiar aún más el cielo nocturno: el sueño no llegaría por medios naturales, no le cabía la menor duda.
Y eso que la noche había empezado con una nota prometedora. Por Navidad, a modo de indirecta en absoluto sutil, le había comprado a Guillermo unas zapatillas de deporte, regalo que su hijo contempló con el mismo interés que si hubiera sido una máquina de tricotar. Sin embargo, el día anterior, a la hora del desayuno, en un cambio de registro que debía de ser el rasgo distintivo de la adolescencia, el chico le había preguntado cuándo iría a correr y Héctor se había apresurado a cerrar el trato, antes de que su hijo se volviera atrás. Martes por la tarde, sobre las ocho.
Así había sido. Un Guillermo reticente le esperaba en casa, ya cambiado y listo para salir cuando él llegó a las ocho y media pasadas. Sin hacer mucho caso a las protestas sobre el retraso, Héctor se puso el pantalón corto y se calzó las zapatillas, temiendo de antemano que la idea de «hacer cosas juntos» no fuera tan buena como le había parecido en el momento de comprar el regalo. Maldita pedagogía moderna que nos vuelve a todos medio imbéciles, pensó justo al salir. La cara de mal humor de Guillermo no auguraba nada bueno.
Y los augurios se cumplieron. En parte por culpa del chaval, y en parte por la de Héctor. Como siempre. Él no estaba acostumbrado a tener compañía mientras corría, y verse obligado a esperar a alguien constantemente le ponía nervioso. Por otro lado, a Guillermo parecía avergonzarle practicar deporte con su padre, quien, además, estaba en mejor forma que él. Cierto es que uno no suele hablar mucho mientras corre, pero entre ellos se instauró un silencio tenso. Héctor había escogido un recorrido corto, en línea recta, paralelo al mar. Sin embargo, su ritmo era más rápido y, aunque contenía el paso, dejaba atrás a su hijo cada pocos metros. Al final, cuando se le ocurrió decirle, en voz alta y con un leve tono de bronca: «Guille, hijo, acelera un poco», el muchacho le miró como si acabara de someterle a la peor de las humillaciones y, con semblante hosco, dio media vuelta y se alejó en dirección contraria corriendo, entonces sí, de verdad. Héctor dudó entre seguirle o continuar con su recorrido. Al final, a sabiendas de que era mejor que pasara el tiempo y se calmaran los ánimos, optó por la segunda posibilidad.
Cuando llegó a casa, su hijo ya se había duchado y encerrado en su cuarto. Dedujo que también había cenado, puesto que encontró platos en el fregadero, sin lavar. Añadir otro reproche le pareció excesivo y fingió no verlos. Pero cuando vio las zapatillas en la caja, encima de la mesa, en un gesto que a todas luces era un desafío, llamó a la puerta del cuarto de su hijo. No obtuvo respuesta. Abrió sin que Guillermo diera señales de inmutarse: tenía el ordenador encendido, por supuesto, y los auriculares conectados. Héctor tuvo que hacer un esfuerzo que su terapeuta habría elogiado para no desconectar todos los aparatos eléctricos y conseguir que le prestara un mínimo de atención.
Luego mantuvieron una conversación que, vista con perspectiva, habría sido mejor evitar. El contenido y las formas daban igual; el resultado había sido que Guillermo le había invitado a abandonar su cuarto —«¿Te importa dejarme en paz?»— y él había respondido con una frase típica de padre cavernario, con el acento argentino que ya sólo le salía cuando se enojaba, que jamás pensó que pronunciaría. Para colmo, cuando estaban en pleno intercambio de frases hechas, cada uno en su papel, había llamado Carmen.
La casera no pareció advertir que interrumpía una discusión paternofilial. Se la veía emocionada, incluso nerviosa. Un estado que, Héctor lo sabía, sólo podía deberse a una cosa: efectivamente, el hijo de Carmen, Carlos, Charly para todo el mundo, la había llamado esa tarde después de años sin dar señales de vida. Todas las balas perdidas encuentran un agujero donde alojarse, reflexionó Héctor. Y Charly era una bala de largo recorrido que siempre acababa haciendo daño. No obstante, una madre es una madre, y aunque Carmen no era tonta y sabía de qué pie calzaba su hijo, la mujer estaba contenta, y Héctor dedicó un rato a charlar con ella. Charly llegaría el viernes para quedarse una temporada. Obviamente no tenía trabajo, ni mucho dinero, ni había concretado plan alguno. La crisis sin duda favorecería el retorno de los hijos pródigos que ya rondaban la treintena.
Después de que Carmen se fuera, retomar la discusión con Guillermo le pareció absurdo, así que cenó poco, vio un rato la televisión y, finalmente, con el portátil bajo el brazo, subió a la azotea. Nada era como debía ser, se dijo: ni los hijos, ni los padres, ni aquella noche de invierno.
Convencido de que no se dormiría, encendió el ordenador y se lanzó a la búsqueda de información. Era un poco ridículo, ya que todo aquello podría obtenerlo al día siguiente de Roger Fort, pero quería hacer algo y el nombre de Laboratorios Alemany seguía reverberando en su mente. No tenía ganas de leer la historia de la empresa en ese momento, aunque sí vio un vídeo corporativo, realizado con bastante acierto, sobre los criterios que definían la compañía: juventud, libertad y belleza integral… Un adjetivo, este último, que parecía estar en auge.
El vídeo recogía breves entrevistas con miembros de la empresa, entre los que reconoció a algunos que salían en la fotografía de grupo. Ni Sara, ni el otro suicida, Gaspar Ródenas, aparecían en él. Sí salía Víctor Alemany, por supuesto, y su hermana, Sílvia, una de las mujeres de la foto. Con la copia de la instantánea en la mano y en un segundo visionado del vídeo, identificó también a Brais Arjona, brand manager de la línea Young, y a Amanda Bonet, una preciosa joven que, según el subtítulo, era la responsable de diseño y packaging de la misma línea. Le quedaban tres personas sin nombre: tres hombres que aparecían en la foto aunque no en el vídeo y que debían de pertenecer a departamentos técnicos. No, uno de ellos sí salía: Manel Caballero, adjunto al director técnico. Resultaba casi irreconocible pero sí, era él: el mismo chico de cabello un poco largo que en el vídeo hablaba de «innovación y desarrollo» con poca soltura. Desde luego mucha menos que el tal Brais Arjona, un tipo que demostraba un aplomo envidiable. En argot cinematográfico, la cámara le quería, aunque no tanto como a Amanda Bonet. Sin duda, Amanda era una de las mujeres más bellas que Héctor había visto nunca, y hablaba despacio, con claridad y sin afectación.
Efectuó luego otra búsqueda. «Gaspar Ródenas». No aparecían muchos enlaces, ya que la prensa solía ser cuidadosa a la hora de citar los apellidos. No le importó: al día siguiente tendría el informe oficial. Iba a dejarlo —tampoco eran horas de leer relatos de padres que matan a sus hijas de apenas un año—, cuando un artículo le llamó la atención. El titular, «Una familia normal», apuntaba una nota de ironía que le gustó, aunque la sorpresa se la dio el nombre de la periodista que lo firmaba: Lola Martínez Rueda. Lola. Joder, Lola… Después de tanto tiempo.
Sonrió al recordarla. Su aire desenfadado, su risa contagiosa, aquellas manos que no paraban quietas. Lola… Hacía años que no pensaba en ella. Había aprendido a relegarla a un diminuto espacio de su cerebro, a sepultarla bajo el peso de la decisión tomada. Sin embargo, en ese momento, en esa madrugada falsamente cálida, vio su cara como si la tuviera delante y ese recuerdo disipó su mal humor.