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Por segunda vez en un breve período de tiempo, el inspector Héctor Salgado vuelve la cabeza de repente, convencido de que alguien le observa, pero sólo ve caras anónimas e indiferentes, personas que andan como él por una Gran Vía atestada y se detienen de vez en cuando ante alguno de los puestos tradicionales de juguetes y regalos que ocupan la acera. Es la víspera de Reyes, aunque nadie lo diría a juzgar por la agradable temperatura, ignorada por unos paseantes convenientemente vestidos con ropa de abrigo; algunos incluso con guantes y bufanda, tal como corresponde a la estación, contentos de participar en un simulacro de invierno al que le falta el ingrediente principal: el frío.

La cabalgata ha terminado hace un buen rato y el tráfico llena la calzada bajo las guirnaldas de luces brillantes. Gente, coches, olor a churros y a aceite caliente, todo aderezado con los villancicos, supuestamente alegres, cuyas letras rozan el surrealismo, que los altavoces lanzan contra los transeúntes sin el menor decoro. Según parece, nadie se ha molestado en componer canciones nuevas, así que un año más los peces siguen bebiendo en el mismo puto río. Debe de ser eso lo que jode de la Navidad, piensa Héctor: el hecho de que, en líneas generales, sea siempre igual, mientras nosotros cambiamos y envejecemos. Le parece de una desconsideración rayana en la crueldad que ese ambiente navideño sea lo único que se repita un año tras otro sin excepción y haga más evidente nuestra decadencia. Y por enésima vez en los últimos quince días desearía haber huido de todo este jolgorio a algún país budista o radicalmente ateo. El año que viene, se repite a continuación como si fuera un mantra. Y al cuerno con lo que diga su hijo.

Va tan absorto en sus cosas que no se percata de que la cola de peatones, que avanza casi con la misma lentitud que la de los coches, se ha detenido. Héctor se encuentra parado delante de un puesto que vende soldaditos de plástico en bolsas: indios y vaqueros, aliados vestidos de camuflaje listos para disparar desde una trinchera. Hace años que no los veía y recuerda habérselos comprado a Guillermo cuando era un crío. En cualquier caso, el vendedor, un anciano de manos artríticas, ha conseguido recrear al detalle una exquisita escena bélica, digna de una película de los años cincuenta. No es lo único que vende: otros soldados, los clásicos de plomo, más grandes y de brillantes uniformes rojos, desfilan a un lado, y una escuadra de gladiadores romanos, históricamente desubicada, al otro.

El viejo le hace una señal, animándolo a tocar el género, y Héctor obedece, más por educación que por verdadero interés. El soldado es más blando de lo que creía y su tacto, casi de carne humana, le repugna. De repente se percata de que la música ha cesado. Los transeúntes se han detenido. Los coches han apagado los faros y las luces de Navidad, que parpadean casi sin fuerza, constituyen el único alumbrado de la calle. Héctor cierra los ojos y los abre de nuevo. A su alrededor la multitud empieza a desvanecerse, los cuerpos desaparecen sin más, esfumándose sin dejar el menor rastro. Sólo el vendedor sigue en su puesto. Arrugado y sonriente, saca de debajo del mostrador una de esas bolas con nieve dentro.

«Para su mujer», le dice. Y Héctor está a punto de responderle que no, que Ruth detesta esas bolas de cristal, que la ponen nerviosa desde que era una niña, igual que los payasos. Entonces los copos que enturbian el interior caen al fondo y se ve a sí mismo, de pie ante un puesto de soldaditos de plástico, atrapado por las paredes de cristal.

—Papá. Papá…

Mierda.

La pantalla del televisor cubierta de niebla gris. La voz de su hijo. El dolor en el cuello por haberse quedado dormido en la peor postura posible. El sueño había sido tan real en la noche de Reyes.

—Estabas gritando.

Mierda. Cuando tu propio hijo te despierta de una pesadilla, ha llegado el momento de dimitir como padre, pensó Héctor mientras se sentaba en el sofá, dolorido y de mal humor.

—Me quedé dormido acá. ¿Y tú qué haces despierto a estas horas? —contraatacó, en un alarde absurdo de recuperar su dignidad paterna al tiempo que se masajeaba la parte izquierda del cuello.

Guillermo se encogió de hombros sin decir nada. Como habría hecho Ruth. Como había hecho Ruth tantas veces. En un gesto automático, Héctor buscó un cigarrillo y lo encendió. Las colillas rebosaban del cenicero.

—No te preocupes, no me dormiré aquí de nuevo. Vete a la cama. Y acuérdate de que salimos mañana temprano.

Su hijo asintió. Mientras lo veía caminar descalzo hacia su cuarto, pensó en lo duro que era ejercer de padre sin Ruth. Guillermo aún no tenía quince años, pero a veces, mirándolo a la cara, se diría que era mucho mayor. Había en sus rasgos una seriedad prematura que a Héctor le dolía más de lo que quería admitir. Dio una profunda calada al cigarrillo y, sin saber por qué, apretó el botón del mando a distancia. Ni siquiera recordaba qué había puesto esa noche. Con las primeras imágenes, esa foto fija en blanco y negro de Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg, reconoció y recordó. Al final de la escapada. La película favorita de Ruth. No se sintió con ánimos de volver a verla.

Aproximadamente diez horas antes, Héctor contemplaba las paredes blancas de la consulta del psicólogo, un espacio que conocía bien, con un punto de incomodidad. Como de costumbre, el chaval se tomaba su tiempo antes de empezar la sesión, y Héctor todavía no había llegado a determinar si esos minutos de silencio servían para que el otro calibrara su estado de ánimo o si simplemente el tipo era de arranque lento. En cualquier caso, esa mañana, seis meses después de su primera visita, el inspector Salgado no estaba de humor para esperas. Carraspeó, cruzó y descruzó las piernas hasta que, por fin, inclinó el cuerpo hacia delante y dijo:

—¿Le importa si comenzamos?

—Por supuesto. —Y levantó la vista de sus papeles aunque no añadió nada más.

Permaneció en silencio, interrogando al inspector con la mirada. Tenía un aire de despiste que, combinado con sus rasgos juveniles, hacían pensar en un niño prodigio de esos que resuelven ecuaciones complejas a los seis años pero que a la vez son incapaces de darle una patada a un balón de fútbol sin caerse. Una impresión falsa, Héctor lo sabía. El chaval disparaba poco, cierto; sin embargo, cuando tiraba tenía puntería. De hecho, la terapia, que había empezado como una imposición laboral, se había convertido en una rutina, primero semanal y luego quincenal, que Héctor había seguido por voluntad propia. Así que esa mañana respiró hondo, tal como había aprendido, antes de contestar:

—Disculpe. El día no arrancó muy bien. —Se echó hacia atrás y clavó la vista en un rincón del despacho—. Y no creo que acabe mejor.

—¿Dificultades en casa?

—Usted no tiene hijos adolescentes, ¿verdad? —Era una pregunta absurda, ya que su interlocutor habría tenido que ser padre con quince años para tener un vástago de la edad de Guillermo. Se calló un momento para reflexionar y, en tono fatigado, prosiguió—: Pero no es eso. Guillermo es un buen chico. Creo que el problema es que nunca dio problemas.

Era cierto. Y aunque muchos padres estarían satisfechos con esa aparente obediencia, a Héctor le preocupaba lo que no sabía: lo que su hijo tenía en la cabeza era un misterio. Jamás se quejaba, sus notas eran regulares, nunca excelentes pero tampoco malas, y su seriedad podía ponerse de ejemplo para chavales más locos, más irresponsables. Sin embargo, Héctor notaba, o mejor dicho intuía, que había algo triste detrás de esa absoluta normalidad. Guillermo siempre había sido un niño tranquilo y ahora, en plena adolescencia, se había convertido en un chico introvertido cuya vida, cuando no estaba en el colegio, transcurría básicamente entre las cuatro paredes de su habitación. Hablaba poco. No tenía demasiados amigos. En definitiva, pensó Héctor, no es tan distinto a mí.

—Y usted, inspector, ¿cómo está? ¿Sigue sin dormir?

Héctor dudó antes de admitirlo. Era un tema en el que no se habían puesto de acuerdo. Después de varios meses de insomnio, el psicólogo le había recomendado unos somníferos suaves, que él se negaba a tomar. En parte porque no quería acostumbrarse a ellos; en parte porque era de madrugada cuando su mente funcionaba a pleno rendimiento y no quería prescindir de sus horas más productivas; en parte porque dormir le sumergía en terrenos inciertos y no siempre agradables.

El chaval dedujo el trasfondo de su silencio.

—Se está agotando inútilmente, Héctor. Y sin quererlo está agotando a la gente que le rodea.

El inspector levantó la cabeza. Pocas veces se dirigía a él de forma tan directa. El chaval le sostuvo la mirada sin inmutarse.

—Sabe que tengo razón. Cuando empezó a venir a la consulta tratábamos un tema bien distinto. Un tema que quedó relegado después de lo que le sucedió a su ex mujer. —Hablaba en un tono firme, sin vacilaciones—. Entiendo que la situación es dura, pero obsesionarse no le conduce a ninguna parte.

—¿Cree que estoy obsesionado?

—¿No lo está?

Héctor esbozó una sonrisa amarga.

—¿Y qué me sugiere? ¿Que me olvide de Ruth? ¿Que acepte que nunca sabremos la verdad?

—No hace falta que lo acepte. Sólo que conviva con ello sin rebelarse contra el mundo todos los días. Escúcheme, y ahora se lo pregunto como policía que es: ¿cuántos casos quedan sin resolver por un tiempo? ¿Cuántos se aclaran años después?

—No lo entiende —repuso Héctor, y tardó unos segundos en seguir hablando—. A veces…, a veces consigo olvidarlo todo, durante unas horas, mientras trabajo o cuando salgo a correr, pero luego vuelve. De golpe. Como un fantasma. Expectante. No es una sensación desagradable: no acusa ni pregunta, sin embargo está allí. Y no se marcha fácilmente.

—¿Qué es lo que está allí? —La pregunta había sido formulada en el mismo tono neutro que marcaba todas las intervenciones del joven terapeuta, aunque Héctor notó, o quizá temió captar, un matiz especial.

—Tranquilo. —Sonrió—. No es que a veces vea muertos. Es sólo la sensación de… —Hizo una pausa para buscar las palabras—. Cuando has vivido mucho tiempo con alguien, hay veces que simplemente sabes que está en casa. Te despiertas de una siesta, y sientes que la otra persona está allí, sin necesidad de verla. ¿Me entiende? Eso ya no me sucedía. Quiero decir, nunca me ocurrió durante el tiempo en que estuve separado de Ruth. Sólo después de su… desaparición.

Se produjo una pausa. Ninguno de los dos dijo nada durante unos largos segundos. El psicólogo garabateó algo en aquel cuaderno al que Héctor no tenía acceso visual. A veces pensaba que aquellas anotaciones formaban parte del ritual teatral de una consulta: símbolos que servían únicamente para que el interlocutor, es decir él, se sintiera escuchado. Iba a exponer su teoría en voz alta cuando el otro tomó la palabra; habló despacio, con amabilidad, casi con cuidado.

—¿Se da cuenta de una cosa, inspector? —preguntó—. Es la primera vez que admite, aunque sea de soslayo, que Ruth podría estar muerta.

—Los argentinos sabemos bien qué significa «desaparecido» —repuso Héctor—. No lo olvide. —Carraspeó—. Aun así, no tenemos ninguna prueba objetiva de que Ruth haya muerto. Pero…

—Pero usted lo cree así, ¿no es verdad?

Héctor miró por encima del hombro, como si temiera que alguien pudiera oírle. Luego respondió:

—La verdad es que no tenemos ni idea de qué le pasó a Ruth. Eso es lo que más jode. —Había bajado la voz, hablaba más bien para sí mismo—. Ni siquiera podés llorarla porque te sentís como un puto traidor que tiró la toalla antes de hora. —Suspiró—. Perdone, las Navidades no me sentaron bien. Pensé que tendría tiempo para avanzar en esto, pero… Tuve que rendirme. No hay nada. No encontré nada. Maldita sea, es como si alguien la hubiera borrado de un dibujo sin dejar rastro.

—Creía que el caso ya no estaba en sus manos.

Héctor sonrió.

—Está en mi cabeza.

—Hágame un favor. —Ése era siempre el preludio del final—. De aquí a la próxima sesión intente concentrarse, al menos durante un rato cada día, en lo que tiene. Bueno o malo, pero en lo que compone su vida; no en lo que le falta.

Eran casi las dos de la madrugada, y Héctor sabía que no volvería a dormirse. Cogió el tabaco y el móvil y salió de casa para subir a la azotea. Al menos allí no despertaría a Guillermo. El terapeuta tenía razón en tres cosas. Una, debía empezar a tomar esos malditos somníferos, aunque le jodiera. Dos, el caso ya no estaba en sus manos. Y tres, sí, en el fondo existía en él la convicción de que Ruth había muerto. Por su culpa.

Hacía buena noche. Una de esas noches que podían reconciliarte con el mundo si se lo permitías. El litoral de la ciudad se extendía ante sus ojos, y había algo en los destellos luminosos de los edificios, en ese mar oscuro pero tranquilo, que conseguía ahuyentar los demonios que Héctor llevaba dentro. De pie, rodeado de maceteros con plantas secas, el inspector Salgado se preguntó, con total sinceridad, qué tenía.

Guillermo. Su trabajo como inspector en los mossos, intenso y frustrante a la vez. Un cerebro que parecía funcionar correctamente y unos pulmones que debían de estar ya medio negros. Carmen, su vecina, su casera; su madre de Barcelona, como decía ella. Aquella azotea desde la que se veía el mar. Un terapeuta pesado que le hacía pensar boludeces a las tres de la mañana. Pocos amigos, pero buenos. Una inmensa colección de películas. Un cuerpo capaz de correr seis kilómetros tres veces por semana (a pesar de los pulmones machacados por el maldito tabaco) ¿Qué más tenía? Pesadillas. El recuerdo de Ruth. Los recuerdos con Ruth. El vacío sin Ruth. No saber qué le había sucedido era una traición a todo lo que para él era importante: a sus promesas de otro tiempo, a su hijo, incluso a su trabajo. A aquel piso de alquiler donde ambos habían vivido, se habían amado y habían peleado; el piso del que ella se había marchado para empezar una nueva vida en la que él sólo era un actor secundario. Aun así, ella le quería. Continuaron queriéndose, pero de otra forma. El vínculo entre ambos era demasiado fuerte para romperse definitivamente. Él estaba aprendiendo a vivir con todo eso cuando Ruth desapareció, se desvaneció, dejándole solo con esa sensación de culpa contra la que se rebelaba a todas horas.

Basta, se dijo. Esto no me sirve. Parezco el protagonista de una película francesa: cuarentón, autocompasivo. Mediocre. Uno de esos que se pasa diez minutos de metraje mirando el mar desde un acantilado, acuciado por preguntas existenciales, para luego enamorarse como un tonto del tobillo de una adolescente. Y al hilo de esa reflexión recordó la última charla, o quizá mejor llamarla pelea, mantenida con su compañera, la subinspectora Martina Andreu, justo antes de Navidad. El motivo de la discusión era lo de menos, pero ninguno de los dos parecía ser capaz de ponerle fin. Hasta que ella le miró con su franqueza insultante y, sin pensarlo dos veces, le soltó a bocajarro: «Héctor, de verdad, ¿cuánto hace que no echas un polvo?».

Antes de que su patética respuesta se repitiera en su cabeza, sonó el móvil.