Introducción
El hombre no sabe cómo podría aparecer a una inteligencia sobrehumana el universo y todo lo que contiene. Una mente así tal vez podría elaborar una interpretación monista coherente y completa de todos los fenómenos. Al menos hasta ahora, el hombre ha fracasado en su intento de llenar el abismo que él ve abrirse entre el espíritu y la materia, entre el jinete y el caballo, entre el albañil y la piedra. Sería absurdo interpretar este fracaso como prueba suficiente de la corrección de una filosofía dualista. Todo lo que podemos inferir de este fracaso es que la ciencia —al menos por ahora— debe adoptar un método dualista, menos como una explicación filosófica que como una estrategia metodológica.
El dualismo metodológico se abstiene de afirmar nada acerca de esencias y construcciones metafísicas. Simplemente tiene en cuenta el hecho de que no sabemos la forma en que acontecimientos externos —físicos, químicos y fisiológicos— afectan al pensamiento humano, las ideas y los juicios de valor. Esta ignorancia divide el reino del conocimiento en dos campos separados: el reino de acontecimientos externos, generalmente llamado naturaleza, y el reino del pensamiento y la acción humana.
Épocas más antiguas vieron el problema desde un ángulo moral y religioso. El monismo materialista fue rechazado como incompatible con el dualismo cristiano del Creador y la creación, y el del alma inmortal y el cuerpo perecedero. El determinismo fue rechazado en cuanto incompatible con los principios fundamentales de la moral y los del código penal. La mayor parte de lo que resultó de estas controversias para apoyar los dogmas respectivos no era esencial y no es pertinente desde el punto de vista metodológico de nuestro tiempo. Los deterministas se limitaron, casi en su totalidad, a reiterar su tesis sin tratar de fundamentarla. Los indeterministas negaron las afirmaciones de sus oponentes, pero no fueron capaces de atacar sus puntos débiles. Los largos debates no sirvieron de mucho.
El alcance de la controversia cambió cuando entró en escena la llueva ciencia de la economía. Los partidos políticos que apasionadamente rechazaron todas las consecuencias prácticas a las cuales inevitablemente llevan los resultados del pensamiento económico, sin haber podido presentar objeciones sostenibles en contra de su verdad y corrección, trasladaron el argumento a los campos de la epistemología y la metodología. Proclamaron que los métodos experimentales de las ciencias naturales constituyen la única forma adecuada de investigación y que la inducción a partir de la experiencia sensible es la única forma legítima de razonamiento científico. Se conducían como si no estuvieran enterados de los problemas lógicos involucrados en la inducción. Todo lo que no fuera inducción o experimentación para dios era metafísica, término que empleaban como sinónimo de «sinsentido».
Las ciencias de la acción humana parten del hecho de que el hombre persigue conscientemente las finalidades que ha elegido. Es precisamente esto lo que todas las clases de positivismo, conductismo y panfisicalismo desean negar completamente o pasar inadvertido. Ahora bien, sería torpe negar el hecho de que el hombre se conduce como si en realidad persiguiera finalidades específicas. Por consiguiente, la negación del carácter teleológico de las actitudes humanas puede ser sostenida solamente si uno da por sentado que la elección tanto de fines como de medios es solamente aparente y que la conducta humana está determinada, en última instancia, por acontecimientos fisiológicos que pueden ser completamente descritos en la terminología de la física y la química.
Aun los más fanáticos campeones de la secta de la «Ciencia Unificada» evitan aceptar sin ambages esta franca formulación de su tesis fundamental.
Hay buenas razones para esta reticencia. Mientras no se descubra una relación específica entre las ideas y los acontecimientos físicos o químicos de los cuales ellas se siguieran con regularidad, la tesis positivista seguirá siendo un postulado epistemológico derivado de una concepción metafísica del mundo y no de experiencias científicamente establecidas.
Los positivistas nos dicen que algún día saldrá a luz una nueva disciplina científica que sustanciará sus promesas y describirá en detalle los procesos físicos y químicos que producen en el cuerpo del hombre ideas específicas. No disputemos hoy acerca de asuntos del futuro. Pero es evidente que tal proposición metafísica de ninguna manera puede invalidar los resultados del razonamiento discursivo de las ciencias de la acción humana. Por razones emotivas, a los positivistas no les gustan las conclusiones que el hombre debe necesariamente derivar de las enseñanzas de la economía. Puesto que no están en condiciones de encontrar ningún error ni en el razonamiento de la economía ni en las inferencias derivadas de él, recurren a trucos metafísicos con el propósito de desacreditar las bases epistemológicas y la metodología de la economía.
No hay nada malo en la metafísica. El hombre no puede estar sin ella. Los positivistas están lamentablemente equivocados cuando usan el término «metafísica» como sinónimo de «sin-sentido». Pero ninguna proposición metafísica debe contradecir ninguno de los descubrimientos del razonamiento discursivo. La metafísica no es ciencia, y es inútil recurrir a nociones metafísicas en el contexto de un examen lógico de los problemas científicos. Esto también es verdadero respecto de la metafísica del positivismo, a la cual sus partidarios han dado el nombre de antimetafísica.
Desde el punto de vista de la epistemología, la característica distintiva de lo que llamamos naturaleza consiste en la descubrible e inevitable regularidad en la concatenación y secuencia de los fenómenos. Por otra parte, la característica distintiva de lo que llamamos el ámbito humano o historia o, para decirlo mejor, el reino de la acción humana, es la ausencia de dicha regularidad. Bajo condiciones idénticas las piedras siempre reaccionan de la misma manera a los mismos estímulos; podemos aprender algo acerca de esos patrones regulares de reacción, y podemos utilizar ese conocimiento para encaminar nuestras acciones hacia fines específicos. La clasificación que hacemos de objetos naturales y el darle nombre a estas clases es un resultado de ese conocimiento. Una piedra es una cosa que reacciona en una forma específica. Los hombres responden de diferentes maneras ante el mismo estímulo, y el mismo hombre en diferentes ocasiones puede actuar en formas distintas a su conducta pasada o futura. Es imposible agrupar a los hombres en clases cuyos miembros siempre reaccionen de la misma manera.
Esto no quiere decir que las acciones humanas futuras sean totalmente impredecibles. Pueden, en cierta manera, ser previstas hasta cierto punto. Pero los métodos utilizados en tales previsiones y su alcance son lógica y epistemológicamente diferentes de los que se utilizan en la predicción de acontecimientos naturales y también de su alcance.
La experiencia es siempre experiencia de acontecimientos pasados. Se refiere a lo que ha sido y ya no es: a acontecimientos hundidos para siempre en el decurso del tiempo.
La conciencia de regularidad en la concatenación y secuencia de muchos fenómenos no afecta a la referencia de la experiencia a lo que ocurrió una vez en el pasado en un lugar y tiempo definidos bajo circunstancias prevalentes ahí y en ese momento. El conocimiento de la regularidad también se refiere exclusivamente a acontecimientos del pasado. Lo más que la experiencia puede enseñamos es que en todos los casos observados en el pasado había una regularidad descubrible.
Desde el principio de los tiempos todos los hombres de todas las razas y civilizaciones han dado por sentado que la regularidad observada en el pasado también prevalecerá en el futuro. La categoría de causalidad y la idea de que los acontecimientos naturales seguirán el mismo patrón en el futuro que mostraron en el pasado son principios fundamentales tanto del pensamiento como de la acción humana. Nuestra civilización material es el producto de la conducta guiada por esos principios. Cualquier duda respecto a su validez dentro del ámbito de acciones pasadas se resuelve por medio de los resultados de los diseños tecnológicos. La historia nos enseña irrefutablemente que nuestros antepasados y nosotros mismos hasta ahora hemos actuado sabiamente al adoptarlos. Eran verdaderos en el sentido en que los pragmatistas entienden este concepto. Funcionan o, para mayor precisión, han funcionado en el pasado.
Prescindiendo del problema de la causalidad y sus implicaciones metafísicas, tenemos que caer en la cuenta de que las ciencias naturales se basan completamente en el supuesto de que prevalece una regular asociación de fenómenos en el área que investigan. Ellas no buscan simplemente una asociación frecuente, sino una regularidad que prevaleció sin excepción en todos los casos observados en el pasado y que se espera prevalezca de la misma forma en todos los casos que se observen en el futuro. Cuando sólo se puede encontrar una asociación frecuente —como a menudo sucede en la biología, por ejemplo—, se afirma que es solamente la falta de métodos adecuados a la investigación la que no permite, de momento, descubrir una regularidad estricta.
Los conceptos de asociación frecuente y asociación invariable no deben ser confundidos. Asociación invariable significa que no se ha observado en el pasado ninguna desviación del patrón regular —o ley— de asociación y que se tiene la certeza, en la medida en que se puede tener certeza de algo, de que ninguna desviación es posible y que nunca la habrá. La mejor ilustración de la idea de regularidad inexorable en la concatenación de los fenómenos naturales nos la proporciona el concepto de milagro. Un acontecimiento milagroso es algo que no puede acontecer en el curso normal de sucesos en el mundo tal como lo conocemos, porque el hecho de que suceda no puede explicarse por las leyes de la naturaleza. Pero si, pese a ello, se tiene noticia de que ha ocurrido semejante acontecimiento, se ofrecen dos interpretaciones diferentes, las cuales, sin embargo, dan por sentada la inexorabilidad de las leyes de la naturaleza. Los devotos dicen: «Esto no podría suceder en el desarrollo normal de los acontecimientos. Ha sucedido solamente porque el Señor tiene la facultad de actuar sin estar limitado por las leyes de la naturaleza. Es un acontecimiento incomprensible e inexplicable para la mente humana; es un misterio; es un milagro». Los racionalistas dicen: «No podría suceder y, por consiguiente, no sucedió. Los informantes o mienten o son víctimas de una alucinación». Si el concepto de las leyes de la naturaleza no significara regularidad inexorable, sino meramente una asociación frecuente, la noción de milagro jamás habría sido concebida. Uno diría simplemente: A frecuentemente es seguido por B, pero en algunos casos este efecto no se produjo. Nadie dice que las piedras que son lanzadas al aire en un ángulo de 45° frecuentemente caerán a la tierra o que una parte del cuerpo humano que se pierde en un accidente frecuentemente ya no vuelve a crecer. Todos nuestros pensamientos y todas nuestras acciones se guían por el conocimiento de que en tales casos no estamos ante la frecuente repetición de la misma conexión, sino ante una repetición inexorable.
El conocimiento humano está condicionado por la capacidad de la mente humana y por la extensión del ámbito en que los objetos producen sensaciones. Tal vez haya en el universo cosas que nuestros sentidos no pueden percibir y relaciones que nuestra mente no puede comprender. También puede ser que haya fuera de lo que llamamos el universo otros sistemas de cosas acerca de los cuales nada podemos averiguar, porque, por ahora, ningún indicio de su existencia llega a nuestro ámbito de forma que pueda modificar nuestras sensaciones. También podría ser que la regularidad en la asociación de fenómenos naturales que nosotros observamos no sea eterna, sino pasajera y que prevalezca solamente en el presente estadio de la historia del universo (que puede durar millones de años), pero que podría algún día ser reemplazada por otra estructura.
Pensamientos como estos y otros similares pueden inducir a un científico cuidadoso a tener mucha cautela en la formulación de los resultados de sus estudios. Al filósofo le compete ser aún más cauteloso al manejar las categorías a priori de la causalidad y la regularidad en la secuencia de los fenómenos naturales.
Las formas y categorías a priori del pensamiento y el razonamiento humano no pueden ser referidas a algo de lo cual ellas serían las conclusiones lógicas necesarias. Sería contradictorio esperar que la lógica pueda ser de alguna utilidad para demostrar la corrección o validez de los principios lógicos fundamentales. Todo lo que se puede decir acerca de ellos es que la negación de su corrección o validez aparece a la mente humana como algo que no tiene sentido y que el pensamiento guiado por esos principios ha conducido a formas de acción que tienen éxito.
El escepticismo de Hume fue una reacción contra el postulado de la certeza absoluta, la cual, para el hombre, es inalcanzable. Los santos que se dieron cuenta de que sólo la revelación podría dar al hombre certeza absoluta estaban en lo cierto. La humana investigación científica no puede ir más allá de los límites establecidos por la insuficiencia de los sentidos y la estrechez de la mente del hombre. No hay demostración deductiva posible del principio de causalidad ni de la inferencia enriquecedora de la inducción imperfecta. Sólo se puede recurrir a la no menos indemostrable afirmación de que hay una estricta regularidad en la asociación de todos los fenómenos naturales. Si no nos refiriéramos a esta uniformidad, todas las proposiciones de las ciencias naturales parecerían ser precipitadas generalizaciones.
El principal hecho acerca de la acción humana es que respecto de ella no hay tal regularidad en la asociación de fenómenos. Que las ciencias de la acción humana no hayan tenido éxito en el intento de descubrir patrones específicos de estímulo-respuesta no constituye una limitación de dichas ciencias. Lo que no existe no puede ser descubierto.
Si no hubiera regularidad en la naturaleza sería imposible afirmar algo acerca del comportamiento de clases de objetos. Habría que estudiar los casos individuales y combinar lo que se ha aprendido acerca de ellos en un relato histórico.
Demos por sentado, para los propósitos del argumento, que todas las cantidades físicas que llamamos constantes están de hecho en continuo y lento cambio y que sólo la deficiencia de nuestros métodos de investigación no nos permite percatarnos de esos cambios. No los tenemos en cuenta, porque no influyen perceptiblemente en nuestras condiciones y no afectan a los resultados de nuestras acciones en forma notoria. Por consiguiente, se podría decir que esas cantidades, establecidas por las ciencias naturales experimentales, pueden ser consideradas constantes, puesto que permanecen sin cambiar durante un período que excede en mucho las épocas que a nosotros nos interesa considerar como posibilidades vitales.
Pero no es correcto argumentar en forma análoga respecto de las cantidades que observamos en el campo de la acción humana. Estas cantidades son evidentemente variables. Los cambios que se operan en ellas claramente afectan al resultado de nuestras acciones. Todas las cantidades que podemos observar son acontecimientos históricos, hechos que no pueden ser descritos plenamente sin especificar el tiempo y la situación geográfica.
El económetra no puede refutar este hecho, que quita las bases a su razonamiento. No puede dejar de admitir que no hay «constantes de conducta». Sin embargo, desea introducir números, seleccionados arbitrariamente, basándolos en un hecho histórico, en calidad de «constantes desconocidas de conducta». La única excusa que presenta es que sus hipótesis sólo afirman que estos números desconocidos se mantienen razonablemente constantes durante algunos años[1]. Ahora bien, si el período de supuesta permanencia no ha pasado o si ya se ha operado un cambio en el número es algo que sólo se puede determinar con posterioridad. Después de reflexionar puede ser factible, aunque sólo sea en raras ocasiones, declarar que a lo largo de un período (probablemente corto) ha habido una proporción relativamente estable —que el económetra decide llamar «una proporción razonablemente constante»— entre el valor numérico de dos factores. Pero esto es fundamentalmente diferente de las constantes de la física. Es la afirmación de un hecho histórico, pero no de una constante a la cual se pueda recurrir para intentar predecir acontecimientos futuros.
Dejando a un lado por ahora toda referencia al problema del libre albedrío, podemos decir: los entes no humanos reaccionan de acuerdo con patrones regulares; el hombre elige. Elige primero fines últimos y luego los medios para lograrlos. Estos actos de elección están determinados por pensamientos e ideas acerca de los cuales, al menos por ahora, las ciencias naturales no saben darnos ninguna información.
La distinción entre constantes y variables tiene sentido en la formulación matemática de la física; es esencial en todos los casos de computación tecnológica. En la ciencia económica no hay relaciones constantes entre diversas magnitudes. Por consiguiente, todos los datos descubribles son variables o, lo que significa lo mismo, son datos históricos. El economista matemático reitera que la difícil situación de la economía matemática radica en que hay un gran número de variables. El hecho es que sólo hay variables y no hay constantes. No tiene sentido hablar de variables donde nada es invariable.
Elegir es optar por una de dos o más posibles formas de conducta y dejar a un lado las alternativas. Siempre que un ser humano está en una situación en la cual son posibles diversas y excluyentes formas de conducta, elige. De manera que la vida conlleva una interminable secuencia de actos de elección. La acción es conducta guiada por elecciones.
Los actos mentales que determinan el contenido de una elección se refieren ya sea a fines últimos o a los medios para lograr estos fines. Los primeros son llamados juicios de valor. Los segundos son decisiones técnicas derivadas de proposiciones acerca de hechos.
En rigor el hombre sólo apunta hacia un fin último, al logro de una situación que le satisface más que otras situaciones posibles. Filósofos y economistas describen este hecho innegable diciendo que el hombre prefiere lo que le hace más feliz o lo que le hace menos infeliz, que busca la felicidad[2]. La felicidad, en el sentido puramente formal en que se usa el término en la teoría ética, es el único fin último, y todas las demás cosas y situaciones que se persiguen son meros medios para la realización del fin supremo. Sin embargo, se suele usar una forma de expresión menos precisa, por medio de la cual se da frecuentemente el nombre de fines últimos a todos aquellos medios que son capaces de producir satisfacción directa e inmediatamente.
La característica distintiva de los fines últimos es que dependen completamente del juicio subjetivo y personal de cada individuo, el cual no puede ser examinado, medido y menos aún corregido por ninguna otra persona. Cada individuo es el único y final árbitro en asuntos que conciernen a su propia satisfacción y felicidad.
Puesto que esta tesis fundamental se considera a menudo incompatible con la doctrina cristiana, es conveniente ilustrar su verdad por medio de ejemplos tomados de la antigua historia del credo cristiano. Los mártires rechazaron lo que otros consideraban supremos placeres, para lograr la salvación y la felicidad eterna. No pusieron atención a sus bienintencionados compañeros, quienes les exhortaron a salvar sus vidas por medio de la reverencia a la estatua del divino emperador, y decidieron morir por la causa en vez de mantener sus vidas a cambio de perder la eterna felicidad en el cielo. ¿Qué argumentos podría presentarles alguien que deseara disuadirlos del martirio? Podría tratar de socavar la base espiritual de su fe en el mensaje del Evangelio y su interpretación por parte de la Iglesia. Esto hubiera sido un intento de destruir la confianza del cristiano en la eficacia de su religión como medio para el logro de la salvación y la felicidad eterna. Si esto no daba resultado, ningún otro argumento podía tener éxito, puesto que lo que quedaba era la decisión entre dos fines últimos, la elección entre la felicidad eterna y la maldición eterna. Entonces el martirio parecía ser el medio para el logro de un fin que en la opinión del mártir aseguraba suprema y eterna felicidad.
Tan pronto como las personas se atreven a poner en duda y a examinar un fin, ya no lo consideran como tal, sino que lo tratan como un medio para alcanzar un fin aún más alto. El fin último está más allá de cualquier examen racional. Todos los otros fines sólo son provisionales. Se transforman en medios tan pronto como se les compara con otros fines o medios.
Los medios son juzgados y apreciados de acuerdo con su capacidad para producir efectos específicos. Mientras que los juicios de valor son personales, subjetivos y finales, los juicios sobre los medios son esencialmente inferencias derivadas de proposiciones acerca de los hechos relativos al poder de los medios en cuestión para producir efectos específicos. Puede haber discusión acerca del poder de un medio para producir un efecto específico. Pero para la evaluación de fines últimos no existe ningún criterio intersubjetivo.
Por así decirlo, la elección de medios es un problema técnico, interpretando el concepto de «técnica» en su sentido más amplio. La elección de fines últimos es un asunto personal, subjetivo, individual. La de los medios es asunto de la razón; la elección de fines últimos es cuestión del alma y de la voluntad.