El concepto de individualidad histórica
La búsqueda del conocimiento no puede continuar para siempre. Inevitablemente, tarde o temprano, alcanzará un punto más allá del cual no puede proceder. Estará entonces ante un dato último, un dato que la razón del hombre ya no puede referir a otros datos. En el curso de la evolución del conocimiento la ciencia ha conseguido referir a otros datos algunas cosas y acontecimientos que previamente habían sido considerados como últimos. Podemos esperar que esto también ocurra en el futuro. Pero siempre habrá algo que para la mente humana es un dato último, no analizable e irreductible.
La razón humana ni siquiera puede concebir un tipo de conocimiento que no encontrará tal invencible obstáculo. Para el hombre no hay omnisciencia.
Al tratar de ese dato último la historia se refiere a la individualidad. Las características de las personas individuales, sus ideas y juicios de valor, tanto como las acciones guiadas por esas ideas y juicios, no pueden ser referidas a algo de lo cual serían derivados. La única respuesta a la pregunta de por qué Federico II invadió Silesia es esta: porque era Federico II. Aunque ello no sea muy apropiado, se suele llamar racionales a los procesos mentales por medio de los cuales un dato es referido a otro dato, y entonces un dato último se llama irracional. Toda investigación histórica tiene que encontrar semejantes hechos irracionales.
Las filosofías de la historia pretenden evitar la referencia a la individualidad y la irracionalidad. Estas filosofías pretenden dar una interpretación completa de todos los acontecimientos históricos. Lo que en realidad hacen es relegar los datos últimos a dos puntos de su esquema: a su supuesto principio y a su supuesto fin. Dan por sentado que hay en el principio de la historia algo reductible, por ejemplo el Geist en el sistema de Hegel o las fuerzas materiales de producción en el de Marx. Y, además, dan por sentado que este primer móvil de la historia persigue una finalidad específica, que tampoco puede analizarse y reducirse, por ejemplo, el Estado prusiano de 1825 o el socialismo. Cualquiera que sea nuestra opinión acerca, de los diversos sistemas de filosofía de la historia, es obvio que no eliminan la referencia a la individualidad y a la irracionalidad. Simplemente la trasladan a otro punto de su interpretación.
El materialismo desea deshacerse de la historia completamente. Todas las ideas y las acciones deben ser explicadas como el resultado necesario de determinados procesos fisiológicos. Pero esto no permite rechazar toda referencia a la irracionalidad. Al igual que la historia, las ciencias naturales tienen que hacer frente, en última instancia, a algunos datos que no permiten ninguna reducción a otros datos, esto es, tienen que enfrentarse con algo que es su dato último.
En el contexto de una filosofía de la historia no hay lugar para ninguna referencia a la individualidad que no sea la del primer móvil y su plan, que determina la manera o la forma en que los acontecimientos deben proceder. Todos los hombres individuales son simples instrumentos en la mano del destino ineludible. No importa qué sea lo que hagan; el resultado de sus acciones debe encajar necesariamente dentro del plan predeterminado por la Providencia.
¿Qué hubiera sucedido si el teniente Napoleón Bonaparte hubiera muerto en acción en Tolón? Friedrich Engels sabía la respuesta: «Otro habría tomado su lugar», puesto que «siempre se ha encontrado el hombre tan pronto como se hizo necesario»[76]. ¿Necesario para quién o para qué propósito? Evidentemente, para que las fuerzas materiales de producción produzcan, en una fecha posterior, el socialismo. Parece que las fuerzas materiales de producción siempre tienen un sustituto a la mano, simplemente como un director de ópera cauteloso tiene un sustituto para que cante la parte del tenor en caso de que la estrella pesque un resfriado. Si Shakespeare hubiera muerto en la infancia, otro hombre habría escrito Hamlet y los sonetos. Pero algunos se preguntarán qué hizo este sustituto mientras la buena salud de Shakespeare no le permitió hacer su trabajo.
El asunto ha sido deliberadamente oscurecido por los campeones de la necesidad histórica, quienes lo confundieron con otros problemas.
Considerando el pasado, el historiador debe decir que, dadas las condiciones, todo lo que sucedió era inevitable. En cualquier momento, la situación era la consecuencia necesaria del estado que la precedía inmediatamente. Pero entre los elementos que determinan cualquier situación histórica hay factores que no pueden ser referidos más allá del punto en el cual el historiador se ve frente a las ideas y las acciones de los individuos.
Cuando el historiador dice que la revolución francesa de 1789 no habría sucedido si algunas cosas hubieran sido diferentes, no hace más que establecer las fuerzas que produjeron el acontecimiento y el influjo de cada una de estas fuerzas. Taine no se dedicó a especulaciones ociosas acerca de lo que habría sucedido si las doctrinas que él llamó l’esprit revolutionnaire y l’esprit classique no se hubieran desarrollado. Deseaba asignar a cada una de ellas su significación en la cadena de acontecimientos que resultaron en el inicio y en el desarrollo de la revolución[77].
Una segunda confusión se refiere a los límites señalados al influjo de los grandes hombres. Ciertas historias simplificadas, adaptadas a la capacidad de personas de comprensión lenta, han presentado la historia como el producto de los logros de grandes hombres. Los antiguos Hohenzollern hicieron Prusia, Bismarck hizo el segundo Reich, Guillermo II lo arruinó, Hitler arruinó el III Reich. Ningún historiador competente compartió jamás semejantes simplificaciones. Nunca se ha puesto en duda que la función desempeñada aun por las más grandes figuras históricas fue mucho más modesta. Todos los hombres, sean grandes o pequeños, viven y actúan dentro del marco de las circunstancias históricas de su época. Estas circunstancias están determinadas por las ideas y acontecimientos tanto de las épocas precedentes como de la actual. El titán puede sobrepasar a todos sus contemporáneos, pero no puede oponerse a las fuerzas unidas de los enanos. Un estadista puede tener éxito solamente en la medida en que sus planes se ajustan al clima de opinión de su tiempo, esto es, a las ideas que se han apoderado de sus contemporáneos. Puede llegar a ser un dirigente solamente si está preparado para guiar a la gente por los caminos que ellos quieren seguir y hacia la finalidad que desean alcanzar. Un estadista que se opone a la opinión pública está condenado al fracaso. No importa que sea un autócrata o un campeón de la democracia. El político debe dar a la gente lo que ellos desean obtener, de la misma forma que un comerciante debe dar a sus clientes las cosas que desean adquirir.
No sucede lo mismo con los pioneros de nuevas formas de pensamiento, de arte y literatura. El pionero, a quien no le importa el aplauso que pueda obtener de la masa de sus contemporáneos, no depende de las ideas de su propia época. Puede decir con el marqués Posa de Schiller: «Este siglo no está preparado para mis ideas; yo vivo como un ciudadano de siglos por venir». El trabajo del genio también está inmerso en la secuencia de los acontecimientos históricos, está condicionado por los logros de generaciones anteriores y es simplemente un capítulo en la evolución de las ideas. Pero él agrega algo nuevo y no oído al tesoro de las ideas y en este sentido puede ser llamado creador. La verdadera historia de la humanidad es la historia de las ideas. Son las ideas las que distinguen al hombre de todos los demás seres. Las ideas engendran instituciones sociales, cambios políticos, métodos tecnológicos de producción y todo lo que llamamos condiciones económicas. Al buscar su origen llegamos inevitablemente al punto en el cual todo lo que puede decirse es que un hombre tuvo una idea. Que el nombre de este hombre sea o no conocido es de importancia secundaria.
Este es el significado que la historia asigna a la noción de individualidad. Las ideas son el dato último de la investigación histórica. Todo lo que puede afirmarse acerca de las ideas es que sucedieron. El historiador puede señalar cómo una nueva idea encajó dentro de las ideas desarrolladas por generaciones anteriores y cómo puede ser considerada como una continuación de estas ideas y su consecuencia lógica. Las nuevas ideas no se originan en un vacío ideológico. Las exigió la estructura ideológica que existía anteriormente; son la respuesta que ofrece la mente de un hombre a las ideas desarrolladas por sus predecesores. Pero es un supuesto arbitrario dar por sentado que las ideas tenían que venir y que si A no las hubiera generado, un cierto B o C habría hecho el trabajo.
En este sentido, lo que las limitaciones de nuestro conocimiento nos inducen a llamar casualidad tiene un lugar en la historia. Si Aristóteles hubiera muerto en la niñez, la historia intelectual habría quedado afectada. Si Bismarck hubiera muerto en 1860, los acontecimientos mundiales habrían tomado un camino diferente. Hasta qué punto y con qué consecuencia ninguno puede saberlo.
En su interés por eliminar de la historia toda referencia a los individuos y a los acontecimientos individuales, los autores colectivistas recurrieron a una construcción quimérica: la mente de grupo o la mente social.
A fines del siglo XVIII y principios del XIX algunos filósofos alemanes empezaron a estudiar la poesía alemana medieval, que desde hacía mucho tiempo había sido olvidada. La mayoría de los poemas épicos que editaron basándose en viejos manuscritos eran imitaciones de obras francesas. Los nombres de sus autores, la mayoría de ellos guerreros al servicio de duques o condes, eran conocidos. Estas épicas no eran nada de qué vanagloriarse. Pero había dos poemas épicos de carácter muy diferente, trabajos originales de mucho valor literario, mucho mejores que los productos convencionales de los cortesanos: el Nibelunglied y el Yudrun. El primero es una de las grandes obras de la literatura universal e indiscutiblemente el principal poema alemán producido antes de Goethe y Schiller. Los nombres de los autores de estas obras maestras no pasaron a la posteridad. Tal vez los poetas pertenecían a la clase de artistas profesionales (spielleute), quienes no sólo no eran tenidos en cuenta por la nobleza, sino que tenían que sufrir mortificantes discriminaciones legales. Tal vez eran herejes o judíos, y el clero deseaba que la gente los olvidara. En todo caso, los filólogos llamaron a estas dos obras «épicas del pueblo» (Volksepen), término que sugirió a las mentes sencillas la idea de que fueron escritas no por autores individuales, sino por «el pueblo». El mismo mítico origen se atribuyó a las canciones populares (Volkslieder) cuyos autores eran desconocidos.
También en Alemania, en los años que siguieron a las guerras napoleónicas, se discutió el problema de una codificación legislativa global. En esta controversia la escuela histórica de jurisprudencia, dirigida por Savigny, negó la competencia de ninguna época o de ninguna persona para formular leyes. Al igual que los Volksepen y los Volklieder, las leyes de una nación, afirmaban, son la emanación espontánea del Volksgeist, el espíritu y peculiar carácter de la nación. Las leyes genuinas no están arbitrariamente escritas por los legisladores, sino que surgen del espíritu del pueblo.
La doctrina del espíritu del pueblo se presentó en Alemania como una reacción consciente contra las ideas de la ley natural y el espíritu no germánico de la revolución francesa. Pero fue después desarrollada y elevada a la dignidad de una doctrina social global por los positivistas franceses, muchos de los cuales no sólo aceptaban los principios de los más radicales entre los dirigentes revolucionarios, sino que trataron de completar la «revolución inconclusa» por medio del derrocamiento violento del modo capitalista de producción. Emile Durkheim y su escuela tratan la mente de grupo como si fuera un fenómeno real, una realidad específica que piensa y actúa. Según ellos, la historia no se ocupa de los individuos, sino del grupo.
Con vistas a corregir estas fantasías, debemos repetir de nuevo la evidente verdad de que sólo los individuos piensan y actúan. Al estudiar las acciones y los pensamientos de los individuos, el historiador establece el hecho de que algunos individuos se influyen unos a otros, en su pensamiento y acción, más de lo que ellos influyen o son influidos por otros individuos. El historiador observa que la cooperación y la división del trabajo existen entre algunos de ellos, mientras que existe menos o no existe entre otros. Emplea el término «grupo» para significar un agregado de individuos que cooperan más estrechamente. Sin embargo, la diferenciación de grupos es opcional.
El grupo no es un ente ontológico como las especies biológicas. Los diversos conceptos de grupo se entrecruzan entre sí. El historiador escoge, según el plan especial de sus estudios, las características y los atributos que determinan la clasificación de individuos en diversos grupos. El agrupamiento puede integrar a personas que hablan el mismo idioma o profesan la misma religión o practican la misma profesión u ocupación o que tienen los mismos antepasados. El concepto de grupo de Gobineau era diferente del de Marx. Para expresarlo brevemente, el concepto de grupo es un tipo ideal y en cuanto tal se deriva de la comprensión del historiador de las fuerzas históricas y de los acontecimientos.
Sólo los individuos piensan y actúan. El pensamiento y la acción de cada individuo están influidos por la acción y el pensamiento de sus prójimos Estos influjos son de muy diversa naturaleza. Los pensamientos del individuo norteamericano y su conducta no pueden ser interpretados si se le coloca en un solo grupo. No es sólo un americano, sino un elemento de un grupo religioso específico o un agnóstico o un ateo, tiene un empleo, pertenece a un partido político, es afectado por tradiciones heredadas de sus antepasados y recibidas a través de la educación, la familia, la escuela, el vecindario, por las ideas que prevalecen en su propio pueblo, Estado o país. Es una enorme simplificación hablar de la mente americana. Cada norteamericano tiene su propia mente. Es absurdo atribuir los logros y virtudes o los errores y vicios de los individuos norteamericanos a los Estados Unidos.
La mayor parte de las personas son personas comunes, no tienen pensamientos propios; son solamente receptivas. No crean nuevas ideas, repiten lo que han oído e imitan lo que han visto. Si el mundo estuviera poblado solamente por personas como estas no habría ningún cambio y no habría historia. Lo que produce el cambio son las ideas nuevas y las acciones guiadas por esas ideas. Lo que distingue a un grupo de otro es el efecto de tales innovaciones. Estas innovaciones no las realiza una mente de grupo; siempre son logros de los individuos. Lo que diferencia al pueblo norteamericano de cualquier otro pueblo es el efecto conjunto producido por los pensamientos y las acciones de muchísimos americanos que no son comunes.
Sabemos los nombres de los hombres que han inventado y perfeccionado poco a poco el automóvil. Un historiador puede escribir una historia detallada de la evolución del automóvil. No sabemos los nombres de los hombres que, al principio de la civilización, realizaron los grandes inventos, por ejemplo, el fuego. Pero esta ignorancia no nos permite atribuir este invento fundamental a una mente de grupo. Siempre es un individuo el que empieza un nuevo método de hacer las cosas, y luego otras personas imitan su ejemplo. Las costumbres y las modas han sido siempre iniciadas por individuos y diseminadas por medio de la imitación de otras personas.
Mientras la escuela que sostiene la mente de grupo trató de eliminar al individuo atribuyendo actividad al mítico espíritu del pueblo, los marxistas trataron, por una parte, de infravalorar la contribución del individuo, y por la otra, de atribuir las innovaciones a hombres comunes. De esta forma, Marx observó que una historia crítica de la tecnología demostraría que ninguna de las invenciones del siglo XVIII se debía a una sola persona[78]. ¿Qué prueba esto? Nadie niega que el proceso tecnológico sea un proceso gradual, una cadena de pasos sucesivos realizados por muchos individuos, cada uno de los cuales agrega algo a los logros de sus antecesores. La historia de cualquier aparato tecnológico, cuando se relata completamente, nos conduce a las más primitivas invenciones hechas por habitantes de las cavernas en las más tempranas épocas de la humanidad. Fijar el punto inicial más tarde es una restricción arbitraria del relato completo. Podemos empezar la historia de la telegrafía con Maxwell y Hertz, pero también podemos remontarnos a los experimentos sobre la electricidad o a cualquier descubrimiento tecnológico previo que tenía que preceder necesariamente a la construcción de una cadena de estaciones de radio. Esto no obsta para que cada paso hacia adelante lo haya dado un individuo y no una entidad mítica impersonal. De ninguna manera resta mérito a las contribuciones de Maxwell, Hertz y Marconi aceptar que sólo pudieron realizarse porque otros, previamente, habían aportado otras contribuciones.
Para ilustrar la diferencia entre el innovador y la masa de quienes siguen la rutina, que ni siquiera pueden imaginar como posible un mejoramiento, sólo necesitamos referirnos a un párrafo del más famoso libro de Engels[79]. En 1878, Engels afirmaba con plena seguridad que las armas militares son «ahora tan perfectas que no es posible ningún proceso o ningún influjo revolucionario». De ahora en adelante «ningún progreso (tecnológico) tendrá ninguna importancia para la guerra terrestre. En este aspecto, la evolución ha terminado, esencialmente»[80]. Esta complaciente conclusión muestra en qué consiste el mérito del innovador: realiza lo que los demás creen que no es pensable ni factible. Engels, que se consideraba a sí mismo un experto en el arte de la guerra, solía ilustrar sus doctrinas refiriéndose a la estrategia y a la táctica. Los cambios en la táctica militar no son producidos por dirigentes militares ingeniosos. Estos cambios se deben a soldados rasos, que generalmente son más listos que sus jefes. Los soldados rasos los inventaron con su instinto y los utilizaron a pesar de la indiferencia o la oposición de sus superiores[81].
Toda doctrina que niega «al simple individuo»[82] una función en la historia debe acabar atribuyendo los cambios y mejoras a los instintos. Según los que sostienen estas doctrinas, el hombre es un animal que tiene el instinto de producir poemas, catedrales y aeroplanos. La civilización es el resultado de una reacción inconsciente del hombre a estímulos externos. Cada conquista es la creación automática de un instinto que ha sido conferido al hombre especialmente para este propósito. Hay tantos instintos como conquistas humanas. No es necesario entrar a examinar críticamente esta fábula, inventada por personas incapaces de reconocer el mérito de los mejores, recurriendo al resentimiento de los menos capaces. Aun sobre la base de esta gratuita doctrina, no se puede negar la diferencia entre el hombre que tuvo el instinto de escribir el libro El origen de las especies y quienes no tuvieron este instinto.
Los individuos actúan para obtener determinados resultados. Su éxito o su fracaso dependen de la idoneidad de los medios empleados y de la reacción que sus acciones encuentran por parte de otros individuos. El resultado de una acción difiere a menudo considerablemente de lo que el sujeto deseaba alcanzar. El margen en el que el hombre puede actuar con éxito es estrecho. Ningún hombre puede, a través de sus acciones, dirigir el curso de los acontecimientos más allá de cierto tiempo y en ningún caso para todo tiempo futuro.
Sin embargo, toda acción agrega algo a la historia, afecta al curso de los acontecimientos futuros y es, en este sentido, un hecho histórico. El acontecimiento más trivial de la rutina diaria de las personas comunes no es menos un dato histórico que las innovaciones más asombrosas de un genio. El conjunto de la repetición de las formas tradicionales de conducta determina, en su calidad de hábitos y costumbres, el curso de los acontecimientos. La función histórica del hombre común consiste en aportar su grano de arena a la estructura del tremendo poder de la costumbre.
La historia la hacen los hombres. Las acciones conscientes de los individuos, grandes y pequeños, determinan el curso de los acontecimientos en la medida en que es el resultado de la interacción de todos los hombres. Pero el proceso histórico no lo diseñan los individuos. Es el resultado compuesto de acciones intencionales de todos los individuos. Ninguna persona puede planear la historia. Todo lo que puede planear y tratar de poner en práctica son sus propias acciones, las cuales, junto con las acciones de otras personas constituyen el proceso histórico. Los padres peregrinos no planearon la fundación de los Estados Unidos.
Desde luego, siempre ha habido hombres que planearon para la eternidad. Casi siempre el fracaso de sus diseños no tardó en aparecer.
A veces sus construcciones duraron bastante tiempo, pero su efecto no fue el que los constructores habían planeado. Las tumbas monumentales de los reyes egipcios todavía existen, pero la intención de sus constructores no fue hacer del Egipto moderno un lugar atrayente para turistas y proveer a los museos contemporáneos de momias. Nada demuestra mejor las limitaciones temporales del planeamiento humano que las venerables ruinas diseminadas por la superficie de la tierra.
Las ideas viven más tiempo que las paredes y otros objetos materiales. Nosotros todavía gozamos de las obras maestras de la poesía y la filosofía de la India y la Grecia antiguas. Pero no significan para j nosotros lo que significaron para sus autores. Podemos preguntarnos si Platón y Aristóteles habrían aprobado el uso que de sus ideas se ha hecho en épocas posteriores.
Planear para la eternidad, crear un estadio de estabilidad, rígida y sin cambios en vez de la evolución histórica, es función de una clase especial de literatura. El autor utópico desea construir el futuro de acuerdo con sus propias ideas y privar al resto de la humanidad, de una vez para siempre, de la facultad de elegir y actuar. Sólo un plan, el del autor, debe ser ejecutado, y todos los demás silenciados.
El autor, y después de su muerte su sucesor, determinarán en adelante el curso de los acontecimientos. Ya no habrá más historia, f puesto que la historia es el efecto compuesto de la interacción de todos los hombres. El dictador sobrehumano gobernará el Universo y reducirá a todos los demás a instrumentos de sus planes. Los tratará como un ingeniero trata las materias primas con las cuales construye, según un método llamado justamente de ingeniería social.
Tales proyectos son muy populares en nuestro tiempo. Fascinan a la imaginación de los intelectuales. Unos pocos escépticos observan que su ejecución es contraria a la naturaleza humana, pero sus partidarios confían que, eliminando a todos los que no están de acuerdo, podrán alterar la naturaleza humana. Entonces la gente será tan feliz como se supone que son las hormigas en sus hormigueros.
La cuestión esencial es: ¿estarán todos los hombres dispuestos a ceder ante el dictador? ¿No habrá nadie que tenga la ambición de poner en duda su supremacía? ¿No habrá nadie que desarrolle ideas que difieran de las que dan base al plan del dictador? ¿Se someterán los hombres, después de miles de años de «anarquía», a una tiranía de uno o pocos déspotas?
Es posible que dentro de pocos años todas las naciones hayan adoptado el sistema de planificación total y de control totalitario. El número de oponentes es muy pequeño y su influjo político directo casi nulo. Pero ni significa la victoria de la planificación significará el fin de la historia. Se producirán guerras atroces entre los candidatos al cargo supremo. El totalitarismo puede acabar con la civilización e incluso con la raza humana. Entonces, desde luego, también la historia habrá llegado a su fin.