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La filosofía de la historia

1. EL TEMA DE LA HISTORIA

La historia estudia la acción humana, es decir, las acciones ejecutadas por individuos y por grupos de individuos. Describe las condiciones bajo las cuales las personas vivieron y la manera en que reaccionaron a esas condiciones. Su tema son los juicios de valor y las finalidades que los hombres han perseguido guiados por esos juicios de valor, los medios a los cuales han recurrido para alcanzar las finalidades perseguidas y el resultado de sus acciones. La historia estudia las reacciones conscientes del hombre a las condiciones de su medio, tanto natural como social, determinado por las acciones de generaciones anteriores así como por las acciones de sus contemporáneos.

Cada individuo nace en un medio social y natural. Un individuo no es simplemente el hombre en general que la historia puede considerar en abstracto. Un individuo es, en cualquier momento de su vida, el producto de todas las experiencias que tuvieron sus antepasados más las que él mismo ha ido acumulando. Un hombre real vive como miembro de su familia, de su raza, de su pueblo y de su época; como ciudadano de su país; como miembro de un grupo social determinado; como practicante de una cierta vocación. Está imbuido de ideas religiosas, filosóficas, metafísicas y políticas, que a veces él enriquece o modifica por medio de su propio pensamiento. Sus acciones son guiadas por ideologías que ha adquirido a través de su medio.

Sin embargo, las ideologías no son inmutables. Son producto de la mente humana y cambian cuando se añaden nuevas ideas a las anteriores o se sustituyen por otras. En la búsqueda del origen de nuevas ideas la historia no puede ir más allá de establecer que fueron producidas por el pensamiento del hombre. Los datos últimos de la historia, más allá de los cuales ninguna investigación histórica puede ir, son ideas o acciones humanas. El historiador puede referir las ideas a otras ideas previamente desarrolladas. Puede describir las condiciones ambientales para reaccionar ante las cuales surgieron esas ideas. Pero nada más puede decir acerca de una idea o un nuevo modo de actuar originado en un punto determinado del espacio y del tiempo en la mente de un hombre y que fueron aceptados por otros hombres.

Se han hecho intentos de explicar el origen de las ideas a base de factores «naturales». Las ideas han sido descritas como el producto necesario del medio geográfico, la estructura física del hábitat de las personas. Esta doctrina contradice manifiestamente los datos de que disponemos. Muchas ideas son la respuesta a los estímulos del medio físico de un hombre. Pero el contenido de estas ideas no lo determina el medio. Al mismo medio físico diversos individuos y grupos de individuos responden de maneras distintas. Otros han tratado de explicar la diversidad de las ideas y las acciones por medio de factores biológicos. La especie humana se subdivide en grupos raciales con tendencias hereditarias determinadas. La experiencia histórica no excluye el supuesto de que los miembros de algunos grupos raciales están mejor equipados para concebir ideas correctas que los de otras razas. Pero lo que tiene que explicarse es por qué las ideas de un hombre difieren de las de otras personas de la misma raza. ¿Por qué difieren los hermanos?

Es, además, muy dudoso que el atraso cultural indique de manera concluyente la inferioridad racial permanente de un grupo. El proceso evolutivo que transformó a antepasados animales del hombre en hombres modernos se extendió sobre muchos cientos de miles de años. Visto en la perspectiva de este período, el hecho de que algunas razas no hayan alcanzado el nivel cultural de otras habiendo ya transcurrido muchos miles de años no parece importar mucho. Hay individuos cuyo desarrollo físico y mental es más lento que el promedio y que, sin embargo, en la edad madura sobrepasan a la mayoría de las personas que se desarrollan normalmente. No es imposible que el mismo fenómeno pueda ocurrir con las razas.

Para la historia no hay nada más allá de las ideas de las personas y las finalidades que aquellas tratan de alcanzar motivadas por esas ideas. Si el historiador se refiere al significado de un hecho, se refiere siempre ya sea a la interpretación que determinados hombres en acción dieron a la situación en que tenían que vivir y actuar y al resultado de las acciones que siguieron, o a la interpretación que otras personas dieron a los resultados de estas acciones. Las causas finales a las cuales se refiere la historia son siempre las finalidades que los individuos y los grupos tratan de alcanzar. La historia no reconoce en el curso de los acontecimientos ningún otro significado y sentido que los atribuidos por hombres que actúan, juzgando desde el punto de vista de sus propias preocupaciones humanas.

2. EL TEMA DE LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

La filosofía de la historia concibe la historia de la humanidad en una perspectiva diferente. Da por sentado que Dios o la naturaleza o alguna otra entidad sobrehumana dirige providencialmente el curso de los acontecimientos hacia una meta específica diferente de las metas que los hombres en acción tratan de alcanzar. Hay un significado en la secuencia de acontecimientos que está por encima de las intenciones de los hombres. Los caminos de la providencia no son los de los hombres mortales. El individuo de escasa visión se engaña a sí mismo al creer que elige y actúa de acuerdo con sus propios intereses. En realidad, sin saberlo, debe actuar de tal forma que, al final, se realice el plan de la Providencia. El proceso histórico tiene un propósito específico marcado por la Providencia sin ninguna referencia a la voluntad humana. Es un progreso hacia una finalidad preestablecida. La tarea de la filosofía de la historia consiste en juzgar cada fase de la historia a la luz de este designio.

Cuando el historiador habla de progreso y retroceso se refiere a una de las finalidades que los hombres tratan de alcanzar conscientemente por medio de sus acciones. En su terminología, progreso significa el logro de una situación que el hombre que actúa considera más satisfactoria que estados anteriores. En la terminología de una filosofía de la historia, el progreso significa un avance en el camino que lleva a la finalidad última fijada por la Providencia.

Toda filosofía de la historia debe contestar a estas dos preguntas:

1. ¿Cuál es la finalidad última perseguida y el camino por el cual ha de ser alcanzada?

2. ¿De qué manera son inducidas o forzadas las personas a seguir este camino?

Sólo si se responde plenamente a ambas preguntas estará completo el sistema.

Al contestar a la primera pregunta, el filósofo se refiere a la intuición. Con el propósito de comprobar su creencia, puede citar las opiniones de autores anteriores, esto es, las especulaciones intuitivas de otras personas. La fuente última del conocimiento del filósofo es invariablemente una adivinación de las intenciones de la Providencia que hasta ahora han estado ocultas para los no iniciados y que han sido reveladas al filósofo gracias a su poder intuitivo. A las objeciones acerca de su creencia el filósofo solamente puede responder: una voz interna me dice que estoy en la verdad y que usted está equivocado.

La mayoría de las filosofías de la historia no sólo indican la finalidad última de la evolución histórica, sino que también revelan la forma en que la humanidad tiene que caminar para alcanzar la meta. Enumeran y describen estadios sucesivos, estaciones intermedias en ese camino, desde los primeros principios hasta el final. Los sistemas de Hegel, Comte y Marx pertenecen a esta clase. Otros asignan a ciertas naciones o razas una misión específica encomendada por los planes de la Providencia. Tal era la misión de los alemanes en el sistema de Fichte y la de los nórdicos y los arios en las especulaciones de los racistas modernos.

En lo que respecta a la respuesta a la segunda pregunta, podemos distinguir dos clases de filosofías de la historia.

El primer grupo afirma que la Providencia elige algunos hombres como instrumentos especiales para la ejecución de su plan. Al dirigente carismático se le confieren poderes sobrenaturales o sobrehumanos. Es el plenipotenciario de la Providencia cuya misión es guiar al populacho ignorante por el camino correcto. Puede ser un rey hereditario o un ciudadano común que ha arrebatado el poder espontáneamente y a quien los ciegos y la turba envidiosa califican de usurpador. Para el dirigente carismático sólo importa una cosa: la ejecución fiel de su misión, sin que importen los medios que se vea forzado a emplear. Está por encima de todas las leyes y los preceptos morales. Lo que él hace siempre está bien, y lo que hacen sus adversarios, siempre mal. Tal era la doctrina de Lenin, quien en este punto se desvió de la doctrina de Marx[64]. Es obvio que el filósofo no atribuye la función de dirección carismática a toda persona que crea que ha sido llamada. Distingue entre el dirigente legítimo y el impostor, entre el profeta enviado por Dios y el tentador salido del infierno. Llama legítimos solamente a aquellos héroes y visionarios; que hacen que la gente camine hacia la finalidad establecida por la Providencia.

Así como las filosofías no están de acuerdo respecto a esta finalidad, así tampoco lo están respecto a la distinción entre el dirigente legítimo y el que encarna al diablo. No están de acuerdo en sus juicios acerca de César y Bruto, Inocencio III y Federico II, Carlos I y Cromwell, los Borbones y los Napoleones.

Pero su desacuerdo va más allá. Hay rivalidades entre diversos candidatos al cargo supremo, causadas solamente por la ambición personal. Ninguna convicción ideológica separó a César y Pompeyo, a la casa de Lancaster y la de York, a Trotsky y Stalin. Su antagonismo se debía a que perseguían el mismo cargo, el cual, desde luego, sólo una persona podía obtener. Aquí el filósofo debe elegir entre varios pretendientes. Habiéndose arrogado el poder de pronunciar juicios en nombre de la Providencia, el filósofo bendice a uno de los pretendientes y condena a sus rivales.

El segundo grupo dio otra solución al problema. Según ellos, la Providencia recurrió a un instrumento sutil. Implantó en la mente de cada hombre ciertos impulsos que necesariamente deben llevar a la realización de su propio fin. El individuo piensa que él ha elegido su propio camino y que se esfuerza por realizar sus propios fines. Pero, sin saberlo, contribuye a la realización del fin que la Providencia desea que alcance. Tal fue el método de Kant[65], reformulado por Hegel y más tarde adoptado por muchos hegelianos, Marx entre ellos. Fue Hegel quien acuñó la frase «la astucia de la razón» (List der Vernunft)[66].

No tiene sentido argumentar contra doctrinas derivadas de la intuición. Todos los sistemas de filosofía de la historia son intuiciones arbitrarias que no pueden ser ni probadas ni refutadas. No hay medios racionales para apoyar o rechazar una doctrina sugerida por una voz interna.

3. LA DIFERENCIA ENTRE EL PUNTO DE VISTA DE LA HISTORIA Y EL DE LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

Antes del siglo XVIII la mayoría de las disertaciones que se ocupaban de la historia humana en general, y no simplemente de la experiencia histórica concreta, interpretaban la historia desde el punto de vista de una específica filosofía de la historia. Esta filosofía raras veces se definía con claridad. Sus afirmaciones se daban por sentadas y estaban implícitas en los comentarios que hacían sobre los acontecimientos. Sólo en la época de la Ilustración algunos filósofos eminentes abandonaron los métodos tradicionales de la filosofía de la historia y dejaron de preocuparse por los propósitos escondidos de la Providencia, que dirigen el curso de los acontecimientos. Inauguraron una nueva filosofía social completamente diferente de la llamada filosofía de la historia. Concibieron los acontecimientos humanos desde el punto de vista de las finalidades perseguidas por los hombres que actúan, en vez de hacerlo desde el punto de vista de los planes atribuidos a Dios o a la naturaleza.

El significado de este cambio radical en la perspectiva ideológica puede ilustrarse mejor refiriéndonos al punto de vista de Adam Smith.

Pero para analizar las ideas de Smith debemos primero referirnos a Mandeville. Los sistemas éticos anteriores eran casi unánimes en la condenación del propio interés. Concedían fácilmente que el propio interés de los trabajadores de la tierra era excusable y a menudo trataron de excusar y aun de ensalzar el deseo de grandeza de los reyes. Pero eran estrictos en su desaprobación de los deseos de otras personas por el bienestar y la riqueza. Refiriéndose al sermón de la montaña, exaltaban la autonegación y la indiferencia respecto de los tesoros que se corrompen y calificaban al propio interés de vicio reprensible. Bernard de Bandeville, en su fábula de las abejas, trató de desacreditar esta doctrina. Señaló que el propio interés y el deseo de bienestar material, generalmente estigmatizados como vicios, son en realidad los incentivos que producen el bienestar, la prosperidad y la civilización.

Adam Smith adoptó esta idea. No era propósito de sus estudios desarrollar una filosofía de la historia de acuerdo con el patrón tradicional. No creyó haber adivinado los propósitos que la Providencia había establecido para la humanidad y que trata de realizar por medio de la dirección de las acciones de los hombres. Él se abstuvo de hacer afirmaciones acerca del destino de la humanidad y de hacer ningún pronóstico acerca del fin ineludible del cambio histórico. Deseaba simplemente determinar y analizar los factores que habían sido instrumentales en el progreso del hombre, de las condiciones limitadas de edades anteriores a las condiciones más satisfactorias de su propia época. Desde este punto de vista insistió en el hecho de que «cada parte de la naturaleza, cuando se la estudia con atención, demuestra el mismo cuidado providencial de su autor» y que «podemos admirar la sabiduría y bondad de Dios incluso en la debilidad y en la estupidez de los hombres». Los ricos, tratando de lograr «la gratificación de sus deseos vanos e insaciables», son «conducidos por una mano invisible», de tal forma que, «sin desearlo, sin saberlo, promueven el interés de la sociedad y proporcionan medios para la multiplicación de la especie»[67]. Puesto que creía en la existencia de Dios, Smith no pudo menos de referir a Él y a su cuidado providencial todas las cosas de la tierra, de la misma forma que más tarde el católico Bastiat hablaría del dedo de Dios[68]. Pero al referirse de esta forma a Dios ninguno de ellos trató de hacer ninguna afirmación acerca de los fines que Dios pueda desear realizar en la evolución histórica. Los fines que estudiaron en sus escritos eran los perseguidos por hombres que actúan y no por la Providencia. La armonía preestablecida a la cual se referían no afectó a sus principios epistemológicos ni a los métodos de su razonamiento. Era simplemente un medio para reconciliar sus creencias religiosas con los procedimientos puramente seculares y mundanos que aplicaron sus esfuerzos científicos. Copiaron este método a los piadosos astrónomos, físicos y biólogos que habían recurrido a él sin desviarse en su estudio de los métodos empíricos de las ciencias naturales.

Lo que hizo necesario para Adam Smith buscar tal reconciliación fue el hecho de que, al igual que Mandeville antes que él, no podía liberarse ni de los patrones ni de la terminología de la ética tradicional, que condenaba como vicioso el deseo del hombre de mejorar sus propias condiciones materiales. Por consiguiente, tuvo que hacer frente a una paradoja. ¿Cómo las acciones que ordinaria y generalmente se condenan como viciosas generan efectos que por lo general se ensalzan como beneficiosos? Los filósofos utilitaristas encontraron la respuesta correcta. Lo que produce beneficio no debe ser rechazado como moralmente malo. Sólo las acciones que producen malos resultados son malas. Pero el punto de vista utilitarista no prevaleció. La opinión pública se aferra todavía a ideas anteriores a Mandeville. No aprueba el éxito del comerciante en ofrecer a los clientes la mercancía que mejor se ajusta a sus deseos. Ve con sospecha la riqueza adquirida en el comercio y la industria y solo la considera excusable si el dueño paga por ella contribuyendo a instituciones caritativas.

Para los historiadores y los economistas agnósticos, ateos y antiteístas no hay necesidad de referirse a la mano invisible de Smith y de Bastiat. Los historiadores y economistas cristianos que rechazan el capitalismo como sistema injusto consideran que es blasfemia describir el egoísmo como un medio que la Providencia ha escogido para lograr sus propósitos. De manera que los puntos de vista teológicos de Smith y de Bastiat no tienen ya ningún significado para nuestra época.

Pero no es imposible que las iglesias y sectas cristianas descubran algún día que la libertad religiosa sólo puede ser realizada en una economía de mercado y dejen de apoyar las tendencias anticapitalistas. Entonces dejarán de desaprobar el propio interés, o bien regresarán a la solución sugerida por estos eminentes pensadores.

Tan importantes como la comprensión de la distinción esencial entre la filosofía de la historia y la nueva y puramente mundana filosofía social que se desarrolló a partir del siglo XVIII es la conciencia de la diferencia entre la doctrina de los estadios, implícita en casi todas las filosofías de la historia, y los intentos de los historiadores de dividir la totalidad de los acontecimientos históricos en diversos períodos o edades.

En el contexto de la filosofía de la historia, los diversos estadios son, como se ha mencionado, estaciones intermedias en el camino hacia un estadio final que realizara plenamente el plan de la Providencia. Según muchas filosofías cristianas de la historia, el patrón fue establecido por los «cuatro reinos» del libro de Daniel. Las modernas filosofías de la historia copiaron de Daniel la noción de un estadio final de la situación humana, la idea de «un dominio que durará para siempre, que no pasará»[69]. Cualquiera que sea el desacuerdo entre Hegel, Comte o Marx y Daniel y el de aquellos entre sí, todos aceptan esta noción como elemento esencial en toda filosofía de la historia. Anuncian que el estadio final ya ha sido alcanzado (Hegel) o que la humanidad empieza a entrar a él (Comte) o que está por venir y puede llegar cualquier día (Marx).

Las edades de la historia, según las diferencian los historiadores, tienen un carácter diferente. Los historiadores no pretenden saber nada acerca del futuro. Se ocupan sólo del pasado. Su periodización o sus esquemas de periodización tratan de clasificar los fenómenos históricos sin ninguna pretensión de predecir acontecimientos futuros. La tendencia de muchos historiadores de forzar la historia general o la de campos específicos, como la historia económica y social o la historia militar, dentro de subdivisiones artificiales, ha tenido muchas y serias desventajas. Ha sido más un obstáculo que una ayuda al estudio de la historia. A menudo fue motivada por prejuicios políticos. Los historiadores modernos coinciden en prestar poca atención a tales esquemas de períodos. Pero lo importante para nosotros es establecer el hecho de que el carácter epistemológico de la periodización de la historia por los historiadores es diferente del esquema de los estadios en la filosofía de la historia.

4. LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA Y LA IDEA DE DIOS

Las tres filosofías de la historia predarwinianas[70] más populares del siglo XIX, las de Hegel, Comte y Marx, fueron adaptaciones de la idea de progreso del Siglo de las Luces. Y esta doctrina del progreso humano fue una adaptación de la filosofía cristiana de la salvación.

La teología cristiana distingue tres estadios en la historia humana: la felicidad de la edad que precede a la caída del hombre, la edad de la depravación secular y, finalmente, la llegada del reino de los cielos. Si se le dejara solo, el hombre no podría expiar el pecado original y lograr la salvación. Pero Dios, en su bondad, le conduce a la vida eterna. A pesar de todas las frustraciones y adversidades de la peregrinación temporal del hombre, hay esperanza de un futuro feliz.

El Siglo de las Luces alteró este esquema para adaptarlo a su punto de vista científico. Dios dio al hombre razón para guiarlo en el camino hacia la perfección. En el oscuro pasado, la superstición y las siniestras maquinaciones de algunos tiranos y sacerdotes restringieron el ejercicio de este precioso regalo dado al hombre. Pero, al fin, la razón rompe sus cadenas e inaugura una nueva era. En adelante, todas las generaciones sobrepasarán a las anteriores en sabiduría, virtud y éxito en mejorar las condiciones terrenas. El progreso hacia la perfección continuará siempre. La razón, ahora emancipada y puesta en el lugar que le corresponde, jamás será de nuevo relegada a la posición que las épocas oscuras le asignaron. Todas las aventuras reaccionarias de los oscurantistas están condenadas al fracaso. La tendencia hacia el progreso es irresistible. Sólo en las doctrinas de los economistas adquirió la noción de progreso un significado claro y preciso. Todos los hombres luchan por su supervivencia y por la mejora de las condiciones materiales de existencia. Desean vivir y mejorar su nivel de vida. Al emplear el término progreso, el economista se abstiene de expresar juicios de valor. Estima las cosas desde el punto de vista de los hombres que actúan. Llama mejor o peor a lo que aparece así a sus ojos. De esta forma, el capitalismo significa progreso, puesto que produce mejoramiento progresivo de las condiciones materiales de una población en continuo aumento. Proporciona a la gente satisfacciones que no tuvieron antes y que satisfacen algunas de sus aspiraciones.

Pero para la mayoría de los campeones del «mejorismo» en el siglo XVIII este «bajo y materialista» contenido de la idea de los economistas era repulsivo. Acariciaban vagos sueños de un paraíso terrenal. Sus ideas acerca de las condiciones del hombre en este paraíso eran más negativas que afirmativas. Pensaban en una situación libre de todas aquellas cosas insatisfactorias presentes en su medio: no habría tiranos, ni persecución, ni guerras, ni pobreza, ni crimen; libertad, igualdad, fraternidad; todos los hombres felices pacíficamente unidos y cooperando en el amor filial. Puesto que daban por sentado que la naturaleza es abundante y que todos los hombres son buenos y razonables, no podían ver ningún motivo para que existiera lo que consideraban malo, sino sólo las deficiencias inherentes a la organización social y política de la humanidad. Lo que se necesitaba era una reforma constitucional que sustituyera las malas leyes por otras buenas. Todos los que se oponían a esta reforma dictada por la razón eran considerados individuos depravados, enemigos del bienestar común, con los que físicamente era preciso acabar.

El defecto principal de esta doctrina era su falta de comprensión del programa liberal como lo desarrollaron los economistas y lo pusieron en práctica los pioneros de la empresa privada capitalista. Los discípulos de Juan Jacobo Rousseau, que hablaban tanto acerca de la naturaleza y la feliz condición del hombre en el estado natural, no se percataron de que los medios de subsistencia son escasos y de que el estado natural del hombre es la pobreza extrema y la inseguridad. Consideraban egoístas los esfuerzos de los hombres de negocios por eliminar la necesidad tanto como fuera posible. Siendo testigos de la inauguración de nuevas formas de gestión económica, que estaban destinadas a proveer un mejoramiento extraordinario en el nivel de vida de un número sin precedentes de personas, se dedicaron a soñar en un retorno a la naturaleza o en la supuesta simplicidad virtuosa de la Roma republicana. Mientras que los industriales se ocupaban de mejorar los métodos de producción y de producir artículos en mayores cantidades y de mejor calidad para el consumo de las masas, los seguidores de Rousseau pronunciaban discursos acerca de la razón, la virtud y la libertad.

No tiene sentido hablar sobre el progreso sin más. Primero se debe señalar con toda claridad la meta elegida. Sólo entonces es permitido llamar progreso a un avance en el camino que conduce a esta meta. Los filósofos del Siglo de las Luces fracasaron completamente en este punto. No dijeron nada específico acerca de las características de la meta que tenían en la mente. Sólo glorificaron su imprecisa meta como el estado de perfección y la realización de todo lo que es bueno. Pero fueron bastante vagos al emplear los epítetos perfecto y bueno.

Comparado con el pesimismo de los autores antiguos, que habían descrito el curso de la historia humana como el deterioro progresivo de las condiciones perfectas de la fabulosa edad de oro del pasado, el Siglo de las Luces adoptó una óptica optimista. Como ya señalamos, los filósofos derivaron de la confianza que tenían en la razón humana su creencia en la inevitabilidad del progreso hacia la perfección.

En virtud de su razón, el hombre aprende más y más de la experiencia. Cada nueva generación hereda un tesoro de sabiduría de sus antepasados y le agrega algo. De esta manera, los descendientes sobrepasan necesariamente a sus antecesores.

No se les ocurrió a los paladines de esta idea que el hombre no es infalible y que la razón puede equivocarse en la elección tanto de la meta última que ha de realizarse como en los medios que han de utilizarse para su logro. Su fe teísta implicaba la creencia en la bondad de la poderosa Providencia que guía a la humanidad a lo largo del camino justo. Su filosofía había eliminado la Encarnación y todos los demás dogmas cristianos menos uno: la salvación. La magnificencia de Dios se manifiesta en el hecho de que el producto de su creación está necesariamente empeñado en mejorar progresivamente.

La filosofía de la historia de Hegel asimiló estas ideas. La razón (Vernunft) gobierna el mundo, idea equivalente a la de Providencia. La tarea de la filosofía de la historia es descubrir los planes de la Providencia[71]. El fundamento último del optimismo que mostró Hegel respecto al curso de los acontecimientos históricos y del futuro de la humanidad era su firme fe en la infinita bondad de Dios. Dios es genuina bondad. «La idea de la filosofía es que ningún poder sobrepasa el poder del bien, esto es, Dios, ni podría evitar que Dios se expresara a sí mismo; que Dios tiene razón, que la historia humana no es más que el plan de la Providencia. Dios gobierna el mundo; el contenido de su gobierno, la realización de su plan, es la historia de la humanidad»[72].

Ni en la filosofía de Comte ni en la de Marx hay lugar para Dios y su bondad infinita. En el sistema de Hegel tenía sentido hablar de un progreso necesario de la humanidad, desde condiciones menos satisfactorias a condiciones más satisfactorias. Dios había decidido que cada estadio posterior de la situación humana fuera más alto y mejor. Ninguna otra decisión podía esperarse del Señor Todopoderoso e infinitamente bueno. Pero los ateos Comte y Marx no debieron dar simplemente por sentado que la marcha del tiempo es necesariamente una marcha hacia condiciones cada vez mejores y hasta llegar a una situación perfecta. Tenían obligación de probar que el progreso y el mejoramiento son inevitables y que el regreso hacia condiciones insatisfactorias es imposible. Pero jamás intentaron tal demostración.

Aun cuando se aceptara la arbitraria predicción de Marx de que la sociedad «se mueve con la inexorabilidad de una ley natural» hacia el socialismo, todavía sería necesario examinar la cuestión acerca de si el socialismo puede ser considerado como un sistema practicable de organización económica de la sociedad o si, por el contrario, no significa la desintegración de los lazos sociales, el regreso a la barbarie primitiva y a la pobreza y el hambre para todos.

El propósito de la filosofía de la historia de Marx era silenciar las voces críticas de los economistas por medio de la afirmación de que el socialismo era el próximo y final estadio del proceso histórico y, por consiguiente, un estadio más alto y mejor que los estadios precedentes, que era el estadio final de la perfección humana, la meta última de la historia. Pero esta conclusión no se derivaba de una filosofía atea de la historia. La idea de una tendencia irresistible hacia la salvación y el establecimiento de un estado perfecto de felicidad eterna es una idea eminentemente teológica. En el marco de un sistema ateo es simplemente una idea arbitraria y sin sentido. No hay teología sin Dios. Un sistema ateo de filosofía de la historia no debe basar su optimismo en la confianza en la infinita bondad del Dios Todopoderoso.

5. EL DETERMINISMO ACTIVISTA Y EL DETERMINISMO FATALISTA

Todas las filosofías de la historia constituyen un ejemplo de la idea popular, arriba mencionada[73], según la cual todos los acontecimientos futuros están escritos de antemano en el gran libro del destino. Una prerrogativa especial ha permitido al filósofo leer las páginas de este libro y revelar el contenido a los no iniciados.

Esta clase de determinismo inherente a la filosofía de la historia debe distinguirse del tipo de determinismo que guía las acciones del hombre y su búsqueda del conocimiento. El segundo tipo, que podemos llamar determinismo activista, es un resultado de la idea de que todo cambio es consecuencia de una causa y que hay regularidad en la concatenación de causas y efectos. Por insatisfactorios que sean los esfuerzos de la filosofía por iluminar el problema de la causalidad, es imposible que la mente humana piense un cambio sin causa. El hombre no puede menos de dar por sentado que todo cambio es causado por un cambio anterior y que causa cambios posteriores. Pese a todas las dudas suscitadas por los filósofos, la conducta humana está completamente y en todas sus esferas —acción, filosofía y ciencia— dirigida por la categoría de la causalidad. La lección que el determinismo activista da al hombre es la siguiente: si se desea alcanzar un fin específico es preciso recurrir a los medios adecuados; no hay otro camino hacia el éxito.

Pero en el contexto de una filosofía de la historia, el determinismo significa: esto sucederá aunque el sujeto se esfuerce por evitarlo. Mientras que el determinismo activista es un llamamiento a la acción y al mayor esfuerzo de las capacidades físicas y mentales, este tipo de determinismo, que podemos llamar fatalista, paraliza la voluntad y engendra pasividad y letargo. Como señalamos[74], es tan contrario al impulso innato hacia la actividad que jamás podría apoderarse de la mente humana y evitar que las personas actúen.

Al presentar la historia del futuro, el filósofo de la historia se limita generalmente a describir los grandes acontecimientos y el resultado final del proceso histórico. Piensa que esta limitación distingue su trabajo de la adivinación de los augurios de los brujos comunes que se detienen sobre detalles y sobre pequeñas cosas sin importancia. Tales acontecimientos menores son en su opinión contingentes e impredecibles. Él no se preocupa de ellos. Su atención se dirige exclusivamente hacia el gran destino de la totalidad y no a las cosas pequeñas sin importancia.

Sin embargo, el proceso histórico es el producto de todos estos pequeños cambios que se suceden sin cesar. Es preciso conocerlos, si se pretende conocer la finalidad suprema. Hay que abarcarlos con una sola mirada en todas sus consecuencias, o captar un principio que dirija inevitablemente sus resultados a una finalidad predeterminada. La arrogancia con que un escritor que elabora su sistema de filosofía de la historia considera las pequeñas cosas de quienes leen la palma de la mano y ven dentro de la bola de cristal es, por consiguiente, poco diferente de la soberbia que en tiempos precapitalistas mostraron los vendedores al por mayor hacia los vendedores al por menor y los vendedores ambulantes. Lo que él vende es esencialmente la misma dudosa sabiduría.

El determinismo activista no es en modo alguno incompatible con la idea del libre albedrío correctamente entendida. Es en realidad la exposición correcta de esta tan a menudo malentendida noción. Porque hay en el universo una regularidad en la concatenación y secuencia de fenómenos y porque el hombre es capaz de adquirir conocimiento acerca de algunas de estas regularidades, la acción humana es posible dentro de un margen específico. Libre albedrío significa que el hombre puede perseguir fines específicos porque conoce algunas de las leyes que determinan el fluir de los acontecimientos del mundo. Hay una esfera dentro de la cual el hombre puede elegir entre diferentes alternativas. No está, como otros animales, inevitable e irremediablemente sujeto a la opción de un destino ciego. Puede, dentro de específicos y estrechos límites, desviar los acontecimientos del curso que tomarían si se les dejara solos. Es un ser que actúa. En esto consiste su superioridad sobre los ratones y los microbios, las plantas y las piedras. En este sentido utiliza el término «libre albedrío», un término tal vez no muy adecuado.

El aspecto emocional del reconocimiento de esta libertad, y la idea de responsabilidad moral que engendra, son los hechos como los demás. Comparándose a sí mismo con todos los demás seres, el hombre ve su propia dignidad y superioridad en su voluntad. La voluntad no se puede torcer y no debe ceder ante ninguna violencia ni opresión, porque el hombre es capaz de elegir entre la vida y la muerte y de preferir la muerte misma si la vida no se puede preservar pagando el precio de someterse a condiciones insoportables. Sólo el hombre puede morir por una causa. Tal es el significado de las palabras. «Chè volontà, se non vuol, non s’ammorza»[75].

Una de las condiciones fundamentales de la existencia y de la acción del hombre es que no sabe qué sucederá en el futuro. El constructor de una filosofía de la historia, arrogándose la omnisciencia de Dios, cree que una voz interna le ha revelado el conocimiento de las cosas por venir.