El materialismo dialéctico
El materialismo dialéctico, en la forma en que lo enseñaron Karl Marx y Federico Engels, es la doctrina metafísica más popular de nuestro tiempo. Es hoy la filosofía oficial del imperio soviético y de todas las escuelas de marxismo fuera de este imperio. También domina el pensamiento de muchas personas que no se consideran marxistas y aun de muchos autores y partidarios que se consideran antimarxistas y anticomunistas. Es la doctrina que la mayoría de nuestros contemporáneos tienen en la mente cuando se refieren al materialismo y al determinismo.
Cuando Marx era joven el pensamiento alemán estaba dominado por dos doctrinas metafísicas cuyas tesis eran incompatibles. Una era el espiritualismo hegeliano, la doctrina oficial del Estado prusiano y de las universidades prusianas. La otra era el materialismo, la doctrina de la oposición orientada hacia el derrocamiento revolucionario del sistema político de Metternich y de la ortodoxia cristiana tanto como de la propiedad privada. Marx trató de mezclar las dos con el objeto de probar que el socialismo tiene que llegar «con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza».
En la filosofía de Hegel la lógica, la metafísica y la ontología son esencialmente idénticas. El proceso del devenir real es un aspecto del proceso lógico del pensamiento. Al captar las leyes de la lógica por medio del pensamiento a priori, la mente adquiere un conocimiento correcto de la realidad. No hay otro camino para llegar a la verdad que no sea el que proporciona el estudio de la lógica.
El principio peculiar de la lógica de Hegel es el método dialéctico. Se mueve de la tesis a la antítesis, esto es, la negación de la tesis, y de la antítesis a la síntesis, es decir, la negación de la negación. El mismo principio triádico de tesis, antítesis y síntesis se manifiesta en el devenir real. Pues lo único real en el universo es el Geist (mente o espíritu). La materia no tiene sustancia en sí misma. Las cosas naturales no son para sí mismas (für sich selber). Pero el Geist es para sí mismo. Lo que —fuera de la razón y la acción divina— llamamos realidad es, visto a la luz de la filosofía, algo podrido o inerte (ein Faules) que puede parecer real, pero que en sí mismo no lo es[30].
Ningún acuerdo es posible entre este idealismo hegeliano y cualquier clase de materialismo. Sin embargo, fascinados por el prestigio de que gozaba el hegelismo en Alemania en los años 1840, Marx y Engels temieron desviarse radicalmente del único sistema filosófico que ellos y sus paisanos contemporáneos conocían. No fueron suficientemente audaces para descartar completamente el hegelismo, como sucedió pocos años más tarde en Prusia. Prefirieron aparecer como continuadores y reformadores de Hegel y no como iconoclastas en desacuerdo. Se ufanaban de haber transformado y mejorado la dialéctica hegeliana, de haberla puesto patas arriba o más bien de haberla puesto sobre los pies[31]. No se dieron cuenta de que no tenía sentido arrancar la dialéctica de su suelo idealista y trasplantarla a un sistema que era materialista y empírico. Hegel fue consecuente al dar por sentado que el proceso lógico se refleja fielmente en los procesos que se desarrollan en lo que comúnmente se llamó realidad. No se contradijo aplicando el a priori lógico a la interpretación del universo. Pero no ocurre así con una doctrina que aboga por un realismo ingenuo, materialismo y empirismo. Tal doctrina no debería usar un esquema de interpretación no derivado de la experiencia, sino de un razonamiento a priori. Engels declara que la dialéctica es la ciencia de las leyes generales del movimiento, tanto del mundo externo como del pensamiento humano; dos series de leyes que son esencialmente idénticas, pero que en sus manifestaciones son diferentes en la medida en que la mente humana las puede aplicar conscientemente, mientras que en la naturaleza, y hasta ahora también en buena medida en la historia humana, se afirman inconscientemente como necesidad externa en medio de una serie infinita de acontecimientos aparentemente contingentes[32]. Dice Engels que él nunca había tenido ninguna duda acerca de esto. Su intenso interés por la matemática y las ciencias naturales, a las cuales confiesa haberse dedicado casi ocho años, estuvo, nos dice, evidentemente motivado solamente por el deseo de poner a prueba la validez de las leyes de la dialéctica detalladamente en casos específicos[33].
Estos estudios condujeron a Engels a descubrimientos sorprendentes. Descubrió, por ejemplo, que «la totalidad de la geología es una serie de negaciones negadas». Las mariposas «nacen de un huevo mediante la negación del huevo… y de nuevo son negadas cuando mueren», y así por el estilo. La vida normal de la cebada es la siguiente: «La semilla de la cebada… es negada y es sustituida por la planta, la negación de la semilla… La planta crece…, fructifica y de nuevo produce semilla de cebada, y tan pronto como está madura la espiga se marchita, es negada. Como resultado de esta negación de la negación, tenemos de nuevo la semilla de cebada original, no sólo ella, desde luego, sino en cantidades diez, veinte o treinta veces mayores»[34].
A Engels no le pasó por la mente que estaba jugando con las palabras. Es un juego gratuito aplicar la terminología de la lógica a los fenómenos de la realidad. Las proposiciones acerca de fenómenos, acontecimientos y hechos pueden ser afirmadas o negadas, pero no así los fenómenos, acontecimientos y hechos mismos. Pero si uno acepta un lenguaje metafórico tan inadecuado y lógicamente viciado, no es menos cuerdo llamar a la mariposa la afirmación del huevo que llamarla su negación. ¿No es el advenimiento de la mariposa la autoexpresión del huevo, la maduración de su propósito inherente, la perfección de su pasajera existencia, la realización de todas sus potencialidades? El método de Engels consistía en poner el término «negación» en vez del término «cambio». Sin embargo, no hay necesidad de detenerse más en la falacia de incorporar la dialéctica hegeliana a una filosofía que no acepta el principio fundamental de Hegel, esto es, la identidad de la lógica y la ontología y no rechaza radicalmente la idea de que nada puede ser aprendido de la experiencia. De hecho, la dialéctica tiene una función meramente ornamental en las contribuciones de Marx y Engels, sin influir sustancialmente el curso del razonamiento[35].
El concepto esencial del materialismo de Marx es el de «las fuerzas materiales de producción de la sociedad». Estas fuerzas son el motor que produce todos los cambios y hechos históricos. En la producción social de su subsistencia, los hombres entran en ciertas relaciones de producción que son necesarias e independientes de su voluntad y que corresponden al estadio actual de desarrollo de las fuerzas materiales de producción. La totalidad de estas fuerzas de producción constituyen «la estructura económica de la sociedad, las bases reales sobre las cuales surge una superestructura jurídica y política y a las cuales corresponden formas específicas de conciencia». El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida en general, en lo social, lo político, lo espiritual (intelectual), en cada una de sus manifestaciones. No es la conciencia (ideas y pensamientos) de los hombres la que determina su ser social (existencia), sino, por el contrario, es su ser social el que determina su conciencia.
En cierto estadio de su desarrollo, las fuerzas materiales de producción entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que es sólo una expresión jurídica de ellas, con las relaciones de propiedad (el sistema social de leyes de propiedad) dentro del marco en que hasta entonces ha operado: después de haber sido formas de desarrollo de las fuerzas de producción, estas relaciones se han convertido en cadenas de las mismas. Luego llega una época de revolución social. Al cambiar la base económica, toda la inmensa superestructura se transforma lenta o rápidamente[36]. Al estudiar dicha transformación debemos siempre distinguir la transformación material de las condiciones económicas de producción, las cuales pueden ser exactamente determinadas por métodos científicos naturales, de las formas jurídicas, artísticas[37], políticas, religiosas o filosóficas, es decir, formas ideológicas, mediante las cuales los hombres toman conciencia de este conflicto y lo combaten. Tal época de transformación no puede ser juzgada de acuerdo con su propia conciencia, como puede juzgarse a un individuo de acuerdo con lo que él imagina que es. Esta conciencia debe explicarse como resultado de las contradicciones de la vida material, como resultado del conflicto existente entre las fuerzas sociales de producción y las relaciones de producción. Ninguna estructura social desaparece antes de que se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas para las cuales su marco sea suficientemente amplio, y nunca aparecen nuevas, más altas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales de su existencia hayan nacido en el seno de la antigua sociedad. Por consiguiente, la humanidad nunca se propone tareas que no sean las que puede realizar, ya que una observación más cuidadosa siempre revelará que la tarea misma surge sólo donde las condiciones materiales para su solución están ya presentes o al menos formándose[38].
Lo más importante que cabe señalar acerca de esta doctrina es que no da una definición de su concepto básico: fuerzas materiales de producción. Marx nunca nos dijo qué tenía en la mente cuando se refería a las fuerzas materiales de producción. Tenemos que deducirlo de las escasas ejemplificaciones históricas de la doctrina. El más elocuente de estos ejemplos incidentales se encuentra en su libro La miseria de la filosofía, publicado en francés en 1847. En él dice: «El molino de mano os da la sociedad feudal; el molino de vapor, el capitalismo industrial»[39]. Esto significa que el estadio de conocimiento tecnológico práctico o la calidad tecnológica de los instrumentos y máquinas que se usan en la producción debe ser considerado como la característica esencial de las fuerzas materiales de producción, las cuales determinan las relaciones de producción y de esa manera toda la «superestructura». La técnica de la producción es lo que cuenta, el ser material, que en última instancia determina las manifestaciones sociales, políticas e intelectuales de la vida humana. Esta interpretación es confirmada por todos los demás ejemplos que ofrecen Marx y Engels y por la reacción que todo nuevo avance tecnológico suscitó en sus mentes. Lo veían con entusiasmo, porque estaban convencidos de que cada nueva invención los acercaba un paso a la realización de sus esperanzas: la instauración del socialismo[40].
Antes y después de Marx, ha habido muchos historiadores y filósofos que han insistido sobre el importante papel que la mejora de los métodos tecnológicos de producción ha tenido en la historia de la civilización. Una rápida mirada a los textos populares de historia que se han publicado en los últimos ciento cincuenta años revela que sus autores subrayan la importancia de las nuevas invenciones y de los cambios que introdujeron. Nunca pusieron en duda la trivial verdad de que el bienestar material es la condición indispensable de los logros morales, intelectuales y artísticos de una nación.
Pero lo que Marx dice es algo muy diferente. Según su doctrina, las herramientas y las máquinas, es decir, las fuerzas materiales de producción, lo son todo. Todo lo demás es la necesaria superestructura de este material. Esta tesis fundamental está sujeta a tres objeciones irrefutables.
1. Un intento tecnológico no es algo material. Es el producto de un proceso mental, del razonamiento y la concepción de nuevas ideas. Las herramientas y las máquinas pueden llamarse materiales, pero la operación de la mente que las creó es seguramente espiritual. El materialismo marxista no busca el origen de los fenómenos «superestructurales» o «ideológicos» en raíces «materiales». Explica estos fenómenos como efectos de un proceso esencialmente mental, esto es, la invención. Y asigna a este proceso mental, que falsamente llama un hecho natural, dado por la naturaleza material, el poder exclusivo de producir todos los otros fenómenos sociales e intelectuales. Pero no trata de explicar cómo se producen los inventos.
2. El simple invento y diseño de instrumentos tecnológicamente nuevos no es suficiente para producirlos. Se necesita, además del conocimiento tecnológico y el planeamiento, capital previamente acumulado por medio del ahorro. Cada paso en el camino que conduce al mejoramiento tecnológico presupone el capital. Las naciones llamadas hoy subdesarrolladas saben lo que se necesita para mejorar su atrasado aparato de producción. Los planes para la construcción de todas las máquinas que desean adquirir ya están a la mano o podrían estarlo en breve tiempo. Sólo la falta de capital las detiene. Pero el ahorro y la acumulación de capital presuponen una estructura social en la cual sea posible ahorrar e invertir.
Las relaciones de producción no son, pues, el producto de las fuerzas materiales de producción, sino, por el contrario, la condición indispensable para que estas existan. Desde luego, Marx no puede dejar de admitir que la acumulación de capital es «una de las más indispensables condiciones de la evolución de la producción industrial»[41]. Una parte de su voluminoso tratado Das Kapital se ocupa de la historia —completamente distorsionada— de la acumulación de capital. Pero en cuanto llega a su doctrina del materialismo, se olvida de todo lo que ha dicho acerca de ese tema. Entonces, las herramientas y las máquinas aparecen como si fueran creadas por generación espontánea.
3. Además, debe recordarse que la utilización de las máquinas presupone la cooperación social y la división del trabajo. Ninguna máquina puede ser construida y utilizada en condiciones que no incluyan la división del trabajo o en las cuales dicha división se encuentre en un estado rudimentario. La división del trabajo significa cooperación social, esto es, lazos entre seres humanos, sociedad. ¿Cómo puede entonces explicarse la existencia de la sociedad refiriéndose a las fuerzas materiales de producción, que sólo pueden aparecer dentro del marco de un vínculo social preexistente? Marx no entendió este problema. Acusó a Proudhon, quien había descrito el uso de máquinas como una consecuencia de la división del trabajo, de no saber historia. Es una distorsión de los hechos, exclamó, empezar con la división del trabajo y sólo después ocuparse de las máquinas, pues las máquinas son «una fuerza productiva» y no «una relación social de producción», como tampoco «una categoría económica»[42]. Nos hallamos frente a un dogmatismo que no se detiene ante ningún absurdo.
Podemos sintetizar la doctrina marxiana de este modo: en el principio, hay «fuerzas materiales de producción», es decir, el equipo tecnológico de esfuerzos humanos productivos, las herramientas y las máquinas. No es preciso inquirir acerca de su origen. Están ahí y eso es todo; debemos suponer que han caído del cielo. Estas fuerzas materiales de producción compelen a los hombres a entrar en relaciones específicas de producción independientes de su voluntad. Estas relaciones de producción determinan más tarde la superestructura política y jurídica de la sociedad, así como todas las ideas religiosas, artísticas y filosóficas.
Como se señalará más adelante, cualquier filosofía de la historia debe demostrar el mecanismo por medio del cual la instancia suprema que dirige el curso de todos los acontecimientos humanos induce a los individuos a seguir los pasos que probablemente llevarán a la humanidad a la finalidad establecida. En el sistema de Marx, la doctrina de la lucha de clases trata de responder a esta pregunta.
La debilidad inherente a esta doctrina consiste en que trata de clases y no de individuos. Lo que hay que demostrar es cómo los individuos son motivados a actuar de tal forma que la humanidad llegue finalmente al estado que las fuerzas materiales de producción desean que llegue. Marx responde que la conciencia de los «intereses de clase determina la conducta de los individuos». Pero todavía no se ha explicado por qué los individuos prefieren los intereses de su clase a sus propios intereses. Y esto prescindiendo de la cuestión de cómo es que el individuo averigua cuáles son los genuinos intereses de su clase. El mismo Marx no puede dejar de admitir que existe un conflicto entre los intereses del individuo y los de la clase a la cual pertenece[43]. Distingue los proletarios que tienen conciencia de clase, es decir, que anteponen los intereses de su clase a los propios, de los que no tienen conciencia de clase. Considera que uno de los objetivos del partido socialista es despertar la conciencia de clase en aquellos trabajadores que espontáneamente no la tienen.
Marx oscureció el problema al confundir los conceptos de casta y de clase. Donde prevalecen diferencias de status y de casta todos los miembros de las castas, exceptuados los más privilegiados, tienen un interés en común, cual es destruir las desventajas legales de su propia casta. Todos los esclavos, por ejemplo, están unidos por el hecho de que están interesados en la abolición de la esclavitud. Pero tales conflictos no surgen en una sociedad en la cual todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Ninguna objeción lógica puede presentarse en contra de la distinción de diversas clases entre los miembros de una sociedad así. Cualquier clasificación es lógicamente posible, aun cuando la forma de establecer la distinción se seleccione arbitrariamente. Pero no tiene sentido clasificar a los miembros de una sociedad capitalista según su posición dentro del marco de la división social del trabajo y luego identificar estas clases con las castas de una sociedad legalmente estratificada.
En una sociedad así el individuo hereda de sus padres el pertenecer a una casta y sus hijos nacen como miembros de ella. Sólo en casos excepcionales puede la buena suerte llevar a un hombre a una casta más alta. Para la inmensa mayoría el nacimiento determina inexorablemente su situación en la vida. Las clases que Marx encuentra en una sociedad capitalista son diferentes. El pertenecer a ellas fluctúa. La afiliación de clase no es hereditaria. Se le asigna a cada individuo en un plebiscito que se repite diariamente, por decirlo sí. Con sus gastos y compras el público determina quién debe poseer y administrar las fábricas, quiénes deben ser los actores en la función de teatro, quienes deben trabajar en minas y factorías. Hombres ricos se empobrecen y pobres se enriquecen. Los que han heredado o acumulado riqueza deben tratar de defender sus bienes de la competencia de firmas ya establecidas y de principiantes ambiciosos. En la economía de mercado libre no hay privilegios, ni protección de intereses creados, ninguna barrera que le impida a nadie esforzarse por alcanzar cualquier meta. El acceso a cualquiera de las clases marxianas es libre para todos. Los miembros de cada clase compiten unos con otros; no están unidos por un común interés de clase, ni se oponen a los miembros de otras clases para defender un privilegio común que quienes sufren por causa de él desean abolir, ni para tratar de abolir un defecto institucional que quienes de él se benefician desean mantener.
Los liberales del laissez-faire afirmaban: Si las antiguas leyes que establecían privilegios y desventajas de posición social son abolidas y no se introducen prácticas del mismo tipo, tales como tarifas, subsidios, imposición económica discriminatoria, exenciones concedidas por instituciones no gubernamentales, como iglesias, sindicatos, etc., para forzar e intimidar, hay igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Nadie es limitado en sus aspiraciones y ambiciones por obstáculos legales. Todos son libres de competir por cualquier posición o función social para la cual lo cualifiquen sus aptitudes personales.
Los comunistas negaron que esta sea la forma en que funciona la sociedad capitalista organizada bajo el sistema de igualdad ante la ley. Según ellos, la propiedad privada de los medios de producción da a los propietarios —los burgueses o capitalistas, en la terminología de Marx— un privilegio que no difiere de los que antes poseían los señores feudales. La «revolución burguesa» no ha abolido ni privilegios ni discriminación contra las masas; según los marxistas, ha suplantado simplemente la antigua clase gobernante y explotadora de nobles por una nueva clase gobernante y explotadora: la burguesía.
La clase explotada, el proletariado, no sacó ningún provecho de esta reforma. Han cambiado los amos, pero continúan oprimidos y explotados. Lo que se necesita es una nueva y última revolución que, al abolir la propiedad privada de los medios de producción, establezca la sociedad sin clases.
Esta doctrina socialista o comunista no tiene en cuenta la diferencia esencial entre las condiciones de una sociedad de rangos o castas y las de una sociedad capitalista. La propiedad feudal se originó o por conquista o por donación de parte de un conquistador. La propiedad cesaba, ya fuera por revocación de la donación o por la conquista de un conquistador más poderoso. Era propiedad «por la gracia de Dios», porque, en última instancia, se originaba en una victoria militar que la humildad o la soberbia del príncipe atribuía a la intervención del Señor. Los dueños de propiedad feudal no dependían del mercado; no servían al consumidor; dentro de los límites de sus derechos de propiedad eran verdaderos señores. Pero la situación es muy diferente con los capitalistas y los empresarios de una economía de mercado. Estos adquieren y aumentan su propiedad a través de los servicios prestados a los consumidores y pueden mantenerla sólo si siguen prestando esos servicios de la mejor manera posible. Esta diferencia no puede ser cancelada con la metáfora «rey de los espagueti» para referirse a alguien que los produce.
Marx nunca intentó la imposible tarea de refutar la descripción que hacen los economistas del funcionamiento de la economía de mercado. En vez de ello, tenía mucho interés en mostrar que en el futuro el capitalismo debía producir condiciones muy insatisfactorias. Trató de demostrar que el funcionamiento del capitalismo debía conducir inevitablemente a la concentración de la riqueza en un número cada vez menor de capitalistas, por una parte, y al gradual empobrecimiento de la inmensa mayoría, por otra. En la ejecución de su tarea tomó como punto de partida la espuria ley de hierro de los salarios según la cual el salario promedio es la cantidad de los medios de subsistencia que se requiere absolutamente para que el trabajador viva y se reproduzca[44]. Esta supuesta ley hace ya mucho tiempo que fue completamente desacreditada y aun los marxistas más cerrados la han abandonado. Pero aun cuando para propósitos de la argumentación se considerara correcta dicha ley, es evidente que no podría servir de base para demostrar que la evolución del capitalismo conduce a un empobrecimiento cada vez mayor de los asalariados. Si bajo el régimen capitalista los salarios son siempre tan bajos que por razones fisiológicas ya no pueden bajar más sin destruir la clase de los asalariados, entonces es imposible sostener la tesis del Manifiesto Comunista de que el trabajador «se hunde más y más» con el progreso de la industria. Al igual que todos los demás argumentos de Marx, esta demostración es contradictoria y se destruye a sí misma. Marx presumía haber descubierto las leyes inmanentes a la evolución del capitalismo. Creía que la más importante de estas leyes era la ley del empobrecimiento creciente de las masas asalariadas. Es esta ley la que produce el colapso final del capitalismo y el advenimiento del socialismo[45]. Cuando nos percatamos de que esta ley es espuria, el sistema económico marxista y su teoría de la evolución del capitalismo pierden su fundamento.
A este respecto, debemos señalar el hecho de que en los países capitalistas el nivel de vida de los asalariados ha mejorado en una forma sin precedentes desde la publicación del Manifiesto Comunista y del primer volumen del Capital. Marx se equivocó completamente en lo que se refiere al funcionamiento del sistema capitalista en todo sentido.
El corolario del supuesto empobrecimiento creciente de los asalariados es la concentración de la riqueza en manos de una clase de explotadores capitalistas en continua disminución. Al tratar este asunto Marx no tuvo en cuenta que la evolución de grandes unidades comerciales no implica necesariamente la concentración de la riqueza en pocas manos. Estas unidades son casi sin excepción compañías, precisamente porque son demasiado grandes para que las posea un solo individuo. El crecimiento de unidades comerciales es mucho mayor que el crecimiento de fortunas individuales. Los activos de una compañía no son idénticos a la riqueza de sus accionistas. Muchos de estos recursos, el equivalente de acciones preferentes, bonos emitidos y préstamos obtenidos pertenecen, aunque no sea en el sentido del concepto de propiedad, a otras personas, es decir, a los dueños de bonos y acciones preferentes y a los acreedores. Cuando estos valores están en bancos comerciales y compañías de seguros y esos préstamos fueron concedidos por tales bancos y compañías, los propietarios son «prácticamente» las gentes que tienen obligaciones a su favor. De ordinario, las acciones comunes de una compañía no están concentradas en manos de una persona. En general, la amplitud de la distribución de las acciones es proporcional al tamaño de la empresa.
El capitalismo es fundamentalmente producción en masa para satisfacer las necesidades de las masas. Pero Marx siempre tuvo la creencia equivocada de que los obreros trabajan para beneficiar solamente a una clase alta de ociosos parásitos. No se percató de que los trabajadores consumen la mayor parte de todos los bienes de consumo producidos. Los millonarios consumen una parte casi insignificante de lo que se llama el producto nacional. Todas las ramas de las grandes firmas sirven directa o indirectamente las necesidades del hombre común. Las industrias que fabrican productos de lujo nunca pasan de ser unidades pequeñas o medianas. La existencia de grandes industrias prueba por sí misma que las masas y no los privilegiados son los principales consumidores. Quienes, al referirse al fenómeno de la existencia de grandes empresas, usan la expresión «concentración de poder económico» no se dan cuenta de que el poder económico está en manos del público consumidor, de cuya preferencia depende la prosperidad de las empresas. En su calidad de comprador, el asalariado es el cliente que siempre tiene razón. Pero Marx afirma que la burguesía «no es capaz de asegurar al esclavo la existencia dentro de su esclavitud».
Marx dedujo la excelencia del socialismo de la idea de que la fuerza motriz de la evolución histórica —las fuerzas materiales de producción— tienen que conducir al socialismo. Y puesto que estaba poseído por un optimismo de tipo hegeliano, no creyó necesario ofrecer pruebas ulteriores de los méritos del socialismo. Le parecía obvio que el socialismo, puesto que representa un estadio histórico posterior al capitalismo, también es un estadio mejor[46]. Era blasfemia dudar de sus méritos.
Lo que todavía quedaba por hacer era mostrar el mecanismo por medio del cual la naturaleza efectúa el cambio del capitalismo al socialismo. El instrumento de la naturaleza es la lucha de clases. En la medida en que los trabajadores se hunden más y más con el progreso del capitalismo; en la medida en que su miseria, opresión, esclavitud y degradación aumentan son impelidos a la revuelta y su rebelión establece el socialismo.
Todo este razonamiento es refutado por el hecho de que el progreso del capitalismo no empobrece a los asalariados, sino que, por el contrario, mejora su nivel de vida. ¿Por qué han de ser las masas llevadas inevitablemente a la rebelión si obtienen más y mejores alimentos, casas y ropa, automóviles y refrigeradores, radios y televisores, nylon y otros productos sintéticos? Pero aunque se admitiera para propósitos de la argumentación que los trabajadores son llevados a la rebelión, ¿por qué ha de tener esta como meta precisamente el establecimiento del socialismo? La única motivación que podría inducirlos a exigir el socialismo sería la convicción de que estarían mejor en un sistema socialista que en un sistema capitalista. Pero los marxistas, ansiosos de evadir el tener que tratar los problemas económicos de una comunidad socialista, nada hicieron para demostrar la superioridad del socialismo respecto del capitalismo que no fuera el razonamiento circular: el socialismo tiene que venir como próximo estadio de la evolución histórica, y puesto que es un estadio histórico posterior al capitalismo es, necesariamente, mejor y más alto. ¿Por qué tiene que llegar? Porque los trabajadores, condenados a una pobreza cada vez mayor bajo el sistema capitalista, se rebelarán y establecerán el socialismo. Pero ¿qué otro móvil podría impelerlos a tratar de establecer el socialismo que no fuera la convicción de que el socialismo es mejor que el capitalismo? Y la preeminencia del socialismo es deducida por Marx de la idea de que el advenimiento del socialismo es inevitable. El círculo se ha cerrado.
En el contexto de la doctrina marxista la superioridad del socialismo se prueba a base de la idea de que los proletarios tratan de establecerlo. Lo que piensan los filósofos no cuenta. Lo que importa son las ideas de los proletarios, la clase a la cual la historia ha encomendado la tarea de forjar el futuro.
La verdad es que el concepto de socialismo no se originó en la «mente proletaria». Ningún proletario ni hijo de proletario aportó ninguna idea sustancial a la ideología socialista. Los padres intelectuales del socialismo eran miembros de la intelligentsia, descendientes de la burguesía. El mismo Marx era hijo de un próspero abogado. Asistió a un gymnasium alemán, el tipo de escuela que todos los marxistas y otros socialistas condenan como el producto principal del sistema burgués de educación, y su familia lo sostuvo durante el tiempo que estudió; no tuvo que trabajar para poder asistir a la universidad. Se caso con la hija de un miembro de la nobleza alemana; su cuñado fue ministro de Gobernación en Prusia y, en cuanto tal, era jefe de la policía prusiana. En su casa tuvo una camarera, Helene Demuth, que nunca se casó y siguió a Marx en todos sus cambios de residencia, modelo perfecto del explotado cuya frustración y atrofiada vida sexual ha sido presentada repetidamente en la novela «social» alemana. Federico Engels era hijo de un acaudalado empresario y también él lo fue. No quiso casarse con su amante, María, porque era ignorante y de origen humilde[47]; gozaba de las diversiones de la aristocracia británica, tales como la cacería a caballo.
Los trabajadores nunca se mostraron entusiastas respecto del socialismo. Apoyaron el movimiento cuya búsqueda de mejores salarios Marx consideraba inútil[48]. Pidieron todas esas formas de interferencia gubernamental que Marx calificaba de tonterías pequeño-burguesas. En épocas pasadas se opusieron al mejoramiento tecnológico por medio de la destrucción de las nuevas máquinas, más tarde por medio de la presión de los sindicatos para que se mantuviera a trabajadores innecesarios. El sindicalismo, apropiación de las empresas por los trabajadores empleados en ellas, es un programa que los trabajadores desarrollaron espontáneamente. Pero el socialismo fue llevado a las masas por intelectuales de origen burgués. Comiendo y bebiendo juntos en lujosas residencias de Londres y en casas de campo de la «sociedad» victoriana, damas y caballeros en elegantes atavíos concibieron planes para convertir a los proletarios británicos al credo socialista.
Del supuestamente irreconciliable conflicto de intereses de clase Marx deduce su doctrina de la impregnación ideológica del pensamiento. En una sociedad de clases el hombre es incapaz de concebir teorías que constituyan una verdadera descripción de la realidad. Puesto que su afiliación de clase, su ser social, determina su pensamiento, los productos de su esfuerzo intelectual están ideológicamente teñidos y distorsionados. No encarnan la verdad, sino ideologías. Una ideología, en la acepción marxista del vocablo, es una doctrina falsa que, precisamente por su falsedad, sirve a los intereses de la clase a la cual pertenece el autor.
No nos ocuparemos de muchos aspectos de esta doctrina acerca de la ideología. No es necesario que refutemos de nuevo la doctrina del polilogismo, según la cual la estructura lógica de la mente difiere entre los miembros de diferentes clases[49]. Podríamos aceptar que la preocupación principal de un pensador es promover los intereses de su clase aun cuando entren en conflicto con sus intereses como individuo. Podríamos abstenemos de poner en duda el dogma de que no hay búsqueda desinteresada de la verdad y el conocimiento y que toda la investigación humana es guiada exclusivamente por el propósito práctico de encontrar instrumentos mentales para el éxito de la acción. La doctrina de la ideología seguirá siendo insostenible, aun cuando pudieran superarse las objeciones irrefutables que pueden presentarse desde estos tres ángulos.
Cualquiera que sea nuestra opinión acerca de los méritos de la definición pragmática de la verdad, es evidente que al menos una característica distintiva de una teoría verdadera es que la acción basada en ella tiene éxito en lograr el resultado esperado. En este sentido, la verdad funciona, mientras que la falsedad no. Si, de acuerdo con los marxistas, damos por sentado que la finalidad de la actividad teórica es siempre el éxito en la acción, debemos preguntarnos ¿por qué y cómo es que una teoría ideológica, es decir, una doctrina falsa en la acepción marxista del término, ha de ser más útil que una teoría correcta? No hay duda de que el estudio de la mecánica fue motivada, en parte al menos, por consideraciones prácticas. Se deseaban utilizar los teoremas de la mecánica para resolver problemas de ingeniería. Fue precisamente la búsqueda de estos resultados prácticos lo que los impelió a buscar una ciencia correcta, no ideológica (falsa), de la mecánica. Cualquiera que sea la forma en que consideremos el asunto, no hay manera de que una teoría falsa pueda servir mejor a una persona o a una clase o a la humanidad que una teoría correcta. ¿Cómo es que Marx llegó a enseñar semejante doctrina?
Para contestar a esta pregunta debemos señalar el móvil que impulsó a Marx en todas sus aventuras literarias. Le dominaba una pasión —luchar por la implantación del socialismo—. Pero tenía plena conciencia de su incapacidad para presentar ninguna objeción valedera a la devastadora crítica de los economistas a todos los planes socialistas. Estaba convencido de que el sistema de doctrinas económicas desarrollado por los economistas clásicos era inexpugnable y no tuvo conciencia de las dudas que algunos teoremas esenciales de ese sistema había suscitado en algunas mentes. Al igual que su contemporáneo John Stuart Mill, creía que «nada hay en las leyes del valor que tengan que aclarar los escritos presentes o futuros; la teoría sobre la materia está completa»[50].
Cuando en 1871 los escritos de Carl Menger y William Stanley Jevons inauguraron una nueva época en el estudio de las cuestiones económicas, Marx prácticamente había terminado ya su carrera como tratadista de problemas económicos. El primer volumen del Capital había sido publicado en 1867 y el manuscrito de los otros volúmenes estaba bastante avanzado. No hay ninguna indicación de que Marx haya comprendido el significado de la nueva doctrina. La enseñanza económica de Marx es esencialmente una distorsionada reiteración de las teorías de Adam Smith y, principalmente, de Ricardo. Smith y Ricardo no tuvieron la oportunidad de refutar las doctrinas socialistas, pues estas fueron presentadas después de su muerte. Pero Marx expresó su indignación contra los sucesores de quienes intentaron analizar críticamente los esquemas socialistas. Los ridiculizó llamándoles «vulgares economistas» y «apologistas de la burguesía». Y puesto que era para él un imperativo difamarlos, inventó su doctrina acerca de las ideologías.
Estos «vulgares economistas» son, por causa de su origen burgués, constitucionalmente incapaces de descubrir la verdad. Su razonamiento sólo puede producir algo ideológico, esto es, una distorsión de la verdad al servicio de los intereses de clase de la burguesía, de acuerdo con la forma en que Marx empleaba el término ideología.
No hay ninguna necesidad de refutar sus argumentos por medio del razonamiento discursivo y el análisis crítico. Es suficiente desenmascarar su origen burgués, y de esa manera, el carácter necesariamente ideológico de sus doctrinas. Están equivocadas porque son burguesas: ningún proletario debe atribuir ninguna importancia a sus especulaciones. Para ocultar el hecho de que este esquema fue inventado a propósito para desacreditar a los economistas fue necesario elevarlo a la dignidad de una ley epistemológica general válida para todas las edades y para todas las ramas del conocimiento. De esta manera, la doctrina de la ideología se convirtió en el núcleo de la epistemología marxista. Marx y todos sus discípulos concentraron sus esfuerzos en la tarea de justificar y ejemplificar este engaño. No se detuvieron ante ningún absurdo. Interpretaron todos los sistemas filosóficos, teorías físicas y biológicas, toda la literatura, la música y el arte desde el punto de vista ideológico. Pero, desde luego, no fueron lo suficientemente consecuentes para asignar a sus propias doctrinas un carácter ideológico. Sus propias afirmaciones no son ideología. Son un anticipo del conocimiento de una futura sociedad sin clases que, liberada de las cadenas de los conflictos de clase, estará en condiciones de conseguir el conocimiento puro sin ninguna mancha ideológica.
De esta forma podemos comprender los motivos timológicos que llevaron a Marx a formular su doctrina de la ideología. Sin embarga, esto no responde a la pregunta ¿por qué una distorsión ideológica de la verdad debería de ser más ventajosa para los intereses de una clase que una doctrina correcta? Marx nunca trató de explicar esto, probablemente porque tenía conciencia de que cualquier intento de hacerlo le llevaría a un desordenado conjunto de absurdos y contradicciones.
No hay necesidad de subrayar lo ridículo que es pensar que una doctrina ideológica física, química o terapéutica podría ser más ventajosa para cualquier clase o individuo que una doctrina correcta. Podemos dejar pasar en silencio las declaraciones de los marxistas acerca del carácter ideológico de las teorías desarrolladas por los burgueses Mendel, Hertz, Planck, Heinsenberg y Einstein. Es suficiente examinar el supuesto carácter ideológico de la economía burguesa.
Según Marx el origen burgués impulsó a los economistas clásicos a desarrollar un sistema del cual se seguía lógicamente la justificación de las injustas pretensiones de los explotadores capitalistas. (En esto él se contradice, puesto que derivó del mismo sistema conclusiones opuestas). Estos teoremas de los economistas clásicos de los cuales podía deducirse la supuesta justificación del capitalismo, eran los teoremas que Marx atacó con mayor furia: que la escasez de los factores materiales de producción de los cuales depende el bienestar del hombre es una condición inevitable dada por la naturaleza de la existencia humana; que ningún sistema de organización económica de la sociedad podía crear un estado de abundancia en el cual todos pudieran recibir de acuerdo con sus necesidades; que la repetición periódica de depresiones económicas no es inherente al funcionamiento de una economía de mercado, sino, por el contrario, la consecuencia necesaria de la interferencia del gobierno en los negocios con el propósito espurio de bajar el interés y fabricar épocas de prosperidad por medio de la inflación y la expansión del crédito. Pero podríamos preguntarnos: ¿qué utilidad podría tener para los capitalistas, desde el punto de vista marxista, semejante justificación del capitalismo? Ellos mismos no necesitaban ninguna justificación para un sistema que, según Marx, mientras dañaba a los trabajadores, les era beneficioso. No necesitaban acallar su propia conciencia, puesto que, de nuevo según Marx, cada clase persigue sin escrúpulos sus propios y egoístas intereses de clase.
Tampoco se puede, desde el punto de vista de la teoría marxista, suponer que el servicio que la teoría ideológica —originada en una falsa conciencia y, por consiguiente, desfiguradora de la verdadera situación— prestó a las clases explotadoras era engañar a las clases explotadas y hacerlas maleables y ayudar así a preservar, o al menos a prolongar, el injusto sistema de explotación. Pues, según Marx, la duración de un sistema de producción no depende de ningún factor espiritual. Está exclusivamente determinada por el estadio de las fuerzas materiales de producción. Si las fuerzas materiales de producción cambian, las relaciones de producción, esto es, las relaciones de propiedad y toda la superestructura ideológica también deben cambiar. Esta transformación no puede ser acelerada por ningún esfuerzo humano.
Pues, como dijo Marx, «ninguna formación social desaparece antes de que las fuerzas productivas hayan evolucionado lo bastante y jamás aparecen nuevas y más altas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales de su existencia hayan sido creadas en el seno de la antigua sociedad»[51].
Lo anterior no es una simple observación pasajera de Marx. Es uno de los elementos esenciales de su doctrina. Es el teorema sobre el cual basó su idea de llamar a su propia doctrina socialismo científico para distinguirlo del socialismo utópico de sus predecesores. La característica de los socialistas utópicos, según Marx, era que creían que la realización del socialismo dependía de factores espirituales e intelectuales. Es preciso convencer a la gente de que el socialismo es mejor que el capitalismo y entonces cambiarán el socialismo por el capitalismo. Según Marx, esta creencia utópica era absurda. El advenimiento del socialismo de ninguna manera depende de los pensamientos y de la voluntad de los hombres; es un producto del desarrollo de las fuerzas materiales de producción.
Cuando llegue su tiempo y el capitalismo haya alcanzado la madurez, el socialismo vendrá. No puede aparecer ni antes ni después. Los burgueses pueden elaborar las más inteligentes ideologías, pero todo esto es en vano; no pueden retrasar el día del colapso del capitalismo.
Tal vez algunas personas interesadas en salvaguardar el concepto marxista de ideología podrían argumentar así: los capitalistas se avergüenzan de su función en la sociedad. Se sienten culpables de ser usureros y explotadores y apropiarse las utilidades. Necesitan una ideología de clase para restaurar su propia posición. Pero ¿por qué han de ruborizarse? Desde el punto de vista de la doctrina marxista, nada hay en su conducta de lo que haya que avergonzarse. El capitalismo, según esta doctrina, es un estadio indispensable en la evolución histórica de la humanidad. Es un eslabón necesario en la sucesión de acontecimientos que finalmente produce el socialismo. Los capitalistas, por el hecho de ser capitalistas, son simples instrumentos de la historia. Ejecutan lo que, según el plan preordenado para la evolución de la humanidad, debe hacerse. Cumplen leyes eternas independientes de la voluntad humana. No pueden menos de actuar como lo hacen. No necesitan ninguna ideología, ninguna falsa conciencia que les diga lo que es correcto. Están en lo correcto según la doctrina marxista.
Si Marx hubiera sido consecuente habría exhortado a los trabajadores así: No culpen a los capitalistas; al explotarlos hacen lo que es mejor para ustedes; están preparando el camino para el socialismo.
Cualquiera que sea la forma en que le demos vueltas a este asunto no podremos encontrar ninguna razón que explique por qué una distorsión ideológica de la verdad puede ser más útil a la burguesía que una teoría correcta.
La conciencia de clase, dice Marx, produce ideologías de clase. La ideología de clase proporciona a la clase una interpretación de la realidad y al mismo tiempo enseña a sus miembros cómo actuar para beneficiar a su clase. El contenido de la ideología de clase está determinado por el estadio histórico del desarrollo de las fuerzas materiales de producción y por el papel que la clase en cuestión desempeña en este estadio de la historia. La ideología no es un producto arbitrario del cerebro; es el reflejo de la condición material de clase del sujeto según se refleja en su mente.
No es, por lo tanto, un fenómeno individual que dependa de la fantasía del sujeto. Es impuesto a la mente por la realidad, esto es, por la situación de clase del hombre que piensa. Es, por consiguiente, idéntica en todos los miembros de la clase. Desde luego, no todos los miembros de la clase son autores y publican lo que han pensado; Pero todos los escritores que pertenecen a la clase piensan las mismas ideas y todos los demás miembros de la clase las aprueban. En el pensamiento de Marx no hay ningún lugar para el supuesto de que diferentes miembros de la misma clase puedan estar seriamente en desacuerdo respecto de la ideología. Todos los miembros de la clase tienen una misma ideología.
Si una persona expresa opiniones que difieren de la ideología de una clase determinada, ello se debe a que no pertenece a la clase en cuestión. No hay ninguna necesidad de refutar sus ideas por medio del razonamiento discursivo. Es suficiente desenmascarar su origen y su afiliación de clase. Esto concluye la discusión.
Pero si una persona cuyo origen proletario y cuya pertenencia a la clase de los trabajadores no puede ser puesta en duda y difiere del credo marxista correcto es un traidor.
Es imposible suponer que pueda ser sincero en su rechazo del marxismo. En cuanto proletario, debe pensar necesariamente como proletario. Una voz interior le dice de una forma inequívoca cuál es la ideología proletaria correcta.
Él no es honesto si no escucha esta voz y profesa públicamente opiniones heterodoxas. Es un bandido, un judas, una serpiente en el césped. En la lucha contra semejante traidor todos los medios están permitidos.
Marx y Engels, dos personas de indiscutible origen burgués, crearon la ideología de clase de la clase proletaria. Nunca se atrevieron a discutir su doctrina con quienes no estaban de acuerdo con ellos, en la forma que los científicos, por ejemplo, discuten las ventajas o las desventajas de las doctrinas de Lamarc, Darwin, Mendel y Weismann. Según ellos, sus adversarios sólo podían ser o idiotas[52] burgueses o proletarios traidores. Tan pronto como un socialista se desviaba del credo ortodoxo, Marx y Engels le atacaban furiosamente, le ridiculizaban e insultaban, presentándole como un bandido y como un monstruo corrompido. Después de la muerte de Engels, la suprema decisión de lo que es verdadero y falso pasó a Karl Kautsky. En 1917 pasó a manos de Lenin y se convirtió en función de los jefes del gobierno soviético. Mientras que Marx, Engels y Kautsky se contentaban con difamar a sus oponentes, Lenin y Stalin los asesinaban físicamente. Paso a paso condenaron a aquellos que en otra época fueron considerados por todos los marxistas, incluidos Lenin y Stalin, como los grandes campeones de la clase proletaria: Kautsky, Max Adler, Otto Bauer, Plejanoff, Bujarin, Trotsky, Riasanov, Radek, Zinoviev y muchos otros.
Todos los disidentes eran encarcelados, torturados y finalmente asesinados. Sólo quienes tuvieron la fortuna de vivir en países dominados por «reaccionarios plutodemocráticos» sobrevivieron y pudieron morir en sus camas.
Desde el punto de vista marxista se puede argumentar a favor de la decisión por la mayoría. Si se suscita una duda acerca del contenido de la ideología proletaria, ha de considerarse que las ideas sostenidas por la mayoría de los proletarios reflejan verdaderamente la genuina ideología proletaria. Puesto que el marxismo supone que la inmensa mayoría de la gente es proletaria, esto sería equivalente a asignar a la mayoría la competencia o facultad para tomar decisiones definitivas en conflictos de opinión en los parlamentos elegidos por los adultos. Pero aunque rechazar esto equivale a destruir toda la doctrina de la ideología, ni Marx ni sus sucesores sometieron jamás sus opiniones al voto de la mayoría.
A lo largo de su carrera Marx desconfió de la gente y tenía mucho recelo acerca de los procedimientos parlamentarios y las decisiones alcanzadas por medio del voto. Le entusiasmaba la revolución de París de junio de 1848, en la cual una pequeña minoría de parisienses se rebeló contra el gobierno apoyado por un parlamento elegido por votación universal. La Comuna de París de la primavera de 1871, en la cual de nuevo los socialistas parisienses pelearon contra el régimen debidamente establecido por la mayoría del pueblo francés, era aún más de su predilección. Aquí encontró Marx su ideal de la dictadura del proletariado; la dictadura de una banda de líderes autonombrados. Trató de persuadir a los partidos marxistas de todos los países de la Europa occidental y central de que pusieran sus esperanzas no en campañas electorales, sino en métodos revolucionarios. A este respecto los comunistas rusos fueron sus fieles discípulos. El parlamento ruso elegido en 1917 bajo los auspicios del gobierno de Lenin tenía, pese a la violencia ejercida sobre los votantes por el partido en el poder, menos del 25 por 100 de miembros comunistas. Tres cuartos de la gente había votado contra el comunismo. Pero Lenin disolvió el parlamento por la fuerza de las armas y estableció firmemente el gobierno dictatorial de una minoría. El jefe del Estado soviético se transformó en el supremo pontífice de la secta marxista. Su título para este cargo deriva del hecho de que él había derrotado a sus rivales en una sangrienta guerra civil.
Puesto que los marxistas no admiten que las diferencias de opinión puedan resolverse por medio de la discusión y la persuasión o decidirse por el voto de la mayoría, no hay ninguna otra solución que no sea la guerra civil. La característica de una buena ideología, es decir, de la ideología adecuada a los genuinos intereses de clase de los proletarios, es el hecho de que sus partidarios logren vencer y liquidar a sus adversarios.
Marx supone que la condición social de una clase determina sus intereses y que no puede haber ninguna duda acerca de la política que mejor sirva a estos intereses. La clase no tiene que elegir entre diversas políticas. La situación histórica le impone una política definida. No hay ninguna alternativa. Se sigue de esto que la clase no actúa, puesto que la acción implica la elección entre varias maneras posibles de procedimiento. Las fuerzas materiales de producción actúan a través de los miembros de la clase.
Pero Marx, Engels y todos los demás marxistas ignoraron este dogma fundamental de su credo tan pronto como fueron más allá de las fronteras de la epistemología y empezaron a comentar asuntos históricos y políticos. Entonces no sólo acusaron a las clases no proletarias de hostilidad a los proletarios, sino que criticaron sus políticas porque no eran adecuadas para promover los verdaderos intereses de sus propias clases.
El más importante de los panfletos políticos de Marx, el discurso sobre La guerra civil en Francia (1871), ataca furiosamente al gobierno francés que, con el apoyo de la inmensa mayoría de la nación, trataba de aplastar la rebelión de la Comuna de París. Calumnia irresponsablemente a todos los miembros importantes de ese gobierno llamándolos sinvergüenzas, falsificadores y ladrones. Acusa a Jules Fabre de vivir en concubinato con la esposa de un borracho habitual y al general De Gallifet de aprovecharse de la supuesta prostitución de su esposa. En suma, el panfleto es una muestra de las tácticas difamatorias de la prensa socialista que los marxistas criticaron con indignación como una de las peores excrecencias del capitalismo, cuando fueron adoptadas por la prensa periódica. Sin embargo, todas estas mentiras, aun cuando sean condenables, pueden ser interpretadas como métodos de partido en la implacable guerra contra la civilización burguesa. Por lo menos no son incompatibles con los principios epistemológicos marxistas. Pero es asunto muy diferente poner en duda la eficacia de la política burguesa desde el punto de vista de los intereses de clase de la burguesía. El discurso en cuestión sostiene que la política de la burguesía francesa desenmascaró las enseñanzas esenciales de su propia ideología, cuyo único propósito era retardar la lucha de clases; en adelante ya no podría esa clase «ocultarse bajo el manto nacionalista». Ya no habría ninguna posibilidad de paz o armisticio entre los trabajadores y sus explotadores. La batalla estallaría de nuevo sin que pudiera haber ninguna duda acerca de la victoria final de los trabajadores[53].
Debe observarse que estas consideraciones se referían a una situación en la cual la mayoría del pueblo francés sólo podía elegir entre la rendición incondicional a una minoría de revolucionarios o la lucha contra ellos. Ni Marx ni ningún otro esperaron jamás que la mayoría de una nación se sometiera sin resistencia a la agresión armada por parte de una minoría.
Aún más importante es el hecho de que Marx en estos comentarios atribuya a la política adoptada por la burguesía francesa un influjo decisivo sobre el curso de los acontecimientos. Ello contradice a todos sus demás escritos. En el Manifiesto comunista había anunciado la implacable lucha de clases sin ninguna consideración por las tácticas defensivas de la burguesía. Había deducido la inevitabilidad de esta lucha de la situación de clase de los explotadores y de la de los explotados. No hay ningún lugar en el sistema marxista para el supuesto de que la política adoptada por la burguesía pueda de alguna forma influir sobre el advenimiento de la lucha de clases y su resultado.
Si es cierto que una clase, la burguesía francesa de 1871, tenía la posibilidad de elegir entre políticas alternativas y a través de su decisión influir en el curso de los acontecimientos, lo mismo debe decirse de otras clases en otras situaciones históricas. Entonces todos los dogmas del materialismo marxista caen por el suelo. Ya no es cierto que la situación de clase muestre a la clase lo que es un interés genuino de clase y qué clase de política sirve mejor a esos intereses. No es cierto que las únicas ideas que conducen o que benefician a los intereses reales de una clase sean aprobadas por quienes dirigen la política de la clase. Puede suceder que sean ideas diferentes las que dirigen esas políticas y, por consiguiente, influyen en el curso de los acontecimientos. Pero entonces no es cierto que lo que cuenta en la historia son sólo los intereses y que las ideas son simples superestructuras ideológicas determinadas por esos intereses. Resulta absolutamente necesario analizar las ideas para separar las que son realmente beneficiosas a los intereses de la clase en cuestión de las que no lo son. Es necesario discutir las ideas en conflicto con los métodos del razonamiento lógico. Se desvanece el engaño por medio del cual Marx quería prohibir el análisis de las ventajas y los inconvenientes de las ideas. El camino hacia el examen de los méritos del socialismo, que Marx quería prohibir por no ser científico, vuelve a quedar abierto.
Otro escrito importante de Marx es el intitulado Valor, precio y utilidad (1865). En él Marx critica la política tradicional de los sindicatos. Estos deberían abandonar su lema conservador: Un salario justo por un día de trabajo bien hecho y poner en su bandera la expresión: Abolición revolucionaria del sistema de salarios[54]. Se trata, evidentemente, de una controversia acerca de la clase de política que mejor sirve a los intereses de los trabajadores. En este caso, Marx se desvía de su acostumbrado procedimiento de llamar a todos sus adversarios proletarios traidores. Admite que implícitamente puede haber desacuerdo aun entre los más sinceros y honestos campeones de los intereses de los trabajadores y que tales diferencias deben ser resueltas por medio de una discusión del tema. Tal vez al reflexionar él mismo descubrió que la forma en que había tratado el problema implicaba una contradicción o era incompatible con todos sus dogmas, pues no hizo imprimir este trabajo que había leído el 26 de junio de 1865 en el Consejo General de la Asociación Internacional de Trabajadores. Fue publicado por primera vez en 1898 por una de sus hijas.
Pero el tema que estamos estudiando no es el fallo de Marx al no adherirse consecuentemente a su propia doctrina ni la adopción de formas de pensar que son incompatibles con ella. Tenemos que examinar la corrección de la doctrina marxista y debemos, por consiguiente, dirigir nuestra atención a la especial connotación que tiene el término «intereses» en el contexto de esta doctrina.
Cada individuo y cada grupo de individuos tratan, al actuar, de sustituir una situación que le parece menos satisfactoria por otra que considera más satisfactoria. Sin referirnos a estas dos situaciones en otra perspectiva, podemos decir que el individuo persigue sus propios intereses. Pero la cuestión acerca de lo que es más deseable y lo que es menos deseable la decide el individuo que actúa. Es el resultado de su elección entre varias posibles soluciones. Es un juicio de valor determinado por las ideas del individuo acerca de los efectos que estas diferentes situaciones pueden tener sobre su bienestar. Pero, en fin de cuentas, depende del valor que él atribuya a estos efectos esperados.
Si ello es así, no es correcto declarar que las ideas son producto de intereses. Las ideas le dicen al hombre cuáles son sus intereses. Más tarde, al volver sus ojos sobre sus acciones pasadas, el individuo puede formarse la opinión de que se ha equivocado y que otra manera de actuación pudo haber servido mejor a sus intereses. Pero esto no significa que en el momento crítico en que actuó no lo hizo de acuerdo con sus intereses. Actuó de acuerdo con lo que en ese momento consideró que serviría mejor a sus intereses.
Si un observador imparcial ve la acción de otro hombre puede pensar así: este señor se equivoca; lo que hace no le servirá para lo que él considera ser su mejor interés; otra forma de actuación sería más adecuada para lograr los fines que él persigue. En este sentido, un historiador puede decir hoy, o un juicioso contemporáneo pudo haber dicho en 1939: al invadir Polonia, Hitler y los nazis cometieron un error; la invasión perjudicó a lo que ellos consideraban eran sus mejores intereses. Tal crítica es correcta en la medida en que sólo se refiere a los medios y no a los fines últimos de una acción. La elección de fines es un juicio de valor que depende solamente de la valoración del individuo que juzga. Todo lo que otra persona puede decir acerca de esto es: yo habría actuado de otra manera. Si un romano hubiera dicho a un cristiano condenado a ser torturado o devorado por las fieras salvajes en el circo: usted servirá mejor a sus intereses aceptando y adorando la estatua de nuestro divino emperador, el cristiano le habría contestado: mi interés fundamental es acatar los preceptos de mi fe.
Pero el marxismo, como filosofía de la historia que pretende conocer los fines que los hombres tienen necesariamente que perseguir, emplea el término «intereses» con un significado distinto. Los intereses a los cuales se refiere no son los elegidos por las personas a base de sus juicios de valor, sino las finalidades que persiguen las fuerzas materiales de producción. Estas fuerzas persiguen el establecimiento del socialismo y se sirven de los proletarios como de un medio para la realización de esa finalidad. Las sobrehumanas fuerzas materiales de producción persiguen sus propios intereses, independientemente de la voluntad de los hombres. La clase proletaria es simplemente un instrumento en sus manos. Las acciones de la clase no son sus propias acciones, sino las que las fuerzas materiales de producción realizan al servirse de la clase como de un instrumento que carece de voluntad. Los intereses de clase a los cuales Marx se refiere son en realidad los intereses de las fuerzas materiales de producción que desean liberarse de «las cadenas que detienen su desarrollo».
Este tipo de intereses, desde luego, no dependen de las ideas de los hombres comunes y corrientes. Están determinados exclusivamente por las ideas del hombre Marx, quien generó tanto el fantasma de las fuerzas materiales de producción como la imagen antropomórfica de sus intereses.
En el mundo real de la vida y de la acción no hay intereses independientes de las ideas que los anteceden temporal y lógicamente.
Lo que una persona considera como interés propio es el resultado de sus ideas.
Si tiene algún sentido la afirmación de que los intereses de los proletarios serían mejor servidos por el socialismo es este: las finalidades que los proletarios individuales persiguen serán mejor realizadas por el socialismo. Tal proposición requiere prueba. Y es vano tratar de evadir tal prueba recurriendo a un sistema de filosofía de la historia arbitrariamente concebido.
Nada de esto se le ocurrió a Marx, pues estaba cautivado por la idea de que los intereses humanos están completamente determinados por la naturaleza biológica del cuerpo humano. El hombre, según él, está exclusivamente interesado en procurarse la mayor cantidad de bienes materiales. No hay un problema cualitativo, sino sólo cuantitativo, en la oferta de bienes y servicios. Los deseos no dependen de las ideas, sino sólo de condiciones fisiológicas. Cegado por este supuesto, Marx ignoró el hecho de que uno de los problemas de la producción es decidir qué clase de bienes han de ser producidos.
Para los animales y los hombres primitivos al borde del hambre es cierto que sólo cuenta la cantidad de las cosas comestibles que pueden obtener. Es innecesario señalar que las condiciones son muy distintas para los hombres, incluso para los que se encuentran en épocas primitivas de civilización. El hombre civilizado tiene que hacer frente al problema de elegir entre satisfacciones de varias clases y entre diferentes formas de satisfacer la misma necesidad. Sus intereses son diversos y están determinados por las ideas que deciden la elección. No sirven los intereses de un hombre que desea un abrigo nuevo dándole un par de zapatos o los intereses de un hombre que desea oír una sinfonía de Beethoven dándole una entrada para un combate de boxeo. Son las ideas las que son responsables de que los intereses de la gente sean diferentes.
Debemos mencionar que esta errada concepción de los intereses y los deseos humanos impidió que Marx y otros socialistas comprendieran la distinción entre la libertad y la esclavitud, entre las condiciones de un hombre que decide cómo gastar su dinero y las de un hombre a quien la autoridad paternalista proporciona aquellas cosas que, según esa autoridad, necesita. En la economía de mercado los consumidores eligen y de esa manera determinan la calidad y la cantidad de los bienes que han de producirse. Bajo el socialismo la autoridad se encarga de estos asuntos. Según Marx y los marxistas no hay diferencia sustancial entre estos dos métodos de satisfacer las necesidades; y dicen que no tiene ninguna importancia quién es el que elige, el individuo por sí mismo o la autoridad para todos sus súbditos. No se dan cuenta de que la autoridad no da a sus súbditos lo que ellos desean obtener, sino lo que, según la opinión de la autoridad, deben obtener. Y si una persona que desea obtener la Biblia recibe el Corán a cambio, ya no es libre.
Pero aunque admitiéramos que no hay duda ni acerca de los bienes que las personas desean ni acerca de los métodos tecnológicos más adecuados para producirlos, quedaría todavía el conflicto entre los intereses a corto y a largo plazo. De nuevo la decisión depende de las ideas. Son los juicios de valor los que determinan la cantidad de tiempo asignada al valor de los bienes presentes comparada con el de bienes futuros. ¿Se debe consumir o acumular capital? ¿Hasta qué punto deben llegar el gasto de capital o su acumulación?
En vez de tratar de todos estos problemas, Marx se contentó con el dogma de que el socialismo será un paraíso terrenal en el cual todos recibirán lo que necesitan. Desde luego, si partimos de aquí, se puede declarar que los intereses de todos, cualesquiera que sean, serán mejor servidos bajo el socialismo. En la tierra de Jauja las personas no necesitan ninguna idea, no tienen que recurrir a ningún juicio de valor, no tienen que pensar y actuar. Basta que abran la boca para que en ella entre la paloma asada.
En el mundo real, cuyas condiciones son el único objeto de la búsqueda científica de la verdad, las ideas determinan lo que las personas consideran ser sus mejores intereses. No existen intereses independientes de las ideas. Son las ideas las que determinan lo que las personas consideran ser sus intereses. Los hombres libres actúan de acuerdo con lo que creen que favorece a sus intereses.
Uno de los puntos de partida del pensamiento de Karl Marx fue el dogma de que el capitalismo, aunque va en contra de los intereses de la clase trabajadora, es favorable a los intereses de clase de la burguesía, y que el socialismo, si bien ataca a los intereses injustos de la burguesía, es altamente benéfico para la totalidad de la humanidad. Estas ideas fueron desarrolladas por los comunistas y socialistas franceses y divulgadas entre el público alemán en 1842 por Lorenz von Stein en su voluminoso libro Socialismo y comunismo en la Francia actual. Sin ningún escrúpulo, Marx adoptó esta doctrina y todo lo que estaba implícito en ella. Nunca se le ocurrió que su dogma fundamental podría necesitar demostración y que los conceptos que emplea necesitan una definición. Marx nunca definió los conceptos de clase social ni de intereses de clase y sus conflictos. El nunca explicó por qué el socialismo sirve a los intereses de clase de los proletarios y a los verdaderos intereses de toda la humanidad mejor que ningún otro sistema. Esta actitud ha sido característica de todos los socialistas hasta nuestro tiempo. Simplemente dan por sentado que la vida bajo el socialismo será una belleza. Quien se atreva a pedir razones es desenmascarado por ello mismo como un apologista a sueldo de los intereses de clase de los egoístas explotadores.
La filosofía marxista de la historia enseña que lo que produce el advenimiento del socialismo es la operación de las leyes inmanentes a la producción capitalista en sí. Con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza, la producción capitalista crea su propia negación[55]. Puesto que ninguna forma social jamás desaparece antes de que sean desarrolladas en su seno todas las fuerzas productivas[56], el capitalismo debe terminar su desarrollo antes de que llegue el tiempo para que surja el socialismo. La evolución libre del capitalismo, es decir, sin ninguna interferencia política, es, por consiguiente, en la perspectiva marxista, sumamente beneficiosa para los intereses de clase «bien entendidos» o a largo plazo de los proletarios. Con el progreso del capitalismo, su madurez y, consecuentemente, su colapso, dice el Manifiesto comunista, el trabajador «se hunde más y más convirtiéndose en un mendigo». Pero visto sub specie aeternitatis, desde el punto de vista del destino de la humanidad y de los intereses a largo plazo de los trabajadores, esta «miseria, opresión, esclavitud, degradación y explotación» se considera de hecho como un paso adelante en el camino hacia la felicidad eterna. Parece, por lo tanto, no sólo inútil, sino evidentemente contrario a los intereses de la clase trabajadora, tratar de mejorar las condiciones de los asalariados mediante reformas dentro del marco del capitalismo. Sobre esta base Marx rechazó los esfuerzos de los sindicatos por lograr sueldos más altos y para reducir las horas de trabajo. El más ortodoxo de los partidos marxistas, la socialdemocracia alemana, votó en el Congreso, en los años 80, contra todas las medidas de la famosa Sozialpolitik de Bismarck, Incluso contra su más espectacular característica, la seguridad social. De análoga manera, en la opinión de los comunistas, el New Deal americano era simplemente un plan —condenado al fracaso— para rescatar al capitalismo moribundo, posponiendo su colapso, y, de esa forma, posponiendo la aparición del milenio socialista.
Si los patronos se oponen a lo que generalmente se llama legislación a favor de los trabajadores, no son culpables por ello de luchar en contra de lo que Marx consideraba eran los verdaderos intereses de la clase proletaria. Por el contrario, al liberar la evolución económica de las cadenas por medio de las cuales los ignorantes pequeño-burgueses, los burócratas y otros utópicos y humanitarios pseudosocialistas como los fabianos pretenden detenerla o aminorar su marcha, no hacen más que servir a la causa de los trabajadores y del socialismo. El egoísmo de los explotadores se transforma en bienestar para los explotados y para la totalidad de la humanidad. Si Marx hubiera podido seguir sus propias ideas hasta sus últimas consecuencias lógicas, ¿no habría estado tentado de decir con Mandeville: «vicios privados, beneficios públicos», o con Adam Smith que los ricos «son guiados por una mano invisible» de tal forma que, «sin proponérselo, sin saberlo, favorecen los intereses de la sociedad»?[57].
Sin embargo, Marx siempre tema prisa en concluir su razonamiento antes de que se manifestaran sus contradicciones. En esto sus seguidores copiaron la actitud del maestro. Los burgueses, tanto capitalistas como empresarios, dicen esos discípulos inconsecuentes de Marx, están interesados en la preservación del sistema de laissez-faire. Se oponen a todos los intentos de aliviar la situación de la clase más numerosa, más útil y más explotada; se han propuesto detener el progreso; son reaccionarios empeñados en atrasar el reloj de la historia. Sea lo que fuere de estas apasionadas efusiones, repetidas diariamente por los periódicos, los políticos y los gobiernos, no se puede negar que son incompatibles con las ideas esenciales del marxismo. Desde el punto de vista marxista consecuente, los campeones de lo que se llama legislación a favor de los trabajadores son reaccionarios pequeño-burgueses, mientras que aquellos a quienes los marxistas llaman provocadores de los trabajadores son heraldos de la felicidad futura.
En su ignorancia de los problemas económicos, los marxistas no se dieron cuenta de que la burguesía de nuestro tiempo, quienes ya son capitalistas y empresarios ricos, en su calidad de burgueses no están egoístamente interesados en la preservación del laissez-faire. Bajo el sistema del laissez-faire su posición se ve diariamente amenazada por las ambiciones de los recién llegados. Las leyes que obstaculizan a los principiantes con talento son perjudiciales a los intereses de los consumidores, pero protegen a quienes ya han afianzado su posición en el comercio frente a la competencia de los intrusos. Al hacer más difícil para un comerciante obtener utilidades y al poner impuestos sobre la mayor parte de las utilidades adquiridas, esas leyes evitan la acumulación de capital por los recién llegados, y de esa forma eliminan el incentivo que impele a las empresas ya establecidas a servir mejor a los clientes. Las medidas que protegen a los menos eficientes contra la competencia de los más eficientes y las leyes que persiguen reducir o confiscar utilidades son, desde el punto de vista marxista, conservadoras, más aún, reaccionarias. Tienden a evitar el mejoramiento tecnológico y el progreso económico y a preservar la ineficiencia y el atraso. Si el New Deal hubiera empezado en 1900 y no en 1933, el consumidor norteamericano se habría visto privado de muchas cosas que hoy proporcionan las industrias que crecieron en las primeras décadas del siglo, partiendo de comienzos insignificantes hasta adquirir importancia nacional y una producción en masa. El colmo de esta falta de comprensión de los problemas industriales es la animosidad contra las grandes empresas y contra los esfuerzos de las pequeñas por hacerse grandes. La opinión pública, bajo el influjo del marxismo, considera «la grandeza» como uno de los peores vicios en los negocios y aprueba todo plan que por medio de la acción gubernamental tienda a detener o perjudicar a las grandes empresas. No se comprende que sólo el gran volumen de los negocios hace posible la oferta a las masas de todos aquellos productos que el hombre común norteamericano de nuestro tiempo desea tener. Los bienes de lujo para pocos pueden ser producidos en pequeñas industrias. Los productos de lujo para la mayoría requieren grandes empresas. Aquellos políticos, profesores y dirigentes de sindicatos que condenan a las grandes empresas están luchando por un nivel de vida más bajo. No trabajan ciertamente a favor de los proletarios. Y son ellos, precisamente desde el punto de vista de la doctrina marxista, los que, en última instancia, son enemigos del progreso y de la mejora de las condiciones de los trabajadores.
El materialismo de Marx y Engels difiere radicalmente del materialismo clásico. El nuevo materialismo nos presenta el pensamiento humano, las decisiones y las acciones como si estuvieran determinadas por las fuerzas materiales de producción, es decir, por los instrumentos y las máquinas. Marx y Engels no se dieron cuenta de que las herramientas y las máquinas son en sí mismas producto de una operación de la mente humana. Aunque hubieran conseguido describir todos los fenómenos espirituales e intelectuales, que ellos llaman superestructurales, como productos de las fuerzas materiales de producción, no habrían hecho más que referir estos fenómenos a algo que en sí mismo es espiritual e intelectual. Su razonamiento se mueve en un círculo. Su supuesto materialismo no es en realidad materialismo. No da más que una solución verbal a los problemas implicados.
Ocasionalmente, incluso Marx y Engels se dieron cuenta de la fundamental incorrección de su doctrina. Cuando Engels, junto a la tumba de Marx, sintetizó lo que él consideraba era la quintaesencia de las aportaciones de su amigo, no mencionó para nada las fuerzas materiales de producción. Dijo Engels: «Así como Darwin descubrió la ley de la evolución de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley de la evolución histórica de la humanidad, que consiste en el hecho, hasta ahora oculto bajo las ideologías, de que los hombres deben primero comer, beber, tener techo y ropa antes de que puedan dedicarse a la política, a la ciencia, al arte, a la religión, y que, en consecuencia, la producción de los alimentos requeridos inmediatamente y a la vez el estadio de la evolución económica alcanzada por un pueblo o una época constituyen el fundamento desde el cual las instituciones del gobierno, las ideas acerca de lo que es justo o injusto, el arte y aun las ideas religiosas de los hombres han sido desarrolladas y por medio del cual deben ser explicadas, y no, como se había hecho hasta entonces, al revés»[58]. Ciertamente, nadie estaba más cualificado que Engels para dar una interpretación fiable o fidedigna del materialismo dialéctico. Pero si Engels tenía razón en esta oración fúnebre, entonces todo el materialismo marxista desaparece, pues queda reducido a una verdad conocida de todo el mundo desde las épocas inmemoriales y nunca negada por nadie. No dice más que el sobado aforismo: Primum vivere deinde philosophare.
Como truco argumentativo la interpretación de Engels resultó muy bien. Tan pronto como alguien empieza a desenmascarar los absurdos y las contradicciones del materialismo dialéctico, los marxistas responden: ¿Niega usted que los hombres deben antes que nada comer? ¿Niega usted que los hombres están interesados en mejorar las condiciones materiales de su existencia? Puesto que nadie desea poner en duda estas verdades evidentes, concluyen que todas las enseñanzas del materialismo marxista son incontrovertibles. Gran número de pseudofilósofos no se han dado cuenta de que este es un argumento completamente falaz, un non sequitur.
El principal blanco de los rencorosos ataques de Marx era el Estado prusiano de la dinastía Hohenzollern. Odiaba este régimen, no porque se opusiera al socialismo, sino precisamente porque se inclinaba a aceptarlo. Mientras que su rival Lassalle tenía la idea de realizar el socialismo en cooperación con el gobierno prusiano dirigido por Bismarck, la Asociación Internacional de Trabajadores de Marx trataba de derrocar la dinastía. Puesto que en Prusia la iglesia protestante estaba sujeta al gobierno y era administrada por oficiales del gobierno, Marx nunca se cansó de desacreditar también a la religión cristiana. El anticristianismo se convirtió en dogma del marxismo debido a que los primeros intelectuales que se hicieron marxistas fueron rusos e italianos. En Rusia la Iglesia era aún más dependiente del gobierno que en Prusia. Según los italianos del siglo XIX, el prejuicio anticatólico era la característica de todos los que se oponían a la restauración del gobierno secular del Papa y a la desintegración de la recientemente conquistada unidad nacional.
Las iglesias y sectas cristianas no se opusieron al socialismo. Poco a poco aceptaron sus ideas políticas y sociales básicas. Hoy en día, con pocas excepciones, rechazan abiertamente el capitalismo y abogan por el socialismo o una política intervencionista que debe llevar inevitablemente al establecimiento del socialismo. Pero, desde luego, ninguna iglesia cristiana puede jamás aceptar o estar de acuerdo con una clase de socialismo que es hostil al cristianismo y que se propone acabar con él.
Las iglesias se oponen implacablemente a los aspectos anticristianos del marxismo. Tratan de distinguir entre su propio programa de reforma social y el programa marxista. Lo que les parece inaceptable del marxismo es su materialismo y ateísmo.
Sin embargo, al combatir el materialismo marxista los apologistas de la religión se han equivocado completamente. Muchos de ellos consideran el materialismo como una doctrina ética que enseña que los hombres solo deben tratar de satisfacer las necesidades de su cuerpo y de lograr una vida de placer y, además, que no deben preocuparse acerca de ninguna otra cosa. Lo que proponen contra este materialismo ético no hace ninguna referencia a la doctrina marxista y no tiene nada que ver con el asunto en disputa. No son más pertinentes las objeciones que presentan contra el materialismo marxista quienes seleccionan acontecimientos históricos específicos, tales como la expansión de la fe cristiana, las cruzadas, las guerras religiosas, y afirman triunfantemente que no es posible ninguna interpretación materialista de estos acontecimientos. Todo cambio en las condiciones afecta a la estructura de la oferta y la demanda de diversas cosas materiales, y, por lo tanto, también a los intereses inmediatos de algunos grupos de personas. De ahí que sea posible mostrar que hubo algunos grupos que se beneficiaron a corto plazo y otros que fueron perjudicados a largo plazo. Por consiguiente, quienes abogan por el marxismo siempre están en condiciones de señalar que estuvieron presentes los intereses de clase, rechazando así las objeciones. Desde luego este método de demostrar la corrección de la interpretación materialista de la historia es completamente erróneo. La cuestión no consiste en saber si hubo intereses de grupo; estos existen siempre, por lo menos a corto plazo. La cuestión es si la búsqueda del lucro por parte de los grupos implicados fue la causa del acontecimiento en discusión. Por ejemplo, ¿fueron los intereses a corto plazo de la industria de armamentos los factores que produjeron la belicosidad y las guerras de nuestra época? Al tratar estos problemas los marxistas nunca mencionan que donde hay intereses a favor hay necesariamente intereses en contra. Tendrían que explicar por qué los segundos no prevalecieron sobre los primeros. Pero los críticos «idealistas» del marxismo no fueron suficientemente perspicaces para mostrar las falacias del materialismo dialéctico. Ni siquiera notaron que los marxistas recurrieron a su interpretación en términos de intereses de clase solamente al referirse a fenómenos que eran generalmente condenados como malos, pero nunca al ocuparse de situaciones que todo el mundo aprueba. Si se atribuye la guerra a las maquinaciones del capital dedicado a la producción de armamento y el alcoholismo a las maquinaciones de la industria o del comercio de los licores, sería consecuente asignar o atribuir la limpieza a los planes de los fabricantes de jabón y el florecimiento de la literatura y de la educación a las maniobras de las industrias que publican e imprimen libros. Pero ni los marxistas ni sus críticos jamás pensaron en esto.
El hecho sobresaliente en todo esto es que la doctrina marxista del desarrollo histórico jamás ha recibido ninguna crítica juiciosa. Pudo triunfar porque sus adversarios jamás mostraron sus falacias ni sus contradicciones implícitas.
Prueba de lo mal que generalmente se ha entendido el materialismo marxista es la práctica común de asociar el marxismo con el psicoanálisis de Freud. En realidad, no puede concebirse mayor contraste que el que existe entre estas dos doctrinas. El materialismo trata de reducir los fenómenos mentales a causas materiales. El psicoanálisis, por el contrario, estudia los fenómenos mentales como si pertenecieran a un campo autónomo. Mientras que la psiquiatría y la neurología tradicionales trataban de explicar todas las situaciones patológicas como causadas por perturbaciones específicas de algunos órganos, el psicoanálisis consiguió demostrar que los estados anormales del cuerpo se originan a veces en factores mentales. Tal fue el descubrimiento de Charcot y de Josef Breuer, y el gran éxito de Sigmund Freud consistió en construir sobre esta base una disciplina sistemática. El psicoanálisis es lo opuesto a todas las clases de materialismo. Si consideramos el psicoanálisis no como una rama del conocimiento puro, sino como un método para curar a los enfermos, tenemos que llamarle una rama timológica (geisteswissenschaftlicher Zweig) de la medicina.
Freud era un hombre modesto. No tenía grandes pretensiones sobre la importancia de sus contribuciones. Era muy cauteloso al tocar problemas de filosofía y de otras ramas del conocimiento a cuyo desarrollo no había contribuido. No se aventuró a atacar ninguna de las proposiciones metafísicas del materialismo. Llegó al extremo de admitir que la ciencia podría algún día conseguir dar una explicación puramente fisiológica de los fenómenos que estudia el psicoanálisis. Sólo mientras esto no sucediera consideraba el psicoanálisis científicamente correcto y prácticamente indispensable. No era menos cauteloso al criticar el materialismo marxista. Confesó abiertamente su incompetencia en este campo[59]. Pero todo esto no altera el hecho de que el método psicoanalítico es esencial y sustancialmente incompatible con la epistemología del materialismo.
El psicoanálisis insiste sobre la función que la libido, el impulso sexual, tiene en la vida humana. Esta función había sido poco estudiada por la psicología precedente y por las demás ramas del conocimiento. El psicoanálisis también explica las causas de este descuido. Pero de ninguna manera afirma que el sexo sea el único deseo que busca satisfacción y que todos los fenómenos psíquicos se originen en él. Su interés por los impulsos sexuales surgió del hecho de que el psicoanálisis empezó como un método terapéutico y la mayoría de las situaciones patológicas que estudiaba eran causadas por la represión de deseos sexuales.
La razón por la cual algunos autores asociaron el psicoanálisis con el marxismo fue que ambos eran considerados opuestos a las ideas teológicas. Sin embargo, con el paso del tiempo las escuelas teológicas y grupos de diversas denominaciones han ido modificando su valoración de las enseñanzas de Freud. No sólo han abandonado su oposición radical, como ya lo habían hecho antes en relación con los descubrimientos astronómicos y geológicos y las teorías del cambio filogenético en la estructura de los organismos, sino que tratan de integrar el psicoanálisis en el sistema y en la práctica de la teología pastoral. Consideran el estudio del psicoanálisis como una parte importante de la formación sacerdotal[60].
En las actuales condiciones muchos defensores de la autoridad de la iglesia se hallan desorientados y no saben qué actitud adoptar ante los problemas científicos y filosóficos. Condenan lo que podrían o aún deberían apoyar. Al combatir doctrinas falsas recurren a objeciones insostenibles que, en la mente de quienes pueden discernir su falacia, refuerzan la tendencia a creer que las doctrinas atacadas son correctas.
Incapaces de descubrir el error de estas falsas doctrinas, estos apologistas de la religión pueden terminar aprobándolas. Ello explica el hecho curioso de que hoy algunos autores cristianos tienden a adoptar el materialismo dialéctico marxista. Por ejemplo, un teólogo presbiteriano, el profesor Alexander Miller, cree que el cristianismo «puede hacer suya la verdad del materialismo histórico y de la lucha de clases». No sólo sugiere, como lo han hecho eminentes dirigentes de diferentes denominaciones cristianas antes que él, que la iglesia debería adoptar los principios esenciales de la política marxista, sino que también piensa que la iglesia debería «aceptar el marxismo como la esencia de una sociología científica»[61]. ¡Qué difícil reconciliar con el credo de Nicea una doctrina que enseña que las ideas religiosas son la superestructura de las fuerzas materiales de producción!
Al igual que muchos intelectuales frustrados y casi todos los nobles prusianos de su tiempo, burócratas, maestros y escritores, Marx sentía un odio fanático por los negocios y los comerciantes. Se inclinó hacia el socialismo porque consideró que era el peor castigo que se podría dar a los odiosos burgueses. Al mismo tiempo, comprendió que la única esperanza del socialismo consistía en evitar la discusión de sus ventajas e inconvenientes. La gente debe ser inducida a aceptarlo emocionalmente, sin hacer preguntas sobre sus efectos.
Para lograr esto, Marx adoptó la filosofía de la historia de Hegel, doctrina oficial de las escuelas en que estudió. Hegel se había arrogado a sí mismo el poder de revelar al público los planes ocultos del Señor. No había ninguna razón para que el doctor Marx fuera menos y dejara de comunicar al pueblo las buenas noticias que una voz interna le había comunicado. El socialismo, anunciaba esta voz, tiene que llegar porque este es el curso que el destino está señalando. No hay ninguna necesidad de discutir sobre las bendiciones o las desgracias que han de esperarse de un modo socialista o comunista de producción. Tales debates serían razonables solamente si los hombres tuvieran libertad de escoger entre el socialismo y alguna otra alternativa. Además, como estadio posterior en la evolución histórica, el socialismo es también necesariamente un estadio mejor y más alto y todas las dudas acerca de los beneficios que han de derivarse de él son fútiles[62].
El esquema de filosofía de la historia que describe la historia humana como culminando y terminando en el socialismo es la esencia del marxismo, la principal aportación de Karl Marx a la ideología prosocialista. Al igual que todos los esquemas similares, incluido el de Hegel, fue concebido por la intuición. Marx le llamó ciencia, porque en su tiempo ningún otro calificativo podía dar a una doctrina mayor prestigio. En épocas premarxistas no se acostumbraba llamar científicas a las filosofías de la historia. Nadie aplicó jamás el término de ciencia a las profecías de Daniel, a la revelación de San Juan o a los escritos de Joaquín de Fiore.
Por las mismas razones, Marx calificó su doctrina de materialista. El materialismo era la filosofía aceptada en el ambiente del hegelianismo de izquierda en que Marx vivió antes de trasladarse a Londres. Se daba por sentado que la ciencia y la filosofía no admiten ningún otro tratamiento del problema de la mente y del cuerpo distinto del que enseña el materialismo. Los autores que no querían ser anatematizados por su grupo tenían que evitar que se sospechara de ellos que hacían alguna concesión al «idealismo». Así, Marx se apresuró a calificar a su filosofía de materialista. En realidad, como dijimos anteriormente, su doctrina no trata el problema de la mente y el cuerpo. No se pregunta cómo las fuerzas materiales de producción llegan a existir y cómo y por qué cambian. La doctrina de Marx no es una interpretación materialista, sino una interpretación tecnológica de la historia. Pero, desde un punto de vista político, Marx insistió en llamar a su doctrina científica y materialista. Estos predicados le daban una reputación que nunca hubiera adquirido sin ellos.
Debe notarse, de paso, que Marx y Engels no hicieron ningún esfuerzo por establecer la validez de su interpretación tecnológica de la historia. Al principio de su carrera como autores presentaron sus dogmas en formulaciones claras y combativas, tales como la afirmación citada anteriormente acerca del molino de mano y el molino de vapor[63]. Posteriormente se volvieron más reservados y cautelosos, después de la muerte de Marx, Engels hizo ocasionalmente algunas importantes concesiones al punto de vista «burgués» e «idealista». Pero nunca Marx o Engels, ni ninguno de sus numerosos seguidores, trataron de dar datos concretos acerca de la actuación de un mecanismo que de un estadio específico de las fuerzas materiales de producción condujera a una determinada superestructura jurídica, política y espiritual. Su famosa filosofía nunca fue más allá de la presentación abrupta de una intuición mordaz.
Los trucos dialécticos del marxismo tuvieron mucho éxito y alistaron a muchos pseudointelectuales en las filas del socialismo revolucionario, pero esos trucos no desacreditaron lo que los economistas habían afirmado acerca de las desastrosas consecuencias de un modo socialista de producción. Marx había prohibido el análisis del funcionamiento de un sistema socialista como utópico, esto es, en su terminología, como no científico, y, al igual que sus sucesores, difamó a todos los que se atrevieron a desobedecer esa prohibición. Sin embargo, estas tácticas no alteraron el hecho de que todo lo que Marx aportó a la discusión del socialismo fue comunicar lo que una voz interna le había dicho, es decir, que el fin y la meta de la evolución histórica de la humanidad es la expropiación de los capitalistas.
Debe subrayarse que, desde el punto de vista epistemológico, el materialismo marxista no logra lo que una filosofía materialista pretende lograr. No explica cómo determinadas ideas y juicios de valor se originan en la mente humana.
Mostrar que una doctrina es insostenible no equivale a confirmar una doctrina incompatible con ella. Es necesario afirmar este hecho evidente porque muchos lo han olvidado. La refutación del materialismo dialéctico implica, desde luego, la invalidez de la justificación marxista del socialismo. Pero no demuestra la verdad de la afirmación de que el socialismo no es realizable, que destruiría la civilización y acarrearía la miseria para todos y que su advenimiento no es inevitable. Estas proposiciones sólo pueden demostrarse por medio del análisis económico. Marx y los simpatizantes de sus doctrinas comprendieron que el análisis económico del socialismo demuestra la falacia de los argumentos prosocialistas. Los marxistas se aferran al materialismo histórico y se niegan tercamente a escuchar a sus críticos, pues desean el socialismo por razones emotivas.