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La búsqueda de valores absolutos

1. EL PROBLEMA

Al ocuparnos de los juicios de valor nos referimos a hechos, es decir, a la forma en que las personas eligen realmente los fines últimos. Pese a que los juicios de valor de muchas personas son idénticos y puede hablarse de ciertas valoraciones que son casi universalmente aceptadas, sería evidentemente contrario a los hechos negar que hay diversidad en la expresión de juicios de valor.

Desde el principio de la civilización la inmensa mayoría de los hombres ha estado de acuerdo en preferir los efectos producidos por la cooperación pacífica, al menos entre un número limitado de personas, a los efectos del aislamiento hipotético de cada individuo y la hipotética guerra de todos contra todos. Han preferido la civilización al estado natural, puesto que perseguían la mejor realización posible de ciertos fines —la preservación de la vida y la salud—, los cuales, como ellos correctamente creyeron, requieren la cooperación social. Pero es un hecho que también ha habido y hay hombres que han rechazado estos valores y, en consecuencia, que prefieren la vida solitaria a la vida dentro de la sociedad.

Es, pues, obvio que cualquier tratamiento científico de los problemas de los juicios de valor debe contar expresamente con el hecho de que tales juicios son subjetivos y cambiantes. La ciencia trata de conocer lo que es y formular proposiciones existenciales que describan el universo como es. Respecto de los juicios de valor sólo puede decir que son proferidos por algunas personas e investigar los efectos de las acciones guiadas por ellos. Sobrepasar estos límites equivale a sustituir el conocimiento de la realidad por un juicio personal de valor. La ciencia y nuestro conocimiento organizado enseñan solamente lo que es, y no lo que debe ser.

La distinción entre el campo de la ciencia, que trata exclusivamente de proposiciones existenciales, y el campo de los juicios de valor es una distinción que ha sido rechazada por las doctrinas que sostienen que hay valores eternos y absolutos que la ciencia o la filosofía deben descubrir del mismo modo que las leyes de la física. Quienes aceptan estas doctrinas sostienen que hay una jerarquía absoluta de valores. Tratan de definir el bien supremo y afirman que puede y debe distinguirse entre juicios de valor verdaderos y falsos, correctos e incorrectos, como se distingue entre proposiciones existenciales verdaderas y falsas, correctas e incorrectas[4]. La ciencia no se limita a la descripción de lo que es. Hay, en su opinión, otra rama legítima de la ciencia, la ciencia normativa de la ética cuya tarea es mostrar los verdaderos valores absolutos y establecer normas para la correcta conducta de los hombres.

Para quienes aceptan esta filosofía, la difícil situación de nuestra época radica en que las personas ya no reconocen estos valores eternos y no permiten que sus acciones sean guiadas por ellos. La situación era mucho mejor en el pasado, cuando las personas de la civilización occidental aceptaban unánimemente los valores de la moral cristiana.

En lo que sigue nos ocuparemos de los problemas que suscita esta filosofía.

2. CONFLICTOS DENTRO DE LA SOCIEDAD

Puesto que ya discutimos el hecho de que las personas no están de acuerdo respecto de sus juicios de valor y la elección de fines últimos, debemos subrayar que muchos conflictos llamados de valoración se deben en realidad a desacuerdos respecto de cuáles son los medios más idóneas para el logro de los fines en que ambas partes están de acuerdo. El problema de la adecuación o inadecuación de medios específicos ha de resolverse por medio de proposiciones existenciales y no por medio de juicios de valor. Su solución es el tema principal de la ciencia aplicada.

En la discusión de controversias acerca de la conducta humana es, pues, necesario averiguar si el desacuerdo se refiere a la elección de fines o de medios. A menudo es una tarea difícil, pues las mismas cosas son para unos medios y para otros fines.

Todos estamos de acuerdo en que se necesita algún tipo de cooperación social entre los hombres para lograr cualquier fin que nos propongamos, exceptuado el pequeño grupo de anacoretas consecuentes. En este hecho innegable se basa la posibilidad de la discusión política entre los hombres. La unidad intelectual y espiritual de todos los hombres se manifiesta en el hecho de que la inmensa mayoría de ellos consideran lo mismo —la cooperación social— como la mejor forma de satisfacer el deseo biológico, presente en todos los seres vivos, de preservar la vida y la salud del individuo y reproducir la especie.

Se puede considerar esta casi universal aceptación de la cooperación social como un fenómeno natural. Al recurrir a esta forma de expresión y afirmar que la asociación consciente es parte de la naturaleza humana se desea sugerir que el hombre, como hombre, se caracteriza por la posesión de razón; que está capacitado para darse cuenta del principio de la evolución y el devenir cósmico, esto es, el principio de diferenciación e integración, y para hacer uso deliberado de este principio en orden a mejorar su condición. Pero no se debe considerar como fenómeno natural universal la cooperación entre los individuos de una especie biológica. Los medios de subsistencia son escasos para todas las especies de seres vivos. De manera que entre los miembros de todas las especies prevalece la competencia biológica, un conflicto irreconciliable de «intereses» vitales. Sólo parte de los que nacen pueden sobrevivir. Algunos perecen porque otros miembros de su propia especie les han quitado los medios de subsistencia. Una implacable lucha por la existencia se manifiesta entre los miembros de cada especie justamente porque son de la misma especie y compiten con otros miembros de ella por las mismas escasas posibilidades de supervivencia y reproducción. Sólo el hombre, gracias a la razón, reemplazó la competencia biológica por la cooperación social. Lo que hizo posible la cooperación social es, desde luego, un fenómeno natural, la mayor productividad del trabajo que se logra bajo el principio de la división del trabajo y la especialización de tareas. Pero fue necesario descubrir este principio para comprender su influjo en los asuntos humanos y para emplearlo deliberadamente como medio en la lucha por la existencia.

Los hechos fundamentales sobre la cooperación social han sido mal interpretados por el darwinismo social, así como por muchos de sus críticos. Los primeros sostenían que la guerra entre los hombres es un fenómeno inevitable y que todos los esfuerzos encaminados a lograr una paz duradera entre las naciones son contrarios a la naturaleza. Los segundos replicaban que la lucha por la existencia no se da entre miembros de la misma especie animal, sino entre miembros de especies diferentes. En general, los tigres no atacan a los tigres, sino, buscando lo más fácil, atacan a animales más débiles. De modo que, concluían ellos, la guerra entre los hombres, que son miembros de la misma especie, no es natural[5].

Ambas escuelas entendieron mal el concepto darwiniano de la lucha por la supervivencia. Este no se refiere simplemente a golpes y combates. Significa metafóricamente el impulso tenaz de los seres para mantenerse vivos pese a todos los factores adversos. Puesto que los medios de subsistencia son escasos, la competencia biológica prevalece entre todos los individuos —ya sean de la misma o de diferente especie— que se alimentan de lo mismo. Ninguna importancia tiene que los tigres luchen o no con otros tigres. Lo que hace que cada miembro de una especie animal sea enemigo mortal de todos los otros miembros es el simple hecho de su rivalidad de vida o muerte en sus esfuerzos por conseguir una cantidad suficiente de alimento. Esta rivalidad inexorable también está presente entre los animales que caminan gregariamente en manadas, entre hormigas del mismo grupo y abejas de la misma colmena, entre los hijos de padres comunes y entre las semillas maduradas por la misma planta. Sólo el hombre tiene la capacidad para escapar, en cierta medida, al dominio de esta ley, por medio de la cooperación deliberada. Mientras haya cooperación social y la población no aumente más allá del número óptimo, la competencia biológica queda en suspenso. Por consiguiente, no es apropiado referirse a las plantas y los animales al tratar los problemas sociales del hombre.

Sin embargo, la casi universal aceptación del principio de cooperación social no produjo acuerdo respecto de todas las relaciones infrahumanas. Mientras que casi todos los hombres están de acuerdo en considerar la cooperación social como el medio más adecuado para lograr los fines humanos, cualesquiera que sean, no lo están acerca de la medida en que la cooperación social pacífica es un medio adecuado para alcanzar sus fines y hasta qué punto debe recurrirse a ella.

Aquellos a quienes podríamos llamar armonistas basan su argumento en la ley de asociación de Ricardo y en el principio de población de Malthus. No sostienen, como creen algunos de sus críticos, que todos los hombres son biológicamente iguales. Perciben con toda claridad que hay diferencias biológicas innatas entre individuos de diferentes grupos, así como entre miembros del mismo grupo. La ley de Ricardo ha mostrado que la cooperación bajo principio de la división del trabajo favorece a todos los participan es. Es ventajoso para todos cooperar con los demás aunque estos sean inferiores en capacidades físicas y mentales o en destreza o valor moral Del principio de Malthus se puede deducir que, en una situación determinada de existencia de bienes de capital y de conocimiento acerca de la mejor manera de utilizar los recursos naturales, hay una población óptima. Mientras la población no aumente más allá de este número, la llegada de nuevos habitantes mejora en vez de deteriorar las condiciones de quienes ya cooperan.

En la filosofía de los antiarmonistas, que incluye las diversas escuelas del nacionalismo y del racismo, deben distinguirse dos formas de razonamiento. Una es la doctrina del antagonismo irreconciliable e que prevalece entre diversos grupos, tales como razas y naciones. Según los antiarmonistas, la comunidad de intereses existe solo dentro de los miembros del grupo. Los intereses de cada grupo y de cada uno de sus miembros están implacablemente opuestos a los de todos los otros grupos y de cada uno de sus miembros. De manera que es «natural» que haya una guerra perpetua entre los diversos grupos. Este estado natural de guerra de cada grupo puede ser a veces interrumpido por períodos de armisticio, falsamente llamados periodos de paz. También puede suceder que en la guerra un grupo se alíe a otros grupos. Tales alianzas son maniobras políticas temporales. A la larga, en nada afectan al inexorable conflicto natural de intereses. Después de haber derrotado a varios de los grupos hostiles, con la cooperación de grupos aliados, el principal grupo de la coalición se vuelve contra sus anteriores aliados con el propósito destruirlos a ellos también y establecer su propia supremacía mundial.

El segundo dogma de las filosofías nacionalistas y racistas es considerado por sus adeptos como una conclusión lógica derivada del primer dogma. Según ellos, las condiciones humanas involucran conflictos para siempre irreconciliables, primero entre los grupos que luchan entre sí y más tarde, después de la victoria final del grupo dominante, entre este y el resto de la humanidad esclavizada. Por ello esta élite suprema debe estar siempre lista para luchar, para aplastar primero a los grupos rivales y luego para sofocar las rebeliones de los esclavos. El estado de perpetua preparación para la guerra conlleva la necesidad de organizar la sociedad teniendo al ejército como modelo. El ejército no es un instrumento destinado al servicio de la ciudadanía, sino, por el contrario, la esencia misma de la cooperación social y al cual todas las otras instituciones están sujetas. Los individuos no son ciudadanos de una comunidad nacional, sino soldados de una fuerza combatiente y, en cuanto tales, están obligados a obedecer ciegamente las órdenes emanadas del comandante supremo. No tienen derechos civiles, sino sólo deberes militares.

Se ve, pues, que aun el hecho de que la inmensa mayoría considere la cooperación social como el principal medio para alcanzar todos los fines deseados no constituye una base para un amplio acuerdo respecto de los fines o los medios.

3. SOBRE LA SUPUESTA UNANIMIDAD MEDIEVAL

Al examinar las doctrinas sobre los valores absolutos y eternos también debemos preguntarnos si es o no cierto que hubo un período en la historia en el cual todos los pueblos de Occidente estuvieron unidos en la aceptación de un sistema uniforme de normas morales.

Hasta el principio del siglo IV el credo cristiano fue propagado por conversiones voluntarias de individuos y de comunidades enteras. Pero desde la época de Teodosio I la espada empezó a jugar un papel prominente en la difusión del cristianismo. Paganos y herejes fueron obligados por la fuerza de las armas a someterse a las enseñanzas cristianas. Durante muchos siglos los problemas religiosos fueron decididos por los resultados de batallas y guerras. Campañas militares decidían la lealtad religiosa de las naciones. A los cristianos de Oriente se les forzó a aceptar el credo de Mahoma, y a los paganos de Europa y América, a aceptar la fe cristiana. El poder secular fue un factor en la lucha entre la Reforma y la Contrarreforma.

En la Europa medieval hubo unanimidad religiosa mientras el paganismo y las herejías eran erradicadas con el fuego y la espada. La Europa occidental y central consideraba al Papa como Vicario de Cristo. Pero esto no quiere decir que todos estuvieran de acuerdo con sus juicios de valor y los principios que guiaban su conducta. Había en la Europa medieval unos pocos que vivían de acuerdo con los preceptos del Evangelio. Mucho se ha dicho y escrito acerca del verdadero espíritu cristiano del Código de Caballería y acerca del idealismo religioso que guiaba la conducta de los caballeros andantes. Sin embargo, nada es más incompatible con Lucas 6, 27-9 que las normas de caballería. Los caballeros galantes de seguro no amaban a sus enemigos, ni bendecían a quienes los maldecían, no volvían la mejilla izquierda a quienes los golpeaban en la derecha. La Iglesia Católica tenía el poder necesario para evitar que estudiosos y escritores pusieran en duda los dogmas definidos por el Papa y los Concilios y para forzar a los gobernantes seculares a que cedieran a sus exigencias políticas. Pero sólo podía mantener su posición si permitía la conducta de algunos laicos que se oponía a la mayoría, sino a todos los principios del Evangelio. Los valores que determinaban las acciones de las clases dominantes eran muy diferentes de los que la Iglesia predicaba. Tampoco los campesinos respetaban lo dicho en Mateo 6, 25-8. Y había cortes y jueces que desafiaban el mandamiento (Mateo 7, 1): «No juzguéis, si no queréis ser juzgados».

4. LA IDEA DE LEY NATURAL

El intento más importante de encontrar un patrón eterno de valor lo representa la doctrina de la ley natural.

La expresión «ley natural» ha sido incorporada a diversas escuelas de filosofía y jurisprudencia. Muchas doctrinas han recurrido a la naturaleza para justificar sus postulados. Muchas tesis evidentemente espurias han sido presentadas con la etiqueta de ley natural. No fue difícil mostrar las falacias que son comunes a la mayoría de estas formas de pensamiento. Y no debe sorprendernos que muchos pensadores se pongan en guardia tan pronto como se menciona la ley natural.

Pese a ello, sería un lamentable error ignorar el hecho de que todas las variedades de esta doctrina contienen una idea correcta, la cual no puede ser desacreditada ni por la crítica ni por su asociación con vaguedades insostenibles. Mucho antes de que los economistas clásicos descubrieran que existen regularidades en la secuencia de los fenómenos de la vida humana, los campeones de la ley natural tenían una cierta conciencia de este hecho inevitable. De la confusa diversidad de doctrinas presentadas con la etiqueta de ley natural apareció finalmente un conjunto de teoremas que ninguna reflexión podrá jamás invalidar. Encontramos, primero, la idea de que hay un orden natural de las cosas al cual el hombre debe adecuar sus acciones si desea tener éxito. Segundo, la única forma que el hombre posee de conocer este orden es por medio del pensamiento y el razonamiento, y ninguna institución social existente está exenta de ser examinada y valorada por medio del razonamiento discursivo. Tercero, el único patrón para valorar cualquier forma de acción de los individuos o de los grupos está constituido por los efectos producidos por la acción. Llevada a sus últimas consecuencias lógicas, la idea de ley natural acabó conduciendo al racionalismo y al utilitarismo.

La marcha de la filosofía social hasta esta inevitable conclusión tropezó con muchos obstáculos que no fue fácil salvar. Había muchas trampas en el camino, y muchas inhibiciones obstaculizaron a los filósofos. Tratar de las vicisitudes de la evolución de estas doctrinas es una tarea que compete a la historia de la filosofía. En el contexto de nuestra indagación será suficiente mencionar sólo dos de esos problemas.

Existía el antagonismo entre las enseñanzas de la razón y los dogmas de la Iglesia. Algunos filósofos estaban dispuestos a atribuir la supremacía incondicional a los segundos. La verdad y la certeza, afirmaban ellos, sólo se pueden encontrar en la revelación. La razón del hombre puede equivocarse y el hombre nunca puede estar seguro de que sus especulaciones no han sido desviadas por Satanás. Otros pensadores no aceptaron esta solución del antagonismo. En su opinión, era ridículo rechazar la razón de antemano. También la razón tiene su origen en Dios, pues Él se la dio al hombre, de manera que no puede haber verdadera contradicción entre el dogma y las enseñanzas correctas de la razón. La tarea de la razón es mostrar que en última instancia ambos están de acuerdo. El problema central de la filosofía escolástica fue demostrar que la razón humana, sin la ayuda de la revelación y las sagradas escrituras, dejada a sus métodos propios de raciocinio, es capaz de probar la necesaria verdad de los dogmas revelados[6]. No existe un verdadero conflicto entre la razón y la fe. La ley divina y la ley natural no están en desacuerdo.

Sin embargo, esta forma de tratar el asunto no elimina el antagonismo; simplemente lo traslada a otro campo. El conflicto ya no es entre la fe y la razón, sino entre la filosofía tomista y otras filosofías. Podemos prescindir de los dogmas acerca de la Creación, la Encamación y la Trinidad, puesto que no tienen significación directa para las relaciones interhumanas. Pero todavía quedan muchos asuntos respecto de los cuales la mayoría, si no todas, las iglesias y sectas cristianas no están dispuestas a ceder al razonamiento secular y a la evaluación desde el punto de vista de la utilidad social. De modo que el reconocimiento de la ley natural por parte de la teología cristiana fue sólo condicional. Se refería a un tipo específico de ley natural que no se oponía a las enseñanzas de Cristo, según cada una de estas iglesias y sectas las interpretaba. No reconocía la supremacía de la razón. La teología cristiana era incompatible con los principios de la filosofía utilitarista.

Un segundo factor que obstruyó la evolución de la ley natural hacia un sistema consistente y comprensivo de la acción humana fue la errónea doctrina acerca de la igualdad biológica de todos los hombres. Al rechazar los argumentos presentados a favor de la discriminación legal entre los seres humanos y de una sociedad cristiana, muchos de los que abogaban por la igualdad ante la ley fueron demasiado lejos. Sostener que «al nacer, cualquiera que sea la herencia, todos son iguales como los automóviles Ford»[7] equivale a negar hechos tan obvios, que la tesis desacreditó toda la filosofía de la ley natural. Al insistir en la igualdad biológica, la doctrina de la ley natural hizo de lado todos los argumentos correctos a favor del principio de la igualdad ante la ley. De esa manera abrió el camino a la propagación de teorías que abogaban por toda clase de discriminación legal contra individuos y grupos. Reemplazó las enseñanzas de la filosofía social liberal. Al estimular el odio y la violencia, las guerras y revoluciones internas, preparó a la humanidad para la aceptación del nacionalismo agresivo y del racismo.

El principal logro de la idea de la ley natural fue rechazar la doctrina (a veces llamada positivismo jurídico) según la cual la fuente última de la ley estatutaria se encuentra en el poder militar superior del legislador, quien está en condiciones de forzar al cumplimiento de sus órdenes. La ley natural enseñó que las leyes positivas pueden ser malas y contrastó las malas leyes con las buenas, a las cuales les atribuyó un origen natural o divino. Pero era ilusorio negar que el mejor sistema de leyes no pueda ser puesto en práctica a menos que esté apoyado por la supremacía militar. Los filósofos cerraron los ojos ante hechos históricos evidentes. Rehusaron admitir que las causas que ellos consideraban justas progresaron solamente porque sus partidarios derrotaron a los partidarios de las causas malas. La fe cristiana debe su éxito a una serie de campañas y batallas victoriosas, desde las diversas batallas entre emperadores romanos rivales hasta las campañas que abrieron el Oriente a las actividades de los misioneros. La causa de la independencia americana triunfó porque las fuerzas británicas fueron derrotadas por los insurgentes y los franceses. Es una triste verdad que Marte favorece a los grandes ejércitos y no a las buenas causas. Sostener la opinión contraria implica la creencia de que el resultado de un conflicto armado es una prueba por medio de la cual Dios concede siempre la victoria a los campeones de la causa justa. Pero tal supuesto anularía todos los aspectos esenciales de la doctrina de la ley natural, cuya idea básica consiste en oponer a las leyes positivas, promulgadas y puestas en práctica por quienes tienen el poder, una ley «más alta», fundada en la naturaleza más íntima del hombre.

Sin embargo, todas estas deficiencias y contradicciones de la doctrina de la ley natural no deben ser obstáculo para que reconozcamos su valioso núcleo. Escondida debajo de un montón de ilusiones y supuestos bastante arbitrarios estaba la idea de que toda ley válida de un país es susceptible de un examen racional crítico. Qué patrón a ría de aplicarse en tal examen es algo acerca de lo cual os antiguos representantes de la escuela sólo tenían ideas muy vagas. Se referían a la naturaleza y eran reacios a aceptar que el patrón último de lo bueno y de lo malo debe encontrarse en los efectos producidos por la ley. El utilitarismo completó finalmente la evolución intelectual iniciada por los sofistas griegos.

Pero ni el utilitarismo ni ninguna de las variedades de la doctrina de la ley natural podía encontrar ni encontró una manera de eliminar el conflicto de juicios antagónicos de valor. Es inútil subrayar que la naturaleza es el árbitro último de lo que es correcto o incorrecto. La naturaleza no revela claramente al hombre sus planes e intenciones. De manera que el recurrir a la ley natural no resuelve la disputa. Simplemente reemplaza el desacuerdo respecto de los juicios de valor con el desacuerdo respecto de la interpretación de la ley natural. El utilitarismo, por otra parte, no trata de fines últimos y juicios de valor. Se refiere únicamente a los medios.

5. LA REVELACIÓN

La religión revelada deriva su autoridad y autenticidad de la comunicación de la voluntad del Ser Supremo al hombre. Da a los fieles una certeza absoluta.

Sin embargo, las personas no siempre están de acuerdo acerca del contenido de la verdad revelada ni de su correcta u ortodoxa interpretación. A pesar de la grandiosidad, majestad y sublimidad el sentimiento religioso, existen conflictos irreconciliables entre creencias diversas. Pero aun cuando se pudiera lograr unanimidad acerca de la autenticidad y fiabilidad histórica de la revelación, el problema de la veracidad de las diversas interpretaciones se mantendría en pie.

Toda creencia reclama para sí la certeza absoluta. Pero ninguna religión conoce un método pacífico para inducir a quienes no están de acuerdo a liberarse de buena gana de su error y adoptar el credo verdadero.

Si personas de diferentes credos se reúnen para discutir pacíficamente sus diferencias, no podrán encontrar una base común que no sea la afirmación: «Por sus frutos los conoceréis». Pero este método utilitarista no sirve de nada mientras las personas no estén de acuerdo en el patrón que sirva para valorar tales efectos.

La apelación religiosa a valores eternos absolutos no hizo que desaparecieran los juicios de valor antagónicos. Simplemente produjo guerras religiosas.

6. LA INTUICIÓN ATEA

También se ha intentado descubrir un patrón absoluto de valores sin hacer referencia a una realidad divina. Rechazando enfáticamente todas las religiones tradicionales y reclamando para sus enseñanzas el calificativo de «científicas», diversos escritores trataron de sustituir la vieja fe por otra nueva. Pretendían conocer exactamente dónde radica el misterioso poder que dirige el devenir cósmico. Proclamaban un patrón absoluto de valores. Es bueno lo que se adapta a la dirección que este poder desea que la humanidad siga; todo lo demás es malo. En su vocabulario, «progresista» es sinónimo de «bueno» y «reaccionario» es sinónimo de «malo». El progreso triunfará inevitablemente sobre la reacción, pues es imposible que los hombres desvíen la dirección de la historia prescrita en el plan de ese misterioso primer móvil. Tal es la metafísica de Carlos Marx, la fe del progresismo contemporáneo.

El marxismo es una doctrina revolucionaria. Declara explícitamente que el plan del primer móvil se realizará por medio de la guerra civil. Sugiere que, en última instancia, en estas luchas tiene que triunfar la causa justa, es decir, la causa del progreso. Entonces desaparecerán todos los conflictos acerca de los juicios de valor. La destrucción de todos los que no estén de acuerdo instaurará la supremacía de los valores absolutos eternos.

Esta fórmula para resolver el conflicto de los juicios de valor ciertamente no es nueva. Es un método que se ha puesto en práctica en todos los tiempos. ¡Matad a los infieles! ¡Quemad a los herejes! Lo nuevo es simplemente el hecho de que en nuestro tiempo se le propone al público con la etiqueta de «ciencia».

7. LA IDEA DE JUSTICIA

Uno de los móviles que impele a los seres humanos a la búsqueda de un patrón absoluto e inmutable de valor es el supuesto de que la cooperación pacífica sólo es posible entre personas guiadas por los mismos juicios de valor.

Es evidente que la cooperación social no habría evolucionado y no se habría preservado si la gran mayoría de los seres humanos no la hubieran considerado como el medio para la consecución de todos sus fines.

En su empeño por la preservación de su propia vida y salud y por evitar de la mejor manera posible su intranquilidad, el individuo considera a la sociedad como un medio, no como un fin. No hay perfecta unanimidad ni siquiera respecto de lo anterior. Pero podemos prescindir del desacuerdo de los ascetas y los anacoretas, no porque sean pocos, sino porque sus planes no se ven afectados si los demás, en la prosecución de los suyos, cooperan en la sociedad.

Entre los miembros de la sociedad hay desacuerdo acerca del mejor método de su organización. Pero este es un desacuerdo respecto a los medios, no a los fines. Los problemas implicados pueden discutirse sin hacer ninguna referencia a los juicios de valor.

Desde luego, la mayor parte de la gente, guiada por la manera tradicional de tratar los preceptos morales, repudia rápidamente semejante explicación. Las instituciones sociales, dicen, deben ser justas. Es insuficiente juzgarlas simplemente según su capacidad para alcanzar fines específicos, aunque estos fines sean deseables desde otro punto de vista. Lo que importa sobre todo es la justicia. La formulación extrema de esta idea se encuentra en la famosa frase: Fiat justitia, pereat mundus. Que se haga justicia, aunque perezca el mundo. La mayoría de quienes apoyan el postulado de la justicia rechazarían esta máxima por considerarla extravagante, absurda y paradójica. Pero no es más absurda, sino sólo más sorprendente, que cualquier otra referencia a una idea arbitraria de justicia absoluta. Muestra con toda claridad las falacias de los métodos aplicados por la ética intuitiva.

El procedimiento de esta cuasiciencia consiste en derivar de la intuición ciertos preceptos y tratarlos como si su adopción como guía para la acción no afectara a la consecución de cualquier otro fin considerado deseable. Los moralistas no se preocupan de las consecuencias necesarias de la realización de sus postulados. No es preciso discutir la actitud de aquellos para quienes el recurrir a la justicia es evidentemente un pretexto, elegido consciente o inconscientemente para disfrazar sus intereses a corto plazo, ni desenmascarar la hipocresía de ciertos pseudoconceptos de justicia como la idea vulgar de precios y salarios justos[8]. Los filósofos que en sus tratados de ética asignaban valor supremo a la justicia y aplicaban el patrón de la justicia a todas las instituciones sociales no eran culpables de tal hipocresía. No apoyaron los negocios de grupos egoístas declarando que sólo ellos eran buenos y justos ni calumniaron a quienes no estaban de acuerdo haciéndoles pasar por apologistas de causas injustas. Eran platónicos que creían que existe una idea de justicia absoluta y que el deber del hombre es organizar todas las instituciones de acuerdo con esta idea. El conocimiento de la justicia es impartido al hombre por una voz interna, esto es, por la intuición. Los campeones de esta doctrina no se preguntaron cuáles serían las consecuencias de poner en práctica los esquemas que consideraban justos. Dieron por supuesto tácitamente que dichas consecuencias serían benéficas o que la humanidad soportaría probablemente aun las dolorosas consecuencias de la justicia. Y estos maestros de la moralidad pusieron aún menos atención en el hecho de que las personas pueden realmente estar en desacuerdo, y lo están, de hecho, respecto de la interpretación de la voz interna y que no puede haber ningún método para resolver pacíficamente tales desacuerdos.

Todas estas doctrinas éticas no han podido comprender que, fuera de los lazos sociales y antes, temporal o lógicamente, de la existencia de la sociedad, no hay nada a lo cual pueda aplicarse el término «justo». Un individuo hipotéticamente aislado debe considerar, bajo la presión de la competencia biológica, como enemigos mortales a todos los demás. Su única preocupación es preservar su propia vida y salud; no tiene que preocuparse de las consecuencias de su propia supervivencia para los demás; no necesita la justicia. Sus únicas tareas son la higiene y la defensa. Pero en la cooperación social con otros individuos el individuo se ve obligado a abstenerse de la conducta que es incompatible con la vida en sociedad. Sólo entonces surge la distinción entre lo que es justo y lo que es injusto, la cual se refiere invariablemente a las relaciones sociales entre las personas. Lo que es beneficioso para el individuo y no afecta a los demás, como la observancia de ciertas reglas para el uso de algunas drogas, sigue siendo higiene.

El patrón último de la justicia es la tendencia a la preservación de la cooperación social. La conducta adecuada para preservar la cooperación social es conducta justa; la conducta contraria a la preservación de la sociedad es conducta injusta. Es un error creer que se puede organizar la sociedad según los postulados de una arbitrariamente preconcebida idea de justicia. El problema consiste en organizar la sociedad para lograr la mejor realización posible de los fines que los seres humanos desean alcanzar por medio de la cooperación social. La utilidad social es el único criterio de justicia y la única guía de la legislación.

Por consiguiente, no hay conflictos irreconciliables entre el egoísmo y el altruismo, entre la economía y la ética, entre las preocupaciones del individuo y las de la sociedad. La filosofía utilitarista y su mejor producto, la economía, redujeron estos aparentes antagonismos a la oposición entre intereses a corto plazo e intereses a largo plazo. La sociedad no pudo originarse sin la armonía de los intereses correctamente entendidos de todos sus miembros.

Hay sólo una manera de tratar los problemas de la organización social y la conducta de los miembros de la sociedad: el método utilizado por la praxeología y la economía. Ningún otro método puede contribuir al esclarecimiento de estos asuntos.

El concepto de justicia, cuando es empleado en la jurisprudencia, se refiere a la legalidad, esto es, a la legitimidad desde el punto de vista de los estatutos válidos del país. Significa justicia de lege lata. La ciencia de la ley nada tiene que decir de lage ferenda, es decir, acerca de las leyes como deben ser. Establecer nuevas leyes y abolir las viejas es la tarea de la asamblea legislativa, cuyo único criterio es la utilidad social. La ayuda que el legislador puede esperar de los juristas se refiere solamente a asuntos de técnica legal, pero no a la sustancia de las leyes y decretos. No hay ciencia normativa o ciencia de lo que debe ser.

8. NUEVA FORMULACIÓN DE LA DOCTRINA UTILITARISTA

Las enseñanzas esenciales de la filosofía utilitarista, en lo que se refiere a su aplicación a los problemas de la sociedad, pueden formularse así:

El esfuerzo humano realizado según el principio de la división del trabajo en la cooperación social consigue, en igualdad de condiciones, una mayor productividad por unidad de trabajo que los esfuerzos aislados de individuos solitarios. La razón humana es capaz de reconocer estos hechos y de adaptar a él su conducta. De manera que la cooperación social se transforma para casi todos los seres humanos en el gran medio para conseguir todos sus fines. Un interés común eminentemente humano —la preservación e intensificación de los lazos sociales— reemplaza a la despiadada competencia biológica. El hombre se transforma en un ser social. Ya no se ve forzado por las inevitables leyes de la naturaleza a considerar a los otros miembros de su especie animal como enemigos mortales. Los demás se transforman en prójimos. Para los animales la aparición de todo nuevo miembro de la especie representa un nuevo rival en la lucha por la vida. Para el hombre, hasta que se alcance el nivel óptimo de población, significa más bien una mejoría que un perjuicio en su búsqueda del bienestar material.

A pesar de todas sus conquistas sociales, el hombre sigue siendo, biológicamente, un mamífero. Sus necesidades más urgentes son alimentación, calor, abrigo. Sólo cuando estas necesidades han sido satisfechas puede ocuparse de otras necesidades peculiares a la especie humana y que, por consiguiente, son llamadas específicamente humanas o necesidades superiores. Pero la satisfacción de estas también depende generalmente, en cierta medida, de que haya ciertas cosas materiales.

Puesto que la cooperación social es para el hombre un medio y no un fin, no es necesario que haya unanimidad respecto a los juicios de valor para que funcione. Es un hecho que casi todos los seres humanos están de acuerdo en perseguir ciertos fines, ciertos placeres que los moralistas encerrados en su torre de marfil desdeñan por considerarlos bajos y mezquinos. Pero no es menos cierto que aun los fines más sublimes no pueden ser perseguidos por personas que primero no han satisfecho los deseos de su cuerpo. Los más altos logros de la filosofía, del arte y de la literatura no habrían sido posibles fuera de la convivencia social.

Los moralistas ensalzan la nobleza de las personas que persiguen algo por sí mismo. Deutsch sein heißt eine Sache um ihrer selbst willen tun, declaró Richard Wagner[9], y los nazis —¿quién iba a creerlo?— adoptaron esa máxima como un principio fundamental de su credo. En estas condiciones lo que se persigue como fin último es valorado de acuerdo con la satisfacción inmediata derivada de su corrección. Nada malo hay en decir elípticamente que algo se persigue por sí mismo. En ese caso la frase de Wagner se reduce a algo evidente: los fines últimos son fines y no medios para la consecución de otros fines.

Además, los moralistas acusan al utilitarismo de materialismo (ético). También aquí interpretan mal la doctrina utilitarista. El meollo de esta es el reconocimiento de que la acción persigue fines específicos seleccionados y que, por consiguiente, no puede haber otro criterio para juzgar la conducta diferente de la deseabilidad o indeseabilidad de sus resultados. Los preceptos de la moral han sido creados para preservar y no para destruir el «mundo». Pueden exhortar a las personas a que acepten resultados indeseables a corto plazo con el propósito de evitar que se produzcan resultados más indeseables a largo plazo. Pero no pueden recomendar acciones cuyos resultados se consideran indeseables con el único propósito de no quebrantar una norma arbitraria derivada de la intuición. La fórmula fiat justitia, pereat mundus es totalmente absurda. Una doctrina ética que no tiene plenamente en cuenta los resultados de las acciones es mera fantasía.

El utilitarismo no enseña que las personas deben perseguir solamente el placer sensible, aun cuando constata que la mayoría o al menos muchas personas se conducen de esa manera. Tampoco formula juicios de valor. Reconociendo que la cooperación social es para la inmensa mayoría un medio para el logro de todos los fines, rechaza la idea de que la sociedad, el estado, la nación o cualquier otra entidad social es un fin último y qué los individuos son esclavos de esa entidad. Rechaza las filosofías del universalismo, el colectivismo y el totalitarismo. En este sentido es correcto denominar al utilitarismo filosofía del individualismo.

La doctrina colectivista no reconoce que la cooperación social sea para el hombre un medio para el logro de todos sus fines. Da por sentado que hay un conflicto irreconciliable entre los intereses de la colectividad y los intereses de los individuos, y en este conflicto toma partido incondicionalmente por la colectividad. Sólo la colectividad tiene existencia real. La existencia del individuo está condicionada por la existencia de la entidad colectiva. La colectividad es perfecta y no puede equivocarse. Los individuos son infelices y refractarios; su obstinación debe ser dominada por la autoridad a la cual Dios o la naturaleza ha confiado el manejo de los asuntos sociales. Los poderes existentes, dice el apóstol Pablo[10], son ordenados por Dios. Son ordenados por la naturaleza o por el factor sobrehumano que dirige el curso de los acontecimientos cósmicos, dice el colectivista ateo.

Dos preguntas surgen inmediatamente. Primera: si fuera cierto que los intereses de la colectividad y los de los individuos están diametralmente opuestos, ¿cómo podría funcionar la sociedad? Se puede suponer que los individuos se verían impedidos por la fuerza de las armas a recurrir a una abierta rebelión. Pero no se puede suponer que se podría lograr su cooperación activa por medio de la simple compulsión. Un sistema de producción en el cual el único incentivo para el trabajo es el miedo no puede durar mucho. Fue esto lo que hizo que desapareciera la esclavitud como sistema de producción.

Segunda: si la colectividad no es un medio que permita a los individuos alcanzar sus fines; si el florecimiento de la colectividad requiere sacrificios de parte del individuo que no son compensados por las ventajas derivadas de la cooperación social, ¿qué es lo que mueve a quien aboga por el colectivismo a asignar a los intereses de la colectividad prioridad sobre los deseos de los individuos? ¿Puede encontrarse otra razón para la exaltación de la colectividad que no sean juicios personales de valor?

Los juicios de valor de todos son, desde luego, personales. Si una persona asigna un valor más alto a los intereses de la colectividad que a sus otros intereses y actúa de acuerdo, ese es asunto de él. Mientras los filósofos colectivistas se conduzcan así, no se puede hacer ninguna objeción. Pero ellos argumentan de otra manera. Elevan sus personales juicios de valor a la categoría de criterio absoluto de valor. Exhortan a los demás a que dejen de valorar de acuerdo con su propia voluntad y adopten incondicionalmente los preceptos a los cuales el colectivismo ha asignado validez absoluta y eterna.

La futilidad y arbitrariedad del punto de vista colectivista aparecen con mayor claridad cuando se recuerda que diversos partidos colectivistas compiten por la lealtad exclusiva de los individuos. Aunque emplean la misma palabra para designar su ideal colectivista, diversos escritores y dirigentes no están de acuerdo acerca de las características esenciales de lo que tienen en la mente. El estado que Ferdinand Lasalle llamaba Dios y al cual le atribuía la más alta importancia no era precisamente el ídolo colectivista de Hegel y Stahl, el estado de los Hohenzollern. ¿Es la humanidad en su totalidad la única colectividad legítima o es cada una de las diversas naciones? ¿Es la Confederación Helvética, a la que los suizos de habla alemana deben exclusiva fidelidad, o la Volksgemeinschaft, que comprende a todos los que hablan alemán? Todas las principales entidades sociales, tales como naciones, grupos lingüísticos, comunidades religiosas, organizaciones de partido, han sido elevadas a la categoría de la suprema colectividad que anula todas las otras colectividades y exige sometimiento de la personalidad total de todos los que piensan correctamente. Pero un individuo puede renunciar a su acción autónoma y rendirse incondicionalmente sólo a favor de una colectividad. Cuál debe ser esta colectividad sólo puede determinarse por una decisión muy arbitraria. El credo colectivo es necesariamente exclusivista y totalitario. Desea al hombre completo y no desea compartirlo con ninguna otra colectividad. Trata de establecer la validez suprema y exclusiva de un solo sistema de valores: someter a todos los que no estén de acuerdo. Esto es lo que buscan todos los representantes de las diversas doctrinas colectivistas. En última instancia, recomiendan el uso de la violencia y la implacable destrucción de todos los «herejes». El colectivismo es una doctrina de guerra, intolerancia y persecución. Si cualquiera de los credos colectivistas llegara a triunfar, todos, menos el dictador supremo, serían privados de su cualidad humana esencial, quedando transformados en meros peones sin alma en las manos de un monstruo.

La cualidad característica de una sociedad libre es que puede funcionar a pesar de que sus miembros no estén de acuerdo acerca de muchos juicios de valor. En la economía de mercado las empresas sirven no sólo a la mayoría, sino también a diversas minorías, siempre que no sean demasiado pequeñas con relación a los bienes económicos que se requerirían para satisfacer sus especiales deseos. Se publican tratados filosóficos —aunque pocos los lean y la mayoría prefiera otros libros o ninguno— siempre que se prevean suficientes lectores para cubrir el costo.

9. SOBRE LOS VALORES ESTÉTICOS

La búsqueda de criterios absolutos de valor no se limitó al campo de la ética. También abarcó los valores estéticos.

La ética nos proporciona una base para elegir normas de conducta en la medida en que las personas están de acuerdo en considerar la preservación de la cooperación social como el medio más importante para el logro de todos sus fines. De modo que casi toda controversia respecto a las normas de conducta se refiere a los medios y no a los fines. Por ello es posible juzgar estas normas desde el punto de vista de su adecuación al funcionamiento pacífico de la sociedad. Aun los más rígidos partidarios de una ética intuicionista no pueden evitar recurrir, tarde o temprano, a una valoración de la conducta desde el ángulo de sus efectos sobre la felicidad humana[11].

La situación de los juicios estéticos de valor es diferente. En este campo no existe el acuerdo que se da en la idea de que la cooperación social es el mito más importante para el logro de todos los fines. Aquí todo se refiere a juicios de valor y no a la elección de los medios para la realización de un fin sobre el cual se esté de acuerdo. No hay forma de reconciliar juicios en conflicto. No hay un criterio para rectificar veredictos de «me gusta» o «no me gusta».

La infortunada tendencia a sobrestimar diversos aspectos de la actividad y del pensamiento humano ha conducido a ofrecer una definición arbitraria de la belleza y a considerar luego este concepto como medida o criterio. Sin embargo, no hay ninguna definición aceptable de la belleza que no sea «lo que gusta». No hay normas de belleza y no hay tal disciplina normativa de la estética. Todo lo que un crítico profesional de la literatura o del arte puede decir, prescindiendo de las observaciones técnicas e históricas, es que a él le gusta o no le gusta la obra. La obra puede estimularle a que haga profundos comentarios y disquisiciones. Pero sus juicios de valor siguen siendo personales y subjetivos y no afectan necesariamente a los juicios de otra persona. Una persona atenta observará con interés lo que un escritor juicioso diga acerca de la impresión que le causó una obra de arte. Pero depende de su propia discreción permitir o no que su juicio sea influido por el juicio de otras personas, cualquiera que sea su calidad.

El goce del arte y la literatura presupone una cierta disposición y susceptibilidad por parte del público. El buen gusto es innato a muy pocas personas. Los demás deben cultivar su aptitud para el goce. Son muchas las cosas que una persona debe aprender y experimentar para llegar a ser un entendido. Pero no importa cuánto sepa un experto bien informado, sus juicios de valor seguirán siendo personales y subjetivos. Los críticos más eminentes, y también los escritores, poetas y artistas más famosos, no están de acuerdo en su apreciación de las más famosas obras maestras.

Solamente los pedantes pomposos pueden concebir la idea de que hay normas absolutas para decir qué es bello y qué no lo es. Ellos tratan de derivar de las obras del pasado un código de normas que, según ellos lo imaginan, los escritores y artistas del futuro deben obedecer. Pero el genio no coopera con el sabelotodo.

10. SIGNIFICADO HISTÓRICO DE LA BÚSQUEDA DE VALORES ABSOLUTOS

La controversia sobre los valores no es una polémica escolástica de interés solamente para sabihondos aficionados a las sutilezas. Toca asuntos vitales de la vida humana.

La concepción del mundo que fue desplazada por el racionalismo moderno no toleraba juicios de valor contrarios. El simple hecho de no estar de acuerdo era considerado como una provocación insolente, un insulto mortal a los propios sentimientos. Ello dio origen a prolongadas guerras religiosas.

Aun cuando todavía queda en los asuntos religiosos cierta intolerancia, fanatismo y sed de persecución, no es probable que la pasión religiosa provoque guerras en un futuro cercano. El espíritu agresivo de nuestra época se origina en otra fuente: los intentos de hacer totalitario al estado y de privar al individuo de su autonomía.

Es cierto que quienes apoyan los programas socialistas e intervencionistas los recomiendan solamente como medios para lograr fines que ellos comparten con todos los demás miembros de la sociedad. Sostienen que una sociedad organizada de acuerdo con sus principios proveerá mejor a la gente de los bienes materiales que se esfuerzan por adquirir. ¿Es posible concebir mejor situación social que la de «la fase última de la sociedad comunista», en la cual, como dice Marx, la sociedad dará «a cada uno según sus necesidades»?

Sin embargo, los socialistas han fracasado completamente en sus intentos de probar sus asertos. Marx no pudo refutar las bien fundadas objeciones que se le hicieron ya en su tiempo acerca de dificultades menores en los esquemas socialistas. Fue su incapacidad a este respecto la que lo impulsó a desarrollar las tres doctrinas fundamentales de su dogmatismo[12]. Cuando más tarde la economía demostró que un orden socialista, que carece necesariamente de un método de cálculo económico, nunca podrá funcionar como sistema económico, todos los argumentos presentados a favor de la gran reforma se vinieron al suelo. Desde entonces los socialistas ya no han basado sus esperanzas en la fuerza de sus argumentos, sino en el resentimiento, la envidia y el odio de las masas. Aún hoy los adeptos del socialismo «científico» confían exclusivamente en esos factores emocionales. La base del socialismo contemporáneo y del intervencionismo son juicios de valor. El socialismo es ensalzado como la única forma justa de organización económica de la sociedad. Todos los socialistas, marxistas y no marxistas, abogan por el socialismo por ser el único sistema que está de acuerdo con una escala de valores absolutos establecidos arbitrariamente. Estos valores, según ellos, son los únicos valores válidos para toda la gente decente, principalmente los trabajadores, que constituyen la mayoría en una sociedad industrial moderna. Son considerados absolutos porque son apoyados por la mayoría, y la mayoría siempre tiene razón.

Una concepción superficial de los problemas del gobierno es la distinción entre la libertad y el despotismo en una característica externa del sistema jurídico y administrativo, es decir, en el número de personas que ejerce control directo sobre el aparato social de coerción. Tal patrón numérico es la base de la famosa clasificación de Aristóteles de las diversas formas de gobierno. Los conceptos de monarquía, oligarquía y democracia todavía conservan esta forma de tratar el asunto. Sin embargo, su incorrección es tan obvia que ningún filósofo podría evitar referirse a hechos que no están de acuerdo con ella y que, por consiguiente, serían considerados paradójicos. Por ejemplo, tenemos el hecho, ya reconocido por los autores griegos, de que a menudo, y aun con regularidad, la tiranía es apoyada por las masas y, en este sentido, es un gobierno popular. Algunos escritores modernos han empleado el término «cesarismo» para designar este tipo de gobierno y han continuado considerándolo como un caso excepcional condicionado por circunstancias peculiares; pero no han podido explicar por qué esas condiciones son excepcionales. Sin embargo, aferradas a la clasificación tradicional, las personas han estado de acuerdo con esta interpretación superficial mientras les ha parecido que sólo tienen que explicar un caso en la historia europea moderna, el del segundo Imperio francés. El colapso final de la doctrina aristotélica se operó solamente cuando tuvo que enfrentarse con «la dictadura del proletariado» y la autocracia de Hitler, Mussolini, Perón y otros sucesores modernos de los tiranos griegos.

El camino hacia una distinción realista entre la libertad y la servidumbre fue señalado hace doscientos años en el ensayo inmortal de David Hume: On the First Principles of Government. El gobierno, enseñó Hume, siempre es gobierno de muchos por pocos. El poder siempre está, por consiguiente, del lado de los gobernados y los gobernantes no tienen en qué apoyarse más que en la opinión. Esta idea, seguida hasta su conclusión lógica, cambió completamente la discusión acerca de la libertad. El punto de vista mecánico y aritmético fue abandonado. Si, en última instancia, la opinión pública es responsable de la estructura del gobierno, también es la que determina si habrá libertad o esclavitud. Sólo hay un factor que tiene el poder de hacer que la gente pierda su libertad: una opinión pública tiránica. La lucha por la libertad es, en última instancia, no la resistencia a los autócratas u oligarcas, sino la resistencia al despotismo de la opinión pública. No es la lucha de muchos contra pocos, sino de minorías —a veces la minoría de un hombre— contra la mayoría. La peor y más peligrosa forma de gobierno absoluto es el de una mayoría intolerante. Tal es la conclusión a la que llegaron Tocqueville y John Stuart Mill.

En un ensayo sobre Bentham, Mill señaló por qué aquel eminente filósofo no vio el asunto principal y por qué su doctrina fue aceptada por algunos de los más nobles espíritus. Bentham, dice, «vivió en una época de reacción contra los gobiernos aristocráticos de la Europa moderna». Los reformadores de su tiempo «estaban acostumbrados a ver a las mayorías numéricas injustamente oprimidas por todas partes, pisoteadas, o al menos ignoradas, por los gobiernos». En una época como esa se podía fácilmente olvidar que «todos los países que han sido progresistas por mucho tiempo, o que han sido grandes, lo han sido porque ha habido una oposición organizada, cualquiera que haya sido la naturaleza del poder gobernante… Casi todos los grandes hombres han formado parte de tal oposición. Siempre que no ha habido esa lucha —o cuando ha concluido con la victoria completa de uno de los principios en contienda y ninguna nueva lucha ha reemplazado a la antigua— la sociedad o se ha quedado estancada o ha caído en disolución»[13].

Mucho de lo que era correcto en las doctrinas políticas de Bentham fue despreciado por sus contemporáneos, negado por generaciones posteriores y tuvo muy poca influencia práctica. Pero su fracaso en no distinguir correctamente entre el despotismo y la libertad fue aceptado tranquilamente por la mayoría de los escritores del siglo XIX. Según ellos, la verdadera libertad consistía en el despotismo incontrolado de la mayoría.

Carentes de la capacidad para pensar lógicamente, y siendo tan ignorantes de la historia como de la teoría, los tan admirados escritores progresistas abandonaron la idea esencial del siglo de las Luces: libertad de pensamiento, de expresión y de comunicación No todos fueron tan expresivos como Comte y Lenin, pero todos ellos, al declarar que la libertad significa solamente el derecho de decir lo que es correcto y que excluye el derecho de decir lo que no lo es, prácticamente convirtieron las ideas de libertad de pensamiento y conciencia en sus opuestas. No fue el Sílabo del Papa Pío IX el que preparó el camino para el retomo de la intolerancia. Después de una breve victoria de la idea de libertad, la servidumbre regresó disfrazada de la consumación y la culminación de la libertad: como el término de la revolución inconclusa; como la emancipación final del individuo.

El concepto de valores eternos y absolutos es un elemento indispensable en esta ideología totalitaria. Se instaura un nuevo concepto de verdad. Verdadero es aquello que los que están en el poder dicen que es verdadero. La minoría que disiente es antidemocrática, porque rehúsa aceptar como verdadera la opinión de la mayoría. Todos los medios para «liquidar» a los rebeldes son «democráticos» y, por consiguiente, moralmente buenos.

11. LA NEGACIÓN DE LA VALORACIÓN

Al tratar de los juicios de valor los hemos considerado como datos últimos que no son reducibles a otros datos. No afirmamos que los juicios de valor que formulan los seres humanos y que emplean como guías para la acción sean hechos primarios independientes de todas las demás condiciones del universo. Tal supuesto sería ridículo. El hombre es parte del universo; es producto de las fuerzas que operan en él, y todos sus pensamientos y acciones, como las estrellas, los átomos y los animales, son elementos de la naturaleza. Están incluidos en la inexorable concatenación de todos los fenómenos y acontecimientos.

Decir que los juicios de valor son hechos últimos significa que la mente humana es incapaz de encontrar su origen en los hechos o acontecimientos de que se ocupan las ciencias naturales. No sabemos cómo ni por qué las condiciones específicas del mundo externo provocan en una mente humana una reacción específica. No sabemos por qué diferentes personas, y las mismas personas en diferentes ocasiones de su vida, reaccionan de maneras distintas ante los mismos estímulos externos. No podemos descubrir la conexión necesaria entre un acontecimiento externo y las ideas que produce en la mente humana.

Para establecer este asunto debemos ahora analizar las doctrinas que sostienen la opinión contraria. Debemos ocuparnos de todas las variedades de materialismo.