Conocimiento y valor
La acusación de prejuicio se había lanzado contra los economistas mucho antes de que Marx la incorporara a sus doctrinas. Hoy en día se acepta generalmente por escritores y políticos que, aunque en muchos aspectos han sido influidos por ideas marxistas, no pueden ser considerados como tales. Debemos asignar a su reproche un significado que difiere del que tiene en el contexto del materialismo dialéctico. Debemos, pues, distinguir dos variedades de la doctrina del prejuicio: la marxista y la no marxista. De la primera nos ocupamos en secciones siguientes de este ensayo, en las cuales se hace un análisis crítico del materialismo marxista. Sólo la segunda se estudia en este capítulo.
Quienes sostienen ambas variedades de la doctrina del prejuicio reconocen que su posición sería extremadamente débil si sólo culparan a la economía de un supuesto prejuicio sin acusar de lo mismo a todas las demás ramas de la ciencia. De manera que ellos generalizan la doctrina del prejuicio, doctrina que no vamos a examinar en este lugar. Podemos concentrar nuestra atención en el meollo: la afirmación de que la economía no puede ser wertfrei, sino que está infectada de supuestos y prejuicios arraigados en juicios de valor, pues todos los argumentos que se presentan en apoyo de la doctrina general del prejuicio también sirven para intentar probar la doctrina especial del prejuicio que se refiere a la economía, mientras que los argumentos presentados a favor de la doctrina especial del prejuicio son evidentemente inaplicables a la doctrina general.
Algunos defensores contemporáneos de la doctrina del prejuicio han tratado de conectarla con ideas freudianas. Sostienen que el prejuicio que encuentran en los economistas no es un prejuicio consciente. Los escritores aludidos no se dan cuenta de sus prejuicios y no tratan intencionalmente de buscar resultados que justifiquen sus conclusiones determinadas de antemano. Desde los profundos rincones del subconsciente, los deseos reprimidos, que los pensadores mismos no conocen, ejercen un influjo perturbador sobre su razonamiento y dirigen sus pensamientos hacia resultados que están de acuerdo con sus deseos y necesidades reprimidas.
Sin embargo, no importa la variedad de la doctrina del prejuicio que uno acepte. Todas son susceptibles de la misma objeción.
La referencia al prejuicio, sea deliberada o subconsciente, está fuera de lugar si el acusador no está en condiciones de demostrar con claridad en qué consiste la deficiencia de la doctrina de que se trata. Todo lo que importa es si una doctrina es adecuada o inadecuada. Esto es preciso determinarlo por medio del razonamiento discursivo. Señalar las fuerzas psicológicas que impelen al autor, en modo alguno afecta a la corrección de la teoría. Los móviles que guían al pensador nada tienen que ver con la apreciación de su logro. Los biógrafos se ocupan hoy de explicar el trabajo del genio como producto de sus complejos y sus impulsos libidinosos y la sublimación de sus deseos sexuales. Sus estudios pueden ser contribuciones valiosas a la psicología o, más bien, a la timología (véase página 233), pero de ninguna manera afectan a la evaluación de los éxitos del sujeto en estudio. El más sofisticado examen psicoanalítico de la vida de Pascal no nos dice nada acerca de la corrección o incorrección científica de sus doctrinas filosóficas y matemáticas.
Si las limitaciones y los errores de una doctrina son desenmascarados por medio del razonamiento discursivo, historiadores y biógrafos pueden tratar de explicarlos mostrando que se originan en los prejuicios del autor. Pero si no se pueden presentar objeciones sostenibles contra una teoría, nada importa qué clase de móviles inspiraron a su autor. Suponemos que tenía prejuicios. Pero luego tenemos que aceptar que sus supuestos prejuicios produjeron teoremas que resisten a todas las objeciones.
Señalar los prejuicios de un pensador no puede sustituir a la refutación de sus doctrinas por medio de argumentos sostenibles. Quienes acusan a los economistas de tener prejuicios muestran simplemente que no encuentran la forma de refutar sus enseñanzas por medio del análisis crítico.
La política económica se orienta hacia el logro de fines definidos. Al ocuparse de estos fines, la economía no pone en duda el valor que a los mismos asignan las personas que actúan. Simplemente investiga dos asuntos: primero, si la política en cuestión es adecuada para alcanzar los fines que quienes la recomiendan desean alcanzar; segundo, si esa política produce o no efectos que —desde el punto de vista de quienes recomiendan los fines— son indeseables.
Es cierto que los términos por medio de los cuales los economistas, especialmente los de generaciones pasadas, expresaron los resultados de sus investigaciones podían fácilmente ser mal interpretas dos. Al tratar de cierta política económica adoptaron una forma de expresión que sería adecuada desde el punto de vista de quienes pensaban recurrir a ella para alcanzar fines específicos. Justamente porque los economistas no tenían prejuicios y no se atrevían a poner en duda los fines elegidos por las personas que actuaban presentaron el resultado de su deliberación en una forma que daba por sentadas las valoraciones de las personas en cuestión. Las personas persiguen fines específicos cuando recurren a una tarifa o decretan salarios mínimos. Cuando los economistas pensaron que tales medidas lograrían los fines perseguidos por quienes las patrocinaban, las llamaron buenas —de la misma manera que un médico considera que una cierta terapia es buena porque logra el fin que persigue: curar a su paciente.
Uno de los más famosos teoremas desarrollados por los economistas clásicos, la teoría de los costes comparativos de Ricardo, resiste cualquier crítica, si tenemos en cuenta el hecho de que cientos de apasionados adversarios de esa teoría, durante siglo y medio, no han podido presentar ningún argumento convincente contra ella. Es mucho más que una mera teoría que trata de los efectos del mercado libre y de la protección. Es una proposición acerca de los principios fundamentales de la cooperación humana bajo la división del trabajo y la especialización e integración de grupos vocacionales; acerca del origen y posterior intensificación de los lazos sociales entre los hombres, y debe, por tanto, denominarse ley de asociación. Esa ley es indispensable para entender el origen de la civilización y el curso de la historia. Contrariamente a ciertas concepciones populares, no afirma que el libre intercambio es bueno y que la protección es mala. Simplemente demuestra que la protección no es un medio para lograr el aumento de los bienes producidos. De manera que nada dice acerca de la adecuación o la inadecuación de la protección para el logro de otros fines, el aumento de la probabilidad de que una nación defienda su independencia en una guerra, por ejemplo.
Quienes acusan a los economistas de tener prejuicios se refieren a su supuesto afán de servir a «los intereses». En el contexto de su acusación, esto se refiere a la búsqueda egoísta de bienestar de grupos especiales en perjuicio del bien común. Debemos ahora recordar que la idea de bien común, en el sentido de armonía de los intereses de todos los miembros de la sociedad, es una idea moderna y que debe su origen justamente a las enseñanzas de los economistas clásicos. Generaciones pasadas creyeron que hay un conflicto irreconciliable de intereses entre los seres humanos y entre grupos de los mismos. La ganancia de uno significa invariablemente el perjuicio de otros; nadie se beneficia si no es por la pérdida de otros. A esta afirmación podemos llamarla dogma de Montaigne, que fue el primero que la formuló en los tiempos modernos. Constituía la esencia de las enseñanzas del mercantilismo y el blanco principal de la crítica de los economistas clásicos a esa doctrina, a la cual opusieron la doctrina de la armonía de los intereses bien entendidos o de los intereses a largo plazo de todos los miembros de una sociedad de mercado. Los socialistas y los intervencionistas rechazan la doctrina de la armonía de intereses. Los socialistas declaran que hay un conflicto irreconciliable entre los intereses de las diversas clases sociales de una nación. Mientras que los intereses de los proletarios exigen que el capitalismo sea sustituido por el socialismo, los intereses de los explotadores exigen la preservación del capitalismo. Los nacionalistas declaran que los intereses de las diversas naciones están en conflicto irreconciliable.
Es obvio que el antagonismo entre tales doctrinas incompatibles sólo puede resolverse por medio del razonamiento lógico. Pero los adversarios de la doctrina de la armonía no están dispuestos a someter sus puntos de vista a semejante examen. Tan pronto como alguien critica sus argumentos y trata de probar la doctrina de la armonía, ellos gritan ¡prejuicio! El simple hecho de que son ellos, y no sus adversarios que sostienen la doctrina de la armonía, quienes reprochan un supuesto prejuicio, muestra con claridad que son incapaces de rechazar las afirmaciones de sus adversarios por medio del raciocinio. Se dedican a examinar los problemas en cuestión desde el supuesto de que sólo los defensores de siniestros intereses pueden, con sus prejuicios, poner en duda la corrección de sus dogmas socialistas o intervencionistas. En su opinión, el simple hecho de que una persona no esté de acuerdo con sus ideas constituye prueba de su prejuicio.
Cuando se la lleva a sus últimas consecuencias lógicas, esta actitud implica la doctrina del polilogismo. El polilogismo niega la uniformidad de la estructura lógica de la mente humana. Cada clase social, cada nación, raza o período histórico tiene una lógica que difiere de la lógica de otras clases, naciones, razas o edades. Por consiguiente, la economía burguesa difiere de la economía proletaria, la física alemana de la física de otras naciones, las matemáticas arias de las semíticas. No es preciso que examinemos aquí los aspectos esenciales de las diversas clases de polilogismo[3]. Pues el polilogismo nunca fue más allá de declarar simplemente que hay una diversidad de estructuras lógicas de la mente humana. Nunca señaló en qué consisten tales diferencias; cómo, por ejemplo, difiere la lógica proletaria de la burguesa. Todo lo que los campeones del polilogismo hicieron fue rechazar afirmaciones específicas, haciendo referencia a peculiaridades no especificadas de la lógica del autor.
El principal argumento de la doctrina clásica de la armonía empieza con la distinción entre intereses a corto y largo plazo, considerando estos últimos como los intereses bien entendidos. Examinemos ahora el significado de esta distinción para el problema de los privilegios.
Un grupo de personas efectivamente se beneficia si se le confiere un privilegio. Un grupo de productores, protegido por una tarifa, un subsidio o cualquier otro método moderno de protección contra la competencia de rivales más eficientes, gana a costa de los consumidores. Pero ¿tolerará el resto de la nación —los que pagan impuestos y los compradores del artículo protegido— el privilegio de una minoría? Lo aceptarán solamente si son beneficiados por un privilegio análogo. Entonces todos pierden en su capacidad de consumidores lo que ganan en su capacidad de productores. Es más, todos son perjudicados por la adopción de métodos menos eficientes de producción.
Si uno trata las políticas económicas desde el punto de vista de la distinción entre intereses a corto y a largo plazo, no hay ninguna razón para acusar al economista de prejuicio. El no condena que haya más trabajadores del ferrocarril que los necesarios porque se beneficia a dichos trabajadores a costa de otros grupos que le caen mejor. Pero señala que los trabajadores del ferrocarril no pueden evitar que la práctica de tener más trabajadores que los necesarios se convierta en norma general y que entonces, a la larga, les perjudique a ellos no menos que a otras personas.
Las objeciones que los economistas hicieron a los planes de los socialistas y los intervencionistas no son muy convincentes para quienes no aprueban los fines que las personas que pertenecen a la civilización occidental dan por sentados. Quienes prefieren la miseria y la esclavitud al bienestar material puede ser que consideren esas objeciones fuera de lugar. Pero los economistas han insistido repetidamente en que enfocan el socialismo y el intervencionismo desde el punto de vista de los valores generalmente aceptados de la civilización occidental. Los socialistas y los intervencionistas no sólo no han negado —al menos abiertamente— estos valores, sino que han declarado enfáticamente que la realización de su propio programa los logrará mucho mejor que el capitalismo.
Es cierto que la mayoría de los socialistas y muchos intervencionistas consideran como un valor la igualación del nivel de vida de todos los individuos. Pero los economistas no pusieron en duda el juicio de valor que ello implica. Todo lo que hicieron fue señalar las inevitables consecuencias de la nivelación. Ellos no dijeron: «La finalidad que ustedes persiguen es mala», sino: «La realización de esa finalidad tendrá consecuencias que ustedes mismos consideran más indeseables que la falta de igualdad».
Es claro que hay muchas personas que permiten que su razonamiento sea influido por juicios de valor y que el prejuicio corrompe a menudo el pensamiento de los hombres. Lo que es preciso rechazar es la doctrina vulgar de que es imposible tratar los problemas económicos sin prejuicios y que la simple referencia al prejuicio, sin mostrar falacias en el razonamiento, es suficiente para falsificar una teoría.
El nacimiento de la teoría del prejuicio implica de hecho el reconocimiento categórico de la resistencia de las enseñanzas de la economía contra las cuales se ha lanzado el reproche de prejuicio. Dicho nacimiento fue el primer estadio del retorno a la intolerancia y a la persecución de los discrepantes, que es una de las principales características de nuestra época. Puesto que los que no están de acuerdo son culpables de prejuicio, es correcto «liquidarlos».