16

Las tendencias actuales y el futuro

1. LA REVERSIÓN DE LA TENDENCIA HACIA LA LIBERTAD

A partir del siglo XVII, al ocuparse los filósofos del contenido esencial de la historia empezaron a poner énfasis sobre los problemas de la libertad y la sujeción. Sus conceptos de ambos eran un tanto vagos, tomados de la filosofía política de la Grecia antigua e influidos por las interpretaciones vigentes de las condiciones de las tribus germánicas cuyas invasiones habían destruido el Imperio Romano occidental. Según estos pensadores la libertad era el estado natural del hombre y el gobierno de los reyes se originó posteriormente. En el relato bíblico de la iniciación del reino de Saúl encontraron corroboración para su doctrina, así como una descripción no muy favorable de los rasgos característicos del gobierno monárquico[127], y concluyeron que la evolución histórica había despojado al hombre de su inalienable derecho a la libertad.

Los filósofos de la Ilustración fueron casi unánimes en rechazar los derechos de la realeza hereditaria y en recomendar la forma republicana de gobierno. La policía real les forzó a ser cautelosos en la expresión de sus ideas, pero el público podía leer entre líneas. En vísperas de las revoluciones americana y francesa la monarquía había perdido su antigua hegemonía sobre las mentes de los hombres. El gran prestigio de que gozaba Inglaterra, el más rico y poderoso de los países de entonces, sugirió la aceptación de dos principios incompatibles de gobierno que habían funcionado bastante bien en el Reino Unido. Pero las antiguas dinastías indígenas de la Europa continental no estaban dispuestas a quedar reducidas a una mera posición ceremonial, tal como la que finalmente aceptó la dinastía extranjera de Gran Bretaña, aunque no sin cierta resistencia. Perdieron sus coronas porque desdeñaron la función de lo que el conde de Chambord había llamado «el legítimo Rey de la revolución».

En la época de oro del liberalismo prevaleció la opinión de que la tendencia hacia el gobierno del pueblo es irresistible. Aun los conservadores que abogaban por el retorno al absolutismo monárquico, a los privilegios determinados por la ley para la nobleza y a la censura estaban más o menos convencidos de que luchaban por una causa perdida. Hegel, campeón del absolutismo prusiano, creyó conveniente aceptar la doctrina filosófica que todos aceptaban al definir la historia como «progreso en la conciencia de libertad».

Pero entonces surgió una nueva generación que rechazó todos los ideales del movimiento liberal, sin ocultar sus verdaderas intenciones detrás de una hipócrita reverencia por la palabra libertad, como había hecho Hegel. Pese a sus simpatías por las ideas de estos autodenominados reformadores sociales, John Stuart Mill no pudo evitar dar a sus proyectos —especialmente a los de Augusto Comte— el nombre de liberticidio[128]. Según la opinión de estos nuevos radicales, los más depravados enemigos de la libertad no eran los déspotas, sino los «burgueses» que los habían derrocado. La burguesía, decían, ha engañado al pueblo al proclamar lemas falsos sobre la libertad, la igualdad ante la ley y el gobierno representativo. Lo que los burgueses querían realmente era la explotación de la inmensa mayoría de personas honradas. La democracia era de hecho plutodemocracia, una pantalla para ocultar la ilimitada dictadura de los capitalistas. Las masas no necesitan libertad ni participación en la administración del gobierno, sino la omnipotencia de los «verdaderos amigos» del pueblo, de la «vanguardia» del proletariado o del jefe carismático. Ningún lector de los libros y folletos del socialismo revolucionario podía dejar de darse cuenta de que sus autores no buscaban la libertad, sino un ilimitado despotismo totalitario. Pero mientras los socialistas no tomaran el poder, para su propaganda tenían gran necesidad de las instituciones y de los derechos del liberalismo «plutocrático». Como partido de oposición no podían actuar sin la publicidad que les ofrecía el foro parlamentario, sin libertad de pensamiento, de conciencia y de prensa. Por esta razón, y a regañadientes, temporalmente tenían que incluir en su programa las libertades y los derechos que firmemente habían decidido abolir tan pronto como tomaran el poder. Pues, como declaró Bujarin después de la conquista de Rusia por los bolcheviques, hubiera sido ridículo exigir de los capitalistas libertad para el movimiento de los trabajadores de una forma que no fuera exigiendo libertad para todos[129].

En los primeros años de su gobierno los soviéticos no trataron de ocultar su aborrecimiento del gobierno popular y las libertades civiles y ensalzaron abiertamente sus métodos dictatoriales. Pero a finales de los años 30 se dieron cuenta de que un franco programa antilibertario era impopular en la Europa occidental y en Norteamérica. Cuando, asustados por el rearme alemán, desearon establecer relaciones amistosas con Occidente, cambiaron repentinamente su actitud respecto de los términos (pero no de las ideas) democracia, gobierno constitucional y libertades ciudadanas. Empezaron a usar el lema «frente popular» e hicieron pactos con las fracciones socialistas rivales que hasta entonces habían considerado como traidoras. Rusia se dio una constitución que serviles escribanos de todo el mundo alabaron como el más perfecto documento de la historia, pese a que se basaba en el principio de un solo partido, que es la negación de todas las libertades ciudadanas. Desde entonces el más despótico y bárbaro de los gobiernos empezó a llamarse a sí mismo «democracia popular» o «democracia del pueblo».

La historia de los siglos XIX y XX ha desacreditado las esperanzas y los pronósticos de los filósofos de la Ilustración. Los pueblos no tomaron el camino de la libertad, gobierno constitucional, derechos civiles, libre comercio, paz y buena voluntad entre las naciones. Por el contrario, la tendencia es hacia el totalitarismo, hacia el socialismo, y una vez más hay quienes afirman que esta tendencia es la última fase de la historia y que no cederá ante ninguna otra tendencia.

2. EL ADVENIMIENTO DE LA IDEOLOGÍA DE LA IGUALDAD DE RIQUEZA E INGRESOS

Desde épocas muy remotas la filosofía viviente del hombre común ha aceptado sin discusión el hecho de las diferencias de status, así como la necesidad de la subordinación a quienes tienen el poder. La necesidad primaria del hombre es la protección contra los ataques maliciosos de otros hombres o de grupos de hombres. Sólo cuando se siente libre de ataques hostiles puede colectar alimentos, construir una casa, tener una familia y, en suma, sobrevivir. La vida es el primero de todos los bienes, y ningún precio por su preservación parecía demasiado alto para personas que sufrían invasiones. Vivir como esclavo, pensaban, es mejor que estar muerto. Afortunados son aquellos que gozan de la protección de un amo benévolo, y es preferible tener un capataz drástico que no tener ninguna protección. Los hombres nacen desiguales. Algunos son más fuertes y más inteligentes, otros son más débiles e incompetentes. Los últimos tenían que someterse a los primeros y ligar su propio destino a un jefe poderoso. Dios, decían los sacerdotes, así lo ordenó.

Esta era la ideología que animaba la organización social que Ferguson, Saint-Simon y Herbert Spencer llamaron militarista y que los escritores norteamericanos actuales llaman feudal. Su prestigio comenzó a disminuir cuando los guerreros que peleaban las batallas de su jefe militar se dieron cuenta de que la preservación del poder de su jefe dependía de su valor y, al darse cuenta de ello, pidieron participar en los asuntos de Estado. Los conflictos que resultaron de esta demanda de los aristócratas engendraron las ideas que pondrían en tela de juicio y finalmente destruirían la doctrina de la necesidad social de las distinciones de clase y de casta. ¿Por qué, se preguntaban los plebeyos, han de gozar los nobles de privilegios y derechos que se nos niegan a nosotros? ¿No depende la prosperidad del país de nuestro esfuerzo? ¿Interesan los asuntos de Estado sólo al rey y a los nobles y no a la gran mayoría de nosotros? Nosotros pagamos los impuestos y nuestros hijos se desangran en los campos de batalla, pero no tenemos voz en los consejos en los que el rey y los representantes de la nobleza deciden nuestra suerte.

Ningún argumento razonable podría oponerse a estas pretensiones del tiers état. Era anacrónico mantener privilegios determinados por la ley que se habían originado en un tipo de organización militar que hacía tiempo se había abandonado. La discriminación contra los plebeyos por las cortes de los príncipes y la «buena sociedad» era simplemente una situación molesta, Pero el tratamiento desdeñoso en los ejércitos y en el servicio civil y diplomático de quienes no eran de origen noble tuvo consecuencias desastrosas. Dirigidos por aristócratas incompetentes, los reales ejércitos franceses fueron derrotados, pero había muchos plebeyos en Francia que más tarde probaron su brillantez en los ejércitos de la Revolución y del Imperio. Los logros militares, diplomáticos y navales de Inglaterra se debieron, en parte, al hecho de que prácticamente todos los ciudadanos podían elegir cualquier profesión. La demolición de la Bastilla y la abolición de los privilegios de la nobleza francesa fueron recibidos con aclamación en todo el mundo por las élites, en Alemania por Kant, Goethe y Schiller, entre otros. En la Viena imperial Beethoven compuso una sinfonía en honor del comandante de los ejércitos de la revolución que habían derrotado a las fuerzas austríacas y quedó profundamente decepcionado cuando supo que su héroe había destruido la forma republicana de gobierno. Los principios de libertad, de igualdad ante la ley y de gobierno constitucional fueron aprobados con escasa oposición por la opinión pública de todos los países occidentales. Se pensaba que bajo la dirección de estos principios la humanidad marchaba hacia una nueva era de justicia y prosperidad.

Sin embargo, no había unanimidad respecto de la interpretación del concepto de igualdad. Para todos los campeones de la igualdad esta significaba la abolición de los privilegios de clase y de casta y de las desventajas legales de los estratos «bajos», especialmente la servidumbre y la esclavitud. Pero algunos de ellos abogaban por la supresión de las diferencias de riqueza e ingresos.

Para entender el origen y el poder de esta ideología igualitaria es preciso darse cuenta de que fue estimulada por el renacimiento de una idea que durante miles de años había inspirado a movimientos reformadores en todo el mundo, así como por los escritos meramente académicos de autores utópicos: la idea de propiedad de la tierra en cantidades iguales. Todos los males de la humanidad se atribuían al hecho de que algunas personas tenían más tierra de la que necesitaban para sostener a su familia. El corolario de la abundancia del señor de la jurisdicción era la penuria de quienes no tenían tierra. Esta injusticia era considerada como la causa del crimen, del robo, del conflicto, del derramamiento de sangre. Todos estos males desaparecerían en una sociedad que constara exclusivamente de agricultores que produjeran lo que necesitaban para sostener a su familia, ni más ni menos. En una comunidad como esta no habría tentaciones. Ni los individuos ni las naciones desearían lo que por derecho pertenece a otros. No habría ni tiranos ni conquistadores, puesto que ni la agresión ni la conquista tendrían éxito. Habría paz eterna.

La distribución de la tierra era el programa que motivó a los Gracos en la Roma antigua, las revueltas de campesinos que repetidamente convulsionaron a todos los países europeos, las reformas agrarias de las diversas sectas protestantes y de los jesuitas en la organización de la famosa comunidad indígena en lo que hoy es Paraguay. La fascinación de esta utopía atrajo a muchos de las más nobles intelectos, incluido Thomas Jefferson. Influyó en el programa de los Revolucionarios Sociales, el partido que reclutó la inmensa mayoría del pueblo en la Rusia Imperial. Es el programa actual de cientos de millones en Asia, África y América Latina cuyos esfuerzos tienen, paradójicamente, el apoyo de la política exterior de los Estados Unidos.

Sin embargo, la idea de una igual distribución de la tierra es una perniciosa ilusión. Su puesta en práctica hundiría a la humanidad en la miseria y el hambre y destruiría la civilización misma.

En el contexto de este programa no hay lugar para ningún tipo de división del trabajo que no sea la especialización regional de acuerdo con las particulares condiciones geográficas de los diversos territorios. El esquema, si se lleva a sus últimas consecuencias, no contempla ni médicos ni herreros. No tiene en cuenta que la situación actual de la productividad de la tierra en los países económicamente avanzados es resultado de la división del trabajo, que proporciona instrumentos y máquinas, fertilizantes, energía eléctrica, gasolina y muchas otras cosas que multiplican la cantidad y calidad de los productos agrícolas. Bajo el sistema de la división del trabajo el agricultor no cultiva todo lo que puede usar directamente para él y su familia, sino que concentra sus esfuerzos en aquellos cultivos para los cuales su terreno ofrece las más favorables oportunidades comparativas. Vende sus productos en el mercado y compra en él lo que él y su familia necesitan. El tamaño óptimo de una finca ya no tiene ninguna relación con el tamaño de la familia del propietario. Ese tamaño está determinado por consideraciones tecnológicas: la mayor producción posible por unidad de insumo. Al igual que otros empresarios, el agricultor produce para obtener utilidades, esto es, cultiva lo que necesita con mayor urgencia cada miembro de la sociedad para su uso, y no aquello que sólo él o su familia pueden usar directamente para su consumo. Pero quienes desean una igual distribución de la tierra rehúsan tercamente tener en cuenta todos estos resultados de una evolución milenaria y sueñan con volver a una utilización de la tierra desde hace tiempo anacrónica. Destruirían toda la historia económica, cualesquiera que sean las consecuencias. Ignoran el hecho de que bajo los métodos primitivos de tenencia de la tierra que recomiendan, nuestro planeta no podría sostener más que una fracción de la población actual y solamente a un nivel de vida mucho más bajo.

Es comprensible que personas ignorantes, en los países atrasados, no puedan pensar en ninguna otra forma de mejorar sus condiciones que no sea por medio de la adquisición de un terreno. Pero es imperdonable que sus ilusiones sean apoyadas por representantes de naciones avanzadas que se llaman a sí mismos expertos y que deberían saber cuál es el estado de la agricultura que se necesita para que un pueblo sea próspero. La pobreza de los países atrasados sólo puede ser erradicada por medio de la industrialización y su corolario agrícola: la utilización de la tierra para proveer al mercado y no para el beneficio directo del hogar del agricultor.

El apoyo solidario que los planes de distribución de la tierra tienen hoy y han tenido en el pasado por parte de personas que gozan de todas las ventajas de la vida bajo el sistema de la división del trabajo nunca se ha basado en una consideración realista de la inexorable y natural situación. Es más bien resultado de ilusiones románticas. La corrompida sociedad de la Roma decadente, sin ninguna participación en los asuntos públicos, aburrida y frustrada, empezó a soñar con la imaginada felicidad de la vida simple de agricultores y pastores autosuficientes. Los aún más desocupados, corrompidos y aburridos aristócratas del ancien régime en Francia disfrutaron de un pasatiempo que llamaban producción de leche. Millonarios norteamericanos se dedican a la agricultura, con la ventaja adicional de que los costos disminuyen los impuestos sobre ingresos que tienen que pagar. Estas personas consideran a la agricultura más como una distracción que como una rama de la producción.

Una aparentemente razonable petición de expropiación de los terrenos de la aristocracia pudo hacerse cuando los privilegios civiles de la nobleza fueron revocados. Las propiedades feudales eran regalos de los príncipes como compensación por servicios militares prestados en el pasado o que debían ser prestados en el futuro. Ellos proveían los medios para sostener la escolta del rey, y el tamaño del terreno asignado a cada vasallo era determinado por su rango y su posición en el ejército. Pero al cambiar las condiciones militares, y al no estar ya los ejércitos formados por vasallos llamados a las armas, el sistema de distribución de la tierra se volvió anacrónico. Parecía no haber razón para permitir a los caballeros disfrutar de propiedades que se les habían otorgado por servicios que ya no prestaban. Parecía justificable recuperar las tierras.

Tales argumentos no pueden ser refutados desde el punto de vista de la doctrina a la cual recurrieron los aristócratas para defender sus privilegios de clase. Estos defendían sus derechos tradicionales señalando el valor de los servicios que sus antepasados habían prestado a la nación. Pero puesto que era evidente que ellos mismos ya no prestaban tales servicios indispensables, era correcto inferir que todos los beneficios recibidos como recompensa por estos servidos debían ser cancelados. Esto incluía la revocación de las donaciones de tierra.

Sin embargo, desde el punto de vista de los economistas liberales tal confiscación era una peligrosa e innecesaria ruptura en la continuidad de la evolución económica. Lo que se necesitaba era abolir todas aquellas instituciones jurídicas que protegían al propietario ineficiente de la competencia de personas más eficientes que podían utilizar la tierra para producir más y a más bajo costo. Las leyes que ponían a las tierras de los nobles al margen del mercado y de la supremacía de los consumidores y que establecían la incapacidad legal de los plebeyos para adquirir propiedades debían ser revocadas. Entonces la supremacía del mercado pondría el control de la tierra en manos de quienes supieran proveer a los consumidores, de la manera más eficiente, de lo que piden con mayor urgencia.

No teniendo en cuenta los sueños de los utópicos, los economistas consideraban la tierra como un factor de producción. El interés de todas las personas, correctamente entendido, exigía que la tierra, al igual que todos los factores materiales de producción, fuera controlada por los empresarios más eficientes. Los economistas no tenían ninguna preferencia arbitraria por ningún tamaño especial de terreno: el mejor tamaño es el que permite la más eficiente utilización. No fueron engañados por el mito de que era de interés nacional el que en la agricultura se empleara el mayor número posible de ciudadanos. Por el contrario, se dieron cuenta plenamente de que tanto los que trabajaban en la agricultura como el resto del país salían beneficiados si se evitaba el desperdicio de mano de obra en la agricultura y en todas las otras ramas de la producción. El aumento de bienestar material resultaba del hecho de que, gracias al progreso tecnológico, un porcentaje cada vez menor de la población total era suficiente para producir todos los productos agrícolas requeridos. Los intentos de interferir en esta evolución de siglos, que redujo cada vez más la proporción de la población total empleada en la agricultura, tenían que bajar el nivel de vida. La humanidad prospera en proporción inversa al número de personas que se necesitan para producir los alimentos y las materias primas requeridas. Si algún sentido tiene el término «reaccionario», hay que aplicarlo a los esfuerzos por mantener, por medio de medidas especiales, las pequeñas fincas que no pueden sostenerse en la competencia del mercado. Estas medidas tienden a sustituir un alto grado de división del trabajo e instituir otro más bajo, y de esa manera detener o parar el mejoramiento económico. Que los consumidores determinen cuál es el tamaño de finca que mejor se adapta a sus intereses.

La crítica que hicieron los economistas a la utopía agraria fue muy impopular. Sin embargo, el peso de sus argumentos controló por algún tiempo el entusiasmo de los reformadores. Sólo después del final de la segunda guerra mundial el ideal de una agricultura predominante o exclusivamente de pequeñas fincas adquirió de nuevo la importancia que tiene en la política mundial de nuestro tiempo.

La gran importancia histórica y política que tiene la doctrina de la igual distribución de la tierra se ve en el hecho de que preparó el camino para la aceptación del socialismo y del comunismo. Los socialistas marxistas se oponían académicamente a la doctrina y abogaban por la nacionalización de la agricultura, pero usaban el estribillo «igual distribución de la propiedad de la tierra» como un instrumento para incitar a las masas de los países económicamente subdesarrollados. Para la población rural y analfabeta de estas naciones la «socialización de las empresas» carecía de sentido. Pero toda su envidia y su odio fueron estimulados cuando los políticos les prometieron la tierra de los latifundistas. Cuando durante la administración de F. D. Roosevelt los miembros procomunistas del gobierno y de la prensa norteamericana afirmaban que los izquierdistas chinos no eran comunistas, sino «simplemente reformadores agrarios», estaban en lo cierto en la medida en que los agentes chinos de los soviéticos habían adoptado el hábil truco leninista de iniciar la revolución socialista recurriendo a las consignas más populares y ocultando las verdaderas intenciones. Hoy vemos que, en todos los países económicamente subdesarrollados, el proyecto de confiscación y redistribución de tierras constituye la propaganda más eficaz para los soviéticos.

El proyecto es evidentemente inaplicable a los países de la civilización occidental. La población urbana de una nación industrializada no puede ser atraída por la posibilidad de tal reforma agraria. Su siniestro efecto sobre el pensamiento de las masas en los países capitalistas consiste en captar simpatías por el programa de una igualdad de ingresos y de riqueza. De esta forma hace populares a las políticas intervencionistas que tienen que conducir inevitablemente al socialismo. Subrayar este hecho no significa que cualquier régimen socialista o comunista logrará alguna vez realmente la igualdad de ingresos; sólo se desea señalar que lo que hace popular al comunismo y al socialismo no es sólo la creencia ilusoria de que harán inmensamente ricos a todos, sino también la no menos ilusoria esperanza de que nadie recibirá más que otro. La envidia es, desde luego, uno de los sentimientos humanos más profundos.

Los «progresistas» norteamericanos que mueven a sus conciudadanos y a los extranjeros a la envidia y al odio y que vehementemente piden la igualdad de ingresos y riqueza no saben cómo se interpretan estas ideas en el resto del mundo. Los otros países ven a todos los norteamericanos, incluidos los trabajadores, con los mismos celos y hostilidad del típico sindicalista norteamericano respecto de aquellos cuyos ingresos son mayores que los suyos. Según los extranjeros, los contribuyentes norteamericanos son motivados por un mero sentimiento de culpa y de miedo cuando gastan billones para mejorar las condiciones de otros países. La opinión pública de Asia, África, América Latina y de muchos países europeos concibe este sistema de ayuda exterior de la misma manera que los agitadores socialistas consideran la caridad de los ricos: una insignificancia para chantajear a los pobres y evitar que se apoderen de lo que por derecho les pertenece. Los estadistas y escritores que recomiendan que sus naciones se alineen con los Estados Unidos contra Rusia no son menos impopulares entre sus conciudadanos que aquellos pocos norteamericanos que tienen el valor de hablar en favor del capitalismo y rechazan el socialismo. En el drama de Gerhart Hauptmann Die Weber, una de las obras alemanas más efectivas de literatura anticapitalista, la esposa de un hombre de negocios se asombra al descubrir que las personas se conducen como que si fuera un crimen ser rico. Exceptuada una minúscula minoría, todos concuerdan en dar por sentada esta condenación de la riqueza. Esta mentalidad significa el fracaso de la política exterior norteamericana. Los Estados Unidos son condenados y odiados porque son prósperos.

El casi indiscutible triunfo de la ideología igualitaria ha anulado completamente todos los otros ideales políticos. Las masas, impelidas por la envidia, no tienen el menor interés por lo que los demagogos llaman la preocupación «burguesa» por la libertad de conciencia, de pensamiento, de prensa, por el habeas corpus, el juicio por medio de jurados y todo lo demás. Esas masas ansían el paraíso terrenal que los dirigentes socialistas les prometen. Al igual que estos dirigentes, están convencidas de que la «liquidación de los burgueses» las llevará de nuevo al jardín del Edén. Lo irónico del caso es que en la actualidad llaman «liberal» a su programa.

3. LA QUIMERA DE UN ESTADO PERFECTO DE LA HUMANIDAD

Todas las doctrinas que han tratado de encontrar alguna tendencia específica en el devenir histórico han estado en desacuerdo, en lo que respecta al pasado, acerca de los hechos históricos, y cuando han tratado de predecir el futuro, los hechos posteriores han demostrado espectacularmente que estaban equivocadas.

La mayoría de estas doctrinas se han caracterizado por la referencia a un estado de perfección en los asuntos humanos. Este estado perfecto se coloca al principio de la historia o al final, o tanto al principio como al final. Por consiguiente, según su interpretación, la historia aparecía como un progresivo deterioro o un progresivo mejoramiento o como un período de progresivo deterioro que sería seguido de un período de progresivo mejoramiento. En algunas de estas doctrinas la idea de un estado perfecto tenía sus raíces en creencias religiosas. Sin embargo, no es tarea de la ciencia mundana hacer un análisis de los aspectos teológicos de la cuestión.

Es evidente que en un estado perfecto de la humanidad no puede haber historia. La historia es la consignación de cambios. Pero el concepto mismo de perfección implica la ausencia de cambio, puesto que un estado perfecto sólo puede ser transformado en otro menos perfecto, esto es, cualquier cambio lo deteriora. Si se coloca el estado de perfección solamente en el supuesto principio de la historia, se afirma que la época histórica fue precedida por una época en la que no había historia y que un día algunos acontecimientos que alteraron la perfección de la época original iniciaron la época histórica. Si se da por sentado que la historia tiende hacia la realización de un estado perfecto, se afirma que un día terminará la historia.

Es parte de la naturaleza humana esforzarse incesantemente por encontrar condiciones más satisfactorias que otras. Este móvil estimula su energía mental y la hace actuar. La vida humana, en una situación perfecta, se transformaría en una mera existencia vegetativa.

La historia no empezó con una edad de oro. Las condiciones en que vivía el hombre primitivo son consideradas bastante insatisfactorias por generaciones posteriores, pues estaba rodeado de innumerables peligros que no amenazan al hombre civilizado o que lo amenazan en menor grado. Si al hombre primitivo se le compara con generaciones posteriores, se ve que era extremadamente pobre y bárbaro. Le hubiera encantado tener la oportunidad de aprovechar cualquiera de los logros de nuestra época: los métodos para curar heridas, por ejemplo.

La humanidad no puede alcanzar el estado de perfección. La idea de que un estado de abulia e indiferencia es deseable y constituye la más feliz condición que el hombre puede alcanzar está presente en la literatura utópica. Los autores de estas utopías describen una sociedad que no necesita cambios porque todo ha alcanzado la mejor forma posible. Ya no habrá ninguna razón para mejorar porque todo es perfecto. La historia ha terminado. En adelante todos serán completamente felices[130]. A ninguno de estos autores se le ocurrió pensar que aquellos a quienes deseaban beneficiar por medio de la reforma podrían tener ideas distintas acerca de lo que es deseable y lo que no lo es.

Una nueva y sofisticada versión de la imagen de la sociedad perfecta ha surgido últimamente de una crasa mala interpretación del proceder de la economía. Para estudiar los efectos de los cambios en el mercado, los esfuerzos por adaptar la producción a estos cambios y los fenómenos de utilidad y pérdida, el economista construye la imagen de una situación hipotética irrealizable en la cual la producción siempre está plenamente ajustada a los deseos de los consumidores y que no cambia. En este mundo imaginario, el hoy no difiere del mañana, no puede haber desajustes, y no surge la necesidad de la acción empresarial. El manejo de los negocios no requiere ninguna iniciativa, es un proceso autorregulado, realizado inconscientemente por autómatas motivados por misteriosos cuasiinstintos. Ni para los economistas ni para quienes sin serlo discuten asuntos económicos hay otra manera de entender lo que sucede en el cambiante mundo real que no sea contrastarlo con un mundo ficticio, estable e inmóvil. Pero los economistas tienen plena conciencia de que la elaboración de la imagen de una economía de giro uniforme es sólo un instrumento que no corresponde a nada en el mundo real en el que el hombre tiene que vivir y actuar. Ni siquiera se imaginaron que pudiera haber alguien que no se diera cuenta del carácter hipotético e instrumental de su construcción.

Sin embargo, muchos entendieron mal el significado y la importancia de este instrumento conceptual. Prestando una metáfora a la teoría de la mecánica, los economistas matemáticos llamaron «estado estático» a una economía de giro uniforme, «equilibrio» a las condiciones prevalentes y «desequilibrio» a la desviación del equilibrio. Este lenguaje sugiere que hay algo incorrecto, ya que en la economía real siempre hay desequilibrio y el estado de equilibrio nunca se da. El estado imaginario de equilibrio no alterado aparece como el estado más deseable de la realidad. En este contexto algunos autores llaman competencia imperfecta a la competencia que prevalece en la economía cambiante. La verdad es que la competencia sólo puede existir en una economía cambiante. Su función consiste precisamente en destruir el desequilibrio y crear una tendencia hacia el logro del equilibrio. No puede haber ninguna competencia en un estado de equilibrio estático, porque en tal estado no habría lugar para que un competidor pudiera intervenir para hacer algo que satisficiera mejor a los consumidores que lo que ya se hace. La definición misma de equilibrio implica que no hay desajuste en ninguna parte del sistema económico y, en consecuencia, ninguna necesidad de corrección, ni de actividad empresarial, ni de utilidades y pérdidas empresariales. Es precisamente la ausencia de utilidades lo que induce al economista matemático a considerar el estado de equilibrio inalterado como el estado ideal, pues se inspira en el prejuicio de que los empresarios son parásitos inútiles y las utilidades un lucro injusto.

Los partidarios del equilibrio también son engañados por las ambiguas connotaciones timológicas del término «equilibrio», las cuales no tienen nada que ver con la manera en que en la economía se emplea la construcción imaginaria de un estado de equilibrio. La noción popular de equilibrio mental es vaga y su significado no se puede precisar sin recurrir a juicios de valor arbitrarios. Todo lo que puede decirse acerca de semejante estado de equilibrio mental o moral es que no puede impeler a una persona hacia ninguna acción, pues la acción presupone cierto desasosiego, ya que su único propósito sólo puede ser el librarse de ese desasosiego. La analogía con el estado de perfección es evidente. El individuo completamente satisfecho carece de propósitos, no actúa, no tiene incentivos para pensar, y pasa sus días en un tranquilo gozo de la vida. No es necesario decidir si esa vida de fantasía es o no deseable. Lo cierto es que los hombres de carne y hueso nunca pueden alcanzar tal estado de perfección y equilibrio. No es menos cierto que, ante las duras imperfecciones de la vida real, la gente sueña con la plena realización de todos sus deseos. Esto explica la alabanza emocional del equilibrio y la condenación del desequilibrio.

Sin embargo, los economistas no deben confundir la noción timológica del equilibrio con el uso que tiene la construcción imaginaria de una economía estática. El único servicio que presta esta construcción imaginaria es poner de relieve la lucha incesante de las personas que actúan por alcanzar la mejor situación posible. Nada tiene de objetable la descripción del desequilibrio que hace el observador científico imparcial. Es el entusiasmo prosocialista de los pseudoeconomistas matemáticos el responsable de que un mero instrumento analítico de la economía lógica se transforme en una imagen utópica de una situación considerada buena y altamente deseable.

4. LA SUPUESTA TENDENCIA ININTERRUMPIDA HACIA EL PROGRESO

Una interpretación filosófica realista de la historia debe abstenerse de hacer referencia a la quimérica noción de un estado perfecto de la humanidad. El único punto de partida de una interpretación realista es el hecho de que el hombre, al igual que todos los otros seres vivos, es movido por el impulso a preservar su existencia y liberarse, hasta donde sea posible, de cualquier malestar que sienta. En esta perspectiva la gran mayoría de las personas valoran las condiciones en que tienen que vivir. Sería erróneo calificar su actitud de materialista en la acepción moral del término. La búsqueda de finalidades más nobles, que los moralistas contrastan con lo que consideran meras satisfacciones materiales, presupone un cierto grado de bienestar material.

La controversia acerca del origen monogenético o poligenético del Homo sapiens es, como ya se dijo[131], de poca importancia para la historia. Aun cuando diéramos por sentado que todos los seres humanos son descendientes de un grupo de primates, el único que dio origen a la especie humana, tenemos que tener en cuenta el hecho de que muy pronto se dispersaron por el globo terrestre y que esta dispersión dividió la unidad original en grupos más o menos aislados. Durante miles de años cada uno de estos grupos vivió su propia vida con poca o ninguna comunicación con otros grupos. Finalmente, el desarrollo de métodos modernos de comercio y transporte terminó con el aislamiento de diversos grupos de seres humanos.

Sostener que la evolución de la humanidad desde sus condiciones iniciales hasta el presente ha seguido una línea específica equivale a distorsionar los hechos históricos. No hubo ni uniformidad ni continuidad en la sucesión de los hechos históricos. Y es aún menos correcto aplicar a los cambios históricos los términos de crecimiento y decadencia, progreso y retroceso, mejoramiento y deterioro, si el historiador o filósofo no cree arbitrariamente que sabe cuál debe ser la finalidad del esfuerzo humano. No hay acuerdo entre las personas acerca de un patrón para calificar los logros de la civilización de buenos o malos, mejores o peores.

La humanidad es casi unánime en su valoración de las conquistas materiales de la moderna civilización capitalista. La gran mayoría considera altamente deseable el alto nivel de vida que esta civilización hace posible para el hombre medio. Fuera del pequeño grupo, cada vez menor, de ascetas consecuentes, sería difícil encontrar personas que no deseen para sí mismas, sus familias y sus amigos el disfrute de las ventajas materiales del capitalismo occidental. Si, desde este punto de vista los hombres afirmen que «nosotros» hemos progresado con relación a épocas anteriores, su juicio de valor está de acuerdo con el de la mayoría. Pero si suponen que lo que llaman progreso es un fenómeno necesario y que en el curso de los acontecimientos hay una ley que requiera que el progreso continúe para siempre, están muy equivocados.

Para refutar la doctrina de una tendencia inherente hacia el progreso que opera automáticamente, por así decirlo, no es necesario hacer referencia a civilizaciones pasadas en que períodos de mejoramiento material fueron seguidos por períodos de decadencia o por períodos estacionarios. No hay ninguna razón para suponer que una ley de evolución histórica opera necesariamente hacia el mejoramiento de las condiciones materiales o que las tendencias que prevalecieron en el pasado reciente continuarán en el futuro.

Lo que llamamos progreso económico es el resultado de la acumulación de bienes de capital que excedan el aumento de la población. Si esta tendencia se detiene y no hay más acumulación de capital o hay descapitalización, ya no habrá progreso en esta acepción del término.

Todo el mundo, exceptuando los más fanáticos socialistas, están de acuerdo en que el mejoramiento sin precedentes de las condiciones materiales que se ha logrado en los últimos dos siglos es un triunfo del capitalismo. Para no calificarlo de otra manera, es prematuro suponer que la tendencia hacia un mejoramiento económico progresivo continuará bajo una diferente organización de la sociedad. Los campeones del socialismo rechazan, por considerarlo equivocado, todo aquello que la economía ha aportado para mostrar que un sistema socialista, al no poder establecer ningún tipo de cálculo económico, destruirá completamente el sistema de producción. Aun cuando los socialistas tuvieran razón para no tener en cuenta el análisis económico del socialismo, ello no probaría que la tendencia hacia el mejoramiento económico continuará o podría continuar bajo un régimen socialista.

5. LA SUPRESIÓN DE LA LIBERTAD «ECONÓMICA»

Una civilización es el resultado de una determinada concepción del mundo y su filosofía se manifiesta en cada una de sus conquistas.

Los artefactos producidos por los hombres son materiales. Pero los métodos utilizados en la organización de las actividades productivas son mentales, resultado de ideas que determinan lo que debe hacerse y cómo ha de hacerse. Todos los aspectos de una civilización están animados por el espíritu de su ideología.

La filosofía que caracteriza a Occidente y cuya consecuente elaboración ha transformado todas las instituciones sociales durante los últimos siglos es la filosofía del individualismo. Esta filosofía sostiene que las ideas, tanto las buenas como las malas, se originan en la mente de un individuo. Sólo unos pocos hombres tienen capacidad para concebir nuevas ideas. Pero puesto que las ideas políticas pueden ser eficaces sólo si las acepta la sociedad, depende de aquellos que son incapaces de desarrollar nuevas formas de pensamiento que se aprueben o no las innovaciones de los pioneros. No hay ninguna garantía de que las masas harán un buen uso del poder que poseen. Puede ser que rechacen las buenas ideas, aquellas cuya adopción los beneficiaría, y adopten ideas falsas que les perjudicarán. Pero si eligen lo peor la culpa es sólo de ellos. No es menor la culpa de los pioneros de las buenas causas por no haber conseguido expresar sus pensamientos en formas más convincentes. La evolución favorable de los asuntos humanos depende en última instancia de la habilidad de la especie humana para producir no sólo autores, sino también heraldos y diseminadores de ideas benéficas.

Se puede deplorar el hecho de que la humanidad, aunque no de forma infalible, esté determinada por la mente de los hombres. Pero ese sentimiento no puede cambiar la realidad. Es esto precisamente lo que los teólogos tenían en la mente cuando ensalzaban a Dios por haber dado al hombre la capacidad de elegir entre el vicio y la virtud.

Los peligros inherentes a la incompetencia de las masas no se eliminan transfiriendo la autoridad para tomar las decisiones finales a la dictadura de uno o pocos hombres, por excelentes que sean.

Es ilusorio creer que el despotismo estará siempre del lado de las buenas causas. El despotismo se caracteriza por su intento de obstaculizar los esfuerzos de los pioneros por mejorar las condiciones del prójimo. La meta principal de los gobiernos despóticos es evitar cualquier innovación que pueda poner en peligro su propia supremacía. Su propia naturaleza los empuja hacia un conservadurismo extremo, la tendencia a mantener lo que es, aunque el cambio pueda ser deseable para el bienestar del pueblo. Se oponen a las ideas nuevas y a cualquier acción espontánea de los ciudadanos.

Aun los más despóticos gobiernos, con toda su brutalidad y crueldad, no pueden resistir a las ideas por mucho tiempo. Tarde o temprano prevalecerá la ideología que ha logrado el apoyo de la mayoría y destruirá la base del poder del tirano. Entonces los oprimidos se rebelarán y derrocaran a sus amos. Sin embargo, este proceso puede ser lento y mientras tanto podrá haberse hecho un daño irreparable a la sociedad. Además, una revolución significa necesariamente una violenta interrupción de la cooperación social, produce divisiones y odios irreconciliables entre los ciudadanos y puede generar amarguras que ni los siglos pueden borrar completamente. La excelencia y el valor de lo que llamamos instituciones constitucionales, democracia y gobierno del pueblo se ven en el hecho de que hacen posible el cambio pacífico en los métodos y en los encargados del gobierno. Donde hay gobierno representativo ni las revoluciones ni las guerras son necesarias para sustituir a un gobernante impopular y su sistema. Si los hombres del gobierno o sus métodos ya no satisfacen a la mayoría de la nación, en la próxima elección serán reemplazados por otros hombres y otros sistemas.

De esta forma la filosofía del individualismo destruyó la doctrina del absolutismo, que otorgaba grandes favores a príncipes y tiranos. Al supuesto derecho divino de los reyes opuso los derechos inalienables dados al hombre por su Creador. Contra el supuesto derecho del Estado a mantener la ortodoxia y exterminar lo que consideraba herejía proclamó la libertad de conciencia. Contra la inflexible preservación de viejas instituciones que el paso del tiempo había hecho indeseables recurrió a la razón. Y de esta manera inauguró una era de libertad y de progreso hacia la prosperidad.

A los filósofos de los siglos XVIII y principios del XIX no se les ocurrió que surgiría una nueva ideología que iba a rechazar todos los principios de la libertad y del individualismo y que proclamaría la sujeción total del individuo a la tutela de una autoridad paternal como la más deseable meta de la actividad política, la finalidad más noble de la historia y la realización del los planes que Dios se propuso al crear al hombre. No sólo Hume, Condorcet y Bentham, pero ni siquiera Hegel y Stuart Mill lo habrían creído si algunos de sus contemporáneos les hubieran profetizado que en el siglo XX la mayoría de los pensadores y científicos de Francia y de los países anglosajones estarían encantados con un sistema de gobierno que eclipsa a todas las tiranías del pasado en su despiadada persecución de disidentes y en sus esfuerzos por despojar al individuo de cualquier oportunidad de actividad espontánea. Si alguien les hubiera dicho que la abolición de la libertad, de los derechos civiles y del gobierno basado en el consentimiento del pueblo serían llamados liberación le habrían considerado lunático. Sin embargo, todo esto ha sucedido.

El historiador puede comprender y ofrecer explicaciones timológicas de este radical e inesperado cambio de ideología. Pero tal interpretación de ninguna manera refuta los análisis de filósofos y economistas de las falsas doctrinas que produjeron este movimiento.

La base de la civilización occidental es el ámbito de acción espontánea que asegura al individuo. Siempre ha habido intentos de disminuir la iniciativa individual, pero el poder de los perseguidores e inquisidores no ha sido absoluto. No pudo evitar ni el surgimiento de la filosofía griega ni de la romana, ni el desarrollo de la ciencia y la filosofía modernas. Impelidos por su propio genio, los pioneros han realizado su trabajo a pesar de toda la hostilidad y la oposición. El innovador no tenía que esperar ni invitaciones ni órdenes de nadie. Podía adelantarse por propia iniciativa y oponerse a las enseñanzas tradicionales. En el ámbito de las ideas Occidente casi siempre ha disfrutado de la bendición de la libertad.

Luego vino la emancipación del individuo en el campo de la actividad económica, un logro de la nueva rama de la filosofía, la economía. Se liberó al hombre emprendedor que sabía cómo enriquecer al prójimo al mejorar los métodos de producción. El cuerno de la abundancia llegó al hombre común gracias al principio capitalista de producción en masa para el consumo de las masas.

Para valorar adecuadamente los efectos de la idea occidental de la libertad debemos comparar Occidente con las condiciones que prevalecen en aquellas partes del mundo que nunca han comprendido el significado de la libertad.

Algunos pueblos orientales desarrollaron la ciencia y la filosofía mucho antes que los antecesores de los representantes de la moderna civilización occidental salieran de la barbarie. Hay buenas razones para pensar que la astronomía y la matemática griegas recibieron su primer impulso del conocimiento de lo que había sido descubierto en Oriente. Cuando más tarde los árabes tuvieron conocimiento de la literatura griega en los países que habían conquistado, una extraordinaria cultura musulmana empezó a florecer en Persia, Mesopotamia y España. Hasta el siglo XIII la ciencia árabe no era inferior a los logros del Occidente de la misma época. Pero entonces la ortodoxia religiosa termino con la actividad intelectual y el pensamiento independiente en los países musulmanes, como antes había ocurrido en China, en Tudea y en el ámbito del cristianismo oriental. Por otra parte, las fuerzas de la ortodoxia y la persecución de los disidentes no pudieron silenciar las voces de la ciencia y la filosofía occidental, pues el espíritu de la libertad y del individualismo ya era suficientemente fuerte en Occidente para sobrevivir a cualquier persecución.

A partir del siglo XIII todas las innovaciones intelectuales, políticas y económicas se originaron en Occidente. Hasta hace unas pocas décadas, antes de que Oriente se enriqueciera por el contacto con Occidente, al consignar la historia grandes nombres en la filosofía, la ciencia, la literatura, la tecnología, la política y la industria, casi no podía mencionar a ningún oriental. En Oriente había estancamiento y un rígido conservadurismo antes de que las ideas occidentales empezaran a infiltrarse. A los orientales no les ofendía la esclavitud, la servidumbre, la intocabilidad, ni costumbres como la deformación de los pies de las niñas, castigos bárbaros, la miseria generalizada, la ignorancia, la superstición y la falta de higiene. Incapaces de comprender el significado de la libertad, se entusiasmaron con el programa del colectivismo.

Aunque estos hechos son bien conocidos, hoy hay millones de seres humanos que apoyan con entusiasmo la política que persigue reemplazar el planeamiento autónomo de cada individuo e instaurar el planeamiento de una autoridad central. Suspiran por la esclavitud.

Desde luego, los campeones del totalitarismo aseguran que desean abolir «sólo la libertad económica» y que todas «las demás libertades» permanecerán incólumes. Pero la libertad es indivisible. La distinción entre el ámbito económico de la vida y la acción humana y el ámbito no económico es la peor de sus falacias. Si un poder omnipotente tiene la facultad de asignar a cada individuo las tareas que tiene que realizar, nada le queda a este que pueda llamarse libertad o autonomía. Sólo puede elegir entre la obediencia estricta y la muerte por el hambre[132].

Comités de expertos pueden aconsejar a la autoridad planeadora si a un joven debería o no dársele la oportunidad de prepararse para trabajar en un campo intelectual o artístico. Pero tal sistema sólo puede producir discípulos comprometidos a repetir mecánicamente las ideas de generaciones anteriores. No permitiría que hubiera innovadores que disientan de las formas aceptadas de pensamiento. Nunca habría habido innovaciones si su creador hubiera necesitado autorización de aquellos de cuyas doctrinas y métodos deseaba desviarse. Hegel no hubiera autorizado a Schopenhauer o a Feuerbach, ni el profesor Rau hubiera autorizado a Marx o a Carl Menger. Si el comité planeador supremo determina en última instancia qué libros han de imprimirse, quién ha de hacer experimentos en los laboratorios y quién ha de pintar o esculpir y qué cambios han de hacerse en los métodos tecnológicos, no habrá ni mejoramiento ni progreso. El hombre individual se transformará en un peón en manos de los gobernantes, quienes en su «ingeniería social» lo manejarán como los ingenieros manejan los materiales con que construyen edificios, puentes y máquinas. En todas las esferas de la actividad humana, una innovación constituye un reto, no sólo a los rutinarios y a los expertos y a quienes utilizan métodos tradicionales, sino especialmente a aquellos que en el pasado han sido innovadores. Al principio la innovación encuentra una terca oposición. Tales obstáculos pueden ser superados en una sociedad que goza de libertad económica, pero son insuperables en un sistema socialista.

La esencia de la libertad de un individuo es la oportunidad de desviarse de las formas tradicionales de pensar y actuar. El planeamiento por parte de una autoridad establecida excluye el planeamiento de los individuos.

6. LA INCERTIDUMBRE ACERCA DEL FUTURO

El hecho más destacado acerca de la historia es que es una sucesión de acontecimientos que nadie previó antes de que ocurrieran.

Lo que vislumbran los más sabios estadistas y hombres de empresa son, a lo sumo, condiciones que se darán en un futuro próximo, en un período en el cual no habrá cambios radicales en las ideologías ni en las condiciones generales. Los filósofos británicos y franceses cuyos escritos inspiraron la revolución francesa y los poetas y pensadores de todas las naciones occidentales que saludaron con entusiasmo las primeras etapas de la gran transformación no previeron ni el reino del terror ni la forma en que Babeuf y sus discípulos interpretarían pronto el principio de la igualdad. Ninguno de los economistas cuyas teorías destruyeron los métodos precapitalistas para restringir la libertad económica y ninguno de los empresarios cuyas actividades iniciaron la revolución industrial previeron ni los logros sin precedentes de la libre empresa ni la hostilidad con que reaccionarían contra el capitalismo quienes más se beneficiaron de él. Aquellos idealistas que recibieron como una panacea la política del presidente Wilson «de asegurar la democracia en el mundo» no previeron cuáles serían los efectos de la misma.

La falacia inherente al intento de predecir el curso de la historia es que los profetas dan por sentado que no habrá ideas que posean las mentes de los hombres que no sean las que ellos ya conocen. Hegel, Comte y Marx, para mencionar sólo a los más populares adivinos, nunca pusieron en duda su propia omnisciencia. Cada uno de ellos estaba plenamente convencido de que él era el hombre a quien los misteriosos poderes que dirigen los asuntos humanos habían elegido para consumar la evolución del cambio histórico. En adelante nada importante podía suceder. Ya no había necesidad de que la gente pensara. Sólo una tarea quedaba para las generaciones venideras: arreglar las cosas de acuerdo con los preceptos elaborados por el heraldo de la Providencia. A este respecto, no había ninguna diferencia entre Mahoma y Marx, entre los inquisidores y Augusto Comte.

Hasta ahora, en Occidente ninguno de los apóstoles de la estabilización y la petrificación ha conseguido destruir la innata inclinación del individuo a pensar y a aplicar la razón a todos los problemas. Esto, y sólo esto, pueden afirmar la historia y la filosofía al ocuparse de las doctrinas que pretenden saber exactamente cuál será el futuro de la humanidad.