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Interpretaciones filosóficas de la historia

1. LAS FILOSOFÍAS DE LA HISTORIA Y LAS INTERPRETACIONES FILOSÓFICAS DE LA HISTORIA

Los intentos de hacer una interpretación filosófica de la historia no deben confundirse con ninguno de los diversos esquemas de filosofía de la historia. Estos intentos no persiguen descubrir la finalidad hacia la cual tiende el proceso de la historia humana, sino destacar los factores que tienen una función importante en la determinación del curso de los acontecimientos históricos. Estudian las finalidades que los individuos o los grupos persiguen, pero se abstienen de opinar acerca de la finalidad y el significado del proceso histórico total o de un destino predeterminado de la humanidad. No se apoyan en la intuición, sino en el estudio de la historia. Tratan de demostrar la corrección de su interpretación haciendo referencia a hechos históricos. En este sentido pueden ser calificados de discursivos y científicos.

Carece de interés discutir los méritos y las limitaciones de una determinada filosofía de la historia. Una filosofía de la historia se acepta o se rechaza en su totalidad. Ningún argumento lógico y ninguna referencia a los hechos pueden presentarse en favor o en contra de una filosofía de la historia. No es cuestión de razonar al respecto; lo que importa es únicamente creer o no creer. Es posible que dentro de pocos años toda la tierra esté bajo el socialismo. Si ello sucede, de ninguna manera corroboraría la variedad marxista de filosofía de la historia. El socialismo no será el resultado de una ley que opera «independientemente de la voluntad de los hombres» con «la inexorabilidad de una ley de la naturaleza». Sería, precisamente, el resultado de las ideas que entraron en las mentes de los hombres, de la convicción compartida por la mayoría de que el socialismo será más beneficioso para ellos que el capitalismo.

Una interpretación filosófica de la historia puede usarse como propaganda política. Sin embargo, es fácil separar el núcleo científico de la doctrina de su adaptación y modificación políticas.

2. EL AMBIENTALISMO

Ambientalismo es la doctrina que explica los cambios históricos como si fueran producidos por el ambiente en que viven las personas. Hay dos variedades de esta doctrina: el ambientalismo físico o geográfico y el ambientalismo social o cultural.

La primera doctrina afirma que las características esenciales de una civilización son producidas por factores geográficos. Las condiciones físicas, geológicas y climáticas y la flora y fauna de una región determinan los pensamientos y las acciones de sus habitantes. En la formulación más extrema de su tesis, los autores antropogeográficos atribuyen el origen de todas las diferencias entre razas, naciones y civilizaciones a la acción del ambiente natural del hombre.

El error de esta interpretación consiste en considerar a la geografía como un factor activo y a la acción humana como un factor pasivo. Sin embargo, el ambiente geográfico es sólo uno de los elementos de la situación en que el hombre se encuentra por su nacimiento, que le hace sentirse incómodo y emplear su razón y su fuerza física para deshacerse de la incomodidad de la mejor manera posible.

La geografía (la naturaleza) proporciona un estímulo a la acción y, además, tanto medios utilizables como obstáculos insuperables al esfuerzo humano por mejorar. Da el estímulo, pero no la respuesta. La geografía señala una tarea, pero el hombre tiene que realizarla. El hombre vive en un ambiente geográfico específico y se ve obligado a adaptar su acción a las condiciones de su medio. Pero las formas en que se adapta, los métodos de su adaptación social, tecnológica y moral no están determinados por los factores físicos externos. El continente norteamericano no produjo ni la civilización de los aborígenes ni la de los americanos de ascendencia europea.

La acción humana es reacción consciente a los estímulos que ofrecen las condiciones en las que vive el hombre. Puesto que algunos elementos de la situación en que vive y respecto de la cual tiene que actuar son diferentes en distintos lugares del mundo, también hay diferencias geográficas en la civilización. Los zapatos de madera de los pescadores holandeses no serían útiles a los montañeses de Suiza. Los abrigos de piel son adecuados para Canadá, pero no tanto para Tahití.

La doctrina del ambientalismo social y cultural insiste en el hecho de que hay necesariamente continuidad en la civilización humana. La nueva generación no crea una nueva civilización, sino que ingresa en el medio social y cultural que generaciones anteriores han creado. El individuo nace en una fecha específica de la historia y en una situación determinada por la geografía, la historia, las instituciones sociales, las costumbres y las ideologías. Cada día tiene que hacer frente a los cambios que producen las acciones de sus contemporáneos en la estructura de este ambiente tradicional. Vivir no es un simple vivir en el mundo. Es vivir en un lugar específico. El individuo es ayudado y obstaculizado por todo aquello que es peculiar al lugar, pero no es determinado por ello.

La verdad que hay en el ambientalismo es el reconocimiento de que cada individuo vive en una época y en un espacio geográfico específicos y que actúa bajo las condiciones determinadas por este ambiente. El ambiente determina la situación, pero no la respuesta. Pueden concebirse y realizarse diferentes formas de reacción a una misma situación. Cuál sea la que se elija depende de su individualidad.

3. LA INTERPRETACIÓN IGUALITARIA DE LA HISTORIA

La mayoría de los biólogos sostiene que sólo hay una especie de hombre. El hecho de que todos los seres humanos pueden entrecruzarse y tener hijos fértiles se considera como prueba de la unidad zoológica de la humanidad. Pero dentro de la especie homo sapiens hay numerosas diferencias que hacen imperativo distinguir subespecies o razas.

Hay muchas diferencias somáticas entre los miembros de las diversas razas. También hay extraordinarias, aunque menos importantes, diferencias entre miembros de la misma raza, subraza, tribu, familia y aun entre gemelos que no son idénticos. Desde el nacimiento cada individuo ya es diferente de todos los otros ejemplares, tiene caracteres individuales propios. Pero por grandes que puedan ser estas diferencias no afectan a la estructura lógica de la mente humana. No existe la menor prueba para apoyar la tesis, formulada por diversas escuelas de pensamiento, de que la lógica y el pensamiento de razas diferentes son categorialmente diferentes.

El estudio científico de las diferencias innatas entre los individuos y las de su herencia biológica y psicológica ha sido confundido y distorsionado por prejuicios políticos. La psicología conductista sostiene que todas las diferencias en los caracteres mentales entre los seres humanos son causadas por factores ambientales y niega todo influjo al tipo somático sobre la actividad mental. También sostiene que el uniformar las condiciones externas de la vida y de la educación podría borrar todas las diferencias culturales entre los individuos, cualquiera que sea su familia o su raza. La observación contradice estas afirmaciones, pues muestra que hay cierta correlación entre la estructura somática y las características mentales. Un individuo hereda de sus padres e indirectamente de los antepasados de sus padres no sólo las características biológicas específicas de su cuerpo, sino también un conjunto de capacidades mentales que delimitan los alcances de sus adquisiciones intelectuales y su personalidad. Algunos individuos poseen una capacidad innata para ciertas clases de actividad, mientras que otros no la tienen o la tienen en un grado menor.

La doctrina conductista se empleó para apoyar el programa socialista del tipo igualitario. El socialismo igualitario ataca el principio liberal clásico de la igualdad ante la ley. Según esta opinión, las desigualdades de ingresos y riqueza que existen en la economía de mercado no son diferentes de las que existen en una sociedad clasista determinada por la ley, ni en su origen ni en su significación social. Son el resultado de usurpaciones y expropiaciones y la consiguiente explotación de las masas producida por la violencia arbitraria. Los beneficiarios de esta violencia forman una clase dominante cuyo instrumento, el Estado, subyuga por la fuerza a los explotados. Lo que distingue al «capitalista» del «hombre común» es el hecho de que el primero se ha unido a la pandilla de explotadores inescrupulosos. La única cualidad que debe poseer el empresario es la villanía. Su ocupación, dice Lenin, es llevar la contabilidad y controlar la producción y la distribución, y estas actividades han sido «simplificadas tanto por el capitalismo que se han transformado en las extraordinariamente simples operaciones de vigilar y dar recibos, que están al alcance de cualquiera que sepa leer y escribir y las cuatro operaciones de la aritmética»[125]. De manera que los «privilegios de propiedad» de los «capitalistas» no son menos superfluos y parásitos que los privilegios determinados por la ley de los terratenientes aristocráticos en vísperas de la Revolución Industrial. Al establecer una falsa igualdad ante la ley y preservar el más inicuo de los privilegios —la propiedad privada— la burguesía ha engañado a las confiadas personas y les ha robado los frutos de la revolución.

Esta doctrina, que ya está en embrión en los escritos de autores anteriores y que fue popularizada por Jean Jacques Rousseau y por Babeuf, fue transformada, dentro de la doctrina de la lucha de clases de Marx, en una interpretación del proceso total de la historia humana desde el punto de vista de la usurpación. En el contexto de la filosofía marxista de la historia, el surgimiento de distinciones de status y de clase es el resultado necesario e históricamente inevitable de la evolución de las fuerzas materiales de producción. Los miembros de las clases y las castas dominantes no eran individualmente responsables de los actos de opresión y explotación. No eran moralmente inferiores a aquellos que mantenían en sumisión. Eran simplemente los hombres que el destino inescrutable selecciono para desempeñar una tarea social, económica e históricamente necesaria. Puesto que el estado de las fuerzas materiales de producción determina la función de cada individuo en la consumación del proceso histórico, era su destino realizar todo lo que lograron.

Pero los escritos en que Marx y Engels estudian los problemas históricos o los asuntos políticos de su tiempo ofrecen una descripción muy diferente de la marcha de los acontecimientos humanos. En ellos aceptan sin reserva alguna la doctrina popular de la corrupción moral inherente a los «explotadores». La historia humana aparece como un proceso de progresiva corrupción moral, habiendo esta empezado cuando las paradisíacas condiciones de las primitivas comunidades aldeanas fueron destruidas por la codicia de individuos egoístas. La propiedad privada de la tierra es el pecado original que paso a paso ha producido todos los desastres que han afligido a la humanidad. Lo que eleva al «explotador» por encima de sus prójimos es su villanía. En los tres volúmenes de El capital, la falta de escrúpulos es la única cualidad que se considera necesaria en un «explotador». El mejoramiento de la tecnología y la acumulación de riqueza, que Marx consideraba condiciones necesarias para la realización del socialismo, son descritos como resultado de la evolución espontánea de las míticas fuerzas materiales de producción. Los «capitalistas» no reciben ningún reconocimiento por estos logros. Todo lo que hacen estos villanos es expropiar a aquellos que deberían tener el derecho de gozar de los frutos de la operación de las fuerzas materiales de producción. Ellos se quedan con la «plusvalía». Son simplemente parásitos que no son necesarios para la humanidad.

Esta interpretación igualitaria de la historia es la filosofía oficial de nuestra época. Da por sentado que un proceso automático de evolución histórica tiende a mejorar los métodos tecnológicos de producción, a acumular riqueza y a proporcionar los medios para mejorar el nivel de vida de las masas. Al estudiar las condiciones del Occidente capitalista durante los dos últimos siglos, los estadísticos ven una tendencia hacia una mayor productividad y tranquilamente suponen que la tendencia continuará, cualquiera que sea la organización económica de la sociedad. Según ellos, una tendencia de evolución histórica es algo que está más allá de las acciones de los hombres, un hecho «científicamente» establecido que no puede ser afectado ni por los hombres ni por el sistema social. De manera que instituciones como la legislación impositiva contemporánea, que persigue destruir las desigualdades de ingresos y de riqueza, no pueden hacer ningún daño.

La doctrina igualitaria es evidentemente contraria a todos los hechos establecidos por la biología y por la historia. Sólo los partidarios fanáticos de esta doctrina pueden afirmar que lo que distingue al genio del tonto es completamente atribuible a influjos posnatales. El supuesto de que la civilización, el progreso y el mejoramiento se originan en la operación de algún factor mítico —las fuerzas materiales de producción, en la filosofía marxista—, que conforma las mentes de los hombres de tal manera que ciertas ideas son producidas en ellos al mismo tiempo, es una fábula absurda.

Ha habido muchas discusiones vacías acerca de la inexistencia de diferencias entre los seres humanos. Pero no ha habido un intento de organizar la sociedad de acuerdo con el principio igualitario. El autor de un tratado igualitario y el dirigente de un partido igualitario contradicen con su propia actividad el principio que dicen aceptar. La función histórica del credo igualitario ha sido disfrazar las abyectas formas de opresión despótica. En la Rusia soviética el igualitarismo es proclamado como uno de los principales dogmas del credo oficial. Pero Lenin fue endiosado después de su muerte y Stalin fue venerado en vida como nadie lo ha sido desde la época decadente del Imperio Romano.

Las fábulas igualitarias no explican el curso de la historia pasada; no tienen cabida en el análisis de los problemas económicos y no tienen ninguna utilidad en el planeamiento de acciones políticas futuras.

4. INTERPRETACIÓN RACIAL DE LA HISTORIA

Es un hecho histórico que las civilizaciones desarrolladas por diversas razas son diferentes. En épocas anteriores era posible establecer esta verdad sin intentar distinguir las civilizaciones altas de las bajas. Cada raza, podía afirmarse, desarrolla una cultura acorde con sus deseos e ideales. El carácter de una raza se expresa adecuadamente en sus logros. Una raza puede imitar las instituciones y conquistas de otras razas, pero no desea abandonar su propio patrón cultural completamente y adoptar otro importado y extraño. Si hace cerca de dos mil años los grecorromanos y los chinos hubieran tenido conocimiento de la civilización de los otros, ninguna de las dos razas habría admitido que la civilización de la otra era superior a la propia.

Pero la situación es distinta en nuestra época. Puede ser que los no caucásicos odien y desprecien al hombre blanco; puede ser que planeen su destrucción y que se solacen en alabar extravagantemente sus propias civilizaciones. Pero desean para ellos las tangibles conquistas de Occidente, por su ciencia, su tecnología, su medicina, sus métodos de administración industrial. Muchos de sus portavoces dicen que desean imitar la cultura material de Occidente, pero sólo en la medida en que no entre en conflicto con sus ideologías aborígenes y no ponga en peligro sus creencias y prácticas religiosas. No se dan cuenta de que la adopción de lo que despectivamente llaman los meros logros materiales de Occidente es incompatible con la preservación de sus ritos tradicionales, sus tabúes y su estilo de vida. Creen ingenuamente que sus pueblos podrían tomar la tecnología de Occidente y alcanzar un nivel material más alto de vida sin que tengan que abandonar su concepción del mundo y las costumbres que han heredado de sus antepasados. Su error es fortalecido por la doctrina socialista, la cual tampoco se da cuenta de que los logros materiales y tecnológicos de Occidente fueron producidos por las filosofías del racionalismo, el individualismo y el utilitarismo, y que estas filosofías desaparecerán si las doctrinas colectivistas y totalitarias instauran el socialismo.

Prescindiendo de lo que se piense de la civilización occidental, lo cierto es que todos los pueblos ven con envidia sus logros, quieren reproducirlos y de esa manera admiten su superioridad. Esta es la que ha originado la doctrina moderna de las diferencias raciales y su consecuencia política: el racismo.

La doctrina de las diferencias raciales sostiene que algunas razas han tenido más éxito que otras en la búsqueda de los fines comunes a todos los seres humanos. Todos los seres humanos desean resistir; a los factores contrarios a la preservación de su vida, de su salud, de su bienestar. No puede negarse que el capitalismo occidental moderno ha tenido más éxito en estas actividades, pues ha aumentado la longevidad media y ha elevado el nivel de vida en una manera sin precedentes. También ha puesto al alcance del hombre común la filosofía, la ciencia y el arte, que en todos los países en el pasado y en los países que están fuera del capitalismo occidental en el presente han estado sólo al alcance de una pequeña minoría. Puede ser que los insatisfechos condenen a la civilización occidental por su materialismo, que sólo ha beneficiado a una pequeña clase de explotadores. Pero sus lamentaciones no pueden anular los hechos. Millones de madres han sido felices por la disminución del índice de mortalidad infantil. El hambre ha desaparecido y han disminuido las epidemias. El hombre común vive en mejores condiciones que sus antepasados o sus contemporáneos en los países no capitalistas. Y no debemos rechazar, por considerarla materialista, una civilización que hace posible que prácticamente todo el mundo goce de una sinfonía de Beethoven interpretada por una orquesta que dirige un gran maestro.

La tesis de que algunas razas han tenido más éxito que otras en sus esfuerzos por desarrollar una civilización es irrefutable en cuanto que se basa en la experiencia histórica. Como un resumen de lo que ha sucedido en el pasado es perfectamente correcto afirmar que la civilización moderna es una conquista del hombre blanco. Sin embargo, este hecho no justifica ni el orgullo racial del blanco ni las doctrinas políticas del racismo.

Muchos se enorgullecen de que sus antepasados o sus parientes hayan hecho grandes cosas. A algunos les produce especial satisfacción el saber que pertenecen a una familia, clan, nación o raza que se ha distinguido en el pasado. Pero esta inocua vanidad se convierte fácilmente en desprecio por aquellos que no pertenecen al mismo distinguido grupo y en intentos de humillarlos e insultarlos. Los diplomáticos, soldados, burócratas y comerciantes de las naciones occidentales, que en sus contactos con las razas de color han mostrado un espíritu de intolerable presunción, no tenían derecho a enorgullecerse de los logros de la civilización occidental. No es a los creadores de esta cultura a quienes pusieron en entredicho con su conducta. La insolencia que expresan rótulos como «prohibida la entrada a perros y aborígenes» ha comprometido por mucho tiempo las relaciones entre las razas. Pero no es preciso que estudiemos estos tristes hechos en un análisis de las doctrinas raciales.

La experiencia histórica justifica la afirmación de que en el pasado los esfuerzos de algunas subdivisiones de la raza caucásica por desarrollar la civilización han eclipsado los esfuerzos de los miembros de otras razas, pero no justifica ninguna afirmación acerca del futuro. No nos permite dar por sentado que la superioridad de los blancos continuará en el futuro. Nada puede predecirse a base de la experiencia histórica que tenga la probabilidad de las predicciones que se hacen en las ciencias naturales, basadas en hechos experimentales. En 1760, un historiador habría estado en lo cierto al declarar que la civilización occidental era principalmente un logro de los latinos y los británicos y que los germanos habían contribuido muy poco a ella. En esa época podía sostenerse que la ciencia, el arte, la literatura, la filosofía y la tecnología alemanas eran insignificantes si se las comparaba con los logros de otras naciones. Podía afirmarse que j los alemanes que se habían distinguido en esos campos —principalmente los astrónomos Copérnico[126] y Kepler y el filósofo Leibniz— tuvieron éxito porque absorbieron plenamente lo que habían aportado pensadores no alemanes, que intelectualmente no pertenecían a Alemania, que por mucho tiempo no tuvieron discípulos alemanes y que quienes primero apreciaron sus doctrinas fueron predominantemente personas no alemanas. Pero si en esa época se hubiera inferido de estos hechos que los alemanes eran culturalmente inferiores y que en el futuro estarían muy por debajo de los franceses y los británicos, la conclusión habría sido refutada por el curso de la historia posterior.

Sólo la ciencia biológica podría predecir la conducta futura de las razas que en la actualidad se consideran culturalmente atrasadas. Si la biología descubriera algunas características anatómicas de los miembros de las razas no caucásicas que necesariamente limitan sus facultades mentales, se podría aventurar una predicción como esa. Pero hasta ahora la biología no ha descubierto ninguna característica de esa clase.

No es mi propósito ocuparme en este ensayo de los aspectos biológicos de la doctrina racial. Debo, por consiguiente, abstenerme de analizar las controversias acerca de la pureza racial y el entrecruzamiento de razas. Tampoco es mi propósito investigar los méritos del programa político del racismo. Esto corresponde a la praxeología y a la economía.

Todo lo que puede decirse acerca de los temas raciales sobre la base de la experiencia histórica se reduce a dos afirmaciones. La primera, que las diferencias entre los diversos tipos biológicos de seres humanos se reflejan en la civilización de sus miembros. La segunda, que en nuestro tiempo los principales logros de algunas subdivisiones de la raza blanca caucásica son considerados por la gran mayoría de los miembros de todas las otras razas más deseables que las características principales de la civilización creada por miembros de sus propias razas.

5. EL SECULARISMO DE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL

Una interpretación de la civilización moderna casi universalmente aceptada distingue los aspectos espirituales de los aspectos materiales de la misma. La distinción es sospechosa, pues se originó en el resentimiento y no en una observación objetiva de los hechos. Cada raza, nación o grupo lingüístico se enorgullece de los logros espirituales de sus miembros, aunque admitan su atraso material. Se supone que no hay mucha relación entre los dos aspectos de la civilización; que el aspecto espiritual es más sublime y digno de alabanza que el aspecto meramente «material» y que la preocupación por el mejoramiento material evita que las personas dediquen suficiente atención a los asuntos espirituales.

Así pensaban en el siglo XIX los dirigentes de los pueblos orientales, que estaban ansiosos de reproducir los logros de Occidente en sus propios países. El estudio de la civilización occidental hizo que, subconscientemente, despreciaran las instituciones y las ideologías de sus propios países y que se sintieran inferiores. Restablecieron su equilibrio mental por medio de la doctrina que subestimaba la civilización occidental por causa de su materialismo. Los rumanos o los turcos, que deseaban tener ferrocarriles y fábricas construidas con capital occidental, se consolaban exaltando la cultura espiritual de sus propias naciones. Los indios y los chinos tenían, desde luego, bases más firmes cuando se referían al arte y la literatura de sus antepasados. Pero parece no habérseles ocurrido que los separaban muchos siglos de las generaciones que habían sobresalido en la filosofía y la poesía, y que en la época de sus famosos antepasados sus naciones estaban a la cabeza o en iguales condiciones de civilización material que cualquiera de sus contemporáneos.

En décadas recientes, la doctrina que subestima la civilización occidental moderna por ser materialista ha sido casi universalmente aceptada por las naciones que la crearon. Esta doctrina conforta a los europeos cuando comparan la prosperidad económica de los Estados Unidos con las condiciones actuales de sus propios países. Sirve a los socialistas norteamericanos de argumento principal en sus intentos de presentar el capitalismo norteamericano como una desgracia para la humanidad.

Teniendo que aceptar a regañadientes que el capitalismo significa abundancia para los pueblos y que las predicciones marxistas relativas al progresivo empobrecimiento de las masas han sido espectacularmente desmentidas por los hechos, tratan de sostener su condena del capitalismo calificando la civilización contemporánea de materialista y falsa.

La civilización moderna ha sido objeto de violentos ataques por parte de autores que piensan que defienden la causa de la religión. Fustigan a nuestra época por su secularismo. Deploran el fin de una forma de vida en la cual, según pretenden, las personas no se preocupaban de satisfacer ambiciones terrenales, sino principalmente de cumplir con sus deberes religiosos. Atribuyen todos los males a la generalización del escepticismo y del agnosticismo y abogan apasionadamente por el retorno a la ortodoxia de épocas pasadas.

Es difícil encontrar una doctrina que distorsione más radicalmente la historia que este antisecularismo. Siempre ha habido seres devotos, de corazón puro y dedicados a una vida piadosa. Pero la religiosidad de estos sinceros creyentes no tenía nada en común con el sistema establecido de devoción. Es un mito que las instituciones políticas y sociales de las épocas anteriores a la moderna filosofía individualista y el moderno capitalismo estaban imbuidas de un genuino espíritu cristiano. Las enseñanzas de los evangelios no determinaron la actitud oficial de los gobiernos hacia la religión. Por el contrario, fueron las preocupaciones mundanas de los gobernantes seculares —monarcas absolutos y oligarquías aristocráticas y de vez en cuando campesinos insurrectos y populacho urbano— quienes transformaron la religión en un instrumento de ambiciones políticas profanas.

Nada es menos compatible con la verdadera religión que la despiadada persecución de quienes no están de acuerdo y los horrores de las cruzadas y guerras religiosas. Ningún historiador ha negado jamás que muy poco espíritu de Cristo existía en las iglesias del siglo XVI, que fueron criticadas por los teólogos de la Reforma, ni en las del siglo XVIII, que fueron atacadas por los filósofos de la Ilustración.

La ideología del individualismo y del utilitarismo, que inauguró el capitalismo moderno, también trajo libertad a los anhelos religiosos del hombre. Destruyó las pretensiones de los que tenían el poder de imponer su propio credo a sus súbditos. La religión ya no es la obediencia a principios impuestos por oficiales y verdugos, sino lo que el hombre, guiado por su conciencia, espontáneamente acepta como su propia fe. La civilización occidental moderna es mundana. Pero fueron precisamente su secularismo, su indiferencia religiosa, los que dieron origen al renacimiento de un genuino sentimiento religioso. Quienes practican la religión en un país libre no son dirigidos por un brazo secular, sino por su conciencia. Al obedecer los preceptos de su religión, no tratan de evitar el castigo de las autoridades, sino de alcanzar la paz interior o la salvación.

6. EL RECHAZO DEL CAPITALISMO POR EL ANTISECULARISMO

La hostilidad de los campeones del antisecularismo a las formas modernas de vida se manifiesta en la condenación del capitalismo por considerarle un sistema injusto.

Según la opinión de los socialistas y los intervencionistas, la economía de mercado impide la utilización plena de las conquistas de la tecnología y de esa manera detiene la evolución de la producción y restringe la cantidad de bienes producidos y disponibles para el consumo. En épocas anteriores, los críticos del capitalismo no negaban que una distribución igualitaria del producto social entre todos escasamente podría producir un mejoramiento apreciable en las condiciones materiales de la inmensa mayoría de la gente. La distribución igualitaria tenía una función secundaria en sus planes. La prosperidad y la abundancia para todos, que ellos prometían, debían esperarse, según ellos, como consecuencia de la liberación de las fuerzas de producción de las cadenas que supuestamente les imponía el egoísmo de los capitalistas. La finalidad de las reformas que sugerían era reemplazar el capitalismo por un sistema de producción más eficiente y de esa forma iniciar una era de riqueza para todos.

Ahora que el análisis económico ha mostrado las ilusiones y las falacias de la condenación del capitalismo que hacen socialistas e intervencionistas, recurren a otro método para rescatar sus programas. Los marxistas han formulado la doctrina de la inevitabilidad del socialismo y los intervencionistas, siguiendo el mismo camino, hablan de la irreversibilidad de la tendencia hacia una interferencia del gobierno cada vez mayor en los asuntos económicos. Es evidente que estos sofismas tienen como propósito encubrir su derrota intelectual y distraer la atención del público de las desastrosas consecuencias que han tenido las políticas socialistas e intervencionistas.

Similar motivación anima a quienes abogan por el socialismo y el intervencionismo por razones morales y religiosas. Consideran innecesario examinar los problemas económicos del caso y tratan de llevar la discusión del ámbito de las ventajas y desventajas de la economía de mercado a lo que ellos llaman un plano más alto. Rechazan el capitalismo por considerarlo un sistema injusto y abogan por el socialismo o el intervencionismo porque están de acuerdo con sus principios morales o religiosos. Es vil, dicen ellos, ver los asuntos humanos desde el punto de vista de la productividad, de las utilidades y mostrar una preocupación materialista por la riqueza y una abundante oferta de bienes materiales. El hombre debe luchar por la justicia, no por la riqueza.

Esta forma de argumentación sería consecuente si atribuyera abiertamente valor moral intrínseco a la pobreza y condenara todo esfuerzo para elevar el nivel de vida por encima del nivel de la mera subsistencia. La ciencia no podría objetar a tal juicio de valor, puesto que los juicios de valor son elecciones últimas por parte del individuo que las prefiere.

Sin embargo, quienes rechazan el capitalismo desde un punto de vista moral y religioso no prefieren la penuria al bienestar. Por el contrario, dicen a su grey que desean mejorar las condiciones materiales del hombre. Consideran que la principal debilidad del capitalismo consiste en que no proporciona a las masas el grado de bienestar que, según ellos, les daría el socialismo o el intervencionismo. Su condenación del capitalismo y su recomendación de que haya reformas sociales implican la tesis de que el socialismo o el intervencionismo elevará, en vez de bajar, el nivel de vida del hombre común. De esta forma estos críticos del capitalismo aceptan completamente las enseñanzas de los socialistas e intervencionistas sin tomarse la molestia de estudiar lo que los economistas han descubierto y que desacredita sus enseñanzas. La única limitación que encuentran en las ideas de los socialistas marxistas y en los partidos intervencionistas es su ateísmo o secularismo.

Es evidente que la cuestión acerca de si el bienestar material se alcanza mejor por el capitalismo, el socialismo o el intervencionismo sólo puede ser decidida por medio del análisis cuidadoso del funcionamiento de cada uno de estos sistemas. Esto es lo que la economía está haciendo. No tiene sentido ocuparse de estos asuntos sin tener en cuenta todo lo que la economía tiene que decir acerca de ellos.

Es justificable que la ética y la religión digan a las personas que deben utilizar mejor el bienestar que el capitalismo pone a su alcance; que traten de inducir a los fieles a que encuentren mejores formas de gastar en vez de hacerlo en fiestas, bebidas y juegos de azar; que condenen la mentira y el engaño y ensalcen los valores morales de la pureza en las relaciones familiares y de la caridad. Pero es irresponsable que condenen un sistema social y que recomienden otro sin haber investigado plenamente las consecuencias económicas de cada uno.

Nada hay en ninguna doctrina moral ni en las enseñanzas de ninguno de los credos que se basan en los Diez Mandamientos que pueda justificar la condenación de un sistema económico que ha multiplicado la población y que proporciona a las masas de los países capitalistas el más alto nivel de vida jamás alcanzado en la historia. Desde el punto de vista religioso la disminución del índice de mortalidad infantil, la prolongación de la vida, el éxito en la lucha contra plagas y enfermedades, la desaparición del hambre, del analfabetismo y de la superstición hablan en favor del capitalismo. Es correcto que las iglesias deploren la pobreza de las masas en los países atrasados. Pero están muy equivocadas cuando dan por sentado que cualquier sistema puede terminar con la pobreza de estas infortunadas gentes, salvo la adopción incondicional del sistema de grandes empresas que buscan la utilidad, esto es, la producción en masa para satisfacer las necesidades de la mayoría.

A un moralista o a un religioso sincero no se le ocurriría participar en controversias acerca de métodos tecnológicos o terapéuticos sin haberse informado suficientemente sobre los problemas físicos, químicos y fisiológicos del caso. Sin embargo, muchos de ellos creen que la ignorancia de la economía no constituye obstáculo para ocuparse de cuestiones económicas. Consideran que los problemas económicos sobre la organización de la sociedad han de considerarse exclusivamente desde el punto de vista de una preconcebida idea de la justicia, sin tener en cuenta lo que ellos consideran una desaliñada preocupación materialista por una vida cómoda. Recomiendan algunas políticas, rechazan otras y no tienen en cuenta los efectos que tiene la adopción de sus sugerencias.

El no poner atención a los efectos de las políticas, rechazadas o recomendadas, es algo absurdo. Los moralistas y los cristianos anticapitalistas no se ocupan de los problemas de la organización social por capricho. Tratan de reformar las condiciones existentes porque desean producir efectos específicos. Llaman injusticia del capitalismo al supuesto hecho de que causa pobreza generalizada y miseria. Abogan por reformas que, según ellos, abolirán la pobreza y la miseria.

Por consiguiente, desde el punto de vista de su propia valoración y de los fines que desean alcanzar, son inconsecuentes al referirse solamente a algo que llaman un patrón más alto de justicia y moralidad sin tener en cuenta el análisis económico del capitalismo y de las políticas anticapitalistas. Calificar de injusto al capitalismo y de justas las medidas anticapitalistas es arbitrario, puesto que no gurda ninguna relación con el efecto de cada uno de estos conjuntos de políticas económicas.

La verdad es que quienes combaten el capitalismo por considerarlo como un sistema contrario a los principios de la moral y de la religión han adoptado ingenuamente todas las enseñanzas económicas de los socialistas y los comunistas. Al igual que los marxistas, atribuyen todos los males —crisis económicas, desempleo, pobreza, crimen y muchos otros males— al funcionamiento del capitalismo, y todo lo que es bueno —un más alto nivel de vida en los países capitalistas, el progreso de la tecnología, la disminución del índice de mortalidad, etc.— a la intervención del gobierno y a los sindicatos. Sin saberlo, han adoptado todas las tesis marxistas menos su —meramente incidental— ateísmo. La rendición de la ética filosófica y de la religión a las enseñanzas anticapitalistas constituye el más grande triunfo de la propaganda socialista e intervencionista. Esta rendición probablemente degradará la ética filosófica y la religión al papel de meras auxiliares de las fuerzas que tratan de destruir la civilización occidental. Al calificar de injusto al capitalismo y declarar que su abolición establecerá la justicia, los moralistas y los religiosos prestan un servicio inapreciable a la causa de los socialistas y los intervencionistas y los libera de su incómoda situación, su incapacidad para refutar la crítica que a su plan hacen los economistas por medio del razonamiento discursivo.

Debemos repetir que ningún razonamiento basado en los principios de la ética filosófica o del credo cristiano puede rechazar, por considerarlo injusto, un sistema económico que consigue mejorar las condiciones materiales de todas las personas, y calificar de «justo» un sistema que tiende a generalizar la pobreza y el hambre. La valoración de cualquier sistema económico debe hacerse por medio de un análisis cuidadoso de sus efectos sobre el bienestar de las personas, en vez de recurrir a un arbitrario concepto de justicia que no tiene plenamente en cuenta estos efectos.