Significado y utilidad del estudio de la historia
Según los filósofos positivistas, el estudio de la matemática y de la ciencia natural es una preparación para la acción. La tecnología justifica los esfuerzos del científico experimental, pero ninguna justificación de ese tipo puede presentarse para apoyar los métodos tradicionales que emplean los historiadores. Deberían abandonar su anticientífica afición por lo antiguo y dedicarse al estudio de la física social o sociología, dice el positivista. Esta disciplina derivará de la experiencia histórica leyes que podrían prestar a la «ingeniería» social los mismos servicios que las leyes de la física prestan a la ingeniería tecnológica.
El filósofo historicista cree que el estudio de la historia proporciona al hombre señales que le muestran los caminos que debe seguir. El hombre puede tener éxito sólo si sus acciones se ajustan a la dirección de la evolución. Descubrir esta dirección es la tarea principal de la historia.
La crisis del positivismo y del historicismo suscita de nuevo el problema acerca del significado, el valor y la utilidad de los estudios históricos.
Algunos que se consideran a sí mismos idealistas piensan que la referencia al deseo de saber, innato en todos los hombres o al menos en os espíritus superiores, responde a estas preguntas de manera satisfactoria. Sin embargo, el problema consiste en distinguir entre el deseo de saber que mueve al filólogo a investigar el idioma de una tribu africana y la curiosidad que lleva a la gente a tratar de informarse acerca de la vida privada de las estrellas de cine. Muchos acontecimientos históricos interesan al hombre común y corriente porque el oír o el leer acerca de ellos o el verlos representados en el teatro o la pantalla le produce sensaciones placenteras y a veces estremecedoras. Las masas que absorben con voracidad las noticias periodísticas sobre crímenes y procesos no están movidas por el deseo de Ranke de conocer los acontecimientos tal como sucedieron Las pasiones que las agitan deben ser objeto de estudio del psicoanálisis y no de la epistemología.
El intento del filósofo idealista de justificar la historia como mero conocimiento no tiene en cuenta el hecho de que hay cosas que ciertamente no merece la pena conocer. Función de la historia no es dejar constancia de todas las cosas y acontecimientos del pasado, sino sólo de que son históricamente significativos. Es, por consiguiente, necesario encontrar un criterio que haga posible seleccionar lo que es históricamente significativo. Esto no puede hacerse desde el punto de vista de una doctrina que considera valioso el simple hecho de saber algo.
El hombre se encuentra siempre ante una situación determinada. Su acción es una reacción ante el reto que para él significa esta situación. Estima los efectos que la situación puede tener sobre él, esto es, trata de averiguar lo que para él significa. Luego elige y actúa para alcanzar la finalidad elegida.
En la medida en que la situación puede describirse completamente por los métodos de las ciencias naturales, estas ciencias suelen proporcionar también una interpretación que permite tomar una decisión. Si se diagnostica que hay una ruptura en la tubería, lo que ha de hacerse es muy claro en la mayoría de los casos. Cuando la descripción completa de la situación exige algo más que los datos de las ciencias naturales aplicadas es inevitable recurrir a la historia.
Algunos no se han dado cuenta de esto porque han sido engañados por la ilusión de que, entre el pasado y el futuro, hay un espacio de tiempo que puede llamarse el presente. Como ya he señalado[113], el concepto de tal presente no es ni astronómico ni cronométrico, sino praxeológico. Se refiere a la continuación de las condiciones que hacen posible una clase determinada de acción. Por consiguiente, es diferente para diversos campos de acción. Además, nunca es posible saber de antemano cuánto del futuro, del tiempo que todavía no ha pasado, tendrá que ser incluido en lo que hoy llamamos presente. Esto sólo puede decidirse después. Si alguien dice: «Actualmente las relaciones entre Litania y Liponia son pacíficas», no sabemos con certeza si una apreciación posterior de la situación descrita incluirá en el presente lo que hoy llamamos mañana. A esta pregunta sólo puede responderse pasado mañana.
No hay ningún análisis no histórico de cualquier situación presente. El estudio y descripción del presente son necesariamente un examen histórico del pasado que termina con el instante que acaba de pasar. La descripción del estado actual de la política o de la economía es inevitablemente la narración de los acontecimientos que han producido la situación actual. Cuando, en política o en los negocios, una nueva persona recibe el mando, su primera tarea consiste en averiguar qué se ha hecho hasta entonces. Tanto el estadista como el empresario se informan acerca de la situación actual por medio del estudio del pasado.
El historicismo estaba en lo cierto al afirmar que para adquirir conocimiento en el campo de los asuntos humanos es preciso conocer la forma en que estos se desarrollan. El error de los historicistas consistió en creer que el análisis del pasado comunica por sí mismo información acerca de cómo se ha de actuar en el futuro. Lo que la historia proporciona es la descripción de la situación; la reacción depende de la significación que el actor le otorgue, de los fines que desee alcanzar y de los medios que elija para realizarlos. En 1860 existía la esclavitud en muchos estados de la Unión. La más fiel y cuidadosa historia de esta institución en general y en los Estados Unidos en particular no señaló la futura política de la nación respecto de la esclavitud. La situación relativa a la fabricación y venta de automóviles que Ford encontró cuando estaba a punto de lanzarse a la producción en masa no indicaba lo que había de hacerse en este campo de la industria. El análisis histórico hace un diagnóstico. La reacción, en lo que se refiere a la elección de fines, responde a juicios de valor, y en lo que respecta a la selección de medios está determinada por la totalidad de conocimientos que la praxeología y la tecnología ponen a disposición del hombre.
Desafío a quienes rechazan las anteriores afirmaciones a que describan la situación presente en cualquier campo —en filosofía, en política, en la guerra, en la bolsa de valores— sin hacer referencia al pasado.
Un escéptico podría objetar: acepto que algunos estudios históricos son descripciones de situaciones actuales, pero no sucede lo mismo con todas las investigaciones históricas. Se puede aceptar que la historia del nazismo contribuye a que se comprendan mejor diversos aspectos de la actual situación política e ideológica. Pero ¿qué interés para nuestras actuales preocupaciones tienen los libros sobre el culto de Mitra, sobre la antigua Caldea o sobre las primeras dinastías de los reyes de Egipto? Tales estudios son solamente curiosidades antiguas. Carecen de utilidad, son una pérdida de tiempo, dinero y trabajo.
Semejantes críticas son contradictorias. Por una parte, admiten que la situación presente sólo puede comprenderse teniendo en cuenta los acontecimientos que la produjeron. Por otra, afirman de antemano que ciertos acontecimientos pueden no haber influido en el curso de los acontecimientos que han conducido al presente. Pero esto sólo puede afirmarse después de examinar cuidadosamente todos los materiales disponibles, y no a priori y precipitadamente.
El que un acontecimiento sucediera en un país lejano y en una época remota no prueba que no tenga ningún significado para el presente. La historia judía de hace tres mil años influye más en la vida de los cristianos americanos actuales que lo que sucedió a los indios americanos en la segunda mitad del siglo XIX. En el conflicto contemporáneo entre la Iglesia romana y los soviéticos hay elementos que se relacionan con la gran división de la Iglesia en Oriental y Occidental y que se originaron hace más de mil años. Esta división no puede examinarse concienzudamente sin hacer referencia a la historia del cristianismo desde sus comienzos; el estudio del cristianismo presupone el del judaísmo y las diversas influencias —caldeas, egipcias, etc.— que lo constituyeron. No hay ningún punto de la investigación histórica en el que podamos detenernos completamente satisfechos de que no hemos pasado inadvertido ningún factor importante. La situación es la misma ya sea que concibamos la civilización como un proceso coherente o que distingamos una multitud de civilizaciones; pues hubo mutuos intercambios de ideas entre estas civilizaciones autónomas, cuyo alcance e importancia deben ser establecidos por la investigación histórica.
Un observador superficial podría pensar que los historiadores repiten simplemente lo que sus antecesores ya dijeron y que, en el mejor de los casos, retocan de vez en cuando detalles insignificantes del panorama histórico. En realidad, la comprensión del pasado cambia constantemente. El mérito de un historiador consiste en presentar el pasado en una nueva perspectiva. El proceso del cambio histórico consiste en la incesante transformación de las ideas que determinan la acción humana. Entre estos cambios ideológicos tienen una función destacada los que tienen que ver con la comprensión histórica del pasado. Lo que distingue a una época posterior de otra anterior es, entre otros cambios ideológicos, el cambio en la comprensión de épocas anteriores. Por medio del continuo examen y reformulación de nuestra comprensión histórica los historiadores contribuyen a formar lo que se llama el espíritu de la época[114].
Precisamente porque la historia no es un pasatiempo inútil, sino un estudio de la mayor importancia práctica, algunos han intentado falsificar la evidencia histórica y distorsionar el curso de los acontecimientos. Muchas veces son los mismos que participan activamente en los acontecimientos los que tratan de desfigurar los hechos ofreciendo un cuadro imaginario en vez de una representación fiel de los mismos, y esa desfiguración se produce en el momento mismo en que los hechos ocurren, e incluso antes. Mentir acerca de los hechos históricos y destruir las evidencias ha sido parte de la dirección de la vida pública y de la escritura de la historia, según la opinión de muchos estadistas, diplomáticos, políticos y escritores. Uno de los principales problemas de la investigación histórica consiste en desenmascarar tales falsedades.
Los falsificadores a menudo han sido motivados por el deseo de justificar sus propias acciones o las de su partido, en conformidad con el código moral de aquellos cuyo apoyo o al menos neutralidad deseaban obtener. Tales intentos de falsificar resultan un tanto paradójicos si los hechos en cuestión son inobjetables a la luz de los ideales morales de la época en que ocurrieron y son condenados solamente por los patrones morales de los contemporáneos de quienes los falsean.
Las maquinaciones de los falsificadores no crean mayores obstáculos a los esfuerzos de los historiadores. Lo que es mucho más difícil para el historiador es evitar que lo confundan falsas doctrinas sociales y económicas.
El historiador examina su materia sirviéndose de la lógica, la praxeología y las ciencias naturales. Si su conocimiento es defectuoso, su análisis de los materiales estará viciado. Buena parte de las contribuciones de los últimos ochenta años a la economía y a la historia social carecen de utilidad a causa de la insuficiente comprensión de la economía por parte del escritor. La tesis historicista según la cual el historiador no necesita conocer los problemas de la economía y debe prescindir de ellos ha arruinado el trabajo de varias generaciones de historiadores. El efecto del historicismo fue aún más perjudicial para aquellos que llamaban investigación económica a sus propios estudios sobre las diversas condiciones sociales y comerciales.
La filosofía pragmática aprecia el conocimiento porque da poder y prepara para triunfar. Por esta razón los positivistas consideran la historia como algo inútil. Hemos tratado de demostrar el servicio que la historia presta al hombre al hacerle entender la situación en que tiene que actuar. Hemos tratado de ofrecer una justificación práctica de la historia.
Pero hay algo mucho más importante. La historia no sólo proporciona un conocimiento indispensable para tomar decisiones políticas, sino que abre la mente hacia una comprensión de la naturaleza y el destino humanos. Aumenta la sabiduría, es la esencia misma de esa educación liberal que ha sido tan mal interpretada. Es el principal acercamiento al humanismo, el ámbito de lo específicamente humano que distingue al hombre de otros seres vivos.
El recién nacido ha heredado de sus antepasados las características fisiológicas de su especie. No hereda las características ideológicas de la existencia humana, el deseo de aprender y saber. Lo que distingue a un hombre civilizado de un bárbaro debe ser adquirido de nuevo por cada individuo. Y se necesita un largo y continuo esfuerzo para tomar posesión de la herencia espiritual del hombre.
La cultura personal es más que la mera familiaridad con la situación actual de la ciencia, la tecnología y los asuntos cívicos. Es más que conocer libros y pinturas y poseer la experiencia de viajar y visitar museos. Es la asimilación de las ideas que sacaron a la humanidad de la rutina de una existencia puramente animal hacia una vida de raciocinio y especulación. Es el esfuerzo del individuo por humanizarse a sí mismo a través de su participación en la tradición de lo mejor que generaciones anteriores le han legado.
Los detractores positivistas de la historia aseveran que la preocupación por las cosas del pasado distrae la atención de las personas de la principal tarea de la humanidad: el mejoramiento de las condiciones futuras. Ninguna inculpación podría ser más inmerecida. La historia mira hacia el pasado, pero lo que enseña tiene que ver con el porvenir. No predica la quietud indolente, sino que estimula a los hombres a imitar las acciones de generaciones anteriores. Se dirige a los hombres como lo hace el Ulises de Dante a sus compañeros[115]:
Considerate la vostra semenza
Fatti no foste a viver come bruti
Ma per seguir virtude e conozcenza.
Las épocas del oscurantismo no fueron oscuras porque las personas se dedicaran al estudio de los tesoros intelectuales que dejó la antigua civilización helénica; fueron oscuras mientras esos tesoros yacían escondidos o dormidos. Cuando salieron a la luz y empezaron a estimular las mentes de los pensadores más avanzados contribuyeron sustancialmente a la inauguración de lo que hoy llamamos civilización occidental. El tan criticado «Renacimiento» fue tal porque subrayaba la función que la herencia de la Antigüedad tuvo en la evolución de todas las características espirituales de Occidente. (No es necesario que nos ocupemos aquí de la cuestión acerca de si el origen del Renacimiento debería o no situarse varios siglos antes de lo que lo hizo Burckhardt).
Los descendientes de los conquistadores bárbaros, que por primera vez se dedicaron a estudiar seriamente a los antiguos, se llenaron de admiración. Se dieron cuenta de que ellos y sus contemporáneos estaban ante ideas que ellos mismos no pudieron concebir. No pudieron dejar de pensar que la filosofía, la literatura y las artes de la época clásica de Grecia y Roma eran insuperables. No concebían ningún camino hacia el conocimiento que no fuera el que los antiguos habían preparado. Calificar de moderno un logro espiritual tenía para ellos un sentido peyorativo. Pero desde el siglo XVII en adelante la gente se dio cuenta de que Occidente estaba llegando a la mayoría de edad y creando una cultura propia. Ya no se lamentaban de la desaparición de una edad de oro del conocimiento y de las artes, perdida para siempre, y tampoco concebían las antiguas obras maestras como modelos que habían de ser imitados pero no igualados y menos aún superados. La idea de una degeneración progresiva fue reemplazada por la idea de un mejoramiento progresivo.
En este desarrollo intelectual, que enseñó a Europa a conocer su propio valor y que produjo la confianza en sí misma de la moderna civilización occidental, el estudio de la historia fue muy importante. El curso de los asuntos humanos ya no fue visto como una mera lucha por el poder, la riqueza y la gloria por parte de príncipes y militares ambiciosos. Los historiadores descubrieron en el desarrollo de los acontecimientos la presencia de fuerzas que no eran las generalmente consideradas como políticas y militares. Empezaron a considerar el proceso histórico como algo movido por el impulso del hombre hacia su mejoramiento. No estaban de acuerdo en sus juicios de valor ni en su estimación de los diversos fines perseguidos por los gobiernos y los reformadores. Pero todos coincidían en que la preocupación fundamental de cada generación es mejorar las condiciones que dejaron sus antepasados. Anunciaban que el progreso hacia una situación mejor era la función del esfuerzo humano.
Para el historiador la fidelidad a la tradición significa el acatamiento de la regla fundamental de la acción humana, esto es, el incesante esfuerzo por mejorar las condiciones. Pero no significa preservar instituciones caducas ni aferrarse a doctrinas ya desacreditadas por teorías más adecuadas. No implica ninguna concesión al punto de vista historicista.
El historiador debe utilizar en sus estudios todo el conocimiento que las demás disciplinas ponen a su disposición. Un conocimiento defectuoso afecta a los resultados de su trabajo.
Si consideramos los poemas épicos de Homero simplemente como narraciones históricas, los deberíamos calificar de insatisfactorios debido a la teología o mitología utilizada para interpretar y explicar los hechos. Los conflictos personales y políticos entre héroes y príncipes, la propagación de una plaga, las condiciones meteorológicas y otros acontecimientos se atribuyen a la intervención de los dioses. Los historiadores modernos no recurren a causas sobrenaturales. Evitan hacer afirmaciones que estén manifiestamente en contradicción con las enseñanzas de las ciencias naturales. Pero a menudo desconocen la ciencia económica y aceptan doctrinas insostenibles acerca de los problemas de la política económica. Muchos se aferran al neomercantilismo, filosofía social que ha sido adoptada por casi todos los partidos políticos y los gobiernos contemporáneos y que se enseña en todas las universidades. Aceptan la tesis fundamental del mercantilismo: la ganancia de una nación conlleva la pérdida de otras naciones; ninguna nación puede beneficiarse si no es a costa de otras. Creen que hay un irreconciliable conflicto de intereses entre las naciones. Muchos historiadores, tal vez la mayoría, interpretan todos los acontecimientos en esta perspectiva. Los conflictos violentos entre las naciones son, según ellos, una consecuencia necesaria del natural e inevitable antagonismo. Este antagonismo no puede ser anulado por ningún acuerdo internacional. Quienes abogan por el comercio libre integral, los liberales de Manchester o los campeones del laissez-faire, son, en su opinión, soñadores que no se dan cuenta de que el libre comercio perjudica a los intereses vitales de cualquier nación que lo adopte.
No debe sorprendernos que el historiador corriente comparta las falacias y errores que prevalecen entre sus contemporáneos. Sin embargo, no fueron los historiadores sino los antieconomistas quienes desarrollaron la ideología moderna del conflicto internacional y el nacionalismo agresivo. Los historiadores simplemente la adoptaron y la aplicaron. No hay nada extraordinario en el hecho de que en sus escritos tomaran partido por su propia nación y trataran de justificar sus pretensiones.
Las obras históricas, especialmente las que se ocupan de la historia del propio país, atraen al lector común mucho más que los tratados sobre la política económica. El público de los historiadores es más amplio que el de autores de libros sobre la balanza de pagos, control de cambios y asuntos parecidos. Esto explica por qué los historiadores son a menudo considerados como los principales instigadores del resurgimiento del espíritu guerrero y de las guerras que ese espíritu ha producido en nuestro tiempo. En realidad, no han hecho más que popularizar las enseñanzas de los pseudoeconomistas.
El tema de estudio de la historia es la acción y los juicios de valor que dirigen la acción hacia fines específicos. La historia se ocupa de los valores, pero ella misma no valora. Ve los acontecimientos con los ojos de un observador imparcial. Esta es, desde luego, la marca característica del pensamiento objetivo y de la búsqueda científica de la verdad. La verdad se refiere a lo que es o lo que fue, pero no a una situación que no existe o que no existió, pero que satisfaría mejor los deseos de quien busca la verdad.
No es necesario agregar nada a lo que se ha expuesto en la primera parte de este ensayo acerca de la futilidad de la búsqueda de valores eternos y absolutos. La historia no es más capaz que ninguna otra ciencia de proveer patrones de valor que no sean otra cosa que juicios personales aceptados hoy por hombres mortales y luego rechazados por otros hombres mortales.
Hay autores que afirman que es lógicamente imposible tratar los hechos históricos sin expresar juicios de valor. Según ellos, no se puede decir nada significativo acerca de esos hechos sin formular un juicio de valor tras otro. Si, por ejemplo, se estudian los grupos de presión o la prostitución, hay que darse cuenta de que estos fenómenos «están constituidos, por así decirlo, por juicios de valor»[116]. Ahora bien, es cierto que muchos emplean expresiones como «grupos de presión» y casi todos el término «prostitución» en una forma que implica un juicio de valor. Pero esto no significa que los fenómenos a los cuales estos términos se refieren estén constituidos por juicios de valor. La prostitución es definida por George May como «la práctica de unión sexual habitual o intermitente, más o menos promiscua, con propósitos mercenarios»[117]. Un grupo de presión es un grupo que trata de lograr que se aprueben leyes que considera favorables a sus propios miembros. No hay ninguna valoración presente en el mero uso de tales términos o en la referencia a tales fenómenos. No es cierto que la historia, si ha de evitar los juicios de valor, no puede hablar de la crueldad[118]. La primera acepción del término «cruel» en el Concise Oxford Dictionary es «indiferente a, o que se deleita con, el sufrimiento de otro»[119]. Esta definición no es menos objetiva o libre de toda valoración que la que el mismo diccionario da del sadismo: «perversión sexual caracterizada por el amor a la crueldad»[120]. De la misma manera que un psiquiatra emplea el término «sadismo» para describir la condición de un paciente, así un historiador puede referirse a la «crueldad» para describir ciertas acciones. La discusión acerca de qué causa dolor y qué no, o acerca de si en un caso particular se causó dolor porque eso producía placer en el acto o por otras razones, trata de establecer hechos y no de proferir juicios de valor.
El problema de la neutralidad de la historia respecto de los juicios de valor no debe confundirse con el problema de los intentos de falsificar la historia. Ha habido historiadores interesados en presentar batallas perdidas como si fueran victorias y quienes han atribuido a su pueblo, su raza, su partido o su fe todo aquello que consideraban meritorio y los han excusado de todo lo que consideraban rechazable. Los textos de historia preparados para las escuelas públicas se caracterizan por el provincialismo y el chauvinismo. No es necesario detenernos en estas trivialidades. Pero debe admitirse que el abstenerse de proferir juicios de valor acarrea dificultades aun para los historiadores más concienzudos.
Como hombre y como ciudadano el historiador toma partido en muchas controversias de su tiempo. No es fácil combinar la indiferencia científica de los estudios históricos con el partidismo de los intereses mundanos. Pero lo han logrado algunos historiadores distinguidos. La concepción del mundo del historiador puede influir en su trabajo. Su presentación de los acontecimientos puede incluir expresiones que ponen de manifiesto sus sentimientos y deseos y que delatan su afiliación de partido. Sin embargo, el postulado de la historia científica de abstenerse de proferir juicios de valor no se quebranta por el hecho de que la historia incluya afirmaciones que expresan las preferencias del historiador, siempre que el propósito general de su estudio no se vea afectado. Si el escritor, al referirse a un comandante inepto de las fuerzas armadas de su nación o de su partido, dice que, «por desgracia», no estuvo a la altura de su responsabilidad, no ha dejado de cumplir con su deber de historiador. El historiador está en libertad de deplorar la destrucción de las obras maestras del arte griego, siempre que su pena no influya en su descripción de los acontecimientos que produjeron la destrucción.
El problema de la Wertfreiheit también debe distinguirse del problema de la elección de las teorías a las cuales se recurre para interpretar los hechos. Al ocuparse de los datos disponibles el historiador necesita todo el conocimiento que proporcionan las demás disciplinas, como la lógica, la matemática, la praxeología y las ciencias naturales. Si lo que estas disciplinas enseñan es insuficiente o si el historiador elige una doctrina errada, su esfuerzo resulta vano y su trabajo un fracaso. Acaso eligió una doctrina insostenible porque tenía prejuicios y esta teoría se adaptaba mejor al espíritu de su partido. Pero la aceptación de una doctrina equivocada puede ser simplemente resultado de la ignorancia o del hecho de que es más popular que doctrinas más correctas.
La fuente principal de desacuerdo entre los historiadores es la divergencia respecto de las enseñanzas de todos los otros ramos del conocimiento sobre los cuales basan su interpretación. Para un historiador que crea en la brujería, la magia y la intervención del demonio en los asuntos humanos, las cosas tendrán un aspecto distinto del que tienen para un historiador agnóstico. Las doctrinas mercantilistas de la balanza de pagos y de la escasez del dólar proporcionan una imagen de las condiciones mundiales actuales muy diferente de la que presenta el examen de la situación desde el punto de vista de la moderna economía subjetiva.