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El historicismo

1. EL SIGNIFICADO DEL HISTORICISMO

El historicismo se desarrolló desde el final del siglo XVIII en adelante como una reacción contra la filosofía social del racionalismo. A las reformas y políticas propuestas por varios autores del Siglo de las Luces opuso un programa de preservación de las instituciones existentes y, a veces, incluso un retorno a instituciones desaparecidas. Contra los postulados de la razón recurrió a la autoridad de la tradición y a la sabiduría de las épocas pasadas. El blanco principal de su crítica fueron las ideas que habían inspirado las revoluciones americana y francesa y movimientos similares en otros países. Sus campeones se llamaban a sí mismos orgullosamente antirrevolucionarios y ponían énfasis en su rígido conservadurismo. Posteriormente la orientación política del historicismo cambió. Empezó a considerar al capitalismo y al comercio Ubre, tanto interior como internacional, como el peor de los males y se unió a los enemigos «radicales» o «izquierdistas» de la economía de mercado, el nacionalismo agresivo por una parte y el socialismo revolucionario por otra. En la medida en que el historicismo todavía tiene importancia política, su función es secundaria respecto del socialismo y del nacionalismo. Su conservadurismo casi ha desaparecido. Sólo sobrevive en las doctrinas de algunos grupos religiosos.

Muchas personas han insistido repetidamente sobre la compatibilidad del historicismo con el romanticismo artístico y literario. La analogía es bastante superficial. Ambos movimientos tenían en común un cierto gusto por las épocas pasadas y una exagerada estima de las viejas costumbres e instituciones. Pero este entusiasmo por el pasado no es una característica esencial del historicismo. El historicismo es antes que nada una doctrina epistemológica y como tal debe ser considerada.

La tesis fundamental del historicismo es que, fuera de las ciencias naturales, la matemática y la lógica, no hay más conocimiento que el que nos ofrece la historia. No hay regularidad ni concatenación de los fenómenos y acontecimientos en la esfera de la acción humana. En consecuencia, los intentos de desarrollar una ciencia económica y de descubrir leyes económicas son inútiles. El único método razonable para estudiar la acción humana y las instituciones es el método histórico. El historiador refiere todos los fenómenos a sus orígenes. Describe cambios que se operan en los asuntos humanos. Se acerca a su material, que son los documentos del pasado, sin ningún prejuicio ni ideas preconcebidas. El historiador utiliza a veces los resultados de las ciencias naturales al realizar exámenes meramente técnicos y secundarios de estas fuentes como, por ejemplo, para determinar la edad del material en que se escribió un documento de autenticidad dudosa. Pero, en su propio campo, la narración de los acontecimientos pasados, no se apoya en ninguna otra rama del conocimiento. Los patrones y principios generales a que recurre al tratar el material histórico han de ser tomados de ese conocimiento, y no prestados por otras fuentes. No deben ser tomados de ninguna otra fuente.

Estas afirmaciones exageradas se redujeron más tarde a términos modestos cuando Dilthey insistió sobre el papel que la psicología desempeña en el trabajo del historiador[83]. Los partidarios del historicismo aceptaron esta restricción y no insistieron en su exagerada descripción del método histórico. Estaban simplemente interesados en rechazar la economía, pero nada tenían en contra de la psicología.

Si los historicistas hubieran sido consecuentes habrían sustituido por la historia económica la ciencia económica que ellos consideraban un engaño. (No consideraremos la cuestión de si se puede estudiar la historia económica sin una teoría económica). Pero esto no habría servido a sus planes políticos. Lo que deseaban era hacer propaganda a favor de sus programas intervencionistas o socialistas. El rechazo indiscriminado de la economía era sólo una parte de su estrategia. Los libraba de la situación difícil creada por su incapacidad para refutar la crítica devastadora que hicieron los economistas del socialismo y del intervencionismo. Pero esto no demostraban por sí mismo la corrección de una política prosocialista o intervencionista. Para poder justificar su inclinación «heterodoxa», los historicistas desarrollaron una disciplina contradictoria a la que dieron diversos nombres, tales como economía realista o institucional o ética, o los aspectos económicos de la ciencia política (wirtschaftliche Staatswissenschaften)[84].

La mayoría de los partidarios de estas escuelas de pensamiento no se preocuparon de dar una explicación epistemológica de sus procedimientos. Sólo algunos trataron de justificar su método. Podemos llamar a su doctrina periodalismo y a sus partidarios «periodalistas».

La idea principal de estos intentos de construir una doctrina cuasieconómica que pudiera emplearse para justificar políticas contrarias a la economía de mercado fue tomada del positivismo. En su calidad de historicistas los periodalistas hablaban sin descanso acerca de algo que ellos llamaban el método histórico y pretendían ser historiadores. Pero adoptaron las tesis fundamentales del positivismo, que rechazaba la historia como palabrería sin sentido y deseaba establecer, en su lugar, una nueva ciencia que estuviera modelada según la mecánica de Newton. Los periodalistas aceptaron la tesis de que es posible formular leyes a posteriori a base de la experiencia histórica, leyes que, una vez descubiertas, formarán una nueva ciencia de física social o sociología o economía institucional.

Sólo en un punto difería la tesis de los periodalistas de la de los positivistas. Estos pensaban en leyes que fueran válidas universalmente. Los periodalistas creían que cada período histórico tiene sus propias leyes económicas diferentes de las de otros períodos de la historia económica.

Los periodalistas distinguen diversos períodos en el curso de los acontecimientos históricos. Evidentemente, el criterio según el cual se hace esta distinción son las características de las leyes económicas que determinan el desarrollo económico en cada período. De manera que su argumento se mueve en un círculo. La periodización de la historia económica presupone el conocimiento de las leyes económicas peculiares de cada período, mientras que estas leyes sólo pueden ser descubiertas por medio del examen de cada período sin hacer ninguna referencia a los acontecimientos de otros períodos.

La imagen que los periodalistas tienen del curso de la historia es esta: hay diversos períodos o estadios de evolución económica que se suceden unos a otros de acuerdo con un orden determinado; a lo largo de cada uno de estos períodos las leyes económicas permanecen las mismas. Nada se dice acerca de la transición de un período al siguiente. Si damos por sentado que no se produce de un solo golpe, debemos suponer que entre dos períodos hay un intervalo o período de transición. ¿Qué sucede en este intervalo? ¿Qué clases de leyes económicas operan en él? ¿Es un tiempo sin leyes o tiene sus leyes propias? Además, si se supone que las leyes del desarrollo económico son hechos históricos y, por consiguiente, cambian en el curso de los acontecimientos históricos, es evidentemente contradictorio afirmar que hay períodos en los cuales no hay cambio, es decir, períodos en los cuales no hay historia, y que entre dos períodos de reposo como estos hay un período de transición.

La misma falacia está también implícita en el concepto de una época presente, tal como la conciben algunos pseudoeconomistas contemporáneos. Los estudios que versan sobre la historia económica del pasado reciente no estudian las condiciones económicas del presente. Si nos referimos a un período de tiempo específico como el presenté debemos decir que, en relación con un tema determinado, las condiciones permanecen sin cambiar a lo largo de este período. De ahí que el concepto del presente sea distinto según los diversos campos de acción[85]. Además, nunca sabemos por cuánto tiempo durará está ausencia de cambio y, en consecuencia, cuánto del futuro tiene que ser incluido. Lo que una persona puede decir acerca del futuro es sólo una anticipación especulativa. Estudiar algunas condiciones del pasado reciente bajo la rúbrica «condiciones presentes» equivale a darles un nombre indebido. Lo más que se puede decir es que tales eran las condiciones de ayer y que esperamos que permanezcan por algún tiempo.

La economía estudia la regularidad en la concatenación y secuencia de fenómenos que es válida en todo el ámbito de la acción humana. Puede, por consiguiente, contribuir al esclarecimiento de acontecimientos futuros; puede predecir dentro de los límites señalados a la predicción praxeológica[86]. Si se rechaza la idea de que existe una ley económica necesariamente válida para todas las épocas, ya no es posible descubrir ninguna regularidad que permanezca inalterada en el curso de los acontecimientos. En esas circunstancias sólo se puede decir: si las condiciones permanecen idénticas por algún tiempo, no habrá cambio. Pero si realmente no se produce cambio alguno, es algo que sólo puede descubrirse después.

El historicista honesto tendría que decir: nada puede afirmarse acerca del futuro. Nadie puede saber cómo una política determinada funcionará en el futuro. Todo lo que pretendemos saber es cómo políticas similares funcionaron en el pasado. Siempre que todas las condiciones pertinentes permanezcan idénticas podemos esperar que los efectos futuros no difieran mayormente de los del pasado. Pero no sabemos si estas condiciones pertinentes permanecerán sin cambiar. Por consiguiente, no podemos hacer ningún pronóstico acerca de los futuros efectos de ninguna medida. Tratamos de la historia del pasado y no de la del futuro.

Un cierto dogma apoyado por muchos historicistas afirma que las tendencias de la evolución social y económica que se manifiestan en el pasado, y especialmente en el pasado reciente, también se darán en el futuro. El estudio del pasado —afirman— nos revela, por consiguiente, la forma de las cosas por venir.

Dejando de lado todas las ideas metafísicas que acarrea esta filosofía de las tendencias, sólo tenemos que darnos cuenta de que las tendencias pueden cambiar, han cambiado en el pasado y también cambiarán en el futuro[87]. El historicista no sabe cuándo se operará el próximo cambio. Lo que él puede anunciar acerca de las tendencias se refiere sólo al pasado y nunca al futuro.

Algunos historicistas alemanes gustaban de comparar su periodización de la historia económica con la periodización de la historia del arte. Así como la historia del arte trata de la sucesión de diversos estilos y actividades artísticas, la historia económica trata de la sucesión de diversos estilos de actividades económicas (Wirtschaftsstile). Esta metáfora no es ni mejor ni peor que otras metáforas. Pero lo que los historicistas que recurrieron a ella no dijeron es que los historiadores del arte se refieren solamente a los estilos del pasado y no desarrollan doctrinas acerca de los estilos del futuro. Sin embargo, los historicistas escriben y dictan conferencias sobre las condiciones económicas del pasado con el solo propósito de derivar de ellas conclusiones acerca de las políticas económicas que necesariamente j dirigidas hacia las condiciones económicas del futuro.

2. EL RECHAZO DE LA ECONOMÍA

Según el historicismo, el error esencial de la economía consiste en suponer que el hombre es invariablemente egoísta y persigue exclusivamente el bienestar material.

Según Gunnar Myrdal, la economía afirma que las acciones humanas están «sólo motivadas por intereses económicos» y considera «intereses económicos» el deseo de mayores salarios y precios bajos y, además, la estabilidad de empleo y de remuneración, un tiempo razonable para el descanso y un medio que permita su uso satisfactorio, buenas condiciones de trabajo, etc. Esto, dice, es un error. No se explican completamente las motivaciones humanas al señalar simplemente los intereses económicos. Lo que en realidad determina la conducta humana no son los intereses solamente, sino las actitudes. «Actitud significa la disposición emotiva de un individuo o de un grupo a responder en ciertas formas a situaciones actuales o posibles». Hay «afortunadamente muchas personas cuyas actitudes no son idénticas a sus intereses»[88].

Ahora bien, la afirmación de que la economía sostuvo alguna vez que los hombres estén motivados exclusivamente por la búsqueda de mayores salarios y menores precios es falsa. Debido a no haber desenmarañado la aparente paradoja del concepto de valor de uso, los economistas clásicos y sus discípulos no pudieron dar una interpretación satisfactoria de la conducta de los consumidores. Trataron casi exclusivamente de la conducta del comerciante que sirve a los consumidores y para quien las valoraciones de sus clientes son el patrón último. Cuando se refirieron a los principios de comprar en el mercado más barato y vender en el mercado más caro, trataron de interpretar las acciones del comerciante en su capacidad de proveer a los compradores, no como consumidor y gastador de su propio ingreso. Analizaron los motivos que impelen a los consumidores individuales a comprar o consumir. De manera que no investigaron si los individuos tratan sólo de llenar sus estómagos o si también gastan para otros propósitos, por ejemplo, cumplir con sus deberes morales y religiosos. Cuando los economistas clásicos distinguían entre motivos puramente económicos y otros motivos, se referían sólo al aspecto adquisitivo de la conducta humana. Nunca pensaron negar que los hombres también sean impelidos por otros motivos.

El método de la economía clásica aparece como algo muy insatisfactorio desde el punto de vista de la moderna economía subjetiva. La economía moderna rechaza como falaz el argumento presentado como justificación epistemológica de los métodos clásicos por algunos de los economistas, especialmente John Stuart Mill. Según esta pobre apología, la economía pura trata sólo del aspecto económico de las acciones humanas, sólo de los fenómenos de la producción de riqueza «en la medida en que esos fenómenos no son modificados por la búsqueda de ningún otro objeto». Pero, dice Mill, para tratar adecuadamente la realidad, «el escritor didáctico sobre la materia combinará naturalmente en su exposición, con la verdad de la ciencia puta, las modificaciones prácticas que según él sean más efectivas para la utilidad de su trabajo»[89]. Esto ciertamente refuta la afirmación de Myrdal en lo que respecta a la economía clásica.

La economía moderna refiere todas las acciones humanas a los juicios de valor de los individuos. Nunca fue tan ingenua como para creer que todo lo que las personas persiguen son salarios más altos y precios más bajos. Contra esta injustificada crítica, que ha sido repetida cien veces, Böhm-Bawerk, ya en su primera contribución a la teoría del valor y más tarde en repetidas ocasiones, subrayó explícitamente que el término «bienestar» (Wohlfahrtszwecke), en la forma en que él lo usó en la exposición de la teoría del valor, no se refiere solamente a actuaciones generalmente llamadas egoístas, sino que comprende todo lo que a un individuo le parece deseable y digno de ser perseguido (Estrebenswert[90]).

Al actuar, las personas prefieren unas cosas a otras y eligen entre diversas formas de conducta. El resultado del proceso mental que determina que una persona prefiera una cosa a otra es lo que se llama juicio de valor. Al hablar del valor y las valoraciones la economía se refiere a tales juicios de valor, cualquiera que pueda ser su contenido. No le interesa a la economía, que es la parte de la praxeología mejor desarrollada hasta ahora, si un individuo persigue, en su calidad de miembro de un sindicato, salarios más altos o, como un santo, la mejor realización de sus deberes religiosos. El hecho «institucional» de que la mayor parte de las personas deseen obtener más bienes tangibles es un dato de la historia económica y no un teorema de la economía.

Todas las clases de historicismo, las escuelas históricas alemanas y británicas de las ciencias sociales, el institucionalismo americano, los seguidores de Sismondi, Le Play y Veblen y muchas otras tendencias «heterodoxas» rechazan enfáticamente la economía. Pero sus escritos están llenos de inferencias sacadas de proposiciones generales acerca de los efectos de diversas formas de acción. Es, desde luego, imposible tratar de cualquier problema institucional o histórico sin referirlo a tales proposiciones generales. Todo informe histórico, ya se refiera a las condiciones y acontecimientos de un pasado remoto o a las condiciones y acontecimientos de ayer, está inevitablemente basado en un determinado tipo de teoría económica. Los historicistas no eliminan el razonamiento económico de sus tratados. Mientras rechazan una doctrina económica que no les gusta, al tratar de los acontecimientos recurren a doctrinas falaces que hace ya mucho tiempo fueron refutadas por los economistas.

Los teoremas de la economía, dicen los historicistas, son vacíos porque son el resultado de un razonamiento a priori; sólo la experiencia histórica puede llevarnos a una economía realista. No se dan cuenta de que la experiencia histórica es siempre experiencia de fenómenos complejos, de los efectos conjuntos producidos por la operación de una multiplicidad de elementos. Tal experiencia histórica no da al observador hechos en el sentido en que las ciencias naturales aplican este término a los resultados obtenidos en experimentos de laboratorio. (Las personas que llaman a sus oficinas, estudios y bibliotecas «laboratorios» de investigación económica, estadística o de ciencias sociales, sufren una gran confusión). Los hechos históricos deben ser interpretados con los teoremas de que se dispone. No se explican por sí mismos.

El antagonismo entre la economía y el historicismo no tiene nada que ver con los hechos históricos, sino con su interpretación. Al investigar y narrar los hechos el estudioso puede aportar una contribución valiosa a la historia, pero no contribuye al enriquecimiento y perfección del conocimiento económico.

Refirámonos una vez más a la frecuentemente repetida proposición de que lo que los economistas llaman leyes económicas son meros principios que gobiernan las condiciones bajo el sistema capitalista y que no sirven para una sociedad organizada de manera distinta, especialmente para el tratamiento socialista de los acontecimientos. Según estos críticos, son sólo los capitalistas los que, sedientos de enriquecimiento, se preocupan de costos y de utilidades. Una vez reemplazada la producción para el uso por la producción para el lucro, las categorías de costo y utilidad carecen de sentido. El error principal de la economía consiste en considerar estas y otras categorías como principios eternos que determinan la acción bajo cualquier clase de condiciones institucionales.

Sin embargo, el costo es un elemento en toda clase de acción humana, cualesquiera que sean las características específicas del caso individual. El costo es el valor de aquellas cosas a las cuales renuncia el sujeto para lograr lo que desea obtener; es el valor que atribuye a la satisfacción deseada más urgentemente entre satisfacciones que no puede obtener porque prefirió otra. Es el precio que se paga por una cosa. Si un joven dice: «Este examen me costó un fin de semana con mis amigos en el campo», quiere decir: «Si yo no hubiera decidido prepararme para el examen habría pasado este fin de semana con mis amigos en el campo». Las cosas que no requieren sacrificio para obtenerlas no son bienes económicos, sino bienes libres, y en cuanto tales no son objeto de ninguna acción. La economía no se ocupa de ellas. El hombre no tiene que elegir entre ellas y otras satisfacciones.

La utilidad es la diferencia entre el valor más alto del bien obtenido y el más bajo valor del bien sacrificado para obtenerlo. Si la acción, por causa de inatención o de un error o un cambio de condiciones no esperado u otras circunstancias, consigue algo a lo que el sujeto atribuye un valor más bajo que el precio pagado, dicha acción genera una pérdida. Puesto que la acción persigue invariablemente sustituir una situación que el sujeto considera menos satisfactoria por otra situación que considera más satisfactoria, la acción siempre persigue la utilidad y nunca la pérdida. Esto es válido no sólo para las acciones de los individuos en una economía de mercado, sino también para las acciones del director económico de una sociedad socialista.

3. LA BÚSQUEDA DE LAS LEYES DEL CAMBIO HISTÓRICO

Es un error frecuente confundir el historicismo con la historia, cosas que nada tienen en común. La historia es la narración del curso de los acontecimientos y condiciones del pasado, una afirmación de hechos y de sus efectos. El historicismo es una doctrina epistemológica.

Algunas escuelas de historicismo han declarado que la historia es la única disciplina capaz de estudiar la acción humana y han negado la corrección, la posibilidad y la significación de una ciencia teorética general de la acción humana. Otras escuelas han condenado la historia como no científica y, paradójicamente, han adoptado una actitud favorable hacia la parte negativa de las doctrinas de los positivistas, quienes exigían una nueva ciencia, la cual, modelada sobre el patrón de la física de Newton, debería derivar de la experiencia histórica las leyes de la evolución histórica y del cambio «dinámico».

Las ciencias naturales han desarrollado, sobre la base de la segunda ley de la termodinámica de Carnot, una doctrina acerca del curso de la historia del universo. La energía libre capaz de actuar depende de la inestabilidad termodinámica. El proceso de producción de tal energía es irreversible. Cuando toda la energía libre producida por sistemas inestables se agote, la vida y la civilización terminarán. A la luz de esta idea el universo, como lo conocemos, aparece como un episodio fugaz en el curso de la eternidad. Se mueve hacia su propia extinción.

Pero la ley en que se basa esta inferencia, la segunda ley de Carnot, en sí misma no es una ley histórica o dinámica. Al igual que las demás leyes de las ciencias naturales, se deriva de la observación de los fenómenos y es verificada por medio de experimentos. La llamamos ley porque describe un proceso que se repite cada vez que las condiciones de su aparición están presentes. El proceso es irreversible, y de este hecho los científicos infieren que las condiciones de su aparición ya no se darán una vez que desaparezca toda inestabilidad termodinámica. El concepto de una ley del cambio histórico es contradictorio. La historia es una secuencia de fenómenos que se caracterizan por su singularidad. Los aspectos que un acontecimiento tiene en común con otros acontecimientos no son históricos. Lo que los casos de asesinato tienen en común se refiere a la ley penal, a la psicología, a la técnica de matar. En su calidad de acontecimientos históricos el asesinato de Julio César y el de Enrique IV de Francia son muy diferentes. La importancia que un acontecimiento tiene en la producción de posteriores acontecimientos es lo que cuenta para la historia. El efecto de un acontecimiento es único e irrepetible. Vistas desde el ángulo de la ley constitucional norteamericana, las elecciones presidenciales de 1860 y 1956 pertenecen a la misma dase. Pero para la historia son dos acontecimientos distintos en el curso de los sucesos. Si un historiador los compara, lo hace con el propósito de esclarecer las diferencias entre ellos y no para descubrir las leyes que rigen cualquier caso de elección presidencial norteamericana. A veces se formulan ciertas generalizaciones parciales acerca de tales elecciones, como: el partido que está en el poder gana si hay prosperidad. Estas reglas constituyen un intento de comprender la conducta de los votantes. Nadie les atribuye validez necesaria, que es la característica lógica esencial de una ley de las ciencias naturales. Todos se dan cuenta de que los votantes podrían actuar de otra manera.

La segunda ley de Carnot no es resultado del estudio de la historia del universo. Es una proposición acerca de fenómenos que se repiten diariamente, exactamente en la forma que la ley los describe. De esta ley los hombres de ciencia deducen ciertas consecuencias acerca del futuro del universo. Este conocimiento deducido no es en sí mismo una ley. Es la aplicación de una ley. Es una predicción de acontecimientos futuros hecha a base de una ley que describe lo que se considera una necesidad inexorable en la secuencia de acontecimientos repetibles y repetidos.

Tampoco es el principio de selección natural de Darwin una ley de la evolución histórica. Trata de explicar el cambio biológico como resultado de una ley biológica. Interpreta el pasado, pero no hace pronósticos acerca del porvenir. Aun cuando la actuación del principio de selección natural se considere perenne, no es lícito inferir que el hombre debe transformarse inevitablemente en una especie de superhombre. Una línea de cambio evolutivo puede conducir a un punto más allá del cual ya no hay cambio o hay regresión a estadios precedentes.

Puesto que es imposible deducir leyes generales de la observación del cambio histórico, el programa del historicismo «dinámico» no puede realizarse descubriendo que la actuación de una o varias leyes praxeológicas debe producir inevitablemente el advenimiento de condiciones específicas del futuro. La praxeología y su rama mejor desarrollada hasta ahora, la economía, nunca pretendió saber nada acerca de tales asuntos. El historicismo, a causa de su rechazo de la praxeología, estaba desde el principio incapacitado para emprender tal estudio.

Todo lo que se ha dicho acerca de los acontecimientos históricos futuros, que necesariamente tienen que ocurrir, se origina en profecías elaboradas por los métodos metafísicos de la filosofía de la historia. Gracias a su intuición, el autor adivina los planes del primer móvil y toda la incertidumbre acerca del futuro desaparece. El autor del Apocalipsis, Hegel, y sobre todo Marx, consideraban que tenían conocimiento perfecto de las leyes de la evolución histórica. Pero la fuente de su conocimiento no era ciencia; era la revelación de una voz interior.

4. EL RELATIVISMO HISTORICISTA

Las ideas del historicismo sólo pueden ser comprendidas si se tiene en cuenta que persiguieron exclusivamente una finalidad: negar todo lo que la filosofía social racionalista y la economía habían descubierto. En este empeño muchos historicistas no se detuvieron ante ningún absurdo. Por ejemplo: a la afirmación de los economistas de que hay una inevitable escasez de factores naturales de los que depende el bienestar humano, opusieron la fantástica aseveración de que hay abundancia. Lo que produce la pobreza, dicen, es lo inadecuado de las instituciones sociales.

Cuando los economistas se referían al progreso estudiaban las condiciones desde el punto de vista de las finalidades perseguidas por los hombres. No había nada metafísico en su concepto del progreso. La mayoría de los hombres desean vivir y prolongar sus vidas; desean mantenerse en buena salud y evitar la enfermedad; desean vivir cómodamente y no existir al borde del hambre. Según los hombres, el progreso hacia estas finalidades significa mejoramiento, lo contrario significa empeoramiento. Este es el significado de los términos «progreso» y «retroceso», según lo usan los economistas. En este sentido, consideran progreso una disminución en la mortalidad infantil o el éxito en combatir enfermedades contagiosas.

No se discute que tal progreso produce o no felicidad a las personas, que las hace más felices de lo que de otro modo hubieran sido. La mayoría de las madres se sienten más felices si sus hijos sobreviven, y la mayor parte de las personas se sienten más felices sin tuberculosis que con ella. Considerando las condiciones desde su personal punto de vista, Nietzsche expresó ciertas dudas acerca de los «demasiados». Pero los objetos de su desprecio pensaban de otra manera.

Al ocuparse de los medios a que la gente recurre en sus acciones, la historia, al igual que la economía, distingue entre los medios que fueron idóneos para alcanzar las finalidades perseguidas y los que no lo fueron. En este sentido, el progreso consiste en reemplazar métodos de acción menos adecuados por métodos más adecuados. El historicista se siente ofendido por esta terminología. Todas las cosas son relativas y deben ser vistas en el contexto de su época. Sin embargo, ningún defensor del historicismo ha tenido el valor de afirmar que el exorcismo fuera jamás un medio adecuado para curar vacas enfermas. Pero los historicistas son menos cuidadosos al ocuparse de la economía. Por ejemplo: afirman que lo que la economía enseña acerca de los efectos del control de precios no es aplicable a las condiciones de la Edad Media. Los trabajos históricos de autores imbuidos de las ideas del historicismo son confusos, precisamente a causa de su rechazo de la economía. Mientras insisten en que no desean juzgar el pasado según un patrón preconcebido, los historicistas tratan de hecho de justificar la política de los «buenos tiempos pasados». En vez de acercarse al tema de sus estudios con el mejor equipo mental disponible, se apoyan en las fábulas —en la pseudoeconomía—. Se aferran a la superstición de que decretar y establecer precios máximos por debajo de los precios que el mercado libre establecería es un medio adecuado para mejorar las condiciones de los compradores. No mencionan la evidencia documental del fracaso de la política del precio justo y de sus efectos, los cuales, desde el punto de vista de los gobernantes que recurrieron a ella, eran menos deseables que la situación previa que trataban de cambiar.

Uno de los injustificados reproches hechos por los historicistas a los economistas es su supuesta falta de sentido histórico. Los economistas, dicen, creen que habría sido posible mejorar las condiciones materiales de épocas anteriores si las personas hubieran conocido las teorías de la economía moderna. Ahora bien, no cabe duda de que las condiciones del Imperio Romano se habrían visto afectadas considerablemente si los emperadores no hubieran recurrido al empobrecimiento de la moneda y no hubieran adoptado una política de precios máximos. No es menos evidente que la miseria en Asia fue causada por el hecho de que gobiernos despóticos destruyeron todos los intentos de acumular capital. Los asiáticos, a diferencia de los europeos occidentales, no desarrollaron un sistema legal y constitucional que les habría dado la oportunidad de acumular capital en gran escala. Y el público, movido por la antigua falacia de que la riqueza del empresario es la causa de la pobreza de otras personas, aplaudía cada vez que los gobernantes confiscaban las propiedades de mercaderes que habían tenido éxito.

Los economistas siempre han tenido conciencia de que la evolución de las ideas es un proceso lento y retardado. La historia del conocimiento es el relato de intentos sucesivos hechos por los hombres, cada uno de los cuales agrega algo a los pensamientos de sus antecesores. No causa sorpresa el hecho de que Demócrito de Abdera no desarrolló la teoría de los quanta o que la geometría de Pitágoras sea diferente de la de Hilbert. A nadie se le ocurrió pensar que un contemporáneo de Pericles pudo haber creado la filosofía del libre comercio de Hume, Adam Smith y Ricardo y convertido a Atenas en un emporio capitalista.

No es necesario analizar la opinión de muchos historicistas de que al espíritu de algunas naciones las prácticas del capitalismo les parecen tan repulsivas que nunca las adoptarán. Si hay tales pueblos serán pobres para siempre. Sólo hay un camino que conduce a la prosperidad. ¿Puede algún historicista, basándose en la experiencia histórica, poner en duda esta verdad?

Ninguna ley puede derivarse de la experiencia histórica sobre los efectos de las diversas maneras de actuar ni de instituciones sociales específicas. En este sentido es verdadero el famoso dicho de que el estudio de la historia sólo puede enseñar que de la historia nada se puede aprender. Podríamos, por consiguiente, estar de acuerdo con los historicistas en no poner mucha atención al hecho indiscutible de que ninguna nación jamás alcanzó un aceptable nivel de bienestar y civilización sin la institución de la propiedad privada de los medios de producción. No es la historia, sino la economía, la que esclarece nuestras ideas acerca de los efectos de los derechos de propiedad. Pero nosotros debemos rechazar en su totalidad el razonamiento popular entre muchos escritores del siglo XIX de que el supuesto hecho de que la institución de la propiedad privada no fue conocida por pueblos primitivos es un argumento válido en favor del socialismo. Habiendo empezado como heraldos de una sociedad futura que destruirá todo lo que es insatisfactorio y hará de la tierra un paraíso, muchos socialistas, Engels por ejemplo, prácticamente se transformaron en propugnadores de un retomo a las supuestamente felices condiciones de una fabulosa edad de oro del pasado remoto.

Nunca se les ocurrió a los historicistas pensar que el hombre tiene que pagar un precio por todos sus logros. Las personas pagan el precio si creen que los beneficios que se derivarán de lo que se adquirirá son mayores que las desventajas que conlleva el sacrificar alguna otra cosa. Al ocuparse de esto, los historicistas adoptan las ilusiones de la poesía romántica. Se lamentan de la destrucción de la naturaleza por la civilización. ¡Qué bellos eran los bosques vírgenes, las cataratas, las playas solitarias antes de que el afán de lucro de algunos arruinara su belleza! Los historicistas románticos silencian el hecho de que los bosques fueron talados para obtener tierra cultivable y las cataratas fueron utilizadas para producir luz y energía. No cabe duda de que Coney Island era más idílica en tiempo de los indios de lo que es ahora. Pero en la actualidad proporciona a millones de neoyorquinos la oportunidad de recrearse que no pueden tener en otro sitio. El referirse a lo maravilloso de la naturaleza virgen es ocioso si no se tiene en cuenta lo que el hombre ha obtenido «profanando» la naturaleza. Las maravillas de la tierra eran en realidad espléndidas cuando pocos visitantes podían acceder a ellas. El turismo comercialmente organizado las ha puesto al alcance de muchos. Quien piensa que es una lástima que no pueda estar solo en una montaña, olvida que él mismo probablemente no podría haber llegado si el comercio no hubiera proporcionado todas las facilidades requeridas.

La técnica que los historicistas emplean para condenar al capitalismo es en realidad muy simple. Dan por sentados todos sus logros, pero lo culpan de la desaparición de algunos goces que son incompatibles con él y de algunas imperfecciones que todavía empañan sus consecuciones. Se olvidan de que la humanidad ha tenido que pagar un precio por sus conquistas, precio pagado gustosamente, ya que la gente cree que el beneficio obtenido, la prolongación del promedio de vida, por ejemplo, es más deseable.

5. DESTRUCCIÓN DE LA HISTORIA

La historia es una secuencia de cambios. Cada situación histórica tiene su individualidad, sus propias características que la distinguen de cualquier otra situación. El río de la historia nunca retorna a un punto ocupado anteriormente. La historia no se repite.

Señalar este hecho no equivale a expresar ninguna opinión acerca del problema biológico y antropológico de si la humanidad desciende o no de un antepasado humano común. No es necesario suscitar aquí la cuestión de si la transformación de primates subhumanos en la especie homo sapiens ocurrió sólo una vez en un tiempo determinado en un lugar específico de la superficie de la tierra o si sucedió varias veces y dio por resultado la aparición de varias razas originarias. Señalar este hecho tampoco significa que hay una unidad de civilización. Aun cuando creyéramos que todos los hombres proceden de un antepasado humano común, el hecho es que la escasez de los medios de subsistencia produjo una dispersión de los seres humanos por el planeta. Esta dispersión produjo la segregación de diversos grupos. Cada uno de estos grupos tuvo que resolver por sí mismo el problema vital específico del hombre: cómo realizar el esfuerzo consciente por mejorar las condiciones para garantizar la supervivencia.

Así surgieron diversas civilizaciones. Probablemente nunca se sabrá hasta qué punto las diversas civilizaciones estuvieron aisladas e independientes unas de otras. Pero no cabe duda de que durante miles de años se produjo tal aislamiento cultural. Fueron las exploraciones realizadas por navegantes europeos las que terminaron con ese aislamiento.

Muchas civilizaciones llegaron a un punto muerto. O fueron destruidas por conquistadores extranjeros o simplemente se desintegraron. Junto a las ruinas de estructuras maravillosas, los descendientes de quienes las construyeron viven en la pobreza y la ignorancia. Los logros culturales de sus antepasados, su filosofía, su tecnología y a menudo también su lenguaje han sido olvidados y las personas han vuelto a la barbarie. En algunos casos, la literatura de la civilización pasada ha sido preservada y al ser redescubierta por los estudiosos ha influido en generaciones y civilizaciones posteriores.

Otras civilizaciones se desarrollaron hasta cierto punto y se detuvieron. Perdieron su impulso, como dice Bagehot[91]. Trataron de preservar las conquistas del pasado, sin proyectar añadir nada nuevo.

Una firme creencia de la filosofía social del siglo XVIII fue el «mejorismo». Habrá un mejoramiento de las condiciones humanas, una vez que las supersticiones, los prejuicios y los errores que causaron la caída de civilizaciones anteriores cedan el lugar a la supremacía de la razón. El mundo se mejorará cada día. La humanidad jamás volverá a las épocas del obscurantismo. El progreso hacia estadios más altos de bienestar y conocimiento es irresistible. Todos los movimientos reaccionarios están condenados al fracaso. La filosofía contemporánea ya no comparte tal optimismo. Nos damos cuenta de que también nuestra civilización es vulnerable. Es cierto que está libre del peligro de ataques por parte de bárbaros extranjeros. Pero podría ser destruida desde dentro por bárbaros locales.

La civilización es producto del esfuerzo humano, el logro de hombres deseosos de combatir las fuerzas contrarias a su bienestar. Este logro depende de que los hombres usen medios adecuados. Si los medios elegidos no son idóneos para alcanzar las finalidades que se persiguen, el desastre es inevitable. Una mala política puede desintegrar nuestra civilización de la misma manera que han sido destruidas muchas otras civilizaciones. Pero ni la razón ni la experiencia permiten suponer que no podemos evitar adoptar malas políticas y de esa forma arruinar nuestra civilización.

Hay doctrinas que sustantivan el concepto de civilización. En su opinión, una civilización es una especie de ser viviente. Nace, prospera por algún tiempo y, finalmente, perece. Sin embargo, aunque puedan aparecer diferentes al observador superficial, todas las civilizaciones tienen la misma estructura. Deben pasar necesariamente por la misma secuencia de estadios sucesivos. No hay historia. Lo que equivocadamente se llama historia es el hecho de que se repiten acontecimientos de la misma clase; la historia es, como decía Nietzsche, eterna recurrencia.

La idea es muy antigua y puede encontrarse en la filosofía clásica. Giovanni Battista Vico tuvo conciencia vaga de ella. Tuvo alguna importancia en los intentos de algunos economistas de desarrollar esquemas de paralelismos en la historia económica de diversas naciones y debe su popularidad actual a la obra de Oswald Spengler La Decadencia de Occidente. Suavizada hasta cierto punto y transformar da así en algo inconsecuente, es la idea principal del voluminoso Estudio de la historia, de Arnold J. Toynbee. No cabe duda de que tanto Spengler como Toynbee fueron motivados por la generalizada crítica al capitalismo. El móvil de Spengler fue evidentemente pronosticar el inevitable colapso de nuestra civilización. Aunque no le influyeron las profecías de los marxistas, era socialista y estaba completamente bajo el influjo de la condenación socialista de la economía de mercado. Tuvo suficiente buen juicio para percatarse de las consecuencias desastrosas de la política de los marxistas alemanes. Pero puesto que no tenía ningún conocimiento de la economía y sí sentía desprecio por ella, llegó a la conclusión de que nuestra civilización tiene que elegir entre dos males que la van a destruir. Las doctrinas de Spengler y Toynbee muestran claramente los resultados perjudiciales que produce el olvido de la economía al tratar de los asuntos humanos. Es cierto que la civilización occidental está en decadencia. Pero su decadencia ha sido causada precisamente por la adopción del credo anticapitalista.

Lo que podemos llamar la doctrina de Spengler reduce la historia al registro de la vida de entes individuales, las diversas civilizaciones. No se nos dice en términos precisos qué es lo que caracteriza a una civilización como tal y la distingue de otras civilizaciones. Todo lo que podemos aprender acerca de esta cuestión esencial es metafórico. Una civilización es como un ser biológico; nace, crece, madura, decae y muere.

Tales analogías no pueden sustituir al esclarecimiento preciso y a la definición.

La investigación histórica no puede tratar todas las cosas juntas, tiene que dividir y subdividir la totalidad de los acontecimientos. Del cuerpo de la historia selecciona capítulos separados. Los principios que se aplican al hacerlo están determinados por la forma en que el historiador entiende las cosas y los acontecimientos, por los juicios de valor y las acciones que ellos causan y la relación de las acciones con el posterior curso de los acontecimientos. Casi todos los historiadores están de acuerdo en tratar separadamente la historia de diversos y más o menos aislados pueblos y civilizaciones. Las diferencias de opinión acerca de la aplicación de este procedimiento a problemas específicos deben resolverse por medio del examen cuidadoso de cada caso particular. Ninguna objeción epistemológica puede hacerse a la idea de distinguir diversas civilizaciones dentro de la totalidad de la historia.

Pero la doctrina de Spengler significa algo muy diferente. Dentro de su contexto, una civilización es una Gestalt, una totalidad, una individualidad de naturaleza propia. Lo que determina su origen, sus cambios y su extinción brota de su propia naturaleza. No son las ideas y las acciones de los individuos las que constituyen el proceso histórico. En realidad, no hay proceso histórico. Las civilizaciones nacen, viven por un tiempo y luego mueren de la misma manera que las diversas especies de plantas. Lo que los hombres hacen nada tiene que ver con el resultado final. Toda civilización debe decaer y morir.

Ningún inconveniente hay en comparar diferentes acontecimientos históricos y otros ocurridos en la historia de diversas civilizaciones. Pero no se justifica la afirmación de que toda civilización debe tener una serie de estadios inevitables.

Toynbee es suficientemente inconsecuente para no quitamos toda esperanza de la supervivencia de nuestra civilización. Mientras que el contenido total y único de su estudio consiste en señalar que el proceso de la civilización es una serie de movimientos periódicos que se repiten, añade que esto «no implica que el proceso mismo sea del mismo orden cíclico que los movimientos».

Después de haberse esforzado en mostrar que ya han perecido dieciséis civilizaciones y nueve más están al borde de la muerte, expresa un vago optimismo acerca del futuro de la vigesimosexta civilización[92].

La historia es el relato de la acción humana. La acción humana es el esfuerzo consciente del hombre por reemplazar condiciones menos satisfactorias por condiciones más satisfactorias. Las ideas determinan qué es lo que ha de considerarse como condiciones más o menos satisfactorias y a qué medios se ha de recurrir para cambiarlas. De manera que las ideas constituyen el tema de estudio de la historia. Las ideas no constituyen una cantidad invariable que existió desde el principio y que no cambia. Todas las ideas se han originado en un punto del tiempo y del espacio, en la cabeza de un individuo. (Desde luego, repetidas veces ha sucedido que la misma idea se originó independientemente en varios individuos en diferentes puntos del tiempo y del espacio). El nacimiento de cada nueva idea constituye una innovación; agrega algo nuevo y nunca antes oído en el curso de los acontecimientos mundiales. La razón de que la historia nunca se repita es que cada estadio histórico es la consumación de la operación de ideas diferentes de las que operaron en otros estadios históricos.

La civilización difiere de los aspectos meramente biológicos y fisiológicos de la vida en que es el resultado de las ideas. Las ideas son la esencia de la civilización. Si tratamos de distinguir diferentes civilizaciones, la differentia specifica sólo se puede encontrar en los diferentes significados de las ideas que las determinaron. Las civilizaciones difieren precisamente en la calidad de la sustancia que las caracteriza como tales. En su estructura esencial, son individuos únicos y no elementos o miembros de una clase. Esto no nos permite comparar sus vicisitudes con los procesos fisiológicos que suceden en la vida de un hombre o de un animal. Un niño madura en el vientre de la madre, nace, crece, se desarrolla y muere, completando así el mismo ciclo de la vida. Algo muy diferente sucede en las civilizaciones. Por el hecho de ser civilizaciones son diferentes e inconmesurables, precisamente porque son motivadas por ideas diferentes y, en consecuencia, se desarrollan de diferentes maneras.

Las ideas no deben clasificarse sin tener en cuenta la corrección de su contenido. Los hombres han tenido diferentes ideas acerca de la manera de curar el cáncer. Hasta ahora ninguna de esas ideas ha producido resultados completamente satisfactorios. Pero este hecho no justificaría la conclusión de que los intentos futuros de curar el cáncer tampoco tendrán éxito. El historiador de civilizaciones pasadas puede decir: algo andaba mal en las ideas sobre las cuales se basaron las civilizaciones que decayeron por sí solas. Pero no puede derivar de este hecho la conclusión de que otras civilizaciones, basadas sobre otras ideas, también están condenadas. Dentro de los cuerpos y de las plantas y los animales operan fuerzas que tarde o temprano los desintegrarán. Pero en el «cuerpo» de una civilización no se pueden descubrir fuerzas que no sean el producto de sus particulares ideologías.

No menos vanos son los esfuerzos encaminados a buscar en la historia de diversas civilizaciones paralelismos o estadios idénticos en su vida. Podemos comparar la historia de diversos pueblos y civilizaciones. Pero tales comparaciones deben tener en cuenta tanto las similitudes como las diferencias. El ansia de descubrir similitudes lleva a los autores a no poner atención a las diferencias y aun a ocultarlas. El primer deber del historiador es ocuparse de los acontecimientos históricos. Las comparaciones que se hagan después, sobre la base de un conocimiento de los acontecimientos tan perfecto como sea posible, pueden ser inocuas e incluso aleccionadoras. Las comparaciones que preceden o acompañan al estudio de las fuentes crean confusión si no fábulas.

6. LA DESTRUCCIÓN DE LA LENGUA

Siempre ha habido quienes exaltaron los buenos tiempos pasados y abogaran por un retomo al feliz pasado. La resistencia que se ha opuesto a las innovaciones legales y constitucionales por parte de quienes se sienten perjudicados se ha concretado a menudo en programas que piden la reconstrucción de antiguas instituciones, reales o supuestas. En algunos casos, las reformas que perseguían la realización de algo esencialmente nuevo se concibieron como una restauración de la antigua ley. Un importante ejemplo es la función que la Carta Magna desempeñó en las ideologías de los partidos ingleses contrarios a los Estuardo en el siglo XVII.

Pero fue el historicismo el que por vez primera sugirió abiertamente la destrucción de los cambios históricos y el retomo a las ya desaparecidas condiciones del pasado remoto. No es necesario que nos ocupemos de los aspectos peregrinos de este movimiento, tales como los intentos alemanes de revivir el culto de Wotan. Tampoco merece más que comentarios irónicos lo que se refiere al atuendo de estas tendencias. Nos fijaremos sólo en las cuestiones lingüísticas y económicas.

A lo largo de la historia han desaparecido muchos idiomas. Algunos desaparecieron sin dejar rastro. Otros han sido preservados en documentos antiguos, libros e inscripciones y pueden ser estudiados por los especialistas. Muchas de estas lenguas «muertas», como el sánscrito, el hebreo, el griego y el latín, influyen en el pensamiento contemporáneo a través del valor filosófico y poético de las ideas expresadas en su literatura. Otras sólo son objeto de investigación filológica.

El proceso que llevo a la extinción de un idioma determinado ha sido en muchos casos simplemente cuestión de crecimiento lingüístico y transformación de la palabra hablada. Una larga sucesión de ligeros cambios alteraron las formas fonéticas, el vocabulario y la sintaxis tan profundamente que las generaciones posteriores ya no pudieron leer los documentos que les legaron sus antepasados. La lengua vernácula se transformó en un nuevo lenguaje. La lengua antigua podía ser entendida solamente por quienes teman entrenamiento especial. La muerte de la antigua lengua y el nacimiento de la nueva fueron resultado de una lenta y pacífica evolución.

Pero en muchos casos el cambio lingüístico fue resultado de acontecimientos políticos y militares. Personas que hablaban una lengua extranjera adquirieron poder político y económico por medio de la conquista militar o gracias a la superioridad de su civilización. Quienes hablaban el idioma aborigen fueron relegados a una posición secundaria. Debido a su inferior situación social y política no importaba mucho qué decían y cómo lo decían. Los negocios importantes se hacían exclusivamente en el lenguaje de sus amos. Los gobernantes, las cortes, las iglesias y las escuelas empleaban sólo este lenguaje; era el lenguaje de las leyes y de la literatura. La antigua lengua aborigen la usaban sólo los no educados. Cuando uno de ellos deseaba alcanzar una mejor posición, primero tenía que aprender la lengua de los amos. La lengua vernácula era usada sólo por los menos capaces y ambiciosos; cayó en desgracia y finalmente fue olvidada. Un idioma extranjero suplantó a la lengua aborigen.

Los acontecimientos políticos y militares que motivaron este proceso lingüístico se caracterizaron, en muchos casos, por la crueldad tiránica y la persecución despiadada de los oponentes. Tales métodos fueron aprobados por algunos filósofos y moralistas de épocas precapitalistas, de la misma manera que a veces han merecido la alabanza de «idealistas» contemporáneos cuando fueron empleados por los socialistas. Pero aparecen como algo alarmante «al espurio racionalismo dogmático de los ideólogos liberales ortodoxos». Los estudios históricos de estos han carecido del elevado relativismo que indujo a los sedicentes historiadores «realistas» a explicar y justificar todo lo que ha sucedido en el pasado y aprobar las instituciones opresoras sobrevivientes. (Como observó con reproche un crítico, a los utilitaristas «las viejas instituciones no les entusiasman; son simplemente encamaciones del prejuicio»[93]). No requiere explicación adicional por qué los descendientes de las víctimas de esas persecuciones y opresiones juzgaron de diferente manera la experiencia de sus antepasados y menos aún por qué se propusieron abolir los efectos del despotismo pasado que todavía les hacía daño. En algunos casos, no satisfechos con eliminar la opresión todavía existente, planearon deshacer también aquellos cambios que ya no les perjudicaban, aunque los procesos que los habían originado en el pasado fueron perjudiciales y malos. Esto es precisamente lo que persiguen los intentos de cancelar los cambios lingüísticos.

El mejor ejemplo lo constituye Irlanda. Extranjeros invadieron y conquistaron el país, expropiaron a los terratenientes, destruyeron su civilización, organizaron un régimen despótico y trataron de convertir a la gente por la fuerza de las armas a un credo religioso que ellos despreciaban. El establecimiento de una iglesia extranjera no logró que los irlandeses abandonaran el catolicismo romano. Pero el idioma inglés desplazó al idioma gaélico aborigen. Cuando más tarde los irlandeses fueron poco a poco controlando a sus opresores extranjeros y finalmente obtuvieron la independencia política, la mayoría de ellos ya no eran lingüísticamente diferentes de los ingleses. Hablaban inglés y sus escritores más distinguidos escribieron libros en inglés, algunos de los cuales figuran entre las obras cumbres de la literatura universal.

Esta situación les duele a muchos irlandeses. Desean inducir a sus conciudadanos a que vuelvan al idioma que sus antepasados recibieron de un pasado remoto. Hay poca oposición franca a estos planes. Pocas personas tienen el valor suficiente para luchar abiertamente contra un movimiento popular y el nacionalismo radical es, después del socialismo, la ideología más popular. Nadie desea correr el riesgo de que lo consideren enemigo de su país. Pero hay fuerzas poderosas que silenciosamente se oponen a la reforma lingüística. La gente se aferra a la lengua que habla sin importarle que quienes desean suprimirla sean déspotas extranjeros o fanáticos locales. Los irlandeses modernos tienen plena conciencia de las ventajas que les representa el hecho de que el inglés sea el principal idioma de la civilización contemporánea, el cual todo el mundo tiene que aprender para leer muchos libros importantes o participar en el comercio internacional, o en acontecimientos mundiales y en grandes movimientos ideológicos. Precisamente porque los irlandeses constituyen una nación civilizada cuyos autores escriben para las personas cultas del mundo y no para un auditorio limitado, las probabilidades de que el gaélico sustituya al inglés son muy escasas. Ningún sentimentalismo nostálgico puede cambiar estas circunstancias.

Debe mencionarse que las actividades lingüísticas del nacionalismo irlandés fueron motivadas por una de las doctrinas políticas más populares del siglo XIX. El principio de nacionalidad, como lo entendían los pueblos europeos, afirmaba que cada grupo lingüístico debe formar un Estado independiente y que este Estado debe comprender a todas las personas que hablan el mismo idioma[94]. A la luz de este principio, una Irlanda de habla inglesa debe pertenecer al Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda, y la sola existencia de un Estado irlandés libre o independiente aparece como algo irregular. El prestigio que tuvo el principio del nacionalismo en Europa fue tan grande que varios pueblos que deseaban formar un Estado propio, cuya independencia era contraria al principio, tuvieron que cambiar su idioma para poder justificar sus aspiraciones de acuerdo con ese principio. Esto explica la actitud de los nacionalistas irlandeses, pero no afecta a lo que hemos dicho sobre las implicaciones de sus planes lingüísticos.

Un idioma no es una mera colección de signos fonéticos. Es un instrumento del pensamiento y de la acción. Su gramática y su vocabulario se ajustan a la mentalidad de los individuos a quienes sirve. Un idioma viviente —hablado, escrito y leído por personas— cambia continuamente de acuerdo con los cambios que se operan en la mente de quienes lo usan. Una lengua que ya no se usa está muerta, porque ya no cambia. Refleja la mentalidad de personas que hace ya mucho tiempo desaparecieron. Ya no sirve a personas de otra época, sean descendientes de quienes una vez la usaron o simplemente crean que lo son. El problema no surge con los términos que designan cosas tangibles. Tales términos podrían ser sustituidos por neologismos. Son los términos abstractos los que presentan problemas insolubles. Puesto que son el sedimento de las controversias ideológicas de un pueblo, de sus ideas acerca del conocimiento puro y la religión, de las instituciones jurídicas, las organizaciones políticas y las actividades económicas, los términos abstractos reflejan las vicisitudes de su historia. Al aprender su significado, la nueva generación absorbe el medio intelectual en que vivirá y trabajará. El significado de los diversos términos cambia constantemente como consecuencia de los cambios de las ideas y las condiciones.

Quienes desean resucitar una lengua muerta deben crear un nuevo lenguaje con sus elementos fonéticos, un nuevo lenguaje cuyo vocabulario y cuya sintaxis se adapten a las condiciones de la época presente, que son muy diferentes de las condiciones de la época antigua. El idioma de sus antepasados no les sirve a los irlandeses contemporáneos. Las leyes de la Irlanda actual no podrían ser escritas con el vocabulario antiguo. Shaw, Joyce y Yeats no pudieron emplearlo en sus dramas, novelas y poemas. No se puede destruir la historia y volver al pasado.

Los planes encaminados a elevar los dialectos locales al rango de idioma para la literatura y otras manifestaciones del pensamiento y la acción difieren de los intentos de resucitar idiomas antiguos. Cuando la comunicación entre las diversas regiones de un territorio era infrecuente a causa de lo limitado de la división del trabajo y lo primitivo de los medios de transporte había una tendencia hacia la desintegración de la unidad lingüística. Surgieron diferentes dialectos de la lengua que hablaban quienes se asentaron en un lugar. A veces estos dialectos se transformaron en un lenguaje literario específico, como sucedió con el holandés. En otros casos sólo uno de los dialectos llegó a ser un lenguaje culto, mientras que los otros se usaban en la vida diaria, pero no en las escuelas, ni en los juzgados, ni en libros, ni en la conversación de las personas cultas. Eso es lo que sucedió en Alemania, por ejemplo, donde los escritos de Lutero y de los teólogos protestantes dieron al idioma de la «Cancillería Sajona» una posición predominante y redujeron a todos los otros dialectos a una posición secundaria.

Bajo el impacto del historicismo surgieron movimientos encaminados a destruir este proceso por medio del intento de elevar los dialectos a la categoría de lenguas cultas. La más notable de estas tendencias es el Félibrige, que se propone devolver a la lengua provenzal la importancia que en otro tiempo tuvo como Langue d’oc. Los «felibristas», dirigidos por el distinguido poeta Mistral, tuvieron suficiente buen juicio para no proponerse una sustitución completa del francés por su idioma. Pero aun la más moderada ambición, la creación de una nueva poesía provenzal, parece ser infortunada. Es difícil imaginar ninguna de las obras maestras francesas modernas escritas en provenzal.

Los dialectos se emplean a veces en novelas y dramas que describen la vida de las personas incultas. A menudo hay una falta de sinceridad en esos escritos. El autor se pone a la altura de personas cuya mentalidad nunca compartió o que ya superó. Se conduce como un adulto que condesciende a escribir libros para niños. Ninguna obra literaria contemporánea puede sustraerse al impacto de las ideologías de nuestra época. Cuando ha pasado por estas ideologías, el autor no puede disfrazarse de hombre común y corriente y adoptar su lenguaje y su concepción del mundo. La historia es un proceso irreversible.

7. DESTRUCCIÓN DE LA HISTORIA ECONÓMICA

La historia de la humanidad es la historia de la intensificación cada vez mayor de la división del trabajo. Los animales viven en la perfecta autarquía de cada individuo o de cada cuasifamilia. Lo que hizo posible la cooperación entre los hombres fue el hecho de que el trabajo realizado bajo el sistema de la división de tareas es más productivo que los esfuerzos aislados de individuos autárquicos y el hecho de que la razón humana es capaz de aprehender esta verdad. Si no hubiera sido por estos dos hechos, los hombres se habrían quedado como solitarios buscadores de alimento, forzados por una ley natural a luchar los unos contra los otros sin perdón ni piedad. Ni lazos sociales, ni sentimientos de compasión, ni benevolencia, ni amistad, ni, en suma, la civilización, hubieran surgido en un mundo en el cual todos consideraban a todos sus rivales en la competencia biológica por adquirir una cantidad limitada de alimentos.

Una de las mayores conquistas de la filosofía social del siglo XVIII fue descubrir la función que el principio de la mayor productividad que resulta de la división del trabajo ha tenido en la historia. Contra estas enseñanzas de Smith y Ricardo se dirigieron los ataques más apasionados del historicismo.

La vigencia del principio de la división del trabajo y su corolario, la cooperación, conducen a un sistema de producción de proporciones mundiales. En la medida en que la distribución geográfica de recursos naturales no limita la tendencia hacia la especialización y la integración del comercio de artículos manufacturados, el mercado libre busca el desarrollo de fábricas que se dedican a un campo especializado de la producción, pero que sirven a la población de todo el mundo. Desde el punto de vista de las personas que prefieren más y mejores mercancías, el sistema ideal de producción sería aquel que tuviera la mayor concentración posible de cada especialidad. El mismo principio que produjo la aparición de herreros, carpinteros, sastres, panaderos y también médicos, maestros, artistas y escritores, produciría la aparición de una fábrica que proveyera a todo el mundo de un artículo específico. Aunque el factor geográfico arriba mencionado impide la plena realización de esta tendencia, surgió la división internacional del trabajo y progresará hasta que alcance los límites que imponen la geografía, la geología y el clima.

Cada paso en la dirección de la intensificación de la división del trabajo perjudica a corto plazo a los intereses de algunas personas. El crecimiento de las fábricas más eficientes perjudica a los intereses de los competidores menos eficientes, a quienes obliga a abandonar el negocio. Las innovaciones tecnológicas perjudican a Los intereses de los trabajadores que ya no pueden ganarse la vida aferrándose a los métodos inferiores ya descartados. Los intereses a corto plazo de pequeños negocios y de trabajadores ineficientes son afectados adversamente por cualquier mejora. Este no es un fenómeno nuevo. Tampoco es un fenómeno nuevo que aquellos que son perjudicados por el mejoramiento económico pidan privilegios para protegerse de la competencia de los más eficientes. La historia de la humanidad es una larga serie de obstáculos colocados en el camino de los más eficientes para beneficiar a los menos eficientes.

Se acostumbra referirse a los «intereses» para explicar los obstinados esfuerzos por detener el mejoramiento económico. La explicación es muy deficiente. Dejando a un lado el hecho de qué una innovación perjudica a los intereses a corto plazo de algunas personas, debemos insistir en que sólo perjudica a los intereses de una pequeña minoría mientras que favorece a los intereses de una inmensa mayoría. La fábrica de pan de seguro perjudica a los planificadores. Pero los perjudica sólo porque mejora las condiciones de todas las personas que consumen pan. La importación de azúcar y relojes extranjeros perjudica a los intereses de una pequeña minoría de norteamericanos. Pero constituye un beneficio para todos los que deseen comer azúcar y comprar relojes. El problema es precisamente este: ¿por qué es impopular una innovación que favorece los intereses de la mayor parte de la población?

Un privilegio concedido a una determinada rama de los negocios es a corto plazo ventajoso para quienes en ese instante se dedican a ella. Pero perjudica a todos los demás en esa misma medida. Si todos son privilegiados en el mismo grado pierden como consumidores lo mismo que ganan en su capacidad de productores. Además, todos salen perjudicados por el hecho de que la productividad en todas las ramas de la producción baja a causa de esos privilegios[95]. En la medida en que la legislación estadounidense consigue obstaculizar a las grandes industrias, todos son perjudicados, pues los bienes se producen a un costo más alto en fábricas que hubieran desaparecido en ausencia de esta política. Si los Estados Unidos hubieran llegado al extremo a que llegó Austria en su lucha contra las grandes industrias el norteamericano medio no estaría mucho mejor que el austriaco medio.

No son los intereses los que motivan la lucha contra la mayor intensificación de la división del trabajo, sino ciertas ideas espurias acerca de supuestos intereses. Al igual que en cualquier otro aspecto, al tratar estos problemas el historicismo sólo se percata de las desventajas a corto plazo para ciertas personas y no ve las ventajas a largo plazo para todos. Propone medidas sin mencionar el precio que debe pagarse por ellas. ¡Qué alegre era hacer zapatos en tiempos de Hans Sachs y los Meistersinger! No es necesario analizar críticamente tales sueños románticos. ¿Cuántos descalzos habría en esa época? Las grandes compañías químicas son un desastre. Pero ¿habrían podido los farmacéuticos, en sus laboratorios primitivos, producir las drogas que matan los bacilos?

Quienes desean volver al pasado deberían decir a la gente lo que su política costaría. Desintegrar las grandes industrias es algo bueno si se está preparado para sufrir las consecuencias. Si los métodos norteamericanos actuales de gravar los ingresos y el patrimonio se hubieran adoptado hace cincuenta años, la mayoría de las nuevas cosas de las cuales a ningún norteamericano contemporáneo le gustaría carecer no se habrían producido o no estarían al alcance de la mayoría de los ciudadanos. Lo que los profesores Sombart y Tawney dicen acerca de las idílicas condiciones de la Edad Media es pura fantasía. El esfuerzo por «lograr un continuo e ilimitado aumento de la riqueza material», escribe el profesor Tawney, acarrea «ruina al alma y confusión a la sociedad»[96].

No es necesario insistir en que quienes no aprueban que hoy sobrevivan más niños al primer año de existencia o haya menos personas que mueren de hambre que en la Edad Media poseen un alma mezquina. Lo que produce confusión en la sociedad no es la riqueza, sino los esfuerzos de historicistas como el profesor Tawney por desacreditar los «apetitos económicos». En fin de cuentas fue la naturaleza, y no los capitalistas, la que creó los apetitos en el hombre y quien le impele a satisfacerlos. En las instituciones colectivistas de la Edad Media, tales como la iglesia, el poblado, la comunidad de aldea, el clan, la familia y el guild, escribe Sombart, el individuo «era mantenido tibio y protegido como la fruta en su cáscara»[97]. ¿Es esta la descripción exacta de una época en la que la población era a menudo amenazada por el hambre, las plagas, las guerras, la persecución de herejes y otros desastres?

Es a todas luces posible detener el progreso del capitalismo o regresar a las condiciones en que prevalecen pequeños negocios y métodos más primitivos de producción. Un aparato policiaco organizado, tomando como modelo el soviético, puede lograr muchas cosas. El problema se reduce a saber si las naciones que han construido la civilización occidental están dispuestas a pagar el precio correspondiente.