19

Ahora he revivido todo esto, hoy mismo, cuando me cayó del cielo, junto con un folleto lleno de nombres, una carta del Karl Alexander Gymnasium en la cual me invitaban a contribuir pecuniariamente para la erección de un monumento de homenaje a los alumnos caídos en la segunda guerra mundial. Ignoro cómo consiguieron mi dirección. No entiendo cómo averiguaron que hace mil años había sido «uno de ellos». Mi primer impulso consistió en arrojarlo todo al cesto de los papeles. ¿Por qué habría de preocuparme por «su» muerte? No tenía nada que ver con «ellos», absolutamente nada. Esa parte de mí no había existido nunca. ¡Había amputado diecisiete años de mi vida sin pedirles nada a «ellos» y ahora «ellos» me pedían a una donación!

Pero finalmente cambié de idea. Leí la carta. Cuatrocientos alumnos habían muerto en la guerra o habían desaparecido. Allí estaba la lista, por orden alfabético. La recorrí, saltándome la letra «H».

«ADALBERT, Fritz, muerto en Rusia en 1942». Sí, en mi clase había habido un chico que se llamaba así. Pero no podía recordarlo. Debía de haber sido tan insignificante para mí cuando vivía como lo era ahora que estaba muerto. Lo mismo se aplicaba al nombre siguiente: «BEHRENS, Karl, desaparecido en Rusia, presuntamente muerto».

Y estos eran jóvenes que tal vez había conocido durante años, que en otra época habían estado vivos y llenos de esperanzas, que habían reído y vivido como yo.

«FRANZ, Kurt». Sí, a él lo recordaba. Era uno de los tres «Caviares», un buen chico, y me condolía por él.

«MULLER, Hugo, muerto en África». A él también lo recordaba. Cerré los ojos y mi memoria produjo, como un daguerrotipo desvaído, la silueta vaga y borrosa de un muchacho rubio, con hoyuelos, pero eso era todo. Estaba sencillamente muerto. Pobre tipo.

Era distinto el caso de «BOLLACHER, muerto, tumba desconocida». Él lo merecía… si alguien merecía que lo mataran (y «si» es la palabra clave). Y esto también valía para Schulz. Oh, a ellos los recordaba bien. No había olvidado su poema. ¿Cómo empezaba?

«Pequeño Moishe… te deseamos una feliz

»partida ardiendo en el infierno con Moisés, Isaac y tu tribu podrida».

Sí, ¡ellos merecían estar muertos!… Si alguien lo merecía.

Así recorrí toda la lista, exceptuando los apellidos que empezaban con «H», y cuando hube terminado descubrí que veintiséis chicos, de los cuarenta y seis de mi clase, habían muerto por das 1000-jährige Reich.

Y entonces bajé la lista… y esperé.

Esperé durante diez minutos, durante media hora, mirando constantemente ese material impreso que brotaba del infierno de mi pasado antediluviano. Había venido sin que yo lo pidiera, para turbar mi paz espiritual y exhumar algo que yo tanto me había esforzado por olvidar.

Trabajé un poco, hice algunas llamadas telefónicas, dicté unas pocas cartas. Y sin embargo no podía desentenderme de la carta ni obligarme a buscar el único nombre que me perseguía.

Finalmente resolví destruir el atroz folleto. ¿Quería o necesitaba saberlo realmente? ¿Qué importaba que estuviera muerto o vivo, puesto que ni en uno ni en otro caso volvería a verle jamás?

¿Pero podía estar seguro de ello? ¿Estaba total y categóricamente descartado que no se abriría la puerta para que él entrara? ¿No estaba escuchando sus pisadas en ese mismo momento?

Cogí el folleto y me dispuse a desgarrarlo, pero en el último momento me contuve. Cobrando ánimos, temblando, lo abrí en la letra «H» y leí:

«VON HOHENFELS, Konradin, implicado en la conspiración para matar a Hitler. Ejecutado».