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Y el fin no tardó en llegar. El vendaval que había empezado a soplar desde el Este también alcanzó a Suabia. Aumentó de intensidad hasta adquirir la fuerza de un tornado, y no amainó hasta que, aproximadamente doce años más tarde, Stuttgart fue demolida en sus tres cuartas partes, la medieval Ulm quedó reducida a una pila de escombros y Heilbronn a un matadero donde habían perecido doce mil personas.

Cuando volví a la escuela después de las vacaciones de verano, que había pasado en Suiza con mis padres, la tétrica realidad penetró por primera vez, desde la anterior guerra mundial, en el Karl Alexander Gymnasium. Hasta entonces, y durante más tiempo que el que había atinado a imaginar, la escuela había sido un templo de las humanidades donde los materialistas nunca habían conseguido introducir su tecnología y su política. Homero y Horacio, Eurípides y Virgilio, todavía eran más importantes allí que los inventores y los amos temporales del mundo. Claro que más de cien muchachos habían muerto durante la última guerra, pero esto era lo que les había sucedido a los espartanos en las Termópilas y a los romanos en Canas. Morir por la propia patria implicaba acatar el ejemplo tradicional.

«Noble es aquel que cae en el frente de batalla combatiendo heroicamente por su país natal, y desgraciado el hombre que implora, apátrida cobarde, fugitivo de regiones fecundas».

Pero participar en la lucha política era otra cosa. ¿Cómo podían pretender que nos interesáramos por los acontecimientos contemporáneos cuando nuestros profesores de Historia nunca nos enseñaban lo que había ocurrido después de 1870? ¿Cómo podían comprimir los pobres diablos, en las dos horas semanales que les adjudicaban, a los griegos y los romanos, a los santos emperadores romanos y los reyes suabos, a Federico el Grande, la Revolución Francesa, Napoleón y Bismarck? Por supuesto, ya ni siquiera nosotros podíamos permanecer totalmente ajenos a lo que sucedía fuera del templo. Por toda la ciudad se veían enormes carteles de color rojo sangre que despotricaban contra Versalles y los judíos; las svásticas y la hoz y el martillo desfiguraban los muros por todas partes, y largas columnas de desocupados marchaban en uno y otro sentido por las calles… pero apenas volvíamos a entrar el tiempo se detenía y de nuevo primaba la tradición.

A mediados de septiembre apareció un nuevo profesor de Historia, Herr Pompetzki. Provenía de algún lugar situado entre Danzig y Königsberg, lo cual le convirtió probablemente en el primer prusiano que enseñaba en la escuela, y su dicción seca, cortante, desentonaba en los oídos de los muchachos habituados al ampuloso y perezoso dialecto suabo.

—Caballeros —dijo al iniciar su clase—, hay Historia e Historia. La Historia que está actualmente en vuestros libros y la Historia que pronto se materializará. Lo sabéis todo acerca de la primera, pero nada acerca de la segunda porque ciertos poderes oscuros sobre los que me propongo deciros algo tienen interés en ocultárosla. De todas maneras, por el momento, los llamaremos «poderes oscuros», poderes que actúan en todas partes, en América, en Alemania, pero sobre todo en Rusia. Dichos poderes están disfrazados con más o menos astucia, influyen sobre nuestra forma de vida, y socavan nuestra moral y nuestra herencia nacional. «¿Qué herencia?», preguntaréis. «¿De qué nos habla usted?». Caballeros, ¿no es increíble que me hagáis tales preguntas? ¿Que no tengáis noticias del inapreciable don que nos ha sido conferido? Permitid que os explique lo que ha significado esta herencia durante los últimos tres mil años. Hacia el año 1800 a. J. C., unas tribus arias, los dorios, aparecieron en Grecia. Hasta entonces, Grecia, un país pobre, montañoso, habitado por gente de raza inferior, había estado dormida, impotente, albergando bárbaros sin pasado ni futuro. Pero poco después de la llegada de los arios la situación cambió por completo, hasta que, como todos sabemos, Grecia dio a luz la civilización más brillante de la historia de la Humanidad. Adelantémonos ahora en el tiempo. Todos ya habéis oído decir que a la caída de Roma le siguió la edad del oscurantismo. ¿Creéis que fue por pura casualidad que el Renacimiento empezó poco después de la entrada de los emperadores germanos en Italia? ¿No os parece más probable que fuera la sangre germana la que fecundó los campos de Italia, estériles desde la caída de Roma? ¿Puede ser una coincidencia que las dos civilizaciones más extraordinarias hayan nacido poco después de la llegada de los arios?

Y así continuó hablando durante una hora. Puso mucho cuidado en no identificar a los «poderes oscuros», pero yo sabía y todos sabían a quiénes se refería, y apenas hubo salido estalló una violenta discusión en la que no participé.

—¿Qué dice de la civilización china? —vociferó Frank—. ¿Y de los árabes? ¿Y de los incas? ¿El muy idiota nunca ha oído hablar de Rávena?

Pero algunos, y sobre todo los más estólidos, alegaron que esa teoría tenía algunos méritos. ¿Cómo se explicaba, sino, que Grecia hubiera prosperado misteriosamente tan poco tiempo después de la llegada de los dorios?

Mas, cualesquiera que fueran los juicios de los alumnos acerca de Pompetzki y sus teorías, su aparición hizo modificar toda la atmósfera de la noche a la mañana. Hasta entonces nunca había tropezado con una hostilidad mayor que la que se observa normalmente entre muchachos de distintas clases y gustos. Nadie parecía sustentar opiniones vehementes sobre mi persona, y no había tropezado con ningún testimonio de intolerancia religiosa o racial. Pero una mañana, al llegar a la escuela, oí que detrás de la puerta cerrada de mi aula surgía el clamor de una violenta discusión. «Los judíos», oí decir, «los judíos». Estas fueron las únicas palabras que pude percibir, pero se repetían como un estribillo, y la pasión con que las pronunciaban era innegable.

Abrí la puerta y la discusión cesó bruscamente. Seis o siete muchachos estaban en pie, formando un grupo. Me miraron como si nunca me hubieran visto antes. Cinco de ellos volvieron hasta sus pupitres arrastrando los pies, pero dos —Bollacher, el inventor de «Cástor y Pólak», que casi no me hablaba desde hacía un mes, y Schulz, un granuja agresivo que pesaba sus buenos ochenta kilos, hijo de un pobre pastor de aldea y condenado a seguir las huellas de su padre— me miraron fijamente a los ojos. Bollacher sonrió, con una de esas estúpidas sonrisas de superioridad que ostentan algunas personas cuando ven un babuino en el zoológico, pero Schulz, que se apretaba la nariz como si algo oliera mal, me miró provocativamente. Vacilé un momento. Pensé que tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de darle una paliza a ese grandísimo idiota, pero no creía que ello pudiera contribuir a mejorar las cosas. En la atmósfera de la escuela ya se había infiltrado una dosis excesiva de veneno. De modo que fui a mi banco y fingí echar una última ojeada a mis deberes… al igual que Konradin, que parecía estar demasiado ocupado para poder distraerse con lo que sucedía en torno.

Entonces Bollacher, estimulado por mi renuncia a aceptar el desafío de Schulz, corrió hacia mí.

—¿Por qué no vuelves a Palestina, de donde procedes? —gritó, y sacando del bolsillo un pequeño rectángulo de papel impreso lo humedeció con la lengua y lo pegó sobre el pupitre, frente a mí. Decía: «Los judíos han arruinado Alemania. ¡Pueblo, despierta!».

—¡Quítalo de ahí! —exclamé.

—Quítalo tú mismo —respondió—, pero escúchame bien: si lo haces te romperé todos los huesos.

Ese era el momento crítico. La mayoría de los chicos, incluido Konradin, se levantaron para observar lo que iba a ocurrir. Ahora estaba tan asustado que no podía vacilar. Debía actuar o reventar. Le pegué a Bollacher en la cara con todas mis fuerzas. Se tambaleó y luego arremetió contra mí. Ninguno de los dos era un experto y fue una pelea desordenada… sí, pero también fue una contienda entre un nazi y un judío, y yo defendía la buena causa.

La convicción apasionada de que mi causa era la justa no me habría bastado para salir bien parado si Bollacher, al lanzarme un puñetazo que yo esquivé, no hubiera tropezado y se hubiera atascado entre dos pupitres en el preciso instante en que entraba el mismísimo Pompetzki. Bollacher se puso en pie. Me señaló, mientras las lágrimas de mortificación rodaban por sus mejillas, y dijo:

—Schwarz me atacó.

Pompetzki me miró.

—¿Por qué golpeaste a Bollacher?

—Porque me insultó —respondí, temblando por efecto de la rabia y la tensión.

—¿Te insultó? ¿Qué te dijo? —preguntó Pompetzki con voz suave.

—Me dijo que volviera a Palestina.

—Oh, ya veo —comentó Pompetzki, sonriendo—. ¡Pero eso no es un insulto, mi querido Schwarz! Es un consejo sano y cordial. Sentaos, los dos. Si queréis pelear, hacedlo fuera de clase hasta que os hartéis. Pero recuerda, Bollacher, que debes ser paciente. Pronto se resolverán todos nuestros problemas. Y ahora, volvamos a la lección de Historia.

Cuando atardeció y llegó la hora de volver a casa, esperé a que se fueran todos. Todavía me alimentaba una vaga esperanza de que él me estuviera aguardando, de que me ayudara, de que me consolara, precisamente cuando más lo necesitaba. Pero cuando salí, la calle estaba tan fría y desierta como la playa en un día de invierno.

A partir de entonces le eludí. Si lo hubieran visto conmigo eso sólo habría servido para abochornarlo y esperaba que estuviera agradecido por mi decisión. Ahora me hallaba solo. Casi nadie me hablaba. Max Músculos, que había adoptado la costumbre de lucir una pequeña svástica de plata sobre la chaqueta, ya no me pedía que demostrara mis dotes para la gimnasia. Incluso los antiguos profesores parecían haberme olvidado. Había comenzado el largo y cruel proceso de desarraigo, y las luces que me habían guiado ya se habían amortiguado.