Pero llegó un día en que ya no pude seguir dudando.
Mi madre me había regalado una entrada para ver Fidelio, en una producción dirigida por Furtwängler, y yo estaba sentado en la platea esperando que se levantara el telón. Los violines empezaron a afinarse, a murmurar; una multitud elegante llenaba uno de los teatros de ópera más bellos de Europa; y el presidente de la República en persona nos honraba con su presencia.
Pero casi nadie le miraba. Todos los ojos se volvieron hacia la puerta próxima a la primera fila de butacas, por la cual hacían su entrada, lenta y majestuosamente, los Hohenfels. Atónito y con un poco de dificultad reconocí a mi amigo, un joven extraño y elegante ataviado con un smoking. Le seguía la condesa, vestida de negro, con una diadema refulgente, un collar y pendientes, todos ellos de diamantes, que proyectaban un reflejo azulado sobre su piel olivácea. Más atrás marchaba el conde, a quien ahora veía por primera vez, con su cabello y su bigote grises, y con una estrella tachonada de diamantes que brillaba sobre su pecho. Allí estaban, unidos, superiores, sabedores de que todos les miraban boquiabiertos como si ello fuera un derecho conferido por novecientos años de historia. Por fin resolvieron instalarse en sus asientos. El conde abrió la marcha, seguido por la condesa, cuya aurora boreal de diamantes danzaba en torno de su bella cabeza. El cortejo lo cerraba Konradin, quien, antes de sentarse, paseó la mirada sobre el público, inclinando la cabeza cada vez que reconocía a alguien, tan seguro de sí como su padre. De pronto me vio, pero sin dar la menor muestra de haberme reconocido, y luego sus ojos recorrieron las butacas y se elevaron hacia los palcos y bajaron nuevamente. Digo que me vio porque estaba seguro de que cuando sus ojos se encontraron con los míos registraron mi presencia. Entonces se levantó el telón y los Hohenfels y nosotros, los plebeyos, quedamos sumidos en la oscuridad hasta el primer entreacto.
Apenas cayó el telón, y sin esperar que acallaran los aplausos, fui a la sala de descanso, un amplio recinto con columnas corintias de mármol, candelabros de cristal, espejos enmarcados en rojo, alfombras de color rojo y empapelado de color miel. Allí, apoyado contra una de las columnas y procurando adoptar un talante altivo y desdeñoso, esperé la aparición de los Hohenfels. Pero cuando por fin los vi, sentí deseos de escapar. ¿No sería mejor ahorrarme la puñalada en el corazón que, según preveía con la perspectiva atávica propia de un niño judío, recibiría dentro de pocos minutos? ¿Por qué no eludir el dolor? ¿Por qué arriesgarme a perder un amigo? ¿Por qué exigir pruebas, en lugar de permitir que la sospecha se adormeciera? Sin embargo, no tenía fuerzas para huir, de modo que, acorazándome contra el sufrimiento, temblando, buscando apoyo en la columna, me preparé para la ejecución.
Los Hohenfels se aproximaron cada vez más, lenta y majestuosamente. Marchaban uno al lado del otro, y la condesa, colocada en el medio, saludaba a los conocidos con una inclinación de cabeza o agitando su mano enjoyada con un movimiento afable, de vaivén, en tanto la aurora que rodeaba su cuello y su cabellera la salpicaba con lucecitas semejantes a gotas de agua cristalina. El conde también inclinó ligeramente la cabeza en dirección a sus conocidos y al presidente de la República, quien respondió con una profunda reverencia. La multitud les abrió paso y su solemne desfile continuó imperturbable, soberbio y ominoso.
Aún faltaban diez metros para que llegaran a donde estaba yo, ansioso por saber la verdad. No había escapatoria posible. La distancia que nos separaba se redujo a cinco, cuatro metros. De pronto me vio, sonrió, se llevó la mano a la solapa como si quisiera eliminar una mota de polvo… y pasaron de largo. Continuaron avanzando como si formaran una comitiva tras un invisible sarcófago de pórfido de uno de los Príncipes del Mundo, al compás de una inaudible marcha fúnebre, sonriendo constantemente y levantando las manos como si quisieran bendecir a la multitud. Cuando llegaron al extremo de la sala de descanso los perdí de vista, pero uno o dos minutos después el conde y la condesa volvieron… sin Konradin. Al pasar y volver a pasar aceptaban el homenaje de los espectadores.
Cuando sonó la campanilla que llamaba para el segundo acto abandoné mi lugar, fui a casa y me metí directamente en la cama, sin que me vieran mis padres.
Esa noche dormí mal. Soñé que dos leones y una leona me atacaban, y debí de gritar porque cuando me desperté encontré a mis padres inclinados sobre el lecho. Mi padre me tomó la temperatura pero no encontró nada anormal y a la mañana siguiente fui a la escuela como de costumbre, aunque me sentía tan débil como si estuviera convaleciente de una larga enfermedad. Konradin aún no había llegado. Me encaminé directamente hacia mi pupitre, simulé estar corrigiendo unos deberes y no levanté la vista cuando entró. Él también fue directamente a su banco, y empezó a poner en orden sus libros y lápices sin mirarme. Pero apenas sonó la campana que marcaba el fin de la clase se acercó a mí, apoyó las manos sobre mis hombros —cosa que jamás había hecho antes— y me hizo algunas preguntas, aunque no la más obvia, a saber, si me había gustado Fidelio. Respondí con la mayor naturalidad posible, y al concluir las clases me esperó y caminamos juntos hacia nuestras casas como si nada hubiera ocurrido. Seguí fingiendo durante media hora, pero sabía muy bien que él estaba al tanto de mis sentimientos interiores, porque de lo contrario no habría eludido sistemáticamente el tema que revestía más importancia para ambos: la velada del día anterior. Hasta que, precisamente cuando nos íbamos a separar y las hojas del portón de hierro se estaban cerrando, me volví hacia él y dije:
—¿Konradin, por qué me rehuiste ayer?
Seguramente esperaba la pregunta, pero igualmente le sobresaltó: se ruborizó y luego palideció. Quizá se había hecho la ilusión de que, al fin y al cabo, no se lo preguntaría, y de que después de unos días de enfurruñamiento olvidaría el episodio. Un hecho quedó claro: no estaba preparado para que yo le interpelara y empezó a balbucear algo en el sentido de que «no me había rehuido en absoluto», de que yo «imaginaba cosas», de que era «hipersensible», de que «no había podido dejar solos a sus padres».
Pero me negué a escucharle.
—Mira, Konradin —dije—, sabes perfectamente que tengo razón. ¿Piensas que no me di cuenta de que sólo me invitabas a tu casa cuando tus padres estaban ausentes? ¿Crees realmente que anoche yo imaginaba cosas? Necesito saber cuál es mi situación. No quiero perderte, lo sabes… Estaba solo antes de que aparecieras y lo estaré aún más si desapareces de mi vida, pero no soporto la idea de que te sientas avergonzado hasta el extremo de no presentarme a tus padres. Entiéndeme. No tengo interés en entablar una relación social con tus padres… excepto una vez, sólo por cinco minutos, para no pensar que soy un intruso en tu casa. Además, prefiero estar solo antes que humillado. Valgo tanto como todos los Hohenfels del mundo. Te repito que nadie me humillará, ya sea rey, príncipe o conde.
Palabras intrépidas, pero ya estaba casi llorando y difícilmente podría haber continuado cuando Konradin me interrumpió.
—Pero yo no quiero humillarte. ¿Cómo podría quererlo? Sabes que eres mi único amigo. Y sabes que te estimo más que a cualquier otro. Sabes que yo también estaba solo y que si te pierdo perderé al único amigo en el cual puedo confiar. ¿Cómo podría avergonzarme de ti? ¿Acaso toda la escuela no conoce nuestra amistad? ¿No hemos viajado juntos? ¿Alguna vez se te ocurrió pensar, antes, que me avergonzaba de ti? ¡Y te atreves a sugerir una cosa semejante!
—Sí —contesté, ahora mucho más sereno—. Te creo. Hasta la última palabra. ¿Pero por qué actuaste de ese modo ayer? Podrías haberme hablado durante un segundo y podrías haberte dado por enterado de mi existencia. No pretendía mucho. Sólo un saludo, una sonrisa, un ademán, habría bastado. ¿Por qué cambias tanto delante de tus padres? ¿Por qué no has permitido que los conozca? Tú conoces a mi madre y a mi padre. Dime la verdad. Tiene que haber una razón para que no me los hayas presentado, y la única que se me ocurre es que temes que pueda no gustarles a ellos.
Vaciló un momento.
—Pues bien —dijo—, tu l’as voulu, Georges Dandin, tu l’as voulu. Quieres saber la verdad, la sabrás. Como viste, y nadie menos que tú podría haber dejado de verlo, no me atreví a presentarte. El motivo, lo juro por todos los dioses, no es ni remotamente la vergüenza… en esto te equivocas. Es mucho más sencillo y desagradable. Mi madre desciende de una aristocrática familia polaca, en otros tiempos la realeza, y odia a los judíos. Durante siglos los judíos no existieron para los suyos: eran inferiores a los siervos, la escoria de la tierra, intocables. Los detesta. Les teme, aunque nunca ha conocido a alguno. Si se estuviera muriendo y nadie pudiera salvarla, excepto tu padre, estoy seguro de que no recurriría a él. Nunca admitiría la posibilidad de conocerte. Siente celos de ti porque tú, un judío, te has hecho amigo de su hijo. Piensa que el hecho de que me vean contigo es una mácula sobre el blasón de los Hohenfels. También te teme. Piensa que has socavado mi fe religiosa y que estás al servicio de la judería mundial, que no es más que un sinónimo del bolchevismo, y que seré víctima de tus maquinaciones diabólicas. No te rías; lo dice en serio. He discutido con ella, pero se limita a responder: «Mi pobre niño, ¿no te das cuenta de que ya estás en sus manos? Ya hablas como un judío». Y si quieres saber toda la verdad, he debido luchar por cada hora que he pasado contigo. Y lo peor de todo es esto: anoche no me atreví a hablarte porque no quería herirte. No, querido amigo, no tienes derecho a reprocharme nada. Ningún derecho, repito.
Miré a Konradin, que estaba tan turbado como yo.
—¿Y tu padre? —balbuceé.
—¡Oh, mi padre! Eso es harina de otro costal. A mi padre no le inquietan mis relaciones. Para él, un Hohenfels será siempre un Hohenfels, sin importar dónde se encuentra ni con quién trata. Quizá si fueras judía las cosas cambiarían. Sospecharía que intentabas atraparme. Y eso no le gustaría en absoluto. Por supuesto, si la judía fuera inmensamente rica, podría, tal vez podría considerar la posibilidad de una boda… pero incluso en esas condiciones le dolería herir los sentimientos de mi madre. Verás, sigue muy enamorado de ella —hasta ese momento había conseguido conservar la calma, pero de pronto, arrebatado por la emoción, gritó—: ¡No me mires con esos ojos de perro apaleado! ¿Acaso soy responsable de los actos de mis padres? ¿Tengo yo la culpa de algo? ¿Quieres responsabilizarme de la conducta del mundo? ¿No es hora de que ambos maduremos, dejemos de soñar y enfrentemos la realidad? —después de este estallido se apaciguó un poco—. Mi querido Hans —dijo con gran dulzura—, acéptame tal como he sido creado por Dios y por circunstancias que escapan a mi control. He procurado ocultarte todo esto, pero debería haber sabido que no podría engañarte durante mucho tiempo, y debería haber tenido el valor necesario para confesártelo antes. Sin embargo, soy un cobarde. Sencillamente no soportaba la idea de ofenderte. Sea como fuere, no soy el único culpable. ¡Es muy difícil estar a la altura de tu concepto de la amistad! Pretendes demasiado de simples mortales, mi querido Hans, de modo que trata de entender y perdonarme, y continuemos siendo amigos.
Le tendí la mano, sin atreverme a mirarle a los ojos, porque cualquiera de los dos podría haberse echado a llorar. Al fin y al cabo sólo teníamos dieciséis años. Konradin cerró lentamente las hojas del portón de hierro que habrían de separarme de su mundo. Yo y él sabíamos que nunca podría volver a cruzar la frontera, y que la Casa de los Hohenfels estaba definitivamente clausurada para mí. Se encaminó lentamente hacia la puerta, pulsó delicadamente un botón y ésta se deslizó silenciosa y misteriosamente. Se volvió y me saludó con ademán, pero no contesté al saludo. Mis manos estaban crispadas sobre los barrotes de hierro, como las de un prisionero que clama por la libertad. Los grifos, con sus picos y garras semejantes a hoces, me miraban desde arriba, alzando triunfalmente el escudo de armas de los Hohenfels.
Nunca volvió a invitarme a entrar en su casa y quedé agradecido por su tacto. Nos reuníamos como antes, como si nada hubiera ocurrido, y él venía a visitar a mi madre, pero cada vez con menos frecuencia. Ambos sabíamos que ya nada sería como antes y que ése era el comienzo del fin de nuestra amistad y de nuestra infancia.