Pienso que mis progenitores tenían un excelente aspecto físico. Mi padre, con su frente alta, su cabello gris y su bigote corto, tenía un porte distinguido, y parecía tan poco «judío» que en una oportunidad, en un tren, un miembro de las S. A. le invitó a afiliarse al Partido Nazi. Y ni siquiera yo, su hijo, podía dejar de notar que mi madre —nunca muy ostentosa— era una bella mujer. Nunca he olvidado cómo una noche, cuando yo tenía seis o siete años, entró en mi cuarto para darme un beso de despedida. Estaba ataviada para ir a un baile y la miré como si fuera una extraña. Me aferré a su brazo, me negué a soltarme y me eché a llorar, lo cual la inquietó mucho. ¿Podría haber entendido entonces que no me sentía desdichado ni enfermo, sino que mi problema consistía en verla objetivamente, por primera vez en mi vida, como una mujer atractiva por derecho propio?
Cuando entró Konradin le conduje hasta la escalera con la intención de hacerle pasar directamente a mi cuarto, sin presentarlo antes a mi madre. En ese momento no supe exactamente por qué procedía así, pero hoy me resulta más fácil entender el motivo por el cual traté de introducirlo furtivamente. Sentía, de alguna manera, que era mío y sólo mío, y no quería compartirlo con nadie. Y probablemente pensé —lo cual me hace ruborizar aún ahora— que mis padres no eran suficientemente «ilustres». Nunca me había avergonzado de ellos —en verdad, siempre me habían inspirado bastante orgullo— y ahora me horrorizaba descubrir que me comportaba, por Konradin, como un infame pequeño engreído. Durante un segundo casi le tuve antipatía porque comprendí que él era el responsable. Era su presencia la que me inspiraba esa actitud, y si desdeñaba a mis padres me despreciaba aún más a mí mismo. Pero en el preciso momento en que llegué a la escalera, mi madre, que debió de oír mis pisadas, me llamó. No había escapatoria posible. Tuve que presentarlo.
Le llevé a nuestra sala, con su alfombra persa, sus macizos muebles de roble, sus platos azules de Meissen y sus copas de vino de pie alto, purpúreas y azules, alineadas sobre un aparador. Mi madre estaba sentada en el «jardín de invierno», debajo de un ficus, zurciendo un par de calcetines, y no demostró ninguna sorpresa al vernos a mí y a mi amigo. Cuando dije: «Mamá, éste es Konradin von Hohenfels», ella levantó un momento la cabeza, sonrió y le tendió la mano, que él besó. Le formuló algunas preguntas, sobre todo acerca de la escuela, sus planes futuros, la Universidad a la que pensaba asistir, y le manifestó que estaba muy complacida de verle en nuestra casa. Mi madre se comportó tal como yo habría deseado que se comportara y en seguida me di cuenta de que Konradin estaba satisfecho con ella. Luego lo llevé a mi cuarto donde le mostré todos mis tesoros: los libros, las monedas, la fíbula romana y la teja romana con la inscripción LEG XI.
De pronto oí las pisadas de mi padre y éste entró en la habitación, cosa que no había hecho durante meses. Antes de que tuviera tiempo de presentarle, mi padre hizo chocar los talones, se cuadró —casi en posición militar— y tendió la mano derecha.
—Gestatten, Herr conde.
Konradin estrechó la mano de mi padre, hizo una ligera reverencia, pero no habló.
—Me siento muy honrado, Herr conde —continuó mi padre—, de recibir bajo mi techo al heredero de una familia tan ilustre. Nunca he tenido el honor de conocer a su padre, pero conocí a muchos de sus amigos, y particularmente al barón von Klumpf, quien comandaba el segundo escuadrón del primer regimiento de ulanos, a Ritter von Trompeda de los húsares y a Putzi von Grimmelshausen, apodado «Bautz». Seguramente su Herr padre le ha hablado de Bautz, que era el amigo del alma del Kronprinz. Un día, según me contó Bautz, Su Alteza Imperial, cuyo cuartel general se encontraba entonces en Charleroi, llamó y le dijo: «Bautz, mi querido amigo, deseo pedirte un gran favor. Sabes que Gretel, mi chimpancé, todavía es virgen, y necesita urgentemente un marido. Quiero organizar una boda a la que invitaré a mi estado mayor. Toma tu coche, recorre Alemania, y búscame un macho sano y apuesto». Bautz hizo chocar los tacones, se cuadró, hizo la venia y respondió: «Jawohl, Alteza Imperial». A continuación salió, montó en el Daimler del Kronprinz y comenzó a recorrer todos los zoológicos. Quince días más tarde volvió con un chimpancé enorme llamado Jorge Quinto. Se celebró una boda fastuosa, todos se emborracharon con champagne y Bautz recibió la Ritterbreuz con hojas de roble. Hay otra historia que debo contarle. Un día Bautz estaba sentado junto a un tal Hauptmann Brandt, quien en la vida civil era agente de seguros, pero siempre trataba de ser plus royaliste que le roi, cuando de pronto…
Y siguió hablando en los mismos términos hasta que por fin recordó que en el consultorio le aguardaban sus pacientes. Volvió a entrechocar los tacones.
—Espero, Herr conde —concluyó—, que en el futuro éste será su segundo hogar. Por favor, transmítale mis respetos a su Herr padre.
Salió de mi cuarto con una sonrisa de satisfacción y orgullo, saludándome con una inclinación de cabeza para demostrar que estaba contento conmigo.
Me senté, aturdido, horrorizado, consternado. ¿Por qué mi padre había procedido así? Nunca le había visto comportarse de forma tan increíble. Nunca había mencionado a Trompeda ni al aborrecible Bautz. ¡Y la espantosa historia del chimpancé! ¿Había inventado todo eso para impresionar a Konradin, tal como yo había intentado impresionarle… aunque con más sutileza? ¿Acaso él era como yo, otra víctima de la mística de los Hohenfels? ¡Y la forma de cuadrarse! ¡En homenaje a un adolescente!
Por segunda vez en menos de una hora estuve a punto de odiar a mi amigo inocente, que con su sola presencia había transformado a mi padre en una caricatura de su auténtica personalidad. Siempre había admirado a mi padre. Lo consideraba poseedor de muchas virtudes de las que yo carecía, tales como el valor y la lucidez. Además, conquistaba amigos con facilidad y ejecutaba sus tareas escrupulosamente. Claro que era parco conmigo, y no encontraba la manera de demostrarme su afecto, pero yo sabía que me quería e incluso que estaba orgulloso de mí. Y ahora había destruido este concepto y tenía motivos para avergonzarme de él. ¡Cuán ridículo había estado, cuán pomposo y servil! ¡Él, un hombre a quien Konradin debería haber respetado! Esta imagen de él, cuadrándose, saludando militarmente, «Gestatten, Herr conde», esta horrible escena, eclipsaría para siempre al padre-héroe del pasado. Nunca volvería a ser el hombre de antes para mí; nunca podría volver a mirarle a los ojos sin sentir vergüenza y compasión, y vergüenza de estar avergonzado.
Temblaba violentamente y a duras penas me las arreglé para contener las lágrimas. Alimentaba un solo deseo: el de no volver a ver jamás a Konradin. Pero éste, que probablemente intuyó qué era lo que sucedía dentro de mi mente, parecía absorto en la contemplación de mis libros. Si no hubiera procedido así, si me hubiera hablado en ese momento, o si, peor aún, hubiera intentado consolarme, tocarme, le habría pegado. Habría insultado a mi padre y me habría puesto en descubierto como un engreído que merecía esa humillación. Pero hizo instintivamente lo que correspondía. Me dio tiempo para recuperarme, y cuando cinco minutos más tarde se volvió y me sonrió, pude devolverle la sonrisa entre mis lágrimas.
Volvió al cabo de dos días. Sin esperar una invitación colgó su chaqueta en el vestíbulo y —como si lo hubiera hecho durante toda la vida— se encaminó directamente hacia nuestra sala de estar para saludar a mi madre. Ella volvió a darle la bienvenida con el mismo talante cordial, tranquilizador, casi sin levantar la vista de sus labores, tal como lo había hecho la primera vez y como si se tratara de otro hijo. Nos sirvió café y Streusselkuchen, y a partir de entonces siguió visitándonos con regularidad tres o cuatro veces por semana. Se sentía relajado y feliz de hallarse entre nosotros, y lo único que empañaba mi placer era el temor de que mi padre contara más historias de Bautz. Pero él también parecía más relajado. Se acostumbró poco a poco a la presencia de mi amigo y finalmente dejó de llamarle «Herr conde» para dirigirse a él como Konradin.