Mi madre estaba demasiado atareada para preocuparse por los nazis, los comunistas y otras gentes desagradables, y si mi padre no tenía dudas acerca de su condición de alemán, mi madre tenía aún menos, si ello era posible. Sencillamente, no le entraba en la cabeza la idea de que un ser humano cuerdo pudiera poner en duda el derecho que le asistía a ella de vivir y morir en ese país. Provenía de Nuremberg, donde había nacido su padre, que era abogado, y aún hablaba alemán con acento de Franconia (decía Gäbelche, «tenedorcillo», en lugar de Gäbele, y Wägelcbe, «cochecito», en lugar de Wägele). Una vez por semana se reunía con sus amigas, casi todas esposas de médicos, abogados y banqueros, para comer tortas caseras de chocolate y crema mit Schlagsahne, para beber incontables cafés mit Schlagsahne, y para chismorrear acerca de la servidumbre, los asuntos familiares y las piezas teatrales que habían visto. Una vez cada quince días iba a la Ópera, y una vez al mes iba al teatro. Tenía poco tiempo para leer, pero de cuando en cuando venía a mi cuarto, contemplaba tiernamente mis libros, cogía uno o dos de la biblioteca, les quitaba el polvo y volvía a colocarlos su lugar. Luego me preguntaba cómo marchaban mis estudios, a lo cual siempre respondía «muy bien» con voz áspera, y me dejaba solo, llevándose consigo los calcetines que necesitaban un zurcido o los zapatos que exigían un remiendo. A veces, con un movimiento nervioso, apoyaba una mano experimentalmente sobre mi hombro, pero esto lo hacía cada vez más esporádicamente, porque intuía mi resistencia incluso a esa leve exhibición de sentimientos. Sólo cuando estaba enfermo su compañía me resultaba aceptable y disfrutaba con gratitud de su ternura reprimida.