Qué bien entendía (y sigo entendiendo) a mi padre. ¿Cómo era posible que él, o algún otro individuo del siglo XX, creyera en el diablo y el infierno? ¿O en los espíritus malignos? ¿Por qué habría de cambiar el Rin y el Mosela, el Neckar y el Main, por las indolentes aguas del Jordán? Para él, los nazis no eran más que una dermatitis en un cuerpo sano, y bastaría aplicar unas pocas inyecciones, dejar reposar al paciente y permitir que la naturaleza siguiera su curso. ¿Y qué motivo tenía para preocuparse? ¿Acaso no era un médico conocido, al que judíos y gentiles respetaban por igual? ¿Acaso cuando había cumplido cuarenta y cinco años no le había visitado una delegación de ciudadanos eminentes, encabezada por el alcalde? ¿Acaso el «Stuttgarter Zeitung» no había publicado su fotografía? ¿Y un grupo de gentiles no le había cantado una serenata con Eine Kleine Nachtmusik? ¿Y no tenía un talismán infalible? La Cruz de Hierro de primera clase colgada sobre su cama y su espada de oficial junto a la foto de la Goethe-Haus, en Weimar.