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Desde nuestra casa sólo alcanzaba a ver los jardines y los tejados rojos de las villas cuyos propietarios eran más prósperos que nosotros y podían darse el lujo de disfrutar del panorama, pero mi padre había resuelto que un día llegaríamos a estar a la altura de las familias patricias. Mientras tanto debíamos conformarnos con nuestra casa, que tenía calefacción central, cuatro dormitorios, comedor, jardín de invierno y una habitación que hacía las veces de consultorio de mi padre.

Mi habitación estaba en el segundo piso y yo la había decorado a mi gusto. En las paredes había unas pocas reproducciones: El muchacho del chaleco rojo, de Cézanne; unos pocos grabados japoneses y los Girasoles de Van Gogh. Luego los libros: los clásicos alemanes, Schiller, Kleist, Goethe, Hölderlin, y por supuesto «nuestro» Shakespeare, así como Rilke, Dehmel y George. Mi colección de libros franceses incluía a Baudelaire, Balzac, Flaubert y Stendhal, y la de los rusos toda la obra de Dostoievski, Tolstoi y Gogol. En un rincón, en una vitrina, estaban mis colecciones: monedas, corales rojo rosados, hematitas y ágatas, topacios, granates, malaquitas, un trozo de lava de Herculano, el diente de un león, una garra de tigre, un fragmento de piel de foca, una fíbula romana, dos fragmentos de vidrio romano (hurtados de un museo), una teja romana con la inscripción LEG XI, y un molar elefante.

Ese era mi mundo, un mundo que yo creía absolutamente seguro e indudablemente eterno. Claro está, no podía remontar mi linaje a Barbarroja… ¿qué judío podía hacerlo? Pero sabía que los Schwarz habían vivido por lo menos doscientos años en Stuttgart, quizá más. ¿Quién podría haberlo demostrado, si no había documentos? ¿Quién sabía de dónde provenían? ¿De Kiev o de Vilna, de Toledo o de Valladolid? ¿En qué tumbas perdidas entre Jerusalén y Roma, Bizancio y Colonia, se pudrían sus huesos? ¿Acaso existía la certeza de que no habían llegado allí antes que los Hohenfels? Pero éstas eran cuestiones tan intendentes como la canción que David le había cantado al rey Saúl. Entonces sólo sabía que ése era mi país, mi terruño, sin principio ni fin, y que ser judío no tenía mayor importancia que nacer con cabello oscuro y no rojo. En primer lugar éramos suabos, luego alemanes y después judíos. ¿Qué otro sentimiento podía alimentar? ¿Qué otro sentimiento podía alimentar mi padre? ¿O el abuelo de mi padre? No éramos pobres Pollacken perseguidos en otro tiempo por el zar. Por supuesto, no podíamos ni queríamos negar que éramos de «origen judío», así como a nadie se le habría ocurrido negar que mi tío Henri, a quien no veíamos desde hacía diez años, era miembro de la familia. Pero este «origen judío» significaba poco más que el hecho de que una vez al año, en el Día del Perdón, mi madre habría de acudir a la sinagoga y mi padre habría de abstenerse de fumar y viajar, no por ser practicante del judaísmo sino porque no quería herir los sentimientos de los demás.

Aún recuerdo una violenta discusión entre mi padre y un sionista que había venido a recaudar dinero para Israel. Mi padre aborrecía el sionismo. Esa sola idea le parecía demencial. A su juicio, era tan absurdo reclamar Palestina después de dos mil años como lo habría sido que los italianos reclamaran Alemania porque en otra época la habían ocupado los romanos. Eso sólo podría desembocar en una matanza interminable y los judíos deberían combatir a todo el mundo árabe. Y al fin y al cabo, ¿qué podía unirle a él, un habitante de Stuttgart, con Jerusalén?

Cuando el sionista mencionó a Hitler y le preguntó a mi padre si eso no hacía vacilar su confianza, mi padre dijo:

—En absoluto. Conozco a mi Alemania. Esta es una enfermedad temporal, algo parecido al sarampión, que pasará apenas mejore la situación económica. ¿Usted piensa realmente que los compatriotas de Goethe y Schiller, de Kant y Beethoven, se dejarán engatusar por esa bazofia? ¿Cómo se atreve a insultar la memoria de doce mil judíos que murieron por nuestra patria? Für unsere Heimat?

Cuando el sionista acusó a mi padre de ser ti «asimilacionista típico», él le respondió orgullosamente:

—Sí, soy asimilacionista. ¿Qué tiene eso de malo? Quiero identificarme con Alemania. Ciertamente, apoyaría la total absorción de los judíos por los alemanes si pudiera convenirme de que ello redundaría definitivamente en beneficio de Alemania, pero tengo algunas dudas. Me parece que los judíos, al no integrarse totalmente, siguen actuando como catalizadores, y enriquecen y fecundan la cultura alemana como lo hicieron antaño.

Al oír esto, el sionista dio un respingo. Era más de lo que podía tolerar. Mientras se golpeaba la frente con el dedo índice derecho, exclamó en voz alta:

—Un meschugge completo —y recogió sus panfletos, sin dejar de golpearse la frente con el dedo.

Nunca había visto tan furioso a mi padre, que era habitualmente plácido y pacífico. A su juicio, ese hombre era un traidor a Alemania, el país por el cual mi padre, herido dos veces en la primera guerra mundial, estaba dispuesto a luchar nuevamente.