La casa de mis padres, una modesta villa construida con la piedra de la región, se levantaba en medio de un pequeño huerto lleno de cerezos y manzanos, en lo que se conoce por el nombre de die Höhenlage de Stuttgart. Allí se levantaban las casas de la burguesía acomodada o rica de la ciudad, una de las zonas más bellas y prósperas de Alemania. Circundada por colinas y viñedos, descansa en un valle tan angosto que sólo hay unas pocas calles a nivel del suelo, en tanto que la mayoría empiezan a trepar por las laderas apenas uno sale de la Königstrasse, la calle mayor de Stuttgart. Quien mire desde lo alto de los cerros verá un espectáculo maravilloso: millares de villas, el viejo y nuevo Schloss, la Stiftskirche, la Ópera, los museos y los que entonces eran los parques reales. Por todas partes había Höhenrestaurants, con grandes terrazas donde los habitantes de Stuttgart pasaban las calurosas veladas de verano, bebiendo vino del Neckar o el Rin y hartándose de comida: ternera y ensalada de patatas, escalopa Holstein, Bodenseefelchen, truchas de la Selva Negra, hígado caliente y morcillas con chucrut, lomo de corzo con arándano, tournedós con salsa Béarnaise, y Dios sabe cuántas cosas más, todo esto seguido por deliciosas tortas acompañadas de crema batida. Si se molestaban en levantar la vista de la mesa podían ver, entre los árboles y los arbustos de laurel, los bosques que se extendían a lo largo de kilómetros, y el Neckar que fluía lentamente entre acantilados, castillos, álamos, viñedos y ciudades antiguas, hacia Heidelberg, el Rin y el mar del Norte. Cuando caía la noche el espectáculo era tan prodigioso como la contemplación de Florencia desde Fiésole: millares de luces, la atmósfera cálida e impregnada por la fragancia del jazmín y la lilas, y por todas partes las voces, los cantos y las risas de los ciudadanos satisfechos, ligeramente aletargados por el exceso de comida, o enamorados por el exceso de bebida.
En la ciudad sofocante las calles ostentaban nombres que les recordaban a los suabos su rica herencia —Hölderlin, Schiller, Möricke, Uhland, Wieland, Hegel, Schelling, David Friedrich Strauss, Hesse— reforzando su convicción de que fuera de Württemberg la vida apenas era digna de ser vivida, y de que ningún bávaro, ningún sajón y menos aún un prusiano estaba a la altura de ellos. Y semejante orgullo no era totalmente injustificado. Esta ciudad de menos de medio millón de habitantes tenía más salas de ópera, mejores teatros, museos más importantes y una vida más fecunda que Manchester o Birmingham, Burdeos o Toulouse. Continuaba siendo una capital aun sin rey, circundada por pequeñas ciudades y castillos con nombres como Sanssouci y Monrepos, no lejos de Hohenstaufen y Teck y Hohenzollern y la Selva Negra, y del Bodensee, de los monasterios de Maulbronn y Beuron, y de las iglesias barrocas de Zwiefalten, Heresheim y Birnau.