Y así pasaron los días y los meses sin que nada perturbara nuestra amistad. Desde fuera de nuestro círculo mágico llegaban rumores de conmoción política, pero el ojo de la tormenta estaba lejos: en Berlín, donde, según las informaciones, se producían choques entre nazis y comunistas. Stuttgart parecía el lugar tranquilo y sensato de siempre. Es cierto que de cuando en cuando se producían pequeños incidentes. Aparecían svásticas en las paredes, hostigaban a un ciudadano judío, apaleaban a unos pocos comunistas, pero la vida en general se desarrollaba como de costumbre. Los Höhenrestaurants, la Ópera, los cafés al aire libre estaban abarrotados. Hacía calor, los viñedos estaban cargados de uvas, y los manzanos empezaban a encorvarse bajo el peso de la fruta madura. La gente conversaba acerca de los lugares adonde iría a pasar sus vacaciones: mis padres mencionaban Suiza y Konradin me dijo que se reuniría con sus padres en Sicilia. Aparentemente, no había nada de qué preocuparse. La política era cuestión de adultos y nosotros debíamos resolver nuestros propios dilemas. Y a nuestro juicio, entre éstos el más apremiante consistía en descubrir la mejor forma de aprovechar la vida, lo cual era muy distinto a dilucidar qué sentido tenía, si es que tenía alguno, y cuál sería la condición humana en ese cosmos alarmante e inconmensurable. Estos eran los problemas de trascendencia auténtica y eterna, mucho más importantes para nosotros que la existencia de figuras tan efímeras y ridículas como Hitler y Mussolini.
Fue entonces cuando sucedió algo que nos conmovió profundamente a ambos y que influyó mucho sobre mí.
Yo siempre había dado por supuesta la existencia de un Dios todopoderoso y benévolo, creador del Universo. Mi padre nunca me hablaba de religión, y no se inmiscuía en mis creencias. En una oportunidad oí sin proponérmelo cómo le decía a mi madre que no obstante la ausencia de pruebas contemporáneas él creía que había existido un Jesús histórico, un maestro judío de moral, muy sabio y dulce, un profeta como Jeremías o Ezequiel, pero que le resultaba absolutamente inconcebible que alguien pudiera definir a ese Jesús como «Hijo de Dios». Le parecía blasfema y repulsiva la idea de un Dios omnipotente capaz de contemplar pasivamente cómo Su Hijo padecía esa muerte cruel y lenta en la cruz, la idea de un «Padre Divino» menos propenso que un padre humano a correr en ayuda de su hijo.
Sin embargo, aunque mi padre había declarado no creer en la divinidad de Cristo, sospecho que era más bien agnóstico que ateo, y que si yo hubiera querido convertirme al cristianismo no se habría opuesto… no con más vehemencia, en verdad, que si hubiera resuelto convertirme al budismo. Por otro lado, estoy seguro de que habría procurado impedir que me transformara en un monje de cualquier confesión, por considerar que la vida monástica y contemplativa era irracional y desperdiciada.
En cuanto a mi madre, parecía flotar muy satisfecha en un estado de confusión. Acudía a la sinagoga el Día del Perdón, pero cantaba «Stille Nacht, Heilige Nacht» en Navidad. Acostumbraba a hacer donaciones a los judíos para ayudar a los niños judíos de Polonia, y a los cristianos para la catequización de los judíos. Cuando era pequeño me había enseñado algunas oraciones sencillas en las que imploraba a Dios que me ayudara y que fuera misericordioso con papá, mamá y nuestro gatito. Esto era casi todo. Al igual que mi padre, parecía no necesitar ninguna religión, pero era trabajadora, buena y generosa, y estaba convencida de que seguramente su hijo seguiría el ejemplo de ellos dos. Y así me crié entre judíos y cristianos, entregado a mí mismo y con mis propias ideas acerca de Dios, sin creer vehementemente y sin poner seriamente en duda la existencia de un espíritu rector benévolo y omnímodo, ni el hecho de que el mundo era el centro único del Universo y de que nosotros, judíos y gentiles, éramos los hijos favoritos de Dios.
Nuestros vecinos eran los Bauer, quienes tenían dos hijas de cuatro y siete años, y un hijo de doce. No había intimado con ellos —los niños eran demasiado pequeños para que yo les hiciera partícipes de mis juegos— pero los conocía de vista y había observado a menudo, no sin envidia, cómo padres e hijos retozaban juntos en el jardín. Recuerdo vívidamente cómo el padre empujaba a una de las niñitas, sentada en un columpio, que se remontaba a una altura cada vez mayor, y cómo el vestido blanco y la cabellera rojiza de la chiquilla parecían una vela encendida al desplazarse velozmente entre las frescas hojas verdes de los manzanos.
Una noche, cuando los padres estaban fuera y la criada había salido a hacer un recado, la casa de madera se incendió con una celeridad tan despiadada que antes de que el camión de bomberos pudiera llegar las criaturas ya habían muerto calcinadas. Yo no vi el incendio ni oí los alaridos de la criada y la madre. Sólo me enteré al día siguiente, cuando vi las paredes ennegrecidas, las muñecas incineradas y las cuerdas chamuscadas del columpio que colgaban como serpientes del árbol achicharrado.
Ese hecho me conmovió de una forma como ninguna otra cosa me había conmovido antes. Había oído hablar de terremotos que causaban miles de víctimas, de torrentes de lava hirviente que sepultaban aldeas, de océanos que devoraban islas. Había leído que el río Amarillo había ahogado a un millón de personas, y que el Yang-tsé había ahogado a dos millones. Sabía que un millón de soldados habían muerto en Verdún. Mas todo eso eran simples abstracciones: números, estadísticas, información. Era imposible sufrir por un millón de personas.
En cambio, conocía a estas tres criaturas, las había visto con mis propios ojos… lo cual era totalmente distinto. ¿Qué habían hecho ellas, qué habían hecho sus pobres padres, para merecer semejante castigo?
Me parecía que sólo quedaban dos alternativas: o Dios no existía, o había una deidad, monstruosa si disfrutaba de poder, e inservible en el caso de ser impotente. En aquel mismo instante me abandonó de una vez para siempre la fe en la existencia de un ser superior benévolo.
Hablé de esto con mi amigo, en explosiones vehementes y angustiosas. Él, educado según los principios de una estricta fe protestante, se negaba a aceptar lo que en este momento me parecía la única conclusión lógica, a saber, que no existía un Padre divino, y que si existía no le importaba en nada la humanidad y por tanto era tan inútil como cualquier dios pagano. Konradin admitía que lo que había sucedido era espantoso, y que él no le encontraba explicación. No obstante, perseveraba, tenía que existir una respuesta, pero nosotros éramos demasiado jóvenes e inexpertos para hallarla. Semejantes catástrofes se producían desde hacía millones de años, y hombres mucho más sabios e inteligentes que nosotros, sacerdotes, obispos y santos, las habían discutido y les habían encontrado explicación. Debíamos aceptar su mayor lucidez y ser humildemente sumisos.
Yo rechazaba tajantemente todos estos argumentos y le decía que me importaban un bledo las disquisiciones de esos viejos farsantes. Nada, absolutamente nada, podía explicar o disculpar la incineración de dos chiquillas y un niño pequeño.
—¿No los ves arder? —gritaba desesperado—. ¿No oyes sus gritos? Y tienes la audacia de defenderlo porque careces del valor suficiente para vivir sin tu Dios. ¿Para qué nos sirve, a ti o a mí, un Dios impotente, despiadado? ¿Un Dios que se sienta en las nubes y tolera la malaria y el cólera, el hambre y la guerra?
Konradin respondía que él, personalmente, no podía darme una explicación racional, pero que consultaría a su pastor, y pocos días más tarde volvió apaciguado. Mis palabras correspondían a una mente infantil, inmadura y poco educada, y él había recibido la orden de no escuchar tales blasfemias. El pastor había dado una respuesta completa y satisfactoria a todas sus preguntas.
Pero, o bien el pastor no había dado una explicación suficientemente clara, o Konradin no la había entendido: fuera como fuere, no podía transmitírmela en términos inteligibles. Hablaba mucho acerca del mal, y decía que éste era indispensable para apreciar el bien, así como no habría belleza sin fealdad, pero no lograba convencerme y nuestras discusiones terminaban en un punto muerto.
Quiso la casualidad que precisamente en ese momento iniciara mis lecturas acerca de los años luz, las nebulosas, las galaxias, otros soles miles de veces mayores que el nuestro, millones o miles de millones de estrellas, planetas miles de veces más grandes que Marte y Venus, Júpiter y Saturno. Y por primera vez comprendí claramente que yo era una partícula de polvo y que nuestro mundo no era más que un guijarro confundido en una playa con otros millones de guijarros semejantes. Esto enriqueció el conjunto de mis argumentos y reforzó mi convicción de que Dios no existía: ¿cómo podía interesarse por lo que ocurría en tantos cuerpos celestes? Y el nuevo descubrimiento, combinado con la conmoción que me produjo la muerte de los niños, gestó, después de un período de total desesperación, otro de curiosidad apasionada. Ahora el problema crucial ya no consistía, aparentemente, en saber lo que era la vida, sino en resolver qué hacer con esa existencia despreciable y sin embargo singularmente valiosa. ¿Cómo debíamos vivirla? ¿Con qué objetivo? ¿Sólo para nuestro propio provecho? ¿En beneficio de la humanidad? ¿Cómo sacar el máximo provecho de ese torpe engendro?
Todo esto lo discutíamos casi a diario, mientras nos paseábamos solemnemente por las calles de Stuttgart, a menudo mirando el cielo, en dirección a Betelgeuse y Aldebarán, que nos devolvían la mirada con ojos ofídicos, refulgentes, helados, burlones, separados de nosotros por millones de años luz.
Pero éste no era más que uno de los temas que debatíamos. También teníamos intereses menos trascendentes, que parecían mucho más importantes que la certidumbre de que la Tierra se extinguiría, para lo cual faltaban millones de años, y de que nosotros mismos moriríamos, para lo cual parecía faltar aún más tiempo. Allí estaban nuestro común interés por los libros y la poesía, nuestro descubrimiento del arte, el impacto del postimpresionismo y el expresionismo, el teatro y la ópera.
Y hablábamos de chicas. Con respecto a los patrones actuales de experiencia adolescente, nuestra actitud era increíblemente ingenua. Para nosotros, las muchachas eran seres superiores de fabulosa pureza, seres a los que sólo se podía dispensar el trato que les habían dado los trovadores, con fervor caballeresco y adoración distante.
Yo conocía a pocas jóvenes. En casa veía ocasionalmente a dos primas adolescentes, criaturas insípidas que no guardaban la menor semejanza con Andrómeda o Antígona. A una de ellas sólo la recuerdo porque nunca dejaba de engullir tartas de chocolate, y a la otra porque parecía perder la voz apenas yo asomaba. Konradin era más afortunado. Por lo menos conocía a muchachas con nombres emocionantes como condesa von Platow, baronesa von Henkel Donnersmark, e incluso una tal Jeane de Montmorency que, según me confesó, se le había aparecido más de una vez en sueños.
En la escuela no se hablaba mucho de mujeres. Esta era, por lo menos, nuestra impresión (la de Konradin y la mía), aunque posiblemente se desarrollaban toda clase de enredos sin que nos enteráramos, puesto que nosotros dos, como el «Caviar», nos manteníamos muy aislados. Mas al echar una mirada retrospectiva sigo pensando que la mayoría de los muchachos, incluso aquéllos que se jactaban de sus aventuras, eran bastante tímidos con las chicas. Aún no existía la televisión para introducir el sexo en el seno de la familia.
Pero no me interesa poner de manifiesto los méritos de una inocencia como la nuestra, que menciono únicamente como otro aspecto de nuestra vida en común. Al describir nuestros intereses, congojas, alegrías y problemas capitales, sólo me propongo evocar y dar a conocer cuál era nuestro estado de ánimo.
Los problemas procurábamos resolverlos solos y sin ayuda. Nunca se nos ocurría consultar a nuestros padres. Estábamos convencidos de que ellos pertenecían a otro mundo y no nos entenderían o se negarían a tomarnos en serio. Casi nunca hablábamos de ellos: parecían tan remotos como las nebulosas, demasiado adultos, demasiado cristalizados en convenciones de una u otra índole. Konradin sabía que mi padre era médico, y yo que el suyo había sido embajador en Turquía y Brasil, pero no sentíamos curiosidad por averiguar ninguna otra cosa, y quizás esto explica por qué nunca habíamos visitado nuestras respectivas casas. Muchas de nuestras discusiones se desarrollaban mientras íbamos y veníamos por las calles, nos sentábamos en los bancos o nos cobijábamos en los portales para protegernos de la lluvia.
Un día, mientras estábamos frente a mi casa, pensé que Konradin nunca había visto mi cuarto, mis libros y colecciones, de modo que le dije, impulsivamente:
—¿Por qué no entras?
Titubeó un segundo, porque no esperaba mi invitación, pero me siguió.