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Pero todos mis temores resultaron infundados.

Apenas entré en el aula, Konradin se acercó directamente y se sentó junto a mí. El placer que experimentó al verme era tan auténtico, tan inconfundible, que aun yo, pese a mis recelos innatos, deseché todo temor. Sus palabras me convencieron de que había dormido muy bien y de que no había desconfiado en ningún momento de mi sinceridad, y me sentí avergonzado de haber puesto en duda la suya.

A partir de ese día fuimos inseparables. Siempre salíamos juntos de la escuela —nuestras casas estaban en la misma dirección—, y él me esperaba por la mañana. La clase, al principio atónita, no tardó en aceptar nuestra amistad… excepto en el caso de Bollacher, quien más tarde nos apodó «Cástor y Pólak», y el «Caviar», que resolvió condenarnos al ostracismo.

Los meses siguientes fueron los más dichosos de mi vida. Llegó la primavera y toda la comarca se convirtió en un macizo de flores, flores de cerezo y manzano, de peral y melocotonero, al tiempo que los álamos adquirían su color plateado y los sauces el amarillo limón. Las onduladas y serenas colinas azules de Suabia estaban tapizadas por viñedos y huertos, y coronadas por castillos, y esas pequeñas ciudades medievales tenían ayuntamientos con gabletes altos, y desde sus fuentes miraban —montados sobre pilares y rodeados por monstruos que arrojaban agua— rígidos, cómicos y bien pertrechados y bigotudos duques o condes suabos, que ostentaban nombres como Eberharht el Bienamado o Ulrich el Terrible; y el Neckar fluía plácidamente alrededor de islas cubiertas de sauces. Y todo ello comunicaba una sensación de paz, de confianza en el presente y de esperanza en el futuro.

Los sábados, Konradin y yo acostumbrábamos a embarcarnos en un tren lento e íbamos a pasar la noche en una de las muchas antiguas posadas en las que el material esencial de construcción eran los troncos, donde podíamos encontrar una habitación barata y aseada, excelente comida y vino de la comarca. A veces íbamos a la Selva Negra, donde los bosques umbríos, que olían a setas y a las lágrimas de resina ambarina, eran atravesados por una red de arroyos poblados de truchas, sobre cuyas márgenes se levantaban los aserraderos. A veces vagabundeábamos hasta las cumbres de las montañas y en la lejanía azulada alcanzábamos a divisar el valle del impetuoso Rin, los Vosgos de color azul lavanda y el campanario de la catedral de Estrasburgo. O el Neckar nos tentaba con

«suaves brisas, mensajeras de Italia

»y tú con todos tus chopos, río amado».

o el Danubio con su

«hatura de árboles, de flores blancas

»y rojizas y más oscuras,

»silvestres, cargados de verde follaje».

A veces optábamos por el Hegau, donde había siete volcanes extinguidos, o por el lago Constanza, el más ensoñador de todos. En una ocasión fuimos a Hohenstaufen y Teck y Hohenfels. No quedaba una piedra de aquellas fortalezas, ni tampoco una huella para marcar el camino que los cruzados habían seguido hasta Bizancio y Jerusalén. A escasa distancia de allí estaba Tübingen, donde Hölderlin-Hiperión, el poeta que más venerábamos, había pasado treinta y seis años de su vida fuera de sus cabales, entrückt von den Göttern, raptado por los dioses. Al mirar desde lo alto de la torre la morada de Hölderlin, su mansa prisión, recitábamos nuestro poema favorito:

«Decorada con peras amarillas

»y preñada de rosas silvestres

»la comarca se refleja en el lago.

»Dulces cisnes,

»ebrios de besos

»zambullís vuestra cabeza

»en las aguas sacrosantas y sosegadas.

»Ay de mí, ¿dónde puedo buscar

»en invierno las flores

»y dónde el fulgor del sol

»y la sombra de la tierra?

»Los muros se levantan

»silenciosos y fríos,

»heladas banderas tintinean al viento».