Tres días más tarde, el 15 de marzo —siempre recordaré la fecha—, volvía a casa desde la escuela. Era una tarde primaveral, fresca y apacible. Los almendros estaban en pleno florecimiento, los azafranes se habían abierto y el cielo tenía un color azul pastel y verde marino: un firmamento septentrional con un toque italiano. Vi a Hohenfels delante de mí y me pareció que vacilaba y esperaba a alguien. Acorté el paso, porque temía alcanzarlo, pero tuve que seguir avanzando ya que habría parecido ridículo no hacerlo, y él habría podido interpretar erróneamente mi indecisión. Cuando estuve casi a su altura, se volvió y me sonrió. Entonces, con un movimiento extrañamente torpe y vacilante, estrechó mi mano temblorosa.
—Hola, Hans —murmuró, y de pronto comprendí, con júbilo, alivio y asombro, que era tan tímido como yo y que necesitaba un amigo con la misma intensidad que yo.
No recuerdo mucho de lo que Konradin me dijo ese día, ni de lo que yo le dije a él. Lo único que sé es que caminamos de un lado a otro durante una hora, como dos jóvenes amantes, todavía con miedo recíproco, si bien yo sabía de alguna manera que ése no era más que el comienzo y que a partir de ese instante mi vida ya no sería hueca ni tediosa, sino que estaría llena de esperanzas y satisfacciones para ambos.
Cuando por fin le dejé, fui corriendo hasta mi casa. Reía, hablaba solo, quería gritar y cantar, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no decirles a mis padres cuán feliz era, y que toda mi vida había cambiado, y que ya no era pobre sino rico como Creso. Afortunadamente, mis padres estaban demasiado preocupados para notar el cambio que se había producido en mí. Se habían acostumbrado a mi estado de ánimo melancólico, a mis respuestas evasivas y mis silencios prolongados, que atribuían a los «dolores del crecimiento» y a la misteriosa transición de la adolescencia a la edad adulta. Alguna que otra vez mi madre había intentado penetrar en mis defensas y en un par de oportunidades había tratado de acariciarme el cabello, pero hacía mucho que había desistido, desalentada por mi obstinación y mi falta de respuesta.
Sin embargo, más tarde se produjo en mí una reacción. Dormí mal, porque tenía miedo de la mañana. ¿Quizás ya me había olvidado, o se había arrepentido de su capitulación? ¿Quizás había sido un error permitir que descubriera hasta qué punto necesitaba su amistad? ¿Debería haber sido más prudente, más reservado? ¿Acaso les había hablado a sus padres de mí y ellos le habían exhortado a no confraternizar con un judío? Seguí torturándome así, hasta que por fin me sumí en un sueño inquieto.