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Lo único que sabía, entonces, era que iba a ser mi amigo. Todo me atraía hacia él. Primera y primordialmente, la gloria de su nombre que lo distinguía, ante mis ojos, de todos los demás, incluyendo los «von» (así como me habría sentido más atraído por la duquesa de Guermantes que por una Madame Meunier). Luego, su porte gallardo, sus modales, su elegancia, su belleza —¿y quién podría haber sido totalmente insensible a ella?— me sugerían vehementemente que por fin había encontrado a alguien que podía encarnar mi ideal de la amistad.

El problema radicaba en encontrar la forma de atraerlo hacia mí. ¿Qué podía ofrecerle a él, que había rechazado delicada pero rotundamente a los aristócratas y al «Caviar»? ¿Cómo podía conquistar a ese joven atrincherado tras las barreras de la tradición, de su orgullo natural y de la arrogancia adquirida? Además, parecía muy satisfecho de estar solo y mantenerse apartado de los otros muchachos, con los cuales sólo se mezclaba porque no le quedaba otra alternativa.

Cómo llamar su atención, cómo hacerle sentir que yo era distinto de esa chusma aburrida, cómo convencerle de que sólo yo merecía ser su amigo… éste era el interrogante para el que no hallaba una respuesta clara. De pronto empecé a demostrar gran interés por lo que sucedía en la clase. Generalmente prefería que me dejaran en paz con mis sueños, mientras esperaba que la campana me librara de la rutina. No tenía nada especial para deslumbrar a mis condiscípulos. En tanto pudiera aprobar los exámenes, lo que no me causaba muchas dificultades, ¿para qué esforzarme? ¿Para qué impresionar a mis profesores… esos ancianos cansados, desilusionados, que acostumbraban a decirnos que non scholae sed vitae discimus, cuando a mí me parecía que era a la inversa?

Pero en ese momento renací. Cada vez que creía tener algo que decir, me levantaba de un salto. Discutía Madame Bovary y la existencia o inexistencia de Homero, atacaba a Schiller, definía a Heine como un poeta para viajantes de comercio y proclamaba que Hölderlin era el poeta más grande de Alemania, «aun más excelso que Goethe». Al considerarlo de forma retrospectiva comprendo cuán infantil era todo, y sin embargo es cierto que electricé a mis profesores, e incluso el «Caviar» me prestó atención. Los resultados también me sorprendieron. Los profesores, que me habían desahuciado, pensaron repentinamente que después de todo no habían malgastado sus esfuerzos, y que al fin cosechaban algún fruto por sus desvelos. Volvieron a ocuparse de mí con renovadas esperanzas y una alegría conmovedora, casi patética. Me pidieron que tradujera y explicase escenas de Fausto y Hamlet, cosa que hice con verdadera fruición y, me gusta creerlo, con alguna lucidez. El segundo esfuerzo tenaz lo realicé durante las pocas horas consagradas a los ejercicios físicos. En esa época —quizás ahora las cosas han cambiado— nuestros profesores del Karl Alexander Gymnasium consideraban que el deporte era un lujo. Pensaban que correr detrás de un balón, o lanzarlo, como lo hacían en América y Gran Bretaña, implicaba un tremendo despilfarro de tiempo útil que se podía dedicar con más provecho al estudio. Juzgaban que dos horas semanales para vigorizar el cuerpo eran suficientes, si no excesivas. Nuestro instructor de gimnasia era un hombrecillo ruidoso y fuerte, Max Loehr, conocido como Max Músculos, que se sentía ansioso por desarrollar nuestro tórax y nuestros brazos y piernas lo más posible en el escaso tiempo del que disponía. Para este fin contaba con tres instrumentos de tortura famosos en todo el mundo: la barra fija, las paralelas y el caballo con aros. El régimen habitual consistía en correr alrededor del gimnasio, y en hacer a continuación algunas flexiones y extensiones. Después de este calentamiento, Max Músculos pasaba a su instrumento favorito, la barra fija, y nos enseñaba algunos ejercicios, que para él eran tan fáciles como saltar desde un tronco, pero que para la mayoría de nosotros eran inmensamente difíciles. Generalmente le pedía al más ágil de los chicos que le emulara y a veces me elegía a mí, pero en los últimos meses había convocado con más frecuencia a Eisemann, a quien le encantaba alardear y de cualquier manera quería ser oficial de la Reichswehr.

El día en cuestión yo estaba resuelto a intentarlo. Max Músculos casi siempre retornaba a la barra fija, se cuadraba debajo de ella, estiraba los brazos hacia arriba y después saltaba elegantemente, colgándose con sus garras de hierro. A continuación alzaba lentamente el cuerpo, centímetro a centímetro, con increíble desenvoltura y destreza, hasta llegar a la barra y descansar sobre ella. Luego viraba a la derecha, proyectaba ambos brazos hacia afuera, volvía a la posición anterior, viraba a la izquierda y descansaba nuevamente. Pero de pronto parecía caer, y se colgaba un momento suspendido por las rodillas, casi tocando el suelo con las manos. Empezaba a columpiarse lentamente, y después con creciente rapidez, hasta volver a ocupar su lugar sobre la barra, y entonces, con un movimiento veloz y prodigioso, se arrojaba al vacío hasta caer sobre las puntas de los pies con un sordo impacto apenas audible. Gracias a su pericia esta proeza parecía fácil, aunque en verdad exigía un control absoluto, un derroche de equilibrio y no poco valor. De estas tres cualidades, yo contaba con una dosis de las dos primeras, pero no me atrevo a decir que fuera muy valeroso. A menudo, en el último momento, dudaba de si podría hacerlo. Apenas me atrevía a soltarme, y cuando lo hacía nunca se me ocurría pensar que debía aproximarme, aunque sólo fuera remotamente, a la perfección de Max Músculos. La diferencia era la misma que existía entre un malabarista capaz de mantener seis bolas en el aire y otro que se daba por satisfecho si podía mantener tres.

En esa ocasión específica me adelanté apenas Max hubo concluido su demostración y le miré fijamente a los ojos. Vaciló un segundo y luego dijo:

—Schwarz.

Me encaminé lentamente hacia la barra, me cuadré y salté. Mi cuerpo, como el de él, descansó sobre el travesaño. Miré en torno, vi a Max debajo mío, preparado para intervenir si resultaba necesario. Mis condiscípulos observaban en silencio. Miré a Hohenfels y cuando vi que me enfocaba con sus ojos alcé el cuerpo de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, me colgué de las rodillas, me columpié hacia arriba y descansé durante un segundo sobre la barra. No tenía miedo y sólo alimentaba una intención y un deseo. Iba a hacerlo por él. De pronto erguí mi cuerpo, salté sobre el travesaño, volé por el aire… y luego ¡plaf!

Por lo menos estaba en pie.

Aunque hubo risitas contenidas, algunos aplaudieron. Después de todo no eran tan malos… al menos algunos.

Mientras permanecía muy quieto le miré a él. Es superfluo aclarar que Konradin no se había reído. Tampoco había aplaudido. Pero me miraba a .

Pocos días más tarde llevé a la escuela unas cuantas monedas griegas, que formaban parte de una colección que había empezado a reunir a los doce años. Se trataba de un dracma corintio de plata, de una lechuza de Palas Atenea y de una cabeza de Alejandro Magno, y apenas él se aproximó a su pupitre simulé estudiarlas con una lupa. Me vio observándolas y, tal como yo había esperado, su curiosidad fue más fuerte que su circunspección. Me preguntó si podía mirarlas. Al ver cómo manipulaba las monedas, me di cuenta de que no era un profano: las trataba con la ternura que los coleccionistas reservan para los objetos amados y las miraba con la expresión devota y acariciadora típica de aquéllos. Me dijo que él también era aficionado a la numismática, y que tenía la lechuza pero no mi cabeza de Alejandro. También tenía algunas monedas que a mí me faltaban.

En ese momento nos interrumpió la entrada del profesor, y cuando empezó el recreo de las diez Konradin parecía haber perdido interés en el tema y salió de clase sin siquiera mirarme. A pesar de eso, me sentía feliz. Era la primera vez que me hablaba y estaba resuelto a que no fuera la última.